S.E.C.R.E.T.

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Unas semanas después de mi chapuzón en aguas del golfo y de aquella increíble aventura en el remolcador, volví a sentirme audaz y empecé a resistirme al sutil acoso de Tracina en el trabajo. No fui desagradable ni mezquina, pero cada vez que llegaba tarde, me iba a mi hora, en lugar de esperar servicialmente a que apareciera. Decidí que sus retrasos eran problema de Will, no míos, y que no me correspondía a mí regañarla, sino a él. También comencé a peinarme con una coleta baja, que hacía resaltar mis nuevos reflejos rubios. Eché mano del dinero del seguro que había recibido tras la muerte de Scott y me compré algo de ropa, un lujo que hasta ese momento no me había permitido. Me compré un par de pantalones negros ceñidos y varios jerséis de cuello vuelto y de colores vivos, y finalmente reuní valor para entrar en Trashy Diva, una tienda de lencería y ropa retro del French Quarter de la que Tracina era clienta. Compré varios bonitos conjuntos de tanga y sujetador, y un camisón más sexy para ponerme por la noche, nada demasiado atrevido, pero un gran paso en comparación con mi habitual ropa interior de algodón. No se trataba de derrochar el dinero, sino de conseguir que mi exterior reflejara la vitalidad que empezaba a sentir dentro de mí. También empecé a correr con más frecuencia después del trabajo. Solía hacer el circuito de cinco kilómetros en torno al French Quarter. Conocí partes de la ciudad que hasta ese momento no había visto por estar atrapada en mi rutina. Incluso me ofrecí voluntaria, en nombre del café, para atender la caseta de donativos durante el baile benéfico de la Sociedad de Revitalización de Nueva Orleans, aunque al principio Will se opuso.

—¿No tenemos ya suficiente con las reformas?

Era cierto. El lento renacer del café consumía la mayor parte de su tiempo libre, para exasperación de Tracina. Lo primero que había hecho había sido pintar las paredes y comprar nuevos aparatos de acero inoxidable. Su gran proyecto era habilitar la segunda planta para abrir un restaurante de más categoría en el que se ofrecieran actuaciones musicales; sin embargo, tras la instalación de un pequeño aseo cerca del descansillo, el ayuntamiento había frenado la tramitación de los permisos. Will había puesto un colchón en el suelo, y allí solía encontrarlo yo por la mañana, planeando, rumiando o simplemente despotricando, cuando no se quedaba a dormir en casa de Tracina. Pero, a falta de otra cosa, tenía que conformarse con sacar poco a poco de la segunda planta los trastos viejos de la época en que el local había sido una franquicia de la cadena PJ’s Coffee y llevarlos al vertedero.

—El altruismo es buena publicidad, Will —le dije—. Dar es bueno para el alma.

En ese momento recordé fugazmente la cocina de la Mansión, meses atrás, donde había aprendido los beneficios inherentes de la generosidad. ¡Cuántas cosas habían cambiado en tan poco tiempo!

Al presentarme voluntaria para la caseta benéfica, lo que hice fue entregarme por primera vez en mi vida a uno de los pasatiempos más populares y tradicionales de Nueva Orleans: participar en actividades colectivas. Nunca había pertenecido a ningún grupo, club u organización benéfica, ni a ninguna otra cosa. Y aunque la lectura de las páginas de sociedad del periódico no me hacía anhelar más dinero ni más fama, me había dado a conocer la existencia de otro mundo, un mundo donde lo importante era la comunidad y donde reinaban la camaradería. Llevaba casi seis años viviendo en la ciudad, y uno de los habituales del café me había dicho una vez que Nueva Orleans «te reclama a los siete años». Estaba empezando a entender lo que había querido decirme. Finalmente me estaba sintiendo en casa. Se lo conté a Matilda cuando nos encontramos en Tracey’s, en una de las conversaciones que solíamos tener después de cada paso.

—Se necesitan siete años para que una casa sea un hogar —me dijo.

Ella también había llegado de fuera, varias décadas antes, aunque procedente del sur. En esa misma ocasión me pidió disculpas por el accidente en el yate y la aterradora experiencia que había vivido.

—No formaba parte del plan. Pensábamos fingir una avería del motor, para que Jake fuera a rescatarte, pero jamás imaginamos que se iba a averiar de verdad, ¡y menos aún en medio de una tormenta tropical!

—¿Tormenta tropical? ¡Fue un huracán, Matilda! —repliqué, arqueando las cejas.

—En efecto. Lo siento. Pero sin duda te ganaste el amuleto del paso cinco —dijo, señalando con un dedo mi pulsera hermosamente cargada de dijes.

Levanté el oro pálido y me quedé admirando un momento los amuletos resplandecientes. Aunque me encantaba coleccionarlos, empezaba a anhelar cierta constancia en mi vida. Había comenzado a imaginar cómo sería tener un solo hombre dedicado enteramente a mí. Las fantasías estaban cambiando mi vida y la manera de verme a mí misma, pero no impedían que sintiera un vacío. No quise decírselo a Matilda. Todavía me faltaban cuatro fantasías, y sabía que ella insistiría en que primero las viviera antes de precipitarme a iniciar una relación sin estar lista, si es que alguna vez llegaba a estarlo. Pero pronto terminaría mi aventura con S.E.C.R.E.T. ¿Qué haría entonces? ¿Querría formar parte de la sociedad o preferiría guardarme mis experiencias para mí y encontrar a una persona especial con quien construir una vida en común? ¿Estaba lista para eso? ¿Y quién iba a quererme? ¡Tenía tantas preguntas que hacerle a Matilda!

—Ahora estás explorando —me dijo una vez en Tracey’s, mientras bebíamos una copa—. Lo primero es saber quién eres tú como persona y conocer lo que te gusta y lo que no te gusta. Después podrás pensar en una pareja. ¿Lo entiendes?

