S.E.C.R.E.T.

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Las camareras saben interpretar muy bien el lenguaje corporal. También las mujeres que han vivido bajo el mismo techo con maridos malhumorados y borrachos. Yo había sido ambas cosas: mujer de uno de esos hombres durante catorce años y camarera durante casi cuatro. Parte de mi trabajo consistía en saber lo que querían los clientes, a veces incluso antes de que ellos mismos lo supieran. También podía hacerlo con mi marido: presentía lo que quería en el preciso instante en que entraba por la puerta. Sin embargo, cuando intentaba utilizar conmigo misma esa capacidad y anticiparme a mis propias necesidades, no lo conseguía.

No me había propuesto ser camarera. ¿Acaso alguien se lo propone? Conseguí el empleo en el café Rose cuando murió mi ex. Y en los cuatro años siguientes, mientras pasaba del dolor a la ira, y de la ira a una especie de limbo sin sentimientos, me dediqué a servir y a esperar. Servía a la gente y esperaba a que pasaran el tiempo y la vida. Aun así, en cierto modo me gustaba mi empleo. Cuando trabajas en un lugar como el café Rose, en una ciudad como Nueva Orleans, tienes tus clientes habituales, tus favoritos y unos pocos que intentas colocarles a las compañeras. Dell no soportaba servir a los más excéntricos, porque dejaban poca propina. Pero en sus mesas se oían las mejores historias. Por eso habíamos llegado a un acuerdo. Yo me ocupaba de los excéntricos y de los músicos, y ella servía a los estudiantes y a todos los que entraban con bebés o cochecitos.

Mis clientes preferidos eran las parejas, sobre todo una. Por muy raro que parezca, sentía mariposas en el estómago cada vez que entraban. La mujer estaba al final de la treintena y era preciosa del modo en que suelen serlo algunas francesas: piel resplandeciente y pelo corto, pero con un aire inconfundiblemente femenino. Su hombre, el tipo que siempre la acompañaba, tenía una expresión franca y el pelo castaño rapado casi al cero. Era alto, con un cuerpo esbelto y ligero, y parecía un poco más joven que ella. Ni él ni ella lucían anillo de matrimonio, así que no podía estar segura de la naturaleza exacta de su relación. En cualquier caso, era íntima. Siempre tenían el aspecto de venir de hacer el amor o de estar a punto de hacerlo después de un almuerzo rápido.

Cada vez que se sentaban hacían algo que me llamaba la atención: el tipo apoyaba los codos sobre la mesa y le mostraba a ella las palmas de las manos. La mujer esperaba un instante y, entonces, colocaba suavemente los codos sobre la mesa, delante de los de él, y dejaba las manos abiertas, con las palmas hacia abajo, a tan sólo dos o tres centímetros de las del hombre, como si una fuerza sutil les impidiera tocarse. Se quedaban así apenas un segundo, antes de que el gesto se volviera demasiado cursi o de que alguien más aparte de mí los viera. Entonces sus dedos se entrelazaban y él le besaba una a una las yemas, enmarcadas por el dorso de sus propias manos. Siempre de izquierda a derecha. Y ella sonreía. Todo eso sucedía muy rápidamente, antes de que separaran las manos y se pusieran a estudiar la carta. Mirarlos, o tratar de mirarlos sin parecer que lo hacía, despertaba en mí un anhelo profundo y conocido. Era capaz de sentir lo que ella sentía, como si la mano de aquel hombre acariciara la mía, mi antebrazo, mi muñeca.

