S.E.C.R.E.T.

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Durante varios días después del baile, mi estado de ánimo alternó entre el éxtasis y el malhumor. A veces me venían a la memoria escenas de Pierre en la limusina y tenía que apretar las piernas para contener el deseo. Otras veces me derrumbaba, porque el inconveniente de toda fantasía es que, por muy real que parezca y por muy magistral que sea su ejecución, no deja de ser eso, una fantasía.

Aun así, ¿quién habría podido resistirse a contemplar una y otra vez las páginas de sociedad de The Times-Picayune, una de las instituciones de una ciudad que adoraba los bailes y las galas benéficas? Allí estaba yo, a un lado de la fotografía, por supuesto, porque Pierre Castille era el centro de atención de toda la velada. El pie de ilustración me describía como «la seductora Cenicienta» que había cautivado al «soltero del Bayou». Todo el mundo hablaba del reportaje, incluso Dell, que de pronto se volvió más impaciente conmigo que con Tracina.

—¡Eh, seductora Cenicienta! —me decía en broma—. ¿Podrás atender la mesa diez por mí? Yo no puedo, porque dentro de un momento vendrá a buscarme el príncipe azul montado en una calabaza gigante. Piensa aparcar aquí mismo, en Frenchmen Street. ¿No tendrás por casualidad unos zapatitos para prestarme?

Tracina, por otro lado, se había vuelto más sumisa. Parecía más seria y callada, aunque a menudo yo tenía la sensación de que estaba reservando el veneno para cuando se le presentara la oportunidad de inoculármelo.

Tengo que reconocer que yo pensaba bastante en Pierre. Cuando me encontré con Matilda para nuestra conversación habitual después de cada fantasía, le pregunté en seguida por él: ¿Volvería a verlo? ¿Había preguntado por mí? Pero antes de que ella abriera la boca, ya sabía que iba a aconsejarme que no volviera a quedar con él, por temor a que se avivara un fuego que nunca debió encenderse. Para entonces, las dos sabíamos que mi cuerpo solía sentirse atraído por hombres que mi mente no siempre consideraba adecuados para mí.

—No es que sea malo —me dijo Matilda—. Es un hombre generoso e inteligente. Pero puede ser peligroso para cualquier mujer que lo crea capaz de ir más lejos de lo que él puede llegar.

—Si Pierre es peligroso, ¿por qué le pediste que participara?

—Porque era perfecto para esa fantasía en particular. Me alegré mucho cuando me llamó y dijo que sí, después de verte en Halo. Hace años que intentamos reclutarlo. Además, estaba segura de que no te decepcionaría. ¿No era ésa la fantasía que querías vivir?

—Sí, pero…

—Nada de peros.

Asentí, al borde del llanto.

«No, no tengo que llorar —pensé—. No hay razón para el llanto. No ha sido más que una aventura de una noche. Un poco de sexo (fantástico, eso sí), pero nada más». Sin embargo, empezaron a correr las lágrimas.

—Quizá no esté hecha para este tipo de cosas —dije, sorbiéndome la nariz.

Miré a mi alrededor, para ver si alguno de los hombres que estaban en el Tracey’s viendo un partido por televisión o comiendo bocadillos de gambas había notado que estaba llorando. Pero no, ninguno me había visto.

—Tonterías —dijo Matilda, mientras me tendía un pañuelo de papel—. Tus sentimientos son normales. Pierre es un hombre poderoso que fascinaría a cualquier mujer. Si quieres que te sea sincera, por un momento deseé que no participara, porque en el fondo sabía que de algún modo te cautivaría. Pero, Cassie, es muy importante que recuerdes que esto es una fantasía. Los hombres que participan no son necesariamente los más adecuados para formar pareja contigo en la vida real. Disfruta del momento y vívelo a fondo, pero no te aferres a él. Deja que pase.

Asentí y me soné la nariz.

Unas semanas después, el invierno cubrió la ciudad con una helada inesperada. Salí a la calle y cerré detrás de mí la puerta del hotel de las solteronas. El aire era gélido. Quería salir un momento a correr, antes de ir a trabajar, sorprendida una vez más de que hubiera invierno en Nueva Orleans. Y ese año ni siquiera estaba siendo benigno. Hacía un frío espantoso, de los que se te meten en los huesos y te hacen anhelar un buen baño caliente. Yo llevaba gorra, guantes y ropa interior térmica, pero tuve que correr varios cientos de metros antes de entrar en calor.