—Pero ¿qué pasará si al próximo hombre con quien quiera tener una relación seria le cuento mi experiencia con S.E.C.R.E.T. y él se asusta?

—Si se asusta, es que no te conviene —me respondió, encogiéndose de hombros—. Cualquier hombre que rechace la idea de que una mujer sana y sin compromisos mantenga relaciones íntimas mutuamente consentidas con otros adultos, en un marco de alegría, seguridad y respeto, no merece que le prestes atención, Cassie. Además, no es necesario que a cada nuevo amante le hagas un inventario de toda tu vida sexual pasada, sobre todo si a él no le afecta. ¡Y más todavía si le beneficia!

Volví a mirar mi pulsera. No me la ponía todos los días, pero cuando la llevaba puesta me sentía imbuida de algo especial. Quizá fueran las palabras grabadas en los amuletos: aceptación, coraje, confianza, generosidad y, ahora, audacia. Hasta ese momento, con la única excepción de Will cuando fuimos a la subasta, nadie del café me había preguntado por ella, ni siquiera Tracina, que se volvía como una urraca cuando veía cosas brillantes.

—Estas palabras significan mucho para mí —le confesé a Matilda. Me sorprendió haberlo dicho en voz alta.

—Bueno, ahí está la paradoja, Cassie, y espero que estés aprendiendo a aceptarla. En cierto sentido, un momento de éxtasis no significa nada. Pero si aprendes a disfrutarlo y a dejar que pase y no vuelva, entonces puede significar mucho.

Yo conocía hombres que ni siquiera imaginaban la vida con una sola mujer y que habrían dado cualquier cosa por hacer realidad sus fantasías sexuales con las mujeres soñadas, sobre todo si alguien las hubiera reclutado específicamente para satisfacerlos, sin ningún compromiso por su parte. De hecho, yo me sentía agradecida con Matilda y con S.E.C.R.E.T., pero la necesidad de crear lazos y de tener en mi vida a alguien muy cercano se estaba volviendo cada vez más difícil de resistir. ¿Por qué habría rechazado a Will años atrás? Siempre me había parecido atractivo. Increíblemente atractivo. Pero, en aquel momento, había pensado que, si lo dejaba acercarse a mí, habría acabado por descubrir que yo era una persona aburrida, timorata y poco digna de amor. En los últimos tiempos, por primera vez en mi vida, estaba empezando a creer que no era ninguna de esas cosas. Estaba ganando confianza en mí misma y comenzaba a creer que me merecía a un hombre como Will. Por desgracia, mi transformación se estaba produciendo cuando él ya había emprendido una relación más seria y profunda con Tracina.

Pero todavía esperaba ansiosa el momento de encontrarme con Will en el trabajo. Me asomaba a la ventana cuando oía su furgoneta y sentía un estremecimiento cada vez que nos quedábamos solos en su despacho. Y ahora, con los planes para que el café Rose atendiera la caseta de donativos del baile de la Sociedad de Revitalización de Nueva Orleans, pasábamos juntos más tiempo que nunca, más tiempo del que él pasaba con Tracina.

La víspera del baile, Tracina me pidió que la ayudara a prepararle a Will el disfraz. No sabía coser, pero sí sabía darme órdenes mientras yo cosía. Aquel año, el tema del baile eran los personajes de fantasía. Los invitados tenían que disfrazarse de sus personajes favoritos del cine, la literatura o los cuentos de hadas.

Después de la cena, subastarían a los solteros y las solteras más apetecibles de la ciudad, y los ganadores tendrían derecho a bailar con ellos. Tracina se había ofrecido para que la subastaran y también había apuntado a Will. Aunque no pertenecía a la alta sociedad, Tracina era espectacular y probablemente alcanzaría un buen precio. Will, por su parte, era el propietario de un café sin importancia, pero su familia era una de las más antiguas del estado de Luisiana. Aun así, no le hacía mucha gracia participar.

—¡Vamos, Will! ¡Anímate! Será divertido —le dijo Tracina—. Recuerda que es con fines benéficos.

Yo tenía la boca llena de alfileres para marcarle el dobladillo de los pantalones. Pensaba ir disfrazado de Huckleberry Finn: con pantalones cortos, tirantes, sombrero de paja y una caña de pescar. Tracina iba a ir vestida de Campanilla, con tutú de ballet, alas de hada y varita mágica. Disfrazarse de una duende diminuta e irritante parecía la elección perfecta para ella, o al menos eso pensé mientras la veía mariposear por la cocina con la varita en la mano, golpeando con ella a todo el mundo en la cabeza.

—Dell, te concedo un deseo —dijo, dándole en la cabeza con la varita.

—Si vuelves a pincharme con ese palo, te lo partiré por la mitad y te lo meteré por el culo.

Tracina le respondió con una mueca burlona y después me apuntó con la varita, como si fuera una pistola imaginaria.

—¡Pum! Oye, Cassie, yo no podré estar contigo en la caseta. ¡Estaré bailando! Y tú también deberías bailar.

—No voy por diversión, sino para ayudar.

—¡Por favor! ¡Es un baile! ¡Y tú nunca sales! Y, a propósito, ¿de qué vas a disfrazarte?

—De nada —dije—. Me he comprometido a trabajar hasta que se sirva la cena y, si tú no piensas relevarme, tendré que encontrar a otra persona que lo haga.

—Yo puedo ayudar —se ofreció Will.

—¡Pero tú eres mi pareja! —gimió Tracina—. Se lo pediremos a Dell. Y tú, Cassie, tienes que disfrazarte. ¡Y yo sé cuál puede ser el disfraz perfecto para ti! ¡De Cenicienta!

Le contesté que la idea de ir vestida de princesa me parecía ridícula. Tracina se rió.

