S.E.C.R.E.T.

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Después de mi fantasía con los ojos vendados, la vida empezó a parecerme más intensa. Me di cuenta de que prestaba más atención a las cosas y a las personas. En mis paseos, tocaba las rejas del Garden District y observaba las mazorcas o los pajarillos esculpidos en el hierro forjado, imaginando al artista que los habría creado. Antes me irritaba cuando los clientes habituales del café sacaban una mesa afuera, pedían algo de beber y pasaban la mañana entera charlando con todo el que pasaba, y obstruyendo la estrecha acera con sus perros y sus bicicletas. Ahora me maravillaba el ambiente que reinaba en Frenchmen Street por la mañana y el modo en que personas de diferentes razas y edades se congregaban en torno a una misma mesa del café. Me sentía afortunada de formar parte de esa comunidad. De hecho, empecé a sentirme como en casa.

En lugar de dejar simplemente el café en la mesa del viejo parlanchín que andaba con bastón de empuñadura labrada, me paraba un momento a hablar con él y a hacerle algunas preguntas sobre su vida. Me contó que su mujer se había marchado con su abogado y que tenía tres hijas a las que no veía casi nunca. Empecé a comprender que las excentricidades de aquel hombre eran quizá un medio para atraer la atención de la gente, para poder hablar con todo el mundo y no sentirse tan solo. Tampoco hizo falta mucha insistencia para que Tim, el del taller de bicicletas de Mike, me contara varias historias espeluznantes sobre los huracanes, de cómo había sobrevivido y de cómo algunos de sus amigos no lo habían conseguido.

—Muchos sobrevivieron al Katrina sólo para morir de pena poco después —me dijo.

Y yo le creí, porque sabía que la tristeza de la pérdida y de la decepción puede tener consecuencias terribles.

Después de la primera oleada de frío glacial, Nueva Orleans estaba viviendo uno de los inviernos más cálidos que se recordaban; por eso, cuando me llamaron para anunciarme que había ganado el sorteo del baile de la Sociedad de Revitalización, cuyo premio era un fin de semana para dos en la estación de esquí de Whistler Mountain, en la Columbia Británica, me alegré mucho. Me apetecía volver a esquiar, pero sobre todo necesitaba sentir un auténtico invierno en la piel. Aunque era feliz en el sur y estaba empezando a sentirme parte de la ciudad, en el fondo seguía siendo una chica del norte.

Antes de partir de viaje, le pregunté a Anna si podía dejarle a Dixie en su apartamento del piso de abajo. No quería que entrara en el mío para no darle la oportunidad de curiosear ni de encontrar por accidente el diario de mis fantasías o cualquier otra prueba relacionada con mis misteriosos paseos en limusina. Cuando le conté a Matilda que había ganado el premio y que estaría fuera unos días, no me dijo nada, excepto que lo pasara bien y que la llamara para contarle cómo me estaba yendo. A Will no le hizo mucha gracia darme unos días libres, pero siempre había un breve período de tranquilidad después de las fiestas navideñas y antes del carnaval. Le recordé que era el momento perfecto para coger unos días de vacaciones.

—Supongo que sí —respondió. Cuando terminamos de servir los desayunos, se sentó conmigo a una mesa del patio para tomar un café rápido—. ¿Vas a ir sola?

—No tengo con quién ir.

—¿Y Pierre Castille?

Prácticamente escupió las palabras.

—¡Oh, por favor! —dije, esperando haber disimulado bien el estremecimiento que me recorrió el cuerpo al oír el nombre de Pierre—. Eso no fue nada. Nada en absoluto.

—Estaba fascinado contigo, Cassie. ¿Te ha llamado?

Will no hizo el menor intento por ocultar sus celos, que para entonces planeaban sobre la mesa metálica como nubes de tormenta.

—No, Will, no me ha llamado, ni tampoco espero que me llame —respondí, con total sinceridad.

Mientras pasaba los dedos por el borde del delantal, no podía quitarme de la cabeza la enorme curiosidad que me producía la conexión entre Will y Pierre. Finalmente, reuní coraje para preguntárselo.

—A propósito, ¿de qué lo conoces? ¿Y por qué nunca me lo habías mencionado?

—Del Santa Cruz —dijo, refiriéndose a un colegio privado para chicos—. Yo estaba becado. Su padre tuvo que mover algunos contactos para que me admitieran.