En la vida que había llevado no había lugar para ese tipo de anhelos. La ternura no era para mí una sensación familiar. Ni la urgencia. Mi exmarido, Scott, podía ser bueno y generoso cuando estaba sobrio, pero hacia el final, cuando la bebida lo tenía agarrado por el cuello, era cualquier cosa menos amable. Cuando murió, lloré por el dolor que él mismo había padecido y por el que había causado, pero no lo eché de menos. Ni siquiera un poco. Algo en mí se atrofió y, al cabo de un tiempo, desapareció, y pronto me di cuenta de que habían pasado cinco años desde la última vez que me había acostado con alguien. Cinco años. A menudo imaginaba que ese celibato accidental era como un perro viejo y flaco que no tenía más remedio que seguirme. Cinco años venía conmigo a todas partes, con la lengua fuera, trotando sobre sus patitas. Cuando me probaba ropa, Cinco años se tumbaba jadeando en el suelo del probador y ridiculizaba con sus ojos brillantes cualquier intento de comprar un vestido que me hiciera sentir más guapa. También se aposentaba debajo de la mesa, las raras veces que salía con alguien, y apoyaba todo su peso sobre mis pies.

Ninguna de las citas que había tenido se había convertido en una relación mínimamente interesante. A mis treinta y cinco años empecé a creer que eso ya no volvería a ocurrir. Sentirse querida, deseada del modo en que ese hombre deseaba a esa mujer, parecía algo sacado de una película extranjera, hablada en un idioma que yo nunca entendería, con subtítulos que se estaban volviendo cada vez más borrosos.

—Su tercera cita —murmuró mi jefe, pillándome por sorpresa.

Yo estaba de pie junto a Will, detrás del mostrador de los pasteles, mientras él quitaba con un paño las marcas que el lavavajillas había dejado en las copas. Se había fijado en que estaba prestando atención a esa pareja. Y yo me fijé en sus brazos, como siempre. Vestía una camisa de cuadros remangada hasta los codos, con los musculosos antebrazos cubiertos por un suavísimo vello blanqueado por el sol de la playa. Aunque no éramos más que amigos, de vez en cuando me sentía un poco turbada por su atractivo, sobre todo porque él ni siquiera sabía lo guapo que era.

—O la quinta, ¿no crees? ¿No es ése el tiempo que acostumbran a esperar las mujeres para acostarse con el tipo con el que salen?

—No sabría decírtelo.

Will levantó al cielo sus ojos de un azul intenso. No soportaba más mis quejas por no salir nunca con nadie.

—Esos dos han estado así desde el primer día —dije, mirándolos una vez más—. Están totalmente embobados.

—No les doy más de seis meses —contestó Will.

—Cínico —repliqué, sacudiendo la cabeza.

Lo hacíamos a menudo eso de especular sobre relaciones imaginarias entre dos clientes. Era nuestro entretenimiento particular, nuestra manera de pasar el tiempo.

—Bien, ahora mira para allá. ¿Ves a aquel viejo que comparte unos mejillones con su chica? —preguntó, señalando con un discreto movimiento de la barbilla a otra pareja.

Alargué el cuello, tratando de no mirar con mucho descaro. Eran un hombre mayor y una mujer mucho más joven.

—Apuesto a que es la mejor amiga de su hija —dijo Will, bajando la voz—. Acaba de terminar los estudios y quiere hacer prácticas en el bufete de abogados del viejo. Pero ahora que ha cumplido los veintiuno, el tipo intentará llevársela al huerto.

—Hum. ¿No será simplemente su hija?

Will se encogió de hombros.

Eché un vistazo a la sala, asombrosamente llena para ser un martes por la tarde, y me fijé en una tercera pareja que estaba terminando de comer en un rincón.

—¿Ves a esos de ahí?

—Sí.

—Creo que están a punto de romper —dije. Por la forma en que Will me miró, me di cuenta de que pensaba que me estaba pasando de fantasiosa—. Casi no se miran y él ha sido el único que ha pedido postre. Les he llevado dos cucharillas, pero el tipo ni siquiera le ha ofrecido a ella un bocado. Mala señal.

—Mala señal en todos los casos. Un hombre siempre debe compartir el postre —contestó, guiñándome el ojo de una forma que me hizo sonreír—. ¿Puedes terminar de sacarles brillo a las copas? Tengo que ir a recoger a Tracina. Se le ha vuelto a estropear el coche.