—¡No! Me refería a Cenicienta antes del baile, cuando está en la cocina cosiendo, limpiando y haciendo todo el trabajo mientras sus malvadas hermanastras se divierten. ¡Es el personaje perfecto para ti!

No supe muy bien si pretendía bromear conmigo o insultarme. Will se apoyaba en mí, con el torso desnudo, sujetándose los holgados pantalones con una mano, como un moderno David de Miguel Ángel. No solía frecuentar el gimnasio, pero el vientre plano y los brazos musculosos parecían decir lo contrario. Intenté no mirar.

—Cassie, ¿por qué nunca quieres participar? —me preguntó—. No es propio de una auténtica vecina de Nueva Orleans.

—Supongo que aún no me he ganado la ciudadanía.

Tracina advirtió a Will de que haría lo posible para bailar al menos una pieza con el invitado de honor, Pierre Castille, aquel millonario que poseía extensas propiedades en el frente marítimo, a orillas del lago Pontchartrain, pertenecientes a su familia desde hacía generaciones. Era un hombre reservado, que entraba y salía por la puerta trasera de los actos públicos a los que acudía.

Pierre había aceptado asistir al baile gracias a la intervención de Kay Ladoucer, gran dama de la sociedad local, que además era el miembro más conservador del Consejo Municipal y la presidenta del comité organizador del baile. Pero a Will no le entusiasmaba mucho encontrarse con Kay, porque la tramitación de los permisos para la ampliación del restaurante lo había enfrentado con ella. Kay le había dicho que no podía hacer las reformas mientras no renovara la instalación eléctrica de todo el edificio, pero Will no podía permitírselo mientras no ampliara el local. Por eso se habían estancado las negociaciones, pese a que la mitad de los locales de Frenchmen Street tenían instalaciones eléctricas antediluvianas.

Si los planes de Tracina le molestaron, hizo lo posible por que no se le notase. Además, no era seguro que Pierre Castille asistiera a la gala. En una de las reuniones de la organización, oí a Kay quejarse de que Pierre no quería fijar una hora exacta para su llegada, no permitía a los promotores mencionar su asistencia, se negaba a participar en la subasta y ni siquiera se comprometía a asistir a la cena.

Will bajó la vista hacia mí, con la expresión más abatida que le había visto nunca. Me encogí de hombros y le devolví la mirada con gesto compasivo mientras le subía un par de centímetros más el dobladillo, esforzándome por recordar que era el hombre de otra mujer. En los últimos tiempos, yo había empezado a sospechar que Tracina no estaba totalmente centrada en su relación con Will. Desde hacía unas semanas desaparecía de vez en cuando y permanecía ilocalizable durante horas, y yo conocía a Will lo suficiente como para notar que estaba celoso.

—Habrá tenido que llevar al médico a su hermano —decía él en esas ocasiones, alargando el cuello para vigilar las plazas de aparcamiento que había delante del café, esperando con ansiedad su llegada—. O puede que haya ido de compras. Siempre está comprándose cosas.

Yo sonreía y asentía con la cabeza, procurando no contradecirlo. Me parecía fascinante la forma en que nos mentimos a nosotros mismos cuando deseamos que algo no sea verdad. Yo lo había hecho durante años con Scott. Pero uno de los muchos beneficios de S.E.C.R.E.T. era que mis experiencias me estaban enseñando a dejar de mentirme. En medio de la cocina, mientras le cosía el dobladillo de los pantalones, Will cruzó una mirada conmigo y me la sostuvo más de lo habitual. Pero eso no significaba nada, ¿verdad? Cuando más tarde me ofreció llevarme a casa, tuve que recordarme a mí misma que mi casa le quedaba de camino y que su proposición no significaba nada.

Pero cuando se quedó esperando con el motor en marcha hasta que yo estuve sana y salva dentro del hotel de las solteronas, y después me lanzó un beso con la mano a través de la ventana de la furgoneta, me pregunté si no estaría otra vez mintiéndome a mí misma.

La Sociedad de Revitalización de Nueva Orleans era una de las más antiguas de su clase en la ciudad, pues había nacido poco después de la guerra de Secesión. En sus comienzos, recaudaba fondos para construir escuelas en los barrios donde empezaron a establecerse los esclavos recién liberados. Tras la devastación del huracán Katrina, se concentró en la reconstrucción de escuelas en las áreas más desfavorecidas, porque si había que esperar a que lo hiciera el gobierno, la espera podía ser eterna. Mi decisión de colaborar como voluntaria formaba parte de mi plan de integrarme en la ciudad y de hacer amigos más allá del café y sus alrededores. Mi trabajo durante la velada consistiría en estar en la caseta de donativos y recibir los cheques y los pagos con tarjeta de crédito. No pensaba disfrazarme ni bailar. Quería tomarme mi participación muy en serio. A cambio de mi tiempo, Kay nos había dado permiso para colgar un cartel del café Rose en los faldones de la mesa.

Ese año, el baile se celebraba en el Museo de Arte de Nueva Orleans, uno de mis edificios preferidos de la ciudad. Me encantaba su fachada con cuatro columnas de inspiración griega y su vestíbulo cuadrado de mármol, rodeado por los cuatro costados por una galería elevada. Cuando discutía con Scott, solía refugiarme allí y recorrer sus salas llenas de ecos. Visitaba la Muchacha de verde, de Degas, porque me parecía triste, con esa mirada vuelta hacia otro lado, preocupada quizá por el pasado o temerosa por el futuro. O puede que simplemente proyectara en ella mis propios sentimientos.

Disponía de una hora para montar la caseta, pero antes tenía que hablar con Kay para decidir dónde la poníamos. La encontré disfrazada de la Reina Roja de Alicia en el País de las Maravillas, impartiendo órdenes a gritos en medio del vestíbulo de mármol blanco.

—¡Moved la escalera!