—Entonces, ¿de pequeños erais amigos?

—Amigos íntimos. Lo fuimos durante años. Pero el tiempo y nuestros temperamentos nos fueron separando. Y ese edificio fue el tiro de gracia —dijo, señalando el bloque de viviendas de la acera de enfrente—. Su padre fundó Construcciones Castille y su familia levantó esa monstruosidad. Luché para que no la edificaran y perdí. No sé por qué tenían que levantar un inmueble de nueve plantas. Cuatro o tal vez cinco habrían estado bien. Pero no. Tenían que construir un maldito rascacielos en Frenchmen Street. ¿Cómo puede ser que el ayuntamiento permita eso y a mí no me deje dar de cenar a un par de docenas de personas en la planta de arriba del café Rose?

—Bueno, está el problema de las vigas antiguas. Y el de la instalación eléctrica, que tiene más de sesenta años.

—Todo eso se podría arreglar, Cassie. Yo lo arreglaría —dijo, y bebió un sorbo de café.

—¿Con el dinero que ibas a pagar por mí en la subasta? —pregunté.

Hizo una mueca de disgusto al recordarlo y yo lamenté haber sacado a colación lo que había pasado aquella noche.

—Me dejé llevar momentáneamente por las circunstancias. —Después, dándose prisa para cambiar de tema, añadió—: Podría pedir un crédito para hacer las reformas. Incluso es probable que tenga derecho a uno de esos fondos de rehabilitación, o a las subvenciones para damnificados del huracán. Tengo que encontrar la manera de sacar más dinero de este maldito local.

Eché un vistazo al edificio de nueve pisos y fachada de ladrillo de la acera de enfrente y pensé que probablemente Will pensaría en Pierre cada vez que lo miraba.

—Te echaré de menos, Cassie.

No podía creer lo que acababa de oír.

—Serán sólo cuatro días.

—No sabía que te gustaba esquiar.

—Hace mucho que no voy a la montaña. Diez años, quizá —respondí, recordando de pronto que mi viejo equipo de esquiadora debía de estar terriblemente anticuado—. ¿Y tú? ¿Has ido a esquiar alguna vez?

—No. ¿No me ves? Nacido y criado en el sur. Todavía me sorprende las pocas veces que veo nevar. Haz fotos, ¿de acuerdo? —me pidió. Después, con el acento sureño más marcado que pudo, añadió—: ¡Porque nunca en toda mi vida he visto montañas, señorita!

Cuando tres semanas después enfoqué con mi cámara fotográfica el monte Whistler, tuve que reconocer que tampoco yo había visto nunca una montaña tan alta. En Michigan esquiábamos sobre colinas. Eran altas y de laderas abruptas, pero no dejaban de ser colinas. Las llamábamos montañas, como el pico Brighton o el pico Holly, pero no eran montañas de verdad, o al menos no eran como el Whistler. Aunque hacía un día despejado, ni siquiera se veía la cima. Y sin embargo, a pesar de que estábamos en enero, no hacía tanto frío en la Columbia Británica como en los inviernos de Michigan. Empecé a maldecir mi flamante mono de esquiadora azul celeste, porque para no asarme de calor tenía que abrirme la cremallera y dejar que la parte de arriba se desplomara sobre la de abajo alrededor de la cintura. Debía de parecer algo así como un tulipán de color incongruente con los pétalos marchitos. El gorro y los guantes blancos se me acabaron manchando de café y de chocolate caliente, porque estuve un día y medio yendo y viniendo del pie de la montaña al hotel, sin reunir el coraje necesario para subir a la cima.

En otra época había visitado con cierta frecuencia Canadá, más concretamente, la localidad de Windsor, en Ontario, porque allí era posible beber alcohol a una edad más temprana que en Michigan. En ese tiempo ya salía con Scott, que incluso antes de casarnos bebía mucho. Recuerdo que durante un tiempo intenté seguirle el ritmo, pero no me gustaban los efectos del alcohol en mi organismo. Aun así, lo más característico de nuestro noviazgo fue que todo lo que hacía Scott yo también lo hacía, y todo lo que a él le gustaba también me gustaba a mí. Como él tenía un Ford, mi primer coche fue un Ford Focus. Como a él le gustaba la comida tailandesa, a mí también me encantaba. Como él era un buen esquiador, yo también aprendí a esquiar. Pero de todas aquellas cosas, el esquí era una de las pocas que me gustaban de verdad. De hecho, llegué a ser bastante buena.

