S.E.C.R.E.T.

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Me quitó el top por encima de la cabeza y lo lanzó a la otra punta de la cocina. Entonces cogió el taburete donde estaba sentada y le dio la vuelta para colocarme mirando hacia él. Tiró de mí y mis rodillas quedaron entre sus piernas separadas. Con la mano derecha me levantó la cabeza para que lo mirara mientras con la izquierda me masajeaba un pezón. Con gesto indeciso, me metió un dedo en la boca, y yo, casi por instinto, le chupé los restos de las especias de la sopa, de una manera que le hizo cerrar los ojos. Me gustó que pareciera temblar de deseo y que se tambaleara un poco. Chupé un poco más intensamente.

—Apuesto a que esto se te da muy bien —dijo, abriendo unos ojos embriagados de placer—. Apuesto a que, con esa boca, eres capaz de hacer enloquecer a un hombre.

Dejé de hacer lo que estaba haciendo. Hasta ese momento, todas mis fantasías habían consistido en recibir placer, no en darlo. En ese instante sentí deseos de dar, de ser generosa, como exigía el paso. Pero no sabía muy bien cómo.

—Quiero hacer algo por ti —dije.

—¿Qué, Cassie? —preguntó él, mordiéndose agónicamente el labio inferior, mientras yo apretaba la boca en torno a su dedo índice.

Lo miré a los ojos, sosteniendo durante un segundo su dedo en mi boca. Después, con todo el descaro que logré reunir, le dije:

—Quiero tenerte… en la boca. Todo.

El aire entró en mis pulmones, pero se negaba a salir. Realmente acababa de decirlo. Le había dicho a un hombre, a un hombre famoso, que quería chuparle el sexo. «¿Y ahora qué?», me dije. Sólo había practicado una felación en toda mi vida, cuando estudiaba el bachillerato. Lo había intentado algunas veces con Scott, cuando estaba borracho y me lo pedía, pero habían sido experiencias horrorosas, en las que yo terminaba con la mandíbula dolorida, y Scott, durmiendo. La perspectiva de intentarlo y fracasar me estaba poniendo muy nerviosa. Pero, como estaba viviendo una fantasía sexual con una persona famosa, decidí dejar que él hiciera lo que mejor saben hacer los famosos: pedir lo que quieren y exigir un buen servicio.

—Quiero que me enseñes cómo… complacerte —dije.

Me pasó el dedo mojado por el cuello y después, levantándome la barbilla con la mano, respondió:

—Creo que puedo enseñarte.

¡Ese hombre celestial quería que yo se lo hiciera!

—Es sólo que… no sé si soy muy buena en esto. Después de todo, es tu fantasía, y tengo miedo de que te vayas corriendo. —Se echó a reír y yo tardé un momento en darme cuenta de lo que le había hecho gracia—. Que te vayas

corriendo, pero por la puerta. Ya me entiendes.

Dejó de reír. En ese momento juro que sentí que podía caerme en sus profundos ojos negros, de tan intensa que era su mirada. Aunque no sabía casi nada de su música, comprendí por qué era famoso. Tenía carisma, presencia, confianza en sí mismo.

Como yo le había pedido que me diera una lección, empezó.

—Empecemos por desnudarte.

Me puse de pie y di un paso atrás. Con él delante, me quité el resto de la ropa: primero las zapatillas, después los pantalones de gimnasia y finalmente las bragas. Él me miraba. Había deseo en sus ojos. Me deseaba a mí. ¡A mí! Podía percibirlo. Yo no dejaba de repetirme: «¡Adelante, hazlo! Él te enseñará. Todo saldrá bien». Mis nervios fueron desapareciendo a medida que me dejaba enredar en su delicioso hechizo. Se volvió, separó una silla de la mesa de la cocina y se sentó.

—No puedes hacerlo mal, Cassie, a menos que mezcles los dientes en la receta. Los dientes no están invitados. Haz cualquier otra cosa y me harás feliz. Ven aquí.

Di un paso hacia él. Y después otro más. Yo estaba de pie, completamente desnuda. Me cogió por las muñecas con sus grandes manos y me hizo arrodillarme delante de él. Tenía un olor tibio y especiado, o tal vez fuera el aroma del guiso y el pan, pero a los dos nos estaba subiendo la temperatura. Me cogió las manos, se las puso encima del pecho y las arrastró después sobre su vientre imposiblemente plano y firme.

—Quítame los pantalones, Cassie.

Algo en mi interior se derritió mientras me agachaba y le desabrochaba el cinturón. Dejó caer los pantalones al suelo. La tenía dura. Y era grande y gruesa.

—Dios —susurré, rodeándola con las manos y sintiendo la suavidad de su piel. ¿Cómo era posible que algo tan duro fuera a la vez tan suave?