Dos hombres jóvenes trataban de colgar del techo unos copos de nieve gigantescos y centelleantes con los que Kay no parecía muy entusiasmada.

—No sé qué tendrán que ver los copos de nieve con el tema de los personajes de fantasía, pero ¿qué otra cosa podíamos colgar? ¿Hadas?

La imagen de Tracina suspendida de un hilo me arrancó una sonrisa, sólo interrumpida por la mirada que me echó Kay por encima de las gafas de lectura.

—¿Dónde vas a instalar la caseta? ¡Espero que aquí no!

—Quizá podríamos ponerla allí —dije, señalando al fondo de la sala.

—¡No! No quiero que la gente confunda nuestro maravilloso baile con una cochambrosa colecta. Ponla cerca del guardarropa. ¿Y dónde están tus herramientas?

—¿Herramientas? No sabía que…

Kay lanzó un suspiro de exasperación.

—Les diré a un par de chicos de mantenimiento que te ayuden.

Cuando Tracina llegó, ya ataviada con su tutú blanco y su tiara, la caseta estaba instalada y en funcionamiento, y yo estaba cómodamente escondida detrás del mostrador.

—¿Dónde está Will? —le pregunté, con tanta indiferencia como me fue posible.

—Aparcando la furgoneta. Voy a buscar una copa. ¿Tú quieres algo?

—Estoy bien así, gracias.

Empezaron a llegar los primeros invitados. Vi una Blancanieves, varias Escarlatas O’Hara, un Rhett Butler, dos Dráculas, un Alí Babá y un Harry Potter. Había una Dorothy, de El mago de Oz, un Sombrerero Loco, un pirata Barbanegra, y un Barbazul, el aristócrata asesino… Eché una mirada a mi falda acampanada y a mi sencilla blusa. Quizá debería haberme esforzado un poco más. ¿De verdad tenía que ponerme un delantal de camarera? Bueno, necesitaba bolsillos para guardar los bolígrafos y los recibos de las tarjetas de crédito. Además, no había ido para flirtear, sino para colaborar con una obra benéfica. Sin embargo, mientras colgaba el segundo cartel del café Rose al fondo de la caseta, oí que me llamaban:

—¡Cassie! ¡Aquí!

Una preciosa mujer disfrazada de Sherezade me estaba saludando entre la multitud que empezaba a rodear la caseta. Era Amani, la menuda doctora india que se sentó a mi lado la primera vez que visité la sede de S.E.C.R.E.T. Estaba espléndida, con varias capas de velos rojos y rosas que resaltaban su cuerpo de casi sesenta años, un cuerpo que aún tenía unas curvas formidables. Pero sus ojos destacaban por encima de todo, chispeantes de picardía, realzados con delineador negro y enmarcados por un brillante velo rojo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté.

Se me hizo extraño ver a una integrante de S.E.C.R.E.T. en un acto público.

—Aunque no lo creas, todos los años, nuestro pequeño grupo hace una aportación muy generosa a esta causa. Pero con otro nombre, desde luego. Aquí tienes —dijo, entregándome un sobre.

Le agradecí el donativo.

—También vendrá Matilda —añadió—. La reconocerás en cuanto la veas. Debería venir vestida de hada madrina, ¿no crees?

Antes de que pudiera contestar, Kay se situó a mi lado para ver el desfile de invitados, que uno tras otro introducían sobres en la caja de los donativos.

—¡Doctora Lakshmi! ¡Está absolutamente soberbia! —exclamó Kay, tendiéndole la mano.

—Gracias, Kay —dijo Amani, con una ligera inclinación—. Espero verte luego, Cassie.

Kay no me preguntó cómo era posible que tuviera una relación tan familiar con uno de los miembros más destacados de nuestra comunidad.

—¡La subasta todavía no ha empezado y ya estamos a punto de recaudar la cantidad de dinero que habíamos previsto! —exclamó satisfecha.

—Esperemos seguir así.

La cena era un banquete de seis platos de especialidades locales: étouffée de langosta, gachas de maíz con trufas y brandy, filet mignon y cangrejo con salsa bearnesa. El postre consistía en un delicioso pudín de pan, adornado con crème fraîche y copos de oro comestibles. Una vez retirados todos los platos, llegó el momento de marcharme, pero sentía curiosidad por la subasta y, sobre todo, quería ver quién se llevaba a Will.

—¡Bueno, ya es hora de empezar! —dijo Kay, dirigiéndose al frente de la sala—. No podemos esperarlo más.

Se refería a Pierre Castille. Tracina no era la única de las presentes que deseaba pasar un momento con él.

En torno a Kay se reunieron numerosas mujeres deseosas de pujar por los hombres reunidos en el escenario. Además de Will, la subasta de solteros incluía a uno de nuestros senadores estatales más jóvenes, de quien me habría enamorado allí mismo si no hubiese sido republicano. Había también un juez de distrito bastante mayor pero todavía apuesto, que había empezado a correr maratones poco después de quedarse viudo, lo que le había granjeado la simpatía y la romántica aprobación de todas las mujeres solas de más de cincuenta años. Otro de los participantes era un atractivo actor afroamericano, que salía en una serie de televisión rodada en Nueva Orleans. Cualquiera habría supuesto que las ofertas más altas serían para el actor famoso, pero, finalmente, la presidenta de la Sociedad Histórica de Garden District se llevó al prestigioso juez por doce mil quinientos dólares, mientras que el actor tuvo que conformarse con un segundo puesto, a mucha distancia, al alcanzar apenas los ocho mil dólares.

Contemplando desde la caseta la estridente diversión de la subasta y la concupiscente energía que generaba, empecé a sentirme otra vez como una observadora. ¿Por qué siempre me limitaba a mirar la vida, en lugar de entrar de lleno en ella y participar? ¿Cuándo iba a aprender?

