S.E.C.R.E.T.

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No sé cómo hice para dejar a Will durmiendo. Supongo que pensé que lo vería unas horas más tarde, después de volver a casa corriendo, darle de comer a la gata, ducharme y ponerme unos pantalones bonitos y una camiseta sexy para abrir el restaurante.

Al final, no llegué tarde. De hecho, llegué temprano, tan temprano que tuve tiempo de moler el café y tenerlo a punto antes de que el primer cliente del día entrara en el local y pasara por encima del Times-Picayune que el repartidor había dejado en el umbral, en lugar de hacerme el favor de recogerlo y traérmelo. Pero no me enfadé. Había decidido que nada me haría enfadar esa mañana: ni la lluvia ni el caos que las chicas habían dejado en el piso de arriba y que probablemente me tocaría limpiar más adelante. Después de todo, Will y yo habíamos contribuido a ese caos, ¿o no? ¡Will y yo! ¡Yo y Will! ¿Seríamos ya un «nosotros»? Esperaba que sí. «No, Cassie. Es demasiado pronto para pensarlo». Todavía quedaba el pequeño trámite de recoger mi amuleto y decirle a Matilda que había tomado mi decisión. Iba a elegir la relación con el hombre que amaba, y no a S.E.C.R.E.T. Y me sentía agradecida, muy agradecida de que me hubiera resultado tan fácil tomar esa decisión. La emancipación sexual de Cassie Robichaud se había completado.

Tenía que reconocer que parte de mí echaría de menos la emoción de S.E.C.R.E.T. Además, me encantaba la relación de hermandad que había entre las mujeres de la sociedad, como Matilda, Angela y Kit. Imaginaba lo fascinante que debía de ser ayudar a otras mujeres a hacer realidad sus fantasías, y transmitir las lecciones aprendidas. Pero yo quería una vida con Will. Estaba segura de que iba a ser plena, divertida y llena de amor. Él ya me había demostrado que el sexo entre los dos podía ser todo lo que yo necesitaba, deseaba e incluso imaginaba. Y estaba dispuesta a ofrecerle lo mismo.

Pensaba que nada podría enfadarme o deprimirme aquel día, pero entonces vi a Tracina, que dobló la esquina y esperó a que pasara el camión de los refrescos, antes de cruzar Frenchmen Street con los brazos apretados contra el cuerpo, como si tuviera frío. Pese a que estaba segura de que no había hecho nada malo, sentí el aguijonazo de la culpa. Pero su relación con Will había terminado y no era amiga mía. No le debía nada. Aun así, me fui corriendo a la cocina y me puse a preparar sándwiches. Cuando la campanilla de la puerta anunció su llegada, se me encogió el estómago. La oí saludar a un par de clientes habituales. ¿Por qué llegaba tan pronto? Me puse a distribuir rápidamente sobre la encimera una docena de rebanadas de pan, como si estuviera repartiendo cartas.

—Hola —dijo ella, pillándome por sorpresa.

—¡Ah! —exclamé, sobresaltada.

—¿Qué te pasa, Cassie? Tranquilízate. No ha sido mi intención asustarte.

Dejé escapar una risita nerviosa.

—No es nada. Estoy un poco alterada esta mañana.

Me preguntó por la función. Se había enterado de que al final yo había bailado.

—Hice el ridículo —respondí, encogiéndome de hombros.

—No es lo que me han contado.

¡Sabía algo! Lo noté en su tono de voz. Will y yo habíamos salido del Blue Nile cogidos de la mano.

—Sólo te digo que me alegro de que haya pasado —respondí, mientras untaba el pan con mayonesa, evitando mirarla a los ojos.

—¿Estuvo Will en la función?

—Eh…, sí, eso creo, sí.

—Anoche no volvió a casa —dijo, ciñéndose un poco más el abrigo.

Yo habría querido gritar: «¿Cómo que a casa? Vosotros dos habéis roto. ¡Hace dos semanas que duerme en el piso de arriba! ¡Él mismo me lo ha dicho!».

—¿Viste cuándo se fue? —me preguntó.

—No, no lo vi —mentí.

—¿Fuiste a celebrar el éxito a La Maison, con el resto de las chicas después del espectáculo?

—No, me fui directamente a casa.

—Supongo que por eso no te vi en La Maison.

Se me heló la sangre. Era evidente que Tracina sabía algo. Sentí pánico. ¿Me arrancaría los ojos? ¿Me rompería los dientes? ¡Dios santo! ¿Dónde estaba Will?

—Ayer Will me dijo que no te encontrabas bien. ¿Estás mejor? —le pregunté.

—Un poco. Las mañanas son lo peor. ¡Mira cómo tengo la piel! —dijo. A mi pesar, observé su cara y tuve que reconocer que tenía la piel un poco amarillenta y los ojos un poco hundidos—. Pero el médico ha dicho que las náuseas matinales pasarán pronto, en cuanto entre en el segundo trimestre.

«¿Segundo trimestre? ¿Qué?».

—¿Estás…?

—¿Embarazada? Sí, Cassie. Así es. Quería estar segura antes de anunciarlo, porque ya pasé por esto otra vez y me llevé una decepción. No quería decir nada hasta saberlo con seguridad. Y ahora lo sé.

Se puso una mano sobre el vientre, que realmente parecía un poco abultado, ahora que me fijaba.