Al principio esquiábamos juntos. Scott nunca se sentía tan feliz como cuando podía enseñarme a hacer algo. Yo era una discípula voluntariosa y tenía tantos deseos de que nuestra relación funcionara y de estrechar nuestros vínculos que me arriesgué a partirme el cuello en las pistas más difíciles cuando apenas llevaba tres días de lecciones. Resultó que tenía talento natural para el esquí, algo que al principio a Scott le encantó, pero que poco a poco empezó a fastidiarle. Al final, cuando yo salía por la mañana rumbo a las cuestas, él se quedaba en la cama, calentito, o sentado delante del fuego con una copa de brandy. Esquiar sola me producía una agradable sensación de independencia; desafiar el peligro era emocionante. Me encantaba bajar las pendientes a toda velocidad y sentir cómo mi cuerpo cortaba el aire frío. Pero mi nueva afición no duró mucho. Cuando Scott se dio cuenta de que yo me divertía muchísimo y de que mi entusiasmo me volvía bastante atractiva para los hombres que había a mi alrededor, dejamos de ir a esquiar.

Mientras paseaba entre la gente con mi nuevo equipo de esquí por la plaza principal de Whistler, sentí que revivían en mí algunas de las malas sensaciones de entonces, pero también otras buenas. Tuve que reconocer que en aquellas excursiones de fin de semana a la península Superior, en Michigan, habíamos vivido algunos de nuestros mejores momentos como pareja. Quizá estaba empezando a perdonar a Scott y a olvidar el resentimiento que me producían él y sus decisiones egoístas, las mismas que me habían dejado viuda a los veintinueve años. Esperaba que así fuera. No quería culparlo más de mi soledad, ni entristecerme por todo lo sucedido. En días como aquél, con el sol brillando en el cielo y las laderas cubiertas de nieve resplandeciente, podía afirmar que apreciaba más que nunca mi vida, porque, por fin, era completamente mía. Levanté la vista para mirar la montaña. Decidí que, aunque me quedara a vivir allí y disfrutara de esa vista todos los días de mi vida, nunca dejaría de apreciar su belleza. En ese momento, no fue sólo gratitud lo que invadió mi corazón, sino también una alegría pura y sin mezclas.

—¿Me dejas que te haga una foto con la montaña de fondo?

Aquella voz me sorprendió, igual que la mano que parecía dispuesta a arrebatarme la cámara.

—¡Eh! —exclamé, apartándola bruscamente.

Tardé un par de segundos en fijarme en el hombre joven con un hoyuelo en la mejilla izquierda y una desordenada mata de pelo castaño que asomaba bajo la gorra negra. En sus palabras percibí un ligero acento francés.

—No estaba intentando quitártela —dijo, enseñándome las palmas de las manos en señal de buena voluntad. Cuando sonrió, sus dientes brillaron, deslumbrantes, en claro contraste con su tez bronceada—. Pensé que te gustaría salir en la foto. Me llamo Theo.

—Hola —respondí, tendiéndole cautelosamente la mano, mientras con la otra seguía sosteniendo la cámara fuera de su alcance. No debía de tener más de treinta años, pero por su cara era evidente que pasaba el día entero al viento y al sol. Las atractivas arrugas que se le formaban alrededor de los ojos pardos le conferían cierto aire de madurez, a pesar de su juventud—. Yo me llamo Cassie.

—Siento haberte asustado. Trabajo aquí. Soy monitor de esquí.

Hum. Había estado dos días sola y lo había pasado muy bien. Pero de pronto tenía delante a un hombre tremendamente atractivo que con toda probabilidad era un enviado de Matilda. Decidí ir al grano.

—¿Así que trabajas aquí, en Whistler? ¿O no serás uno de los… ya sabes…?

Al oír mi pregunta, inclinó la cabeza a un lado.

—Uno de los… ya sabes lo que quiero decir… —insistí—. Uno de los hombres que…

Miró a su alrededor con expresión confusa.

—Bueno, es cierto que soy un hombre, pero… —respondió, claramente desconcertado.