—Y el último de nuestros solteros —anunció Kay— es Will Foret, propietario del apreciado café Rose, uno de los mejores de Frenchmen Street.

Tiene treinta y siete años, señoras, y está soltero. ¿Quién quiere hacer la primera oferta?

Will parecía avergonzado, pero, aun así, estaba muy sexy disfrazado de Huckleberry Finn, con la caña de pescar y los pantalones holgados sujetos con tirantes. La sala pareció estar de acuerdo conmigo. A medida que la subasta se animaba, Tracina se iba sumiendo en el pánico. Cuando las ofertas alcanzaron los quince mil dólares, le arrebató el micrófono a Kay.

—Este hombre no está disponible —dijo—. Hace más de tres años que sale conmigo y estamos pensando en irnos a vivir juntos.

Había bebido demasiado champán, y si yo antes había creído que Will no podía estar más avergonzado, me equivoqué, porque tras la intervención de Tracina empezó a ponerse de color púrpura.

Finalmente, una mujer mayor tocada con una tiara de oro viejo hizo la oferta ganadora: veintidós mil dólares.

—¡Vendido! —anunció Kay, y dejó caer el martillo.

Condujeron a Will, el soltero más valorado de la noche, a la vencedora de la subasta, que lo estaba esperando.

—Y así termina la subasta de los chicos —dijo Kay, con un nuevo martillazo—. Id a rellenar vuestras copas y volved en seguida, porque pronto empezará la subasta de las chicas y necesitamos recaudar otros setenta y cinco mil dólares. ¡Así que no guardéis todavía vuestros talonarios!

En ese momento, un rumor se extendió por toda la sala mientras dos guardias de seguridad se abrían paso entre un mar de gente. Los seguía un hombre alto y elegante, vestido de esmoquin, pajarita negra, camisa del mismo color y gafas de aviador con cristales azul claro. Llevaba bajo el brazo un casco de motociclista, que entregó a uno de sus gorilas. Se quitó las gafas de sol, las plegó y se las guardó en el bolsillo.

—Siento llegar tarde —dijo—. No encontraba nada que ponerme.

Era Pierre Castille, con el pelo rubio ceniza ligeramente desordenado por el casco. Saludó de un modo informal al grupo de gente que se había congregado para darle la bienvenida, incluida Kay, claramente aturullada, que soltó el micrófono y atravesó la sala para correr a recibirlo. Con su sonrisa fácil, no parecía el solitario heredero de una fortuna, sino una estrella del rock. Cuando después de hablar con Kay se volvió y se acercó a la caseta, sentí que se me aceleraba el corazón y maldije a Tracina por haberme abandonado. Bajé la cabeza y fingí estar muy ocupada con los recibos de las tarjetas de crédito, para no parecer fascinada por conocer a un magnate.

—¿Aquí es donde se dejan los donativos?

Cuando levanté la cabeza, estaba apoyado sobre una mano en el mostrador. No parecía totalmente incómodo vestido de esmoquin, lo que me pareció un agradable cambio en comparación con la mayoría de los invitados. Durante un segundo no conseguí articular ni una sola palabra.

—Eh…, sí. Puede poner un cheque en la caja. O también puede darme su tarjeta de crédito, si lo prefiere.

—Fantástico —dijo, sosteniéndome la mirada durante un tiempo que me pareció infinito. ¡Dios! ¡Qué atractivo era!—. ¿Cómo te llamas?

—Cassie. Cassie Robichaud.

—¿Robichaux? ¿De los Robichaux de Mandeville?

En ese instante me llevé la sorpresa de ver en la caseta a Will, que le tendió la mano a Pierre.

—Ella lo escribe con «d», como en el norte, y no con «x», como en el sur —le explicó.

—¡Vaya! ¡Pero si es Will Foret hijo! ¿Cuánto hace que no nos vemos? ¿Quince años?

Me quedé mirando asombrada, mientras mi Will le estrechaba la mano al famoso Pierre Castille, al tiempo que Tracina intentaba abrirse paso entre la multitud para reunirse con nosotros.

—Sí, más o menos.

—Me alegro de verte, Will —dijo Pierre—. Cuánto siento que nuestros padres ya no estén entre nosotros. Les habría gustado ver esto.

—Al tuyo, quizá —replicó Will, acomodándose el sombrero de Huckleberry Finn—. Hasta mañana, Cassie. Nos vemos en el restaurante.

Lo vi pasar al lado de Tracina y salir por la puerta.

—Bueno, Cassie Robichaud, pero no de los Robichaux de Mandeville, ¿dónde estábamos?

—Es gracioso, porque de hecho vivo en Mandeville Street, en Marigny, aunque en realidad soy de Michigan. El apellido francés me viene de la familia de mi padre, pero no sé su origen…

«¡Estás hablando demasiado, Cassie!».

—Claro, claro. Pasaré un momento por la caseta antes de marcharme para hacer un donativo —dijo, inclinando un poco la cabeza.

Normalmente, la gente rica y poderosa no me deslumbraba, pero ese hombre tenía carisma.

De pronto, Tracina descubrió que quería ser voluntaria.

—Ahora me ocuparé yo de la caseta —dijo, pasando por debajo de la mesa—. Will se ha ido, pero yo puedo quedarme a ayudar. Tú vete a casa. ¿Para qué vas a quedarte, si no estás disfrazada?

—¿Sabías que Will lo conocía? —le pregunté.

—Son amigos de la infancia.

—Ya veo. Bueno. Supongo que ya es hora de irme.

—Sí, eso es. Vete corriendo —dijo, sin mirarme, con la vista puesta en Pierre, que estaba buscando un lugar para sentarse, al frente de la sala.