Bajé por Mandeville Street hasta Decatur y giré a la derecha hacia el French Market, evitando el frente marítimo y la zona del puerto, para no acordarme de Pierre, que era el propietario de la inmensa mayoría de los terrenos. Me pregunté qué pensaría hacer con todas esas parcelas desiertas. ¿Construir bloques de viviendas? ¿Centros comerciales? ¿Otro casino? Will ya estaba refunfuñando porque, según él, Marigny se estaba poniendo demasiado de moda. Decía que Frenchmen Street estaba sufriendo una invasión del turismo «malo», el que no sabe apreciar la música ni la gastronomía, compra sombreritos cursis, bebe en vasos de plástico e intenta regatear con los joyeros artesanos del mercadillo.

Cuando pasé por delante, vi que había una larga cola en el Café du Monde. Aunque era una importante atracción turística y los habitantes de Nueva Orleans casi nunca lo frecuentaban, a mí me gustaba terminar allí mis carreras por la ciudad porque hacían un café buenísimo. Pero, nunca pedía uno de sus famosos bollos. Como decía Will, ¿qué sentido tenía pasar cuarenta minutos corriendo si después ibas a devorar una montaña de mantequilla y azúcar? ¡Dios! Entre Will y Pierre siempre tenía alguna voz masculina resonándome en la cabeza. Tenía que dejar de pensar en ellos.

Cuando volví a casa después de la carrera, me sorprendió encontrar el portal abierto y me alarmé al ver a Anna en el vestíbulo del hotel de las solteronas curioseando el contenido de una caja grande, envuelta en papel marrón de embalaje.

—Oh, Cassie, lo siento mucho —dijo, con la expresión de una ladrona sorprendida in fraganti—. Abrí por accidente tu paquete. Firmé el recibo creyendo que era para mí. Me estoy haciendo vieja. Y cada vez veo menos… Pero es un abrigo precioso. ¡Y los zapatos! ¿No es un poco pronto para que te manden un regalo de Navidad?

Le arrebaté del regazo la caja, que pesaba bastante, y me puse a examinar su contenido. Dentro encontré un abrigo largo de pelo de camello con un sencillo cinturón y, a su lado, un par de zapatos negros Christian Louboutin con tacones de diez centímetros. Noté que Anna había abierto la caja, pero no la tarjeta pegada al exterior con cinta adhesiva. ¡Gracias a Dios!

—Es un regalo, Anna —le respondí, tratando de disimular la irritación que me causaba su fisgoneo.

No había sido un accidente. Estaba cada vez más intrigada por mis idas y venidas, y por las frecuentes apariciones de la limusina, que para ella se habían convertido en motivo de preocupación.

Además del abrigo y de los zapatos, en la caja había una bolsita negra de terciopelo cerrada con una cuerda. Anna la vio al mismo tiempo que yo.

—¿Qué hay ahí? —preguntó, señalándola.

—Guantes —respondí, y en seguida inventé una mentira acerca de un tipo que había conocido en el trabajo y con el que había salido un par de veces. Le dije que me estaba haciendo la corte con muchísima insistencia y añadí con fingido disgusto—: ¡Ojalá dejara de regalarme todas estas cosas! Es demasiado pronto.

—¡Tonterías! —dijo ella—. Aprovéchalo mientras puedas.

Cuando llegué a mi apartamento, abrí la tarjeta adherida a la caja. «Paso siete: curiosidad». «¡Qué oportuno!», pensé. Anna habría superado la prueba con honores. A continuación, abrí la bolsita de terciopelo. Si mi vecina hubiese visto lo que había dentro, se habría desmayado.