Tracina era la camarera del turno de noche con la que Will salía desde hacía poco más de un año, después de proponérmelo a mí sin éxito. Me había halagado su interés, pero no estaba en condiciones de corresponderle. Prefería conservar un amigo que salir con mi jefe. Además, con el tiempo nos metimos tanto en el papel de amigos que, pese a su atractivo físico, no me fue difícil mantener las cosas en el terreno de lo platónico…, excepto en las raras ocasiones en que lo sorprendía trabajando fuera de su horario laboral, en la trastienda, con un botón desabrochado, la camisa remangada y arreglándose con los dedos la espesa cabellera entrecana. Pero podía superarlo.

Después empezó a quedar con Tracina. Una vez lo acusé de contratarla solamente para poder salir con ella.

—¿Y qué si ha sido así? Es una de las pocas ventajas de ser el jefe —respondió él.

Cuando terminé de sacar brillo a las copas, imprimí la cuenta de mi pareja favorita y me dirigí lentamente a su mesa. Fue entonces cuando reparé por primera vez en la pulsera de la mujer: una gruesa cadena de oro de la que colgaban pequeños amuletos también de oro.

Era una pulsera muy curiosa, de oro pálido con acabado mate. Los amuletos tenían números romanos por una cara y palabras que no conseguí leer por la otra. Serían alrededor de una docena. El hombre también parecía fascinado por la joya. Recorría los colgantes con los dedos y le acariciaba la muñeca y el antebrazo a la mujer con las dos manos. Su tacto era firme y la tocaba de una manera que hizo que se me cerrara la garganta y que se me calentara el vientre por debajo del ombligo. Cinco años.

—Aquí tenéis —dije con un tono de voz demasiado agudo.

Deslicé la cuenta por la parte de la mesa que no cubrían sus brazos. Y al parecer los pillé por sorpresa.

—¡Ah! ¡Gracias! —exclamó la mujer, enderezándose.

—¿Estaba todo bien? —pregunté. ¿Por qué me sentía tímida cuando hablaba con ellos?

—Perfecto, como siempre —respondió ella.

—Estaba muy bien, gracias —añadió el hombre, buscando la billetera.

—Esto déjamelo a mí. Tú pagas siempre. —La mujer se inclinó hacia un lado, sacó la cartera del bolso y extrajo una tarjeta de crédito. La pulsera tintineaba cuando ella se movía—. Aquí tienes, cariño.

¿Era de mi edad y me llamaba «cariño», como si yo fuese una niña pequeña? Transmitía tanta confianza que no pude más que disculparla. Cuando cogí la tarjeta, me pareció ver un destello de piedad en sus ojos. ¿Se estaría fijando en mi blusa marrón de trabajo, la que siempre me ponía porque era del mismo color que las manchas de comida? De pronto tomé conciencia de mi aspecto y me di cuenta de que no me había maquillado. ¡Dios, y mis zapatos eran marrones y planos! Y no llevaba medias, sino calcetines, por increíble que pueda parecer. ¿Qué me había pasado? ¿Cuándo me había convertido en una prematura señora mayor sin gracia ni atractivo?

Sentí que me ardían las mejillas mientras me alejaba con la tarjeta en el bolsillo del delantal. Fui directamente al baño y me eché agua fría en la cara. Me alisé el delantal y me miré al espejo. Vestía de marrón porque era lo más práctico. No podía ponerme vestidos porque era camarera. En cuanto a la coleta, tenía que llevar el pelo recogido. Eran las normas. Pero tal vez habría podido peinármelo con más cuidado, en lugar de atármelo de cualquier manera con una goma, como si fuera un manojo de espárragos. Mis zapatos eran el calzado de una mujer que no pensaba demasiado en sus pies, aunque a mí me habían dicho más de una vez que los tenía muy bonitos. En cuanto a las manos, no me había hecho la manicura desde la víspera de mi boda. Todo eso era derrochar el dinero, pero, aun así, ¿cómo había podido llegar a ese punto? No podía engañarme más: me había abandonado. Cinco años estaba tumbado contra la puerta del baño, con la lengua fuera. Volví a la mesa con la tarjeta, evitando cruzar la mirada con ninguno de los dos.