Pronto empezaría la subasta de chicas solteras. Me miré el traje. Tracina tenía razón. Yo era la Cenicienta. Ahora que los platos estaban fregados, podía irme a casa. Recorrí el vestíbulo buscando a Will, pero en lugar de encontrarlo a él, vi a Matilda, que estaba hablando por el móvil y venía directamente hacia mí. Se despidió de su interlocutor, quienquiera que fuese, y cerró la tapa del teléfono. Entonces me fijé en su disfraz, un impresionante traje de sirena cubierto de lentejuelas que brillaban como esmeraldas, con una pequeña corona en la cabeza.

—¡Cassie! ¡Espera! ¿Adónde vas?

—He terminado mi turno en la caseta de donativos y me voy a casa. Y a propósito, gracias por la donación. Era muy gener…

—No, tú no te vas a casa —me dijo, agarrándome por un brazo. Hizo que me diera la vuelta y me encaminó hacia una puerta de la que colgaba un cartel de PRIVADO—. Me doy cuenta de que lo hemos llevado con mucha discreción, pero esta noche, Cassie…, esta noche es tu noche.

—¿Esta noche? —repetí sin salir de mi asombro, al comprender que tenía una fantasía reservada para mí—. Pero no llevo puesto…

—No te preocupes. Los refuerzos vienen de camino.

Pasó una tarjeta por delante de una pequeña caja de seguridad de la pared y la puerta se abrió con un chasquido. Dentro había un acogedor camerino, donde Amani y otra mujer que me resultó vagamente familiar esperaban sentadas en unos bancos con tapizado de seda. Cuando entramos, se pusieron en pie con expresión de expectante agitación. A su izquierda había un tocador con un espejo rodeado de bombillas iluminadas y, sobre una toalla blanca, un completo juego de cosméticos cuidadosamente organizados. Cerca de allí, colgado de un perchero, vi un precioso vestido de color rosa pálido que llegaba hasta el suelo. Yo nunca había sido la típica niña que se muere por el rosa, pero aquel vestido de fiesta de satén removió algo muy profundo en mi ADN. Debajo del traje pude ver un par de maravillosos zapatos de fiesta.

Matilda se aclaró la garganta.

—Te lo explicaremos más tarde, Cassie, pero de momento queremos que te arregles. Tiene que ser rápido, porque está a punto de empezar.

—¿Qué es lo que está a punto de empezar?

—Tú no te preocupes —replicó.

¿Era todo para mí? El vestido, el maquillaje… Iban a ponerme guapa. Pero ¿para quién? ¿Con qué propósito?

—¿Recuerdas a Michelle? La conociste cuando estuviste en la sede de S.E.C.R.E.T. Será tu estilista.

Recordaba su cara redonda y angelical y su risa fácil. ¿Estilista? ¿Por qué necesitaba yo una estilista?

—Cassie, estoy muy contenta por ti, pero tenemos prisa. Lo primero será la ropa interior. Quítatela.

Antes de darme tiempo a reaccionar, Michelle me llevó detrás de un biombo de bambú y me lanzó por encima un sujetador, un tanga de seda y unas medias con liguero.

—Apuesto a que creías que te iban a ayudar los pajaritos y las mariposas —comentó entre risas, pero no entendí muy bien lo que quiso decir.

En cuanto me puse todas las prendas, Michelle me dio un albornoz y me hizo sentarme delante del espejo. Me recogió el pelo largo en un rodete sobre la nuca. Amani me dio color en las mejillas, me pintó los labios de rosa pálido y me aplicó brillo natural en el resto de la cara con una brocha grande. Después de un toque de rímel, estuve lista.

—Ahora, el vestido —dijo Michelle, que, con cuidado, descolgó del perchero el traje rosa y me envió de nuevo detrás del biombo.

Mientras tanto, Matilda no dejaba de ir y venir por la habitación.

—¿Cuánto falta? —le preguntó a Amani.

«¿Cuánto falta para qué?». Levanté el pesado vestido sobre mis hombros y sentí que se deslizaba por mi cuerpo con suma facilidad y que me caía sobre las caderas con un ajuste perfecto. Salí para que me ayudaran con la cremallera. Entonces me vi fugazmente en el espejo y me quedé sin habla. El vestido era maravilloso, de un rosa semejante al interior nacarado de una caracola. Me ceñía tan bien el talle que de pronto descubrí que realmente tenía cintura. El satén relucía y el escote palabra de honor me realzaba los hombros y los brazos. La falda se abombaba como la de una bailarina, con una suave crinolina que mantenía su forma por debajo.

—Estás… preciosa —dijo Matilda.

—Pero ¿cómo lo vamos a hacer? La gente me conoce. La novia de mi jefe todavía está en el salón de baile. ¡Toda la ciudad está en el salón de baile!

—Eres una mujer segura de ti misma, Cassie. Todo saldrá bien —replicó Matilda, echando un vistazo al reloj.

Tenía que admitir que algunas de las otras fantasías me habían tomado por sorpresa, especialmente la de Jesse, pero ésta era diferente. Era la primera vez que la fantasía se desarrollaba en la vida real, con gente que yo conocía. Resultaba excitante y peligroso, pero no podía evitar un sentimiento de angustia. Con mucho cuidado, Michelle abrió una pequeña bolsa de terciopelo y extrajo una diadema, una delicada trenza de plata y brillantes, que me colocó sobre la cabeza para enmarcar mi elegante peinado.

Matilda y yo nos miramos mutuamente en el espejo.

—Estás impresionante, querida. Pero no olvides el último detalle —añadió, mientras me entregaba sonriendo los zapatos brillantes.

Me los puse y di unos cuantos pasos de prueba con los tacones, sintiéndome tremendamente ridícula, pero a la vez llena de alegría y entusiasmo. Sí. Hasta me sentía capaz de bailar con esos zapatos. De hecho, sospechaba que eso era justo lo que iba a hacer después de la subasta, que según mis cálculos ya debía de haber terminado. Me alegraba mucho de haberme perdido esa parte.