—Y… ¿Will lo sabe?

Nuestras miradas se encontraron.

—Ahora sí. Lo llamé hace una hora. Ha venido corriendo.

Debió de ser justo después de que yo me fuera a casa para cambiarme.

—¿Y qué ha dicho?

—Estaba tan feliz que… casi se ha puesto a llorar. ¿Te lo puedes creer? —me contestó, mientras sus ojos también se llenaban de lágrimas.

Podía creer perfectamente que la noticia hiciera llorar a Will. De hecho, yo misma tuve que esforzarme para contener el llanto.

—Es muy repentino, ya lo sé. Pero hace un momento, cuando se lo dije, me propuso que me casara con él. ¡Es un hombre tan bueno, Cassie! Además, ya sabes que quiere mucho a mi hermano y desea ser un buen ejemplo para él.

La cabeza me daba vueltas.

«¿Cómo puede estar pasando esto? ¡Él me ha elegido a mí y yo a él!».

Abrí la boca, pero lo único que atiné a decir fue que no sabía qué decir.

Ella me miró, visiblemente más relajada después de darme la noticia.

—Di sólo «enhorabuena», Cassie. Con eso basta.

—Enhorabuena —dije, acercándome a ella para darle un abrazo incómodo.

Me quedé sin respiración durante un segundo, de modo que, cuando sonó la campanilla de la puerta, aproveché la excusa para salir rápidamente al comedor.

Pero no era un cliente. Era Will. Nunca lo había visto tan abatido.

—¡Cassie!

—Tengo que irme —le dije—. Tracina está en la cocina.

—¡Cassie, espera! ¡Yo no lo sabía! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo decirte?

Me volví para mirarlo.

—Nada, Will. Has elegido. No hay nada más que decir.

Las lágrimas me corrían por las mejillas. Alargó la mano para secármelas, pero le aparté el brazo.

—Por favor, Cassie, no te vayas —me suplicó en un susurro.

Descolgué el abrigo del perchero, me lo puse y dejé la puerta abierta al salir del café Rose. Mientras me dirigía al sur por Frenchmen Street, la fría lluvia empezó a amainar. Mi paso se convirtió en carrera al llegar a Decatur, cuando puse rumbo al French Quarter, que ya estaba despertando para comenzar con las celebraciones del día. En Canal Street, la locura del carnaval se empezaba a notar. Pasé entre la multitud corriendo como una loca. Debía salir de allí. En Magazine Street tuve que apoyar las manos en las rodillas para recuperar el aliento, y entonces me di cuenta de que aún llevaba puesto el delantal de camarera. No me importó. Imágenes de mi cuerpo entrelazado con el de Will desfilaban por mi mente. Sus besos, su pecho bajo mi cuerpo, su manera de cogerme la cabeza entre las manos… Me abracé a mí misma mientras los sollozos luchaban por salir a la superficie. Mi Will, mi futuro, se había esfumado. Así de sencillo. Dejé pasar un autobús atestado de gente, y otro más al cabo de un rato. Decidí ir andando hasta la calle Tercera para poder seguir llorando sin tener que preocuparme por que me viera nadie, ya que las legiones de turistas estaban luchando por encontrar un buen lugar en la ruta del desfile.

Will, Will. Yo lo amaba, pero no había nada que hacer. No podía ser la mujer que separara a un padre de su hijo. Una noche perfecta, eso era todo lo que habíamos tenido, y ahora debía olvidarlo. Con los otros hombres había aprendido a disfrutar del momento y a dejar que se marcharan. ¿Podría hacer lo mismo con Will? Tendría que intentarlo.

Al pasar bajo la vía elevada de Pontchartrain empecé a sentir que mi cuerpo se relajaba. La marea de turistas era menos densa. El olor rancio del French Quarter cedió el paso al aroma de las enredaderas floridas que cubrían la paredes del Lower Garden District. Había dejado de llover y las aceras, más anchas, me hicieron sentir mejor.

Al girar por la Tercera, recordé mi primera incursión por esa vía llena de verdor y las muchas veces que el miedo me había hecho detenerme. Ahora volvía al mismo lugar, empapada y con el corazón herido. Antes le había tenido miedo al mundo. Y aunque ahora sufría, el miedo se había evaporado, reemplazado por una auténtica conciencia de mí misma. Tenía los pies en el suelo. Estaba desolada, pero sobreviviría a ese golpe y me volvería más fuerte. Sabía lo que quería. Sabía lo que tenía que hacer.

Danica me abrió a través del portero automático. Atravesé lentamente el jardín, sorprendida al comprobar una vez más que la primavera llega en febrero a Nueva Orleans. Antes incluso de llamar a la puerta roja, Matilda la abrió para mí, con una sonrisa expectante en el rostro.

—Cassie. ¿Has venido a buscar el último amuleto?

—Sí.

—Entonces, ¿has tomado tu decisión?

—Sí, la he tomado.

—¿Vas a despedirte de nosotras o eliges S.E.C.R.E.T.?

Crucé el umbral y le di a Danica mi abrigo mojado.

—Elijo S.E.C.R.E.T.

Matilda aplaudió brevemente y después me puso las manos sobre las mejillas.

—Primero tienes que secarte esas lágrimas, Cassie. Después llamaremos al Comité. Danica, prepara café. La reunión será larga —dijo, mientras cerraba suavemente la pesada puerta roja.

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