—¿Hace mucho que trabajas aquí? —me preguntó el hombre mientras ella garabateaba su firma.

—Cuatro años, más o menos.

—Lo haces muy bien.

—Gracias. —Sentí calor en las mejillas.

—Volveremos a vernos la semana que viene —dijo la mujer—. Este viejo lugar me encanta.

—Ha conocido tiempos mejores.

—Es perfecto para nosotros —añadió, haciendo un guiño a su hombre, mientras me devolvía el recibo firmado.

Miré su firma, esperando encontrar algo florido y extravagante. «Pauline Davis» me pareció un nombre gris y corriente, y en ese momento me resultó tranquilizador.

Los seguí con la vista mientras salían caminando entre las mesas hacia el exterior, donde se besaron y se alejaron por caminos opuestos. Cuando la mujer pasó junto al escaparate, miró hacia dentro y me saludó con la mano. Debí de parecerle una auténtica cretina, ahí de pie, sin poder quitarle la vista de encima. A través del cristal polvoriento, le devolví humildemente el saludo.

Un gesto de la anciana que estaba sentada a la mesa contigua me hizo salir de aquella especie de trance.

—A esa señora se le ha caído algo —dijo, señalando debajo de la mesa.

Me agaché y recogí una libreta pequeña de color burdeos. Parecía gastada. La encuadernación tenía la suavidad de la piel. En la portada destacaban las iniciales P. D. repujadas en oro, el mismo que bordeaba las hojas. La abrí con cuidado por la primera página, buscando la dirección o el teléfono de Pauline, y accidentalmente vislumbré una muestra de su contenido: «… su boca sobre mi piel… nunca me había sentido tan viva… me atravesó como un hierro candente… me invadía en oleadas, como un remolino… me hizo inclinar sobre la…».

Cerré el diario de golpe.

—Quizá todavía pueda alcanzarla —dijo la señora que me había avisado mientras masticaba un croissant con parsimonia. Noté que le faltaba uno de los dientes de delante.

—Creo que no —respondí—. Creo que… la guardaré. Esa señora viene a menudo.

La anciana se encogió de hombros y arrancó otro trozo de croissant. Me guardé la libreta en el bolsillo del delantal mientras sentía que un estremecimiento me recorría la espalda. Durante el resto de mi turno, hasta que llegó Tracina con su insoportable manía de mascar chicle y los rizos escapándosele de la coleta, sentí que la libreta estaba viva en mi bolsillo. Por primera vez en mucho tiempo, el anochecer en Nueva Orleans me pareció menos solitario.

En el camino de vuelta a casa, conté los años. Hacía seis desde que Scott y yo nos mudamos de Detroit a Nueva Orleans para empezar de nuevo. En Nueva Orleans la vivienda era más barata y, además, él acababa de perder su empleo en la industria del automóvil. Los dos creíamos que un nuevo comienzo, en una ciudad diferente que intentaba salir adelante después de un huracán, sería un marco adecuado para un matrimonio que esperaba hacer lo mismo.

Encontramos una casita azul preciosa en Dauphine Street, en Marigny, donde vivía mucha gente joven. Yo tuve bastante suerte y conseguí empleo de ayudante de un veterinario en un refugio de animales, en Metairie. Pero Scott perdió varios trabajos seguidos en los pozos petrolíferos, y después tiró por la ventana dos años de sobriedad cuando convirtió una noche de copas en dos semanas de borrachera. Cuando me pegó por segunda vez en dos años, supe que todo había terminado. De pronto comprendí lo mucho que le había costado reprimirse desde la primera vez que me había dado un puñetazo estando borracho. Me mudé a unas pocas calles de distancia, a un apartamento de un dormitorio: el primero y el único que visité.