Entonces se me ocurrió que simplemente podía ser un tipo cualquiera, un hombre muy atractivo al que por casualidad le había apetecido hablar conmigo y que no tenía ninguna relación con S.E.C.R.E.T. La idea me parecía mucho menos improbable de lo que me habría parecido unos meses antes, y eso bastó para hacerme sonreír.

—Perdona —dije—, ahora soy yo la que debe disculparse. Siento haberte tomado por un ladrón de cámaras.

Me di cuenta de que estaba participando en el pasatiempo nacional canadiense de pedir disculpas a los desconocidos, sobre el que había leído en mi guía.

—¿Aceptarías una lección gratis de esquí como desagravio? —me ofreció.

Sí, decididamente, tenía un ligero acento francés, o, más concretamente, quebequense.

—Puede que no necesite lecciones —dije, sintiendo que recuperaba la confianza.

—¿Ah, no? Entonces ¿estás familiarizada con estas laderas? —Su sonrisa era irresistible—. ¿Conoces las condiciones y sabes dónde están las pistas negras? ¿Sabes qué telesillas te llevan adónde, y cuáles son las pistas para principiantes que pueden volverse peligrosas si no prestas atención?

Era evidente que no podía engañarlo.

—En realidad, no —reconocí—. Llevo un par de días dando vueltas por aquí abajo. No sé si tengo valor para subir.

—Yo te daré ese valor —dijo, ofreciéndome el brazo.

Theo era un monitor excelente y, aunque me negué a bajar por las pistas negras más difíciles, acepté subir directamente al Symphony Bowl después de una hora de cómodos descensos por el Saddle, la glacial ladera donde encontré la nieve más fresca y esponjosa que había visto en mi vida. Theo me había propuesto una mezcla de descensos emocionantes con otros tramos más sencillos, para dar un respiro a los castigados músculos de mis piernas, y, a continuación, un tranquilo trayecto de ocho kilómetros hasta el pueblo. Me alegré de haber conservado la costumbre de salir a correr en Nueva Orleans. Si hubiera subido a la montaña sin estar en buena forma, habría pasado el resto del fin de semana medio paralizada delante del fuego.

Al borde del Bowl tuve que detenerme. Sí, la blanca nieve ondulada, que se extendía hasta encontrarse con un cielo tan azul que hacía daño a la vista, era tan hermosa que quitaba el aliento. Pero también me maravillaba lo mucho que había cambiado mi mundo con un simple «sí». A lo largo de los últimos meses había sido capaz de hacer cosas que me habrían parecido totalmente inconcebibles hacía tan sólo un año, y no pensaba sólo en los encuentros sexuales con desconocidos, sino en haberme ofrecido voluntaria para trabajar en el baile, en el hábito de salir a correr, en la ropa un poco más sexy que me había comprado, en mi actitud más comunicativa con la gente, en las ganas de valerme por mí misma, y también en haber viajado sola a Canadá sin tener la menor idea de cómo se iban a desarrollar mis cuatro días. Jamás habría podido hacer nada de eso antes de aceptar la ayuda de S.E.C.R.E.T.

Cuando aquel joven con los esquís al hombro se me había acercado en la plaza, en lugar de rechazarlo o de buscarle segundas intenciones, había tratado de aceptar que aquello era posible, que yo podía ser merecedora de su atención. Una hora después, sintiéndome literalmente en la cima del mundo, empecé a notarme transformada. Sin embargo, parte de mí aún dudaba de la espontaneidad de mi acompañante. Parte de mí todavía esperaba que, al llegar a una cresta e intercambiar conmigo una mirada, Theo me preguntara si aceptaba el paso.

—Impresionante —murmuró él, deteniéndose a mi lado para contemplar el paisaje que yo estaba admirando.

—Sí. Creo que nunca había visto nada tan espectacular.

—Me refería a ti —dijo Theo, y sólo me dio tiempo a ver un destello de su sonrisa despreocupada antes de lanzarse por el borde del Bowl.

No pude evitar seguirlo y, durante unos cuantos segundos espeluznantes, volé por el aire con mis esquís. Tras un tembloroso aterrizaje, recuperé la postura y caí en el surco que él había abierto antes que yo. Theo siguió avanzando con movimientos expertos por la extensión helada, volviendo la vista de vez en cuando para asegurarse de que yo venía detrás. Tras un brusco giro a la derecha en un sendero sin señalizar nos incorporamos a un grupo de esquiadores que bajaban hacia el acogedor poblado, que para entonces relucía con un brillo amarillo y rosa a la luz del crepúsculo.