—Ahora baja la cabeza y bésame la punta —dijo—. Así. Lentamente al principio. De ese modo, sí. Bésala. Muy bien.

Lo tomé con la boca y lo lamí desde la punta hasta la base, sintiendo que su cuerpo se balanceaba adelante y atrás a medida que mis manos y mi boca alcanzaban un ritmo constante.

—Así está bien. Un poco más rápido.

Aceleré la cadencia. Él agarró una de mis manos, me enseñó cómo moverla junto a mis labios y la dejó allí. Lo tomé todavía más profundamente en la boca, al tiempo que le metía la otra mano por debajo.

—Sí —suspiró él, moviendo los dedos tiernamente por mi pelo—. Lo has entendido. Así es como me gusta.

Mis dos manos se encontraron con mis labios y formaron un vacío a su alrededor, mientras lo devoraba con toda la boca. Lo solté y seguí lamiéndole sólo la punta con el extremo de la lengua. Él bajó la vista y, cuando yo levanté la cabeza, nuestras miradas se encontraron. Su expresión era feliz y relajada, lo que me hizo saborear el poder. Estaba en mis manos. Era mío. Volví a tomarlo con la boca, chupando y tirándolo hacia mí, y sentí una vibración en su pelvis que me hizo sentir todavía más audaz. Me lo metí más profundamente en la boca. Lo sentía empujar contra mí y al mismo tiempo sentía que se ablandaba y se derretía. Se lo estaba haciendo yo. Yo tenía el control. Yo estaba al mando. De un momento a otro iba a conseguir que ese hombre se corriera… en mi boca.

—Nena, tú no necesitas mi ayuda.

Cuanto más placer le daba, más húmeda me ponía, algo que nunca me había pasado hasta entonces. ¿Por qué ese mismo acto me había parecido antes una desagradable obligación? Le pasé una mano por detrás, para agarrarlo por la espalda, mientras mi boca lo atraía hacia mí cada vez más profundamente.

Después, interpretando las señales de su cuerpo, sentí que llegaba a un punto de inflexión y reduje el ritmo.

—Sí, sí, así es perfecto. ¡No pares!

Sus palabras alimentaban mi apetito. Lo devoré todavía más profundamente, obligándolo a agarrarse a la mesa para no perder la estabilidad. Cuando levanté la vista, noté que estaba a punto de llegar al orgasmo bajo mi control, lo que me hizo sentirme todavía más poderosa y

sexy.

—Oh, Cassie —dijo en tono suplicante, con una de sus manos enredada en mi pelo y la otra asida al taburete, para no perder el equilibrio—. Madre de Dios —susurró, mientras yo sentía que le iba sacando el orgasmo desde dentro.

Lanzó un fuerte suspiro y puso todo el cuerpo rígido. Después cayó en un maravilloso silencio. Al cabo de unos instantes, lo sentí ceder y, al final, retirarse de mi boca. Deposité un beso en ese adorable lugar donde su torso y sus muslos se encontraban. A continuación, recogí mi camiseta del suelo y me limpié suavemente la boca. Sintiéndome invadida por una sensación de triunfo, levanté la vista y le sonreí.

—¡Increíble, nena! —exclamó, apartándose de mí—. No te han hecho falta instrucciones. Ha sido… impresionante.

—¿De verdad? —dije yo, yendo hacia él. Apoyé mi pecho contra el suyo y sentí lo duros que eran sus músculos.

—De verdad —me aseguró él, tocando mi frente con la suya—. Im-pre-sio-nan-te.

Tenía una expresión de sorpresa y todavía respiraba con fuerza. Yo estaba totalmente desnuda, de pie sobre mi ropa. Miré al suelo.

—Eres adorable. Allí, detrás de la despensa, hay un lavabo —añadió, señalando el lugar.

Recogí del suelo el disfraz de madre de niños deportistas y empecé a alejarme.

—Espera. —Me volví, y entonces él vino hacia mí y me plantó un largo y cálido beso en la boca—. Esto es exactamente lo que necesitaba —dijo.

Entré en el lavabo y cerré la puerta. Incluso ese pequeño aseo al lado de la despensa era lujoso y ornamentado, con grifos de oro y paredes revestidas de papel pintado con dibujos en relieve color burdeos. El soporte del lavamanos eran unos brazos de mujer, cuyas manos formaban el lavabo propiamente dicho. Me eché agua fría en la cara, por el cuello y por la nuca. Me llené la boca de agua y tragué. El agua se me derramó por el pecho y me corrió por el canalillo. La seguí con los dedos. Le había dado placer a alguien, había sido generosa sólo porque me apetecía, y no por ninguna otra razón.

Había empezado a vestirme cuando oí unos golpes suaves en la puerta.