Una noche, varios meses después, Scott me llamó y me propuso que nos encontráramos en el café Rose. Quería disculparse por su conducta, y yo acepté. Me dijo que había dejado de beber y que esa vez era la definitiva. Pero sus justificaciones me sonaron vacías y su actitud me pareció áspera y defensiva. Al final de la cena, me esforcé por contener las lágrimas mientras él se ponía en pie y volvía a disculparse.

—Lo digo de verdad. Ya sé que no parezco arrepentido, Cassie, pero pienso cada día en lo que te hice, y me siento fatal. No sé qué hacer para ayudarte a que lo superes —dijo, antes de salir del local en tromba.

Por supuesto, dejó la cuenta sin pagar.

Al salir, vi que buscaban una camarera para el turno del mediodía. Yo llevaba mucho tiempo queriendo dejar mi empleo en la clínica veterinaria. Allí me ocupaba de los gatos y, por la tarde, sacaba a pasear a los perros, pero como nadie adoptaba a las mascotas rescatadas después del Katrina, mi trabajo consistía básicamente en rasurar las patas flacas de unos animales sanísimos antes de sacrificarlos. Empecé a detestar levantarme cada día para ir al trabajo. Detestaba ver esos ojos tristes y cansados. Esa misma noche rellené una solicitud en el restaurante.

También fue la noche en que se inundó la carretera cerca de Parlange; la misma noche en que Scott se metió con el coche en el río False y se ahogó.

No me quedó claro si había sido un accidente o un suicidio, pero afortunadamente nuestra compañía de seguros no se lo planteó. Después de todo, era cierto que estaba sobrio. Y, como los remaches de las barandas estaban oxidados, el condado me concedió una jugosa indemnización. Pero ¿qué estaba haciendo Scott ahí fuera aquella noche? Habría sido muy propio de él montar una salida de escena espectacular para hacerme sentir culpable. No me alegró que muriera, pero tampoco me entristeció. Y en ese limbo sin sentimientos me había quedado desde entonces.

Dos días después de regresar en avión de su funeral en Ann Arbor (donde tuve que sentarme sola porque su familia me culpaba de su muerte), recibí una llamada de Will. Al principio, su voz me asustó un poco, porque su timbre se parecía bastante al de Scott, aunque sin arrastrar las sílabas como los borrachos.

—¿Cassie Robichaud?

—Soy yo. ¿Con quién hablo?

—Me llamo Will Foret. Soy el dueño del café Rose. Dejaste un currículum la semana pasada. Buscamos a alguien que pueda empezar en seguida, para el turno del desayuno y el almuerzo. Ya sé que no tienes mucha experiencia, pero el otro día me diste buenas vibraciones y…

«¿Buenas vibraciones?».

—¿Nos hemos visto alguna vez?

—Sí, cuando presentaste la solicitud.

—Ah, sí, claro. Perdón, ya lo recuerdo. Podría pasarme por ahí el jueves.

—El jueves está bien. ¿Qué te parece a las diez y media? Te enseñaré lo que hay que hacer.

Cuarenta y ocho horas después le estaba estrechando la mano a Will, sin acabar de creerme que hubiese podido verlo y después olvidarme de él. Así de absorta había estado en aquella ocasión. Más adelante llegamos a tomarlo a broma («¡Ah, sí, aquella vez que te dejé tan impresionada que no me recordabas en absoluto!»), pero estaba tan aturdida después de discutir con Scott que habría podido hablar con Brad Pitt sin enterarme. Así pues, cuando volví a ver a Will me impresionó lo guapísimo que era y lo poco que se lo creía.

No me prometió que fuera a ganar mucho dinero, porque el café estaba un poco al norte de los lugares más de moda y cerraba relativamente pronto. Dijo que tenía pensado ampliar el local y abrir la planta alta, pero añadió que eso sería dentro de unos años.