Al pie de la ladera nos deslizamos en una amplia curva hasta encontrarnos. Él levantó la mano, abierta, para chocarla con la mía.

—¡Muy valiente! —exclamó.

—¿De verdad he sido tan valiente? —pregunté cuando nuestras manos enguantadas entraron en contacto. Tenía las mejillas encendidas y estaba un poco mareada por lo rápido que habíamos descendido.

—¡El primer kilómetro era de dificultad máxima y tú te lanzaste sin más! ¡Sin pararte a pensar!

Sentí una especie de orgullo mezclado con euforia.

—¿Una copa para celebrarlo? —pregunté.

Fuimos al Chateau Whistler, donde me alojaba, y atravesamos el gran vestíbulo, donde todo el mundo parecía conocer a Theo. Me presentó al camarero, Marcel, un viejo amigo suyo de Quebec, que nos sirvió fondue y dos toddies calientes de ron, seguidos de un par de cuencos humeantes de mejillones y patatas fritas. Estaba tan hambrienta que me puse a devorar las patatas a puñados, hasta que caí en la cuenta de lo que estaba haciendo.

—¡Dios! —exclamé avergonzada—. Estoy comiendo como un animal. ¡Mírame! —dije, incapaz de resistirme al impulso de llevarme otro puñado a la boca.

—Claro que te miro. Lo llevo haciendo todo el día —dijo él, inclinándose sobre la mesa y atrayéndome hacia sí para besarme.

Sus manos eran fuertes y estaban encallecidas por el contacto continuado con los bastones de esquí. Tenía el pelo desordenado, y yo sabía que el mío también lo estaba, aunque probablemente de una manera mucho menos adorable que el suyo. Pero nada parecía importar. Ese tipo estaba loco por mí. Lo notaba. Me vino a la mente una imagen de Pauline con su acompañante en el café Rose y de la intensa conexión que había entre los dos. Ahora estaba viviendo el mismo tipo de experiencia. Miré a mi alrededor con timidez para ver si alguien notaba lo que me ocurría…, lo que nos estaba pasando. Pero no. Aunque estábamos en un lugar público, era como si nos hubiéramos refugiado en nuestro propio mundo privado.

Después de eso, pasamos un buen rato hablando, sobre todo acerca del esquí y las sensaciones que despertaba en nosotros, contándonos los mejores momentos que habíamos vivido aquel día. No era que yo eludiera las preguntas personales, pero no me parecían tan importantes como el modo en que él me tocaba la muñeca o me miraba a los ojos. Después de la cena, cuando se guardó la cuenta y se puso en pie mirándome, con una mano tendida, supe que aún faltaba mucho tiempo para que nos diéramos las buenas noches.

Ni siquiera había advertido lo aterida que estaba hasta que Theo me quitó la ropa, capa tras capa, en el baño de mi habitación.

—¿Hay piel debajo de todo esto? —bromeó, mientras me quitaba los leggins.

—Sí —dije yo riendo.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

Cuando hubo lanzado toda mi ropa fuera del baño, formando una pila, me quedé completamente desnuda, excepto por los cardenales que me habían salido en los brazos y las pantorrillas, y que provocaron en Theo un silbido de asombro.

—¡Vaya! ¡Heridas de guerra! —exclamó. Abrió el grifo de la ducha y el vapor empezó a llenar la habitación—. Es hora de hacerte entrar en calor.

—No pensarás enviarme ahí dentro sola, ¿verdad? —pregunté, más asombrada que él de mi propia audacia.