—Soy yo, abre.

A diferencia del masajista, tal vez Shawn quería despedirse. Abrí solamente una rendija en la puerta. Pero él la empujó y entró en el aseo, mientras yo sentía que se me aceleraba el pulso. Me hizo volverme de espaldas, poniéndome de cara al espejo, y se situó detrás de mí. Después apoyó su boca en mi nuca, como había hecho en la cocina.

—Esto es para ti —dijo.

Había vuelto a ponerse los vaqueros, pero lo sentí duro contra mí. Levanté los brazos para rodearle la nuca con las manos y sentí que su pelvis me presionaba contra el frío tocador. Al cabo de un segundo estaba empapada. Me mordió el cuello suavemente y me deslizó un brazo por delante, entre los muslos. Mi espalda se arqueó para recibir su mano. Me incliné hacia adelante, acercándome al espejo, y me puse a contemplar su imagen: tenía los ojos cerrados y movía las manos hacia abajo, a través de mis pechos y de mi vientre, con los dedos abiertos en abanico. Para él, incluso ese acto tenía cierto ritmo, como si estuviera encontrando algún tipo de música en mi cuerpo. Me estaba tocando como un instrumento, tirando de mí hacia él y pulsándome intensamente por dentro, con los dedos. El hecho de sentirme deseada y de que me tomaran y me tocaran de ese modo era como volver a la vida desde dentro hacia fuera. Mis ojos se encontraron con los suyos en el espejo. Antes de que pudiera darme cuenta, todo se volvió una borrosa nube de ritmo y de color, y me sentí estallar en sus manos, con una cálida ola que me recorrió todo el cuerpo y después me inundó de satisfacción.

—Así, así —repetía él, como acunándome, y sin notarlo, me fui reclinando en su cuerpo y lo fui empujando hacia atrás, hasta que los dos tuvimos que apoyarnos en la pared para permanecer de pie. Después, sin ningún motivo, empecé a reír.

—Gracias —le dije, todavía sin aliento. Y entonces recordé mi ropa, la razón por la que había entrado en el lavabo. Mi uniforme de madre con hijos deportistas estaba en el suelo, formando un pequeño montón delante del tocador.

—Supongo que tendrás que ponerte eso de nuevo —dijo.

—Eso creo.

Y tras darme otro beso en el cuello, salió y cerró la puerta tras de sí. Mi rostro en el espejo estaba arrebolado de aire y de vida. Terminé de vestirme y me eché un poco más de agua en la cara.

—Lo estás haciendo —murmuré, sonriéndole a mi reflejo—. Lo has hecho. Acabas de hacerle una felación a una estrella del mundo de la música, a un dios de las listas de éxitos, a un ganador de quién sabe cuántos Grammy. Y después él ha venido al lavabo para regalarte un orgasmo.

La sola idea hizo que me llevara las manos a la boca y sofocara un chillido de felicidad.

En cuanto estuve vestida, con el pelo aún desordenado por el tórrido encuentro, volví a la cocina tenuemente iluminada. Ya no sonaba la música. La olla había desaparecido. Y también él. Al borde de los fogones había una pequeña fiambrera llena de gumbo caliente, con un amuleto de oro encima de la tapa de plástico. Me senté en el taburete sin hacer nada, excepto respirar y pensar en lo que había pasado.

Claudette entró al cabo de unos instantes.

—Cassie, la limusina te está esperando. Confío en que tu estancia con nosotros haya sido agradable —dijo, con cierto deje de Nueva Orleans.

—Gracias. Lo he pasado muy bien.

Apreté el amuleto contra mi pecho, recogí la fiambrera, y dejé que me condujeran a través de la puerta lateral de la Mansión hasta el cómodo asiento de la limusina.

Mientras circulábamos por Magazine Street, tenía la vista fija en la animada calle, pero en realidad estaba mirando hacia dentro. Sentía el amuleto en la palma de la mano. ¿Por qué siempre había tenido miedo de dar a los demás? ¿Qué me asustaba? Sentirme utilizada, probablemente. O quizá temía que el hecho de dar me dejara vacía. Pero ahora había dado y me sentía satisfecha. Había conocido el placer de regalarle placer a otra persona. Bajé la ventanilla y dejé que el viento me refrescara la cara mientras el gumbo me calentaba el regazo. Ése era el propósito de S.E.C.R.E.T.: ayudarnos a admitir las necesidades de nuestro cuerpo y a que los demás también las aceptaran. ¿Por qué antes me había parecido tan difícil? Abrí la palma de la mano y contemplé el reluciente amuleto dorado, con la palabra

generosidad grabada en elegante letra cursiva.

—Claro que sí —dije en voz alta, mientras enganchaba el cuarto amuleto en la pulsera.

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