—La mayoría de la gente del barrio viene a comer o a ver a los amigos: Tim y la gente del taller de bicicletas de Mike, un montón de músicos… A veces te los encuentras durmiendo en la puerta porque han pasado la noche sentados en los peldaños, tocando. Hay muchos personajes del barrio que vienen y se quedan durante horas. Pero todos toman mucho café.

—Parece agradable.

Mi preparación para el trabajo consistió en un recorrido poco entusiasta por el establecimiento, en el que Will me enseñó el lavavajillas y el molinillo de café, mientras mascullaba instrucciones sobre su uso, y me mostró dónde guardaban los artículos de limpieza.

—La normativa municipal dice que el pelo hay que llevarlo recogido. Aparte de eso, no soy muy exigente. No tenemos uniforme, pero a la hora del almuerzo hay mucho movimiento, así que te recomiendo algo cómodo.

—Es lo que siempre me pongo —respondí.

—Tengo pensado reformar el local —dijo, al ver que me fijaba en una baldosa rota y en las aspas alabeadas de uno de los ventiladores del techo.

El local estaba un poco destartalado, pero era acogedor, y quedaba a tan sólo diez minutos andando de mi apartamento de la esquina de Chartres y Mandeville. Will me contó que el nombre del café Rose era un homenaje a Rose Nicaud, antigua esclava que vendía su propia mezcla de café recorriendo con un carromato las calles de Nueva Orleans. Estaba lejanamente emparentado con ella por parte de madre, me dijo.

—Deberías ver las fotos de nuestras reuniones familiares. Son como esas fotografías de las Naciones Unidas. Hay gente de todos los colores. Bueno, ¿qué me dices? ¿Quieres el trabajo?

Asentí con entusiasmo y Will volvió a estrecharme la mano.

Después de eso, mi vida se redujo a unas pocas manzanas esenciales del barrio de Marigny. Algunas veces iba a Tremé a escuchar a Angela Rejean, una amiga de Tracina que trabajaba en La Maison. O recorría los anticuarios y las tiendas de segunda mano de Magazine Street. Pero casi nunca iba mucho más allá, y ya nunca más volví a visitar el museo de arte ni el zoo del parque Audubon. De hecho, puede que parezca extraño, pero habría podido pasar el resto de mi vida en la ciudad sin volver a ver el agua.

A veces lloraba por Scott. De hecho, nunca había estado con ningún otro hombre; él había sido el primero y el único. Se me saltaban las lágrimas en los momentos más inesperados, en medio de un trayecto en autobús o mientras me cepillaba los dientes. Cuando me despertaba de una siesta larga en el dormitorio, a oscuras, siempre me ponía a llorar. Pero no lloraba sólo por Scott, sino también por haber perdido casi quince años de mi vida escuchando sus constantes quejas e insultos. Y eso se me había quedado dentro. No sabía cómo acallar esa vocecita crítica que en ausencia de Scott seguía señalando mis defectos y subrayando mis errores. «¿Por qué no te has apuntado todavía a un gimnasio?». «Nadie quiere a una mujer de treinta y cinco años». «Lo único que haces es ver la tele». «Podrías ser mucho más guapa si solamente te esforzaras un poco». Cinco años.

Me concentré en el trabajo. El ritmo frenético me sentaba bien. Éramos los únicos en toda la calle que servíamos desayunos. Nada fuera de lo corriente: huevos en todas sus variantes, salchichas, tostadas, fruta, yogur, pastas y croissants. El almuerzo nunca era demasiado complicado: sopas, sándwiches y, a veces, un plato fuerte como bullabesa, estofado de lentejas o jambalaya, cuando Dell llegaba temprano y tenía ganas de cocinar algo. Era mejor cocinera que camarera, pero no soportaba estar todo el día en la cocina.

Yo trabajaba solamente cuatro días a la semana, de nueve a cuatro. A veces me quedaba unas horas más, charlando y comiendo con Will. Cuando a Tracina se le hacía tarde, yo empezaba a atender sus mesas. Nunca me quejaba y procuraba estar siempre ocupada.