Al día siguiente, nada más ponerse el sol, la limusina se adentró por el sendero en forma de U y me dejó directamente delante de la Mansión. En mi visita anterior, la limusina se había detenido delante de una puerta lateral. Esta vez, el vehículo me dejó en la majestuosa entrada principal. Ya estaba acostumbrada a esperar a que el chófer se bajara para abrirme la puerta, algo que para una sencilla chica de Michigan era toda una novedad, y él lo hizo una vez más. Pisé el empedrado con mis tacones, que para mi sorpresa resultaron bastante cómodos, quizá porque habían costado una pequeña fortuna. Cuando levanté la vista para contemplar la casa, vi que cada habitación estaba iluminada con el mismo fulgor anaranjado, como si me estuviera esperando para volver a la vida. Un frío me mordió los tobillos desnudos y me alegré de que el abrigo largo me cubriera el resto del cuerpo.

Subí lentamente la amplia escalinata de mármol que conducía a la doble puerta, con el estómago encogido ante la idea de lo que traería consigo la fantasía de la noche. Esperaba haber adquirido suficiente audacia, confianza y seguridad en mí misma en los pasos anteriores para hacer frente al siguiente. Porque, según Matilda, ésas eran las cualidades que iba a necesitar. Además, me hacía falta una experiencia gratificante y embriagadora que me ayudara a quitarme a Pierre de la cabeza y a Will del corazón. Sentí en el bolsillo la bolsita de terciopelo. Tenía la sensación de que esa noche iba a conseguir mis dos propósitos.

Di dos golpes en la puerta y Claudette me recibió en el vestíbulo como si fuera una vieja conocida, pero sin llegar a la intimidad que suele establecerse entre amigas.

—Espero que el trayecto hasta aquí haya sido agradable.

—Siempre lo es —respondí, mirando la impresionante entrada, y en particular la espléndida curva de la escalera.

Me alegré de que la sala estuviera tenuemente iluminada y de que el ambiente fuera cálido, casi caluroso. El calor provenía de una salita situada a mi izquierda, donde ardía un gran fuego en una chimenea. Observé la balaustrada dorada y la gruesa alfombra roja que subía por el centro de la escalera. Las losas del suelo, blancas y negras, formaban una espiral que rodeaba un gran escudo de armas grabado en el centro. Su dibujo representaba un sauce a cuya sombra había tres mujeres desnudas, de pie, cada una con diferente color de piel (una blanca, una más morena y una negra). Debajo había una inscripción: Nihil judicii. Nihil limitis. Nihil verecundiae.

—¿Qué significa? —le pregunté a Claudette.

—Es nuestro lema: «Sin prejuicios. Sin límites. Sin vergüenza».

—Ah.

—¿Has traído eso? —me preguntó.

No especificó qué era «eso», pero yo respondí que sí mientras sacaba del bolsillo la bolsa de terciopelo y se la entregaba.

—Ya es hora —dijo, cogiendo la bolsa de mis manos y colocándose detrás de mí. Oí que soltaba la cuerda para abrirla. Unos segundos después me estaba ajustando una venda de satén negro sobre los ojos—. ¿Ves algo?

—No.

Era cierto. No veía nada más que negrura. Sentí en los hombros las manos de Claudette, que me quitó el abrigo. Y, antes de poder preguntarle qué debía hacer a continuación, oí que se marchaba con pasos suaves.

Me quedé allí varios minutos, casi sin moverme. Los únicos sonidos que oía eran el crepitar del fuego, el golpe seco de mis tacones cada vez que desplazaba nerviosamente el peso del cuerpo de una pierna a la otra, y el tintineo de mi pulsera cuando movía el brazo. Me alegré de que la habitación estuviera bien caldeada, porque, aparte de los tacones y la venda en los ojos, no llevaba puesto nada más. La tarjeta del paso especificaba con claridad que debía llevar la bolsa de terciopelo en el bolsillo y llegar a la Mansión ataviada sólo con el abrigo de pelo de camello y los zapatos de tacón. Esperé durante un tiempo que me pareció eterno, desnuda y con los ojos vendados, esperando a que comenzara la fantasía.

Al cabo de un rato noté que, en ausencia de la vista, mis otros sentidos se agudizaban. De repente, tuve el convencimiento de que había alguien conmigo en el vestíbulo, aunque no había oído entrar a nadie. Simplemente, percibía una presencia, y la sensación resultaba estremecedora.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté—. Por favor, si estás ahí, di algo.