Riendo, se quitó la ropa. Tenía un cuerpo atlético, se notaba que estaba en forma. Era evidente que se pasaba el día entero esquiando, e incluso todo el año. Entré en la ducha, él me siguió y, segundos después, nuestras bocas se encontraron bajo el chorro de agua. Me recorrió los brazos con las manos y luego me los levantó y me los hizo apoyar contra la pared, detrás de nosotros. Me levantó ligeramente el cuerpo, tras separarme las piernas con las rodillas, y las colocó al lado de las suyas. Me movía con firmeza, pero sin forzarme, y yo me sentía como una estrella de mar adherida a la pared. Me lamió un costado del cuello, mientras me apoyaba su sexo endurecido contra el vientre. Después, me agarró uno de los pechos con su ancha mano y chupó las gotas de agua que se escurrían por el pezón. Mientras tanto, con la otra mano, inició un lento descenso por mi vientre, hasta llegar a mi sexo, donde introdujo primero un dedo y después dos. Sentía mi propia humedad mientras el agua caía sobre nosotros. Me miró a los ojos y yo bajé los brazos y enredé los dedos en su pelo mojado. Como el agua me estaba haciendo resbalar, me colocó suavemente una mano por detrás de las nalgas, como para sujetarme, y me introdujo un dedo.

—¿Te gusta esto?

—No lo había hecho nunca —respondí.

—Entonces ¿te apetece probar algo nuevo?

El vapor de la ducha se arremolinaba a nuestro alrededor. Sentí que todos los poros de mi piel se abrían para él, como si todo mi ser se preparara para recibirlo.

—Contigo probaría cualquier cosa —dije.

Levantó mi cuerpo desnudo sobre sus caderas y, antes de que pudiera reaccionar, me sacó del cuarto de baño, dejando un reguero de agua por el suelo de baldosas y la alfombra, y me tumbó sobre la enorme cama de matrimonio. Después, volvió al baño para cerrar la ducha y se puso a buscar algo, probablemente un condón, en el bolsillo de sus pantalones. A continuación, volvió y se quedó mirándome, de pie al borde de la cama.

Me arrastré hacia él y empecé a chuparle su sexo mientras él miraba. Unos segundos después desgarró el envoltorio del preservativo y me lo dio. Se lo coloqué y entonces él me empujó sobre la cama y se puso a lamerme hábilmente y con avidez, mientras yo yacía con las rodillas separadas y un brazo sobre los ojos. Antes de que pudiera recuperar el aliento, me dio la vuelta con sus fuertes brazos, de modo que quedé de espaldas a él. Pude sentir entonces que su erección se volvía más firme de lo que había estado unos minutos antes.

Mientras me besaba el costado del cuello, me susurró:

—No hemos hecho más que empezar.

Me separó las piernas y me levantó uno de los muslos por encima de los suyos, hasta que nuestros cuerpos formaron una S entrelazada. Sentí que sus manos exploraban mi espalda y después se adentraban por una parte completamente nueva. Primero fue sólo un dedo, y al principio fue doloroso, pero el dolor no tardó en desaparecer para dejar en su lugar una deliciosa sensación de plenitud. Sentí que el estómago se me encogía con la misma emoción que al lanzarme con los esquís por el borde de la montaña. Después me penetró por detrás, pero no de la forma que yo esperaba. La sensación fue intensa y casi insoportablemente placentera. Me apretó con fuerza contra su cuerpo.

—¿Te gusta? ¿Estás bien? —me susurraba tiernamente, mientras me apartaba el pelo mojado de la cara y el cuello.

—Sí —respondí—. Es tan… Duele un poco, pero me gusta.

—Puedo parar cuando quieras. ¿Estás segura de que quieres que siga?

Volví a asentir, porque era cierto que quería que siguiera. ¡Lo que estábamos haciendo era tan excitante y tan íntimo! Me agarré a las sábanas y tiré de él hacia mí, mientras la sensación de plenitud daba paso a una oleada de intenso placer que me recorrió todo el cuerpo. Aquello era algo que ni en un millón de años habría soñado que querría probar, y, sin embargo, ahí estaba yo, gimiendo «¡sí, sí, sí!» a medida que él me penetraba cada vez más profundamente, centímetro a centímetro, mientras movía una mano debajo de mí, consiguiendo que estuviera cada vez más mojada. Llegué al orgasmo empujando mi espalda contra su vientre, en una marea de placer imposible de controlar. Sentí que necesitaba esa clase de estallido, en ese lugar, en esa habitación, en esa cama, con ese hombre que parecía estar ahí solamente para hacerme vivir esa experiencia.

—Voy a correrme. Vas a hacer que me corra —dijo él, abarcando mi sexo con una mano e inclinándome todavía más hacia adelante, mientras me mordía suavemente el hombro y me acariciaba los pechos con la otra mano.