Habría podido ganar más dinero por la tarde, pero prefería el turno de la mañana.

Me encantaba quitar con la manguera, a primera hora, la suciedad que la noche había dejado en la acera. Me gustaba ver las mesas del patio moteadas por la luz del sol. Disfrutaba colocando los pasteles en el escaparate mientras se hacía el café y la sopa hervía a fuego lento. Me encantaba disponer de mucho tiempo para hacer las cuentas, con todo el dinero desparramado sobre una de las mesas desniveladas, junto a los grandes ventanales de la fachada. Pero el regreso a casa siempre tenía algo de solitario.

Mi vida empezó a adquirir así un ritmo regular y constante: trabajaba, volvía a casa, leía y dormía. Trabajaba, volvía a casa, leía y dormía. Trabajaba, iba al cine, volvía a casa, leía y dormía. No habría hecho falta un esfuerzo sobrehumano para escapar de esa cadencia, pero me sentía incapaz de cambiar.

Pensaba que, al cabo de un tiempo, automáticamente, empezaría a vivir de nuevo e incluso saldría con algún hombre. Creía que un día la rutina desaparecería como por arte de magia, por sí sola, y que volvería a incorporarme al mundo, como quien enciende un interruptor. En algún momento consideré la posibilidad de estudiar, acabar la carrera… Pero estaba demasiado entumecida para empezar de nuevo. Iba encaminada a toda velocidad y sin frenos hacia la edad madura, con Dixie, una gorda gata tricolor que había recogido de la calle y que envejecía a mi lado.

—Dices que la gata está gorda como si la culpa fuera suya —solía decirme Scott—. Pero ella no estaba así cuando llegó. Tú la hiciste engordar.

Scott no hacía caso de los constantes gemidos de Dixie pidiendo comida. Conmigo, en cambio, la gata insistía hasta que yo cedía y volvía a ceder, una y otra vez. Me faltaba carácter. Probablemente por eso aguanté tanto tiempo a Scott. Tardé bastante en darme cuenta de que su problema con la bebida no era culpa mía, y de que él nunca habría sido capaz de ponerle fin. Pero me quedó la sensación de que habría podido salvarlo si me hubiera empeñado a fondo.

Quizá si hubiésemos tenido un hijo, como él quería. Nunca le confesé que secretamente me sentí aliviada cuando supe que no podía quedarme embarazada. La opción del vientre de alquiler era inviable para nosotros, porque resultaba demasiado costosa, y por fortuna a Scott no le entusiasmaba la idea de la adopción. Yo nunca había querido ser madre, eso era indiscutible. Pero aún esperaba algo que le diera sentido a mi vida, algo que ocupara el espacio que el anhelo de la maternidad no había ocupado nunca.

Cuando llevaba unos meses trabajando en el café, mucho antes de que Tracina le robara el corazón a Will, mi jefe me insinuó que podía conseguir entradas para una de las actuaciones más esperadas del festival de jazz. Al principio pensé que iba a hablarme de una chica a la que pensaba invitar, pero al final resultó que quería ir conmigo. Sentí una punzada de pánico.

—Entonces… ¿me estás preguntando si quiero ir contigo?

—Eh…, sí. —Otra vez esa mirada. Por un segundo, creí notar en sus ojos un atisbo de orgullo herido—. ¡Primera fila, Cassie! ¡Anímate! Es una buena excusa para ponerte un vestido. Nunca te he visto con uno, ahora que lo pienso.

Me di cuenta de que tenía que acabar con eso. No podía salir con un hombre. No podía salir con él. Era mi jefe. No estaba dispuesta a perder un trabajo que me gustaba por salir con un hombre que, al final, en cuanto pasara un tiempo conmigo, se daría cuenta de que yo era muy aburrida. Además, Will estaba muy por encima del tipo de hombre al que yo podía aspirar. Me paralizaba el miedo de quedarme a solas con él fuera del contexto de nuestra relación de trabajo.