—¡Ya es la hora! —anunció Matilda, cogiéndome por un brazo y arrastrándome por el vestíbulo hacia el salón.

—¿Qué? ¿Adónde vamos? El baile todavía no ha empezado —protesté.

Pero Matilda no me escuchaba. Nos movíamos tan rápidamente que tuve que sujetarme la diadema para que no se me cayera. Cuando llegamos al salón, entré detrás de Matilda, procurando que me tapara con su cuerpo. Asomándome por encima de su hombro, vi una fila de hermosas mujeres que iban ocupando sus asientos sobre el escenario. Entre ellas estaban la atractiva presentadora del informativo de la televisión local, una modelo que habría podido pasar por Naomi Campbell cuando era más joven, una actriz de la misma serie que el actor de la subasta anterior, una rubia guapísima que tocaba el violonchelo en la Sinfónica de Nueva Orleans, dos hermanas italianas propietarias de uno de los mejores centros de curas termales de la ciudad, un par de ricas herederas… y Tracina, que para entonces estaba más que achispada y llevaba el tutú ligeramente torcido.

—Todavía queda una silla libre —anunció Kay por el micrófono, haciéndose sombra con la mano en la frente para ver el fondo del salón—. ¿Se habrá ido la chica que tenía que ocuparla?

«Por favor, quiero volverme invisible —pensé—. No puedo atravesar el salón con este vestido para que me subasten delante de esta multitud. Voy a hacer el ridículo».

—¡Ah, veo que no se ha ido! —canturreó Kay—. Es Cassie Robichaud, una de nuestras adorables voluntarias. ¿No os parece encantadora?

Matilda me apoyó las manos sobre los hombros, que yo llevaba encorvados. Seguramente se dio cuenta de que estaba medio muerta de angustia, porque me susurró al oído:

—Cassie, recuerda que esto es el paso seis: seguridad. Debes tener fe en ti misma. La seguridad está en tu interior. Encuéntrala.

Con un último empujoncito, me lanzó hacia la multitud y empecé a caminar lentamente, sintiendo todas las miradas fijas en mí. Mi falda iba rozando las patas de las sillas y las mesas y las pantorrillas de los invitados. Cuando atravesé la pista de baile para dirigirme al escenario, mi vestido arrancó exclamaciones de admiración. Y el silbido libidinoso que partió de la galería superior incluso me hizo reír un poco. ¿De verdad era para mí? Cuando pasé junto a la mesa de Pierre, intenté no mirarlo a los ojos. Subí la escalera y me acerqué a Tracina, que estaba sentada en su taburete como un pájaro en su percha.

—Cuanto más te conozco, más me sorprendes —dijo, con una sonrisa sibilina, mientras me sentaba.

—¿Empezamos ya? —preguntó Kay, y dio inicio a la subasta con la presentadora de televisión.

Tras una animada puja, el gerente de uno de los casinos del frente marítimo se adjudicó a la joven presentadora por siete mil quinientos dólares. La modelo, que había hecho lo posible para atraer la atención de Pierre, pareció llevarse un chasco cuando Mark Tiburón Allen, dueño de una joyería y protagonista de unos chabacanos anuncios de televisión que se emitían de madrugada, ofreció dieciséis mil dólares y ganó la subasta para bailar con ella. El lote de las hermanas italianas tuvo mucho éxito, y dos de las ricas herederas alcanzaron precios de cinco cifras. Tracina no dejaba de pavonearse mientras le hacía ojitos a Pierre, que estaba sentado a su mesa, cerca del escenario. Pero fue Carruthers Johnstone, el fiscal del distrito, un hombre excepcionalmente alto y corpulento, quien abrió y cerró la subasta de Tracina, con una oferta de quince mil dólares, una suma impresionante que provocó un estallido de aplausos.

Yo ni siquiera podía soñar con recaudar una suma semejante. Tracina tenía unas piernas preciosas y una personalidad chispeante. Era divertida y vestía a la última. Sabía ser el centro de atención. Destacaba allí donde estuviera. Incluso vestida de Campanilla resultaba terriblemente sexy. Me sentí un poco humillada cuando vi que la subasta se encaminaba a un abrupto final.

—Todavía estamos lejos de nuestro objetivo, pero aún nos queda una soltera. Cassie trabaja de camarera en el café Rose, uno de nuestros apreciados patrocinadores. Supongo que podemos fijar el precio de salida en quinientos dólares, ¿qué os parece?

«¡Dios mío! ¡Que alguien se apiade de mí y ponga fin a este calvario! ¡Estoy dispuesta a devolverle lo que haya pagado por mí, siempre que no sea mucho! Pero, por favor, ¡que alguien me baje de este escenario!», pensé.

Por eso, cuando una voz masculina dijo: «Empezaré ofreciendo cinco mil», pensé que había oído mal. Los focos estaban sobre mí y apenas podía distinguir las caras del público.

—¿Ha dicho mil dólares, señor Castille? —preguntó Kay.

¿Señor Castille? ¿Había ofrecido Pierre Castille mil dólares por mí? ¿Por mí?

—No. He dicho cinco mil, Kay. Mi oferta es de cinco mil dólares —dijo él, avanzando hacia el escenario y situándose a la luz de los focos, donde por fin pude verlo.

Me recorrió con la mirada como si yo fuera un dulce que nunca hubiera probado. Entrelacé con fuerza las manos sobre el regazo, me crucé de piernas y volví a descruzarlas.

—Eso es… muy generoso de su parte, señor Castille. Cinco mil es el precio de salida. ¿Alguien da más?

—Seis mil —dijo una voz al fondo, una voz que era la de… Will.

¿Había vuelto? Tracina se levantó de la butaca e hizo un mohín de disgusto acentuado por el brillo de labios. ¿En qué estaría pensando Will? ¡Él no tenía tanto dinero!