No hubo respuesta, pero unos segundos después oí una respiración.

—Sé que estás ahí —dije. Pese al calor intenso, el nerviosismo me hacía tiritar—. ¿Qué quieres que haga?

Oí que un hombre se aclaraba la garganta, lo que me sobresaltó.

—¿Quién eres? —pregunté, quizá en un tono excesivamente alto. Tenía los ojos vendados, pero no estaba sorda. Sin embargo, mi voz parecía proyectarse con más fuerza que de costumbre.

—Gira noventa grados a la izquierda —dijo la voz—. Camina cinco pasos y párate.

El timbre era sumamente sexy. Podía pertenecer a un hombre un poco mayor, quizá a alguien acostumbrado a mandar. Obedecí, sintiendo que me dirigía hacia su voz.

—Pon las manos por delante.

Así lo hice.

—Ahora, sigue caminando hasta que me toques.

Había algo en la languidez de su voz que me impulsaba a avanzar. Di un paso y después otro más, con cautela, consciente de lo mucho que puede afectar la ceguera al sentido del equilibrio. Estiré los brazos hasta que mis manos tocaron un cuerpo tibio y musculado. Aunque no tuve valor para dejar que se deslizaran hacia abajo, tuve la sensación de que él también estaba desnudo, y me di cuenta de que era alto, con el tórax ancho y fuerte.

—Cassie, ¿aceptas el paso?

Su voz era como humo líquido y sus eses se enroscaban sinuosas alrededor de las vocales.

—Sí —contesté, quizá con demasiado entusiasmo, y empecé a explorar los costados de su esbelto torso para después subir por su vientre hasta las clavículas.

Me di cuenta de que mi timidez había desaparecido, se había esfumado, o tal vez la había dejado en Halo, o en las aguas del golfo, o quizá en el asiento trasero de una limusina. No lo sabía, no lo recordaba y tampoco me importaba.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Eso no importa, Cassie. ¿Me dejas?

—¿Qué?

—Que te toque la piel.

Dejé caer las manos a los lados, más dispuesta que nunca a someterme a sus deseos. Asentí con la cabeza mientras él se acercaba a mí y me rozaba los pezones, que ya estaban respondiendo. Movió las manos lentamente por mis pechos, con maestría, y al final agarró uno y lo abarcó con la boca, fresca y húmeda, mientras me rodeaba el talle con el otro brazo y me apoyaba la mano en las nalgas, que atrajo hacia sí, para que nuestros cuerpos se unieran piel contra piel. Sentí su erección contra el muslo. Su mano se deslizó por detrás de mí y me acarició la espalda. Yo ya estaba mojada.

Recordé que al principio mi cuerpo tardaba un tiempo en responder, pero últimamente mi pasión era instantánea. Sentí que lo deseaba. Pero no a él. ¿Cómo podía desearlo a él, a un hombre que ni siquiera conocía? Deseaba eso que estaba viviendo. Lo deseaba todo. En ese momento empecé a entender a qué se refería Matilda cuando me había dicho que, si era capaz de recuperar mi cuerpo, entonces podría quitarme a Pierre de la cabeza. Después, tan rápidamente como había empezado, el hombre me retiró su cálido abrazo y yo estuve a punto de caerme de mis tacones.

—¿Dónde estás? —pregunté, buscando a tientas en el aire a mi alrededor—. ¿Adónde te has ido?

—Sigue mi voz, Cassie.

Venía del otro lado del vestíbulo. Me volví para seguirla. Nos estábamos apartando del fuego, lejos de la calidez de la salita, hacia otra habitación, una sala diferente.

—Muy bien. Un paso tras otro —susurró él—. No tienes idea de lo sexy que estás vestida tan sólo con esos tacones.

Sus palabras me estaban haciendo sentir cada vez más caliente y mojada. Me acerqué cautelosamente a su voz, con los brazos tendidos hacia adelante. De pronto sentí el calor de otro fuego frente a mi cuerpo y estuve a punto de tropezar con el borde de una alfombra.

—Hay una silla delante de ti, a tu derecha. Dos pasos más.