—No me has visto con un vestido porque no tengo ninguno —repuse.

No era cierto. Pero no podía imaginarme poniéndome un vestido. Will guardó silencio unos segundos mientras se limpiaba las manos en el delantal.

—No importa —dijo al final—. Hay mucha gente que quiere oír a esa banda.

—Mira, Will, creo que haber estado casada tantos años con una persona tan negativa me ha dejado imposibilitada… para salir con nadie —dije, hablando como uno de esos psicólogos que salen en los programas de madrugada de la radio.

—Ya veo. Es una forma amable de decir: «No es por ti. Es por mí».

—¡Pero es verdad que es por mí! ¡Es verdad!

Le apoyé la mano en el antebrazo.

—Bueno, supongo que tendré que pedírselo a la próxima chica atractiva que contrate —bromeó.

Pero fue lo que hizo. Se lo pidió a la impresionante Tracina, de Texarkana, con su acento sureño y sus piernas perfectas. Tracina tenía un hermano menor autista, al que protegía ferozmente, y poseía más botas de cowboy de las que cualquier persona habría podido necesitar jamás. Will la contrató para el turno de noche y, aunque siempre fue un poco fría conmigo, nos llevábamos bien, dentro de lo que cabía. Además, el jefe parecía contento con ella. Darle las buenas noches a Will se volvió doblemente solitario, porque sabía que era probable que pasara la noche con ella y no en el piso de arriba del café. No es que yo estuviera celosa. ¿Cómo iba a estarlo? Tracina era justo el tipo de chica que Will necesitaba: divertida, lista y atractiva. Su piel color chocolate era perfecta. A veces llevaba el pelo suelto en un estilo afro salvaje que parecía una montaña de algodón de azúcar, y en otras ocasiones se lo recogía en unas trenzas fantásticas. Tracina era el centro de atención. Tracina estaba llena de vida. Tracina encajaba siempre allí donde estuviera. Yo no. Era así de sencillo.

Esa noche, con la libreta calentando aún el bolsillo de mi delantal, observé cómo Tracina se preparaba para recibir a los clientes que venían a cenar. Fue la primera vez que me di cuenta de que le tenía un poco de envidia. Pero no porque estuviera con Will. La envidiaba por su manera tan fácil y estética de moverse por la sala. Algunas mujeres tenían eso: la capacidad de insertarse directamente en la vida y de estar fabulosas hicieran lo que hiciesen. No eran espectadoras; eran el centro de la acción. Estaban vivas. Will le había preguntado si quería salir con él y ella le había contestado: «Encantada». Nada de titubeos ni de equívocos. Sólo un franco y rotundo «sí».

Pensé en la libreta, en las palabras que había vislumbrado, en aquel hombre de la mesa y en cómo le acariciaba la muñeca a su acompañante y le besaba los dedos. Pensé en su manera de tocar la pulsera, en su urgencia. Me hubiese gustado que algún hombre sintiera eso por mí. Me imaginé agarrando un mechón de su pelo, con la espalda apoyada contra la pared de la cocina, mientras su mano me levantaba la falda. «Espera un segundo», me dije. El hombre que iba con Pauline tenía la cabeza rapada. Lo que yo estaba imaginando era el pelo de Will, la boca de Will…

—Te doy un centavo si me dices lo que estás pensando —dijo Will, interrumpiendo mi absurda fantasía.

—Lo que estoy pensando vale mucho más que un centavo —respondí, sintiendo que me ruborizaba.

¿Qué me había sucedido? Mi turno se había acabado. Ya era hora de irme.

—¿Te han dado muchas propinas?

—Sí, no ha estado mal. Pero ahora tengo que irme corriendo. Y una cosa, Will: aunque sea tu novia, tienes que decirle a Tracina que compruebe los azucareros antes de irse. Tienen que estar llenos para el desayuno.

—Sí, jefa —respondió él, cuadrándose como