Cuando terminó, se retiró con suavidad y los dos caímos rendidos de espaldas. Él apoyó una mano sobre mi vientre. Y fijamos nuestra mirada en las molduras del techo, que ninguno de los dos había visto hasta ese momento.

—Ha sido muy… fuerte —dijo.

—Lo sé —contesté, intentando todavía recuperar el ritmo de la respiración.

Había hecho algo nuevo y había sido emocionante, pero empezaba a sentirme un poco vulnerable. El hombre que estaba a mi lado no era de S.E.C.R.E.T. Yo no había aceptado ningún paso, sino que me había lanzado sin red a un terreno completamente desconocido. Theo debió de notar el cambio en mi estado de ánimo.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí. Es sólo que… Nunca había hecho esto antes. No suelo irme a la cama con desconocidos —dije.

Aunque todos los hombres de S.E.C.R.E.T. eran desconocidos para mí, técnicamente no lo eran, porque las mujeres de S.E.C.R.E.T. los conocían.

—¿Y qué si lo hicieras? ¿Acaso es un crimen?

—Supongo que nunca me he considerado ese tipo de mujer.

—Ese tipo de mujer es valiente y atrevida, como tú.

—¿De verdad? ¿Me consideras valiente y atrevida?

—Claro que sí —dijo, abrazándome con tanta ternura que resultaba extraño pensar que apenas nos conocíamos.

Alargó la mano para buscar el mullido edredón y lo puso sobre nosotros y a nuestro alrededor.

Cuando me desperté, seis horas más tarde, se había marchado. Curiosamente, no me importó. Estaba muy feliz de haber pasado esos momentos con él, pero no sentí ninguna pérdida. Aunque era dulce y encantador, prefería disfrutar sola de mis últimos días en Whistler. Aun así, me gustó encontrar una nota suya en el tocador del baño: «Cassie, eres encantadora. ¡Y yo voy a llegar tarde al trabajo! Pero sabes dónde encontrarme. À bientôt. Theo».

Matilda admiraba mis fotos, sentada en la antigua cochera de la Mansión, mientras yo parloteaba sobre lo emocionante que había sido bajar otra vez por las cuestas nevadas. Cuando le estaba hablando de las pistas de Blackcomb Mountain, donde había pasado el último día, Danica entró a traernos un café.

—¡Qué chico tan mono! —exclamó, al ver la foto que Marcel nos había hecho a Theo y a mí mientras tomábamos la fondue, y en seguida se marchó, dejándome otra vez a solas con Matilda.

Cuando le conté la experiencia con Theo, pareció encantada. Me preguntó cómo nos habíamos conocido, qué me había dicho y qué le había respondido yo. Después le hablé de… lo que habíamos hecho.

—¿Disfrutaste? —me preguntó.

—Sí —respondí—. Lo haría de nuevo…, tal vez. Con el hombre adecuado. Con alguien en quien pudiera confiar.

—Cassie, tengo algo para ti —dijo, mientras abría un cajón del escritorio y sacaba una cajita de madera.

Cuando la abrió, vi el amuleto del paso ocho, deslumbrante sobre una base de terciopelo negro.

—Pero… Yo creía que era un tipo cualquiera, y no un participante.

—Da lo mismo que Theo formara parte de nuestra sociedad o no.

—No lo entiendo.

—Este paso es el del arrojo, que es diferente del coraje, porque requiere que corras riesgos sin pararte a pensar. Te hace lanzarte al peligro y conseguir lo que quieres. Así pues, es irrelevante que Theo formara parte de S.E.C.R.E.T. o no. Te has ganado este amuleto.

Lo saqué de la caja, le di unas vueltas en la mano y después lo enganché en su sitio, en la pulsera. Sacudí un poco la muñeca para admirar los amuletos relucientes. Así pues, ¿Theo era un desconocido que se había acercado a mí por casualidad? ¿O formaba parte de S.E.C.R.E.T.? No podía saberlo. Pero quizá Matilda tuviera razón. No importaba.

—Me permitiré creer que Theo simplemente se sintió atraído por mí —dije—, aunque todavía tengo mis dudas.

—Muy bien, Cassie. Ya no eres una espectadora de historias ajenas. Ahora, querida mía, eres la protagonista.

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