Mis dedos se toparon con una silla de madera, de respaldo alto, que me pareció una especie de trono. Me senté en un cojín de seda cruda, preocupada por el aspecto que debía de tener mi vientre en esa posición. Junté las piernas y apreté las rodillas. «Déjate ir, Cassie —me dije—. Ahora no es el momento de pensar». Me concentré en el tacto de la seda bajo mis nalgas, que era maravilloso, y empecé a acariciar la tela con las manos. Mientras tanto, noté que él se movía por la habitación hasta situarse justo detrás de mí.

Sentí cómo sus manos, grandes y calientes, me acariciaban los hombros. Las deslizó hasta mi cuello. Me sostuvo la nuca con una mientras con la otra iba a buscar algo que estaba frente a nosotros. El borde de una copa de cristal me rozó los labios y entonces percibí el cálido aroma del vino tinto.

—Bebe un poco, Cassie.

Inclinó la copa y yo bebí de buen grado. No era ninguna experta, pero percibí un sabor generoso y complejo. No habría sabido decir si distinguía notas de roble, cereza o chocolate, pero supe que aquél debía de ser el vino más caro que había probado en toda mi vida. Oí que el hombre volvía a apoyar suavemente la copa en la mesa. Unos segundos después se situó delante de mí, apoyó su boca sobre la mía y empezó a explorarla con la lengua. Él también sabía a vino y a chocolate. Su sabor, su tacto y su olor hicieron que cada célula de mi cuerpo cobrara vida. Pero, de pronto, se detuvo.

—¿Tienes hambre, Cassie?

Asentí.

—¿De qué tienes hambre?

—De ti.

—Eso será después. Ahora abre esa boca deliciosa.

Obedecí y empezó a pasarme trozos de fruta por los labios, concediéndome apenas el tiempo suficiente para olerlos y buscar con la lengua su delicado sabor. Sentí la jugosa pulpa de un mango, y cuando mi lengua se curvó en torno a un trocito que me metió en la boca con los dedos, lo lamí también a él. Después me dio fresas, una tras otra, algunas cubiertas de chocolate, y otras, de nata. Pero con las trufas casi me vuelve loca, porque sólo me dejaba lamer y mordisquear los bordes, sin permitirme nunca que les diera un bocado. Después de cada trocito apretaba su boca contra la mía y me besaba. Yo no podía ver su cara, pero la sensación era enloquecedora, sobre todo por el modo en que me abría la boca con la lengua.

Entonces se me acercó y se acaballó sobre mis piernas, de pie delante de mí, sentada sobre mi cojín de seda. Sentí el interior de sus muslos desnudos contra el exterior de los míos. Tragué saliva mientras él agarraba los apoyabrazos de la silla para acercársela un poco más.

—Pon las manos por delante —dijo, y, cuando lo hice, encontré su sexo, firme, cálido y suave.

Lo envolví con una mano y me lo llevé con gusto a la boca. Luego lo cogí con las dos manos y me lo metí más profundamente, experimentando una vez más el deleite de dar placer. Imaginé el aspecto que debía de tener yo en aquella silla, con los ojos vendados y calzada con zapatos de tacón, mientras el hermoso cuerpo de aquel hombre estaba delante de mí. Me estremecí con sólo pensarlo.

—Para, Cassie —dijo él, retirándose de mi boca—. Esto es fabuloso, pero tienes que parar.

Me hizo levantarme del asiento y ponerme de pie. Las piernas me temblaban de deseo. Se puso detrás de mí, y me hizo avanzar unos pasos y colocar las manos sobre lo que me pareció el apoyabrazos de un diván con tapizado de seda. El aire olía a naranjas, a vino y a velas aromáticas de sándalo. Oía crepitar el fuego delante de nosotros y sentí que se me aceleraba el corazón. Arqueé la espalda cuando sentí que sus manos me agarraban con firmeza por ambos lados de las caderas y me atraían hacia él. Lo sentí endurecerse aún más por el deseo que le inspiraba.

—Ahora voy a penetrarte, Cassie. ¿Es lo que quieres?

Levanté las caderas hacia él, para demostrarle que sí, que lo deseaba y mucho.

—Dímelo, Cassie. Dímelo.