—Siete mil —dijo Pierre, mirando fijamente a Will. Primero me noté enferma, después me sentí en la gloria y en seguida volví a ponerme enferma.

—Ocho mil —insistió Will con voz ronca.

Tracina me lanzó una mirada airada, y otra similar a Will, que estaba avanzando hacia el frente de la sala para situarse junto a Pierre. Pero ¿qué era lo que se proponía? Kay estaba a punto de bajar el martillo para sellar la victoria de Will cuando Pierre anunció:

—Ofrezco cincuenta mil. —Una sofocada exclamación de asombro recorrió la sala—. ¿Es suficiente para llegar a lo que teníais previsto recaudar?

Kay estaba atónita.

—¡Señor Castille, es mucho más de lo necesario para llegar al objetivo! ¿Alguna oferta más?

La expresión de Will casi me hizo llorar. Bajó la cabeza mientras se le dibujaba en los labios la sonrisa de la derrota.

—¡Adjudicada! —gritó Kay, y cerró la subasta con un golpe del martillo—. ¡Que empiece el baile!

De inmediato, la gente empezó a hablar y a levantarse de los asientos para dirigirse a la pista, que estaba delante del escenario.

Tracina saltó de su butaca y desapareció entre la multitud, en busca de su comprador. Pierre se situó al borde del escenario con una sonrisa desconcertante en el rostro. A su lado estaba Will; se le veía incómodo.

—Buen intento, viejo amigo —le dijo Pierre, mientras le palmoteaba la espalda, quizá con excesiva energía—. Uno de estos días me pasaré por el café, ahora que tengo un motivo.

—Cuando quieras —replicó Will—. Cassie, espero que no… No, olvídalo. Me voy a casa.

Sin darme tiempo a decir nada, desapareció entre la gente.

—Estás preciosa, Cassie Robichaud —dijo Pierre—. Digna de un príncipe —añadió, mientras me cogía de la mano para conducirme al centro de la pista de baile, seguido a cierta distancia por sus guardaespaldas.

Yo sabía que todos se estaban haciendo la misma pregunta: «¿Quién es esa chica que ha cautivado a Pierre Castille?». Y aunque otras parejas empezaban a ocupar la pista, era como si Pierre y yo estuviéramos solos. Me atrajo hacia sí y me apretó con tanta fuerza contra su pecho que sentí su respiración en el cuello. Cuando la orquesta empezó a tocar y él comenzó a llevarme por la pista, tuve la sensación de que me iba a desmayar.

—¿Por qué a mí? —pregunté—. Podrías haber elegido a la chica que quisieras.

—¿Por qué a ti? Lo comprenderás cuando hayas aceptado el paso —dijo él, ciñéndome aún más por la cintura.

«¿Pierre Castille es un participante de S.E.C.R.E.T.?», me pregunté.

—Eh…, pero… tú…

—¿Aceptas, Cassie?

Tardé unos segundos en asimilarlo. ¿Quién más en el salón formaba parte de S.E.C.R.E.T. o sabía de su existencia? ¿Kay? ¿El fiscal del distrito? ¿Un par de jóvenes herederas? Me sentía un poco mareada, y entonces la orquesta terminó la pieza. Pierre se separó de mí y me besó la mano.

—Gracias por el baile, Cassie Robichaud. Espero que volvamos a vernos pronto.

Habría querido gritarle: «¡Espera! ¡Acepto el paso!». Pero no lo hice. ¿Y qué habría pasado con Will? Pierre hizo una profunda reverencia y se marchó del salón rodeado de sus guardaespaldas, dejándome sola en la pista de baile. Miré a mi alrededor en busca de Matilda, Amani o de cualquiera que no fuera Tracina, pero, lógicamente, Tracina fue la primera en venir a hablar conmigo.

—¡Eres todo un misterio! —exclamó, con una mano apoyada en la cintura del mustio tutú.

—¿Dónde está Will? —le pregunté, alargando el cuello para ver si lo divisaba.

—Se ha ido.

Antes de que pudiera decir nada más, un guardia de seguridad me agarró por el codo.

—Señorita Robichaud, tiene una llamada urgente. Acompáñeme, por favor —dijo, para asombro mío y estupefacción de Tracina.

Sin perderme de vista ni un momento, el guardia me condujo fuera del salón de baile, a través del vestíbulo de mármol, hasta una limusina que me estaba esperando. La cabeza me daba vueltas. ¡Qué noche! Me sentía escogida, apreciada, deseada, y toda la ciudad había sido testigo de ello. ¡Todo era tan maravilloso y embriagador! Pero para disfrutarlo plenamente tenía que quitarme a Will de la cabeza.

En el apoyabrazos de la limusina encontré una copa de champán. Bebí un sorbo y me arrellané en el asiento de piel mientras bajábamos por una rampa privada, donde nos vimos rodeados por un grupo de guardias de seguridad. En lo que tardé en parpadear, Pierre apareció entre ellos, agachó la cabeza y se metió en la limusina conmigo. Todo ocurrió muy rápido, como si todos estuvieran acostumbrados a ese tipo de maniobras. Todos, excepto yo.

—Saldremos por la puerta trasera, pasando por el aparcamiento —ordenó Pierre.

El chófer asintió y cerró la ventana que separaba la parte delantera de la limusina de la trasera.

—Hola —dijo Pierre, mirándome con una sonrisa y con las mejillas un poco encendidas—. Creo que todo ha salido bien.

—Sí…, sí, eso parece —tartamudeé, mientras jugueteaba con los pliegues de mi vestido. Sin lugar a dudas, era una de las prendas más bonitas que me había puesto nunca, e incluso una de las más bonitas que había visto en mi vida.

—Entonces, ¿aceptas el paso?

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