—Te deseo —susurré, con la voz sofocada por el apremio.

—Dilo, Cassie. Dime lo que quieres.

—Te quiero a ti.

—¡Di lo que quieres!

—Quiero sentirte dentro de mí. ¡Hazlo ya! —le ordené.

Oí que desgarraba un envoltorio y, segundos más tarde, sentí que su sexo se deslizaba profundamente en mi interior y empezaba a moverse con rapidez. Sentí que me buscaba por debajo con una mano y que sus dedos empezaban a tocarme con un ritmo enloquecedor. Mientras tanto, con la otra mano me sujetó con tanta fuerza por la cadera que casi me levantó del suelo. Después me agarró suavemente del pelo y tiró de mi cabeza hacia atrás, para luego recorrerme la espalda con las manos hasta llegar a las nalgas, que se puso a masajear con una intensidad que me volvió loca. Por sus graves gemidos, me daba cuenta de que él estaba delirando de placer.

—No te imaginas cuánto me excita verte así, Cassie, enseñándome todo el culo. Me encanta. ¿Y a ti?

—A mí también.

—Dilo. Dilo más fuerte.

—A mí también me encanta…, me encanta follar así contigo —dije, con palabras que a mí misma me asombraron.

Lo estábamos haciendo como animales, pero la sensación era celestial.

Me separó un poco más las piernas y empezó a moverse con más fuerza y rapidez.

—¡Dios! —exclamé. Todo estaba sucediendo a la vez y a un ritmo increíble. El deseo estaba desencadenando una tormenta en mi interior.

—Córrete ahora, Cassie. Quiero que te corras —me urgió.

Hice lo que me pedía, con todo mi cuerpo y todo mi corazón. Él me siguió poco después. Y cuando acabó se separó de mí. Yo me desplomé de bruces sobre el diván, tan exhausta que me deslicé suavemente hasta la alfombra de piel de oso y me quedé allí, acostada de espaldas. Me llevé una mano a la venda, para quitármela.

—No —dijo él, cogiéndome de la mano, para que la venda se quedara en su sitio.

—¡Pero yo quiero verte! Quiero ver la cara de la persona capaz de hacerle esto a mi cuerpo.

—Prefiero el anonimato.

Al notar mi frustración, se inclinó hacia mí y llevó una de mis manos hacia su cara.

—Aquí tienes. Siéntela —me ofreció—. Pero no te quites la venda.

Me hizo apoyar la mano sobre una mejilla en la que apenas comenzaba a asomar la barba. Sentí su mandíbula, cuadrada y angulosa, los ojos separados y el pelo suave y más bien largo, con patillas en las sienes. Mis dedos acariciaron su boca, ancha, y él me los mordió con dulzura.

Después, mi mano volvió a recorrer su pectoral musculoso y su estómago firme.

—Tienes un cuerpo impresionante —dije.

—Tú también… Pero ahora tengo que irme, Cassie. Antes de despedirnos, abre la mano.

Así lo hice y sentí que dejaba sobre mi palma húmeda una moneda pequeña. Era mi amuleto del paso siete: curiosidad. Así, sin poder verlo, me pareció más delicado y frágil que nunca, como si la más leve presión pudiera destrozarlo.

—Gracias —dije, sintiendo que mi cuerpo aún vibraba. Oí que se alejaba hacia la salida.

Unos segundos después susurró unas palabras de despedida.

—Adiós —dije yo.

Después de que la puerta se cerró silenciosamente tras él, me quité la venda y miré a mi alrededor. La habitación era impresionante, con un gran escritorio de roble en el centro y librerías rebosantes de libros sobre tres de las cuatro paredes. Las gruesas velas con aroma de sándalo ardían sobre la mesa, junto a un frutero grande lleno de naranjas. Yo estaba desnuda, con los dedos enredados en el pelo de la mullida alfombra de piel de oso donde yacía. El fuego de la chimenea se estaba apagando poco a poco.

Mientras enganchaba el amuleto del paso siete a la pulsera, me pregunté qué aspecto tendría mi nuevo hombre misterioso, el hombre que acababa de marcharse y que me había dejado saciada, curiosa y plenamente consciente de estar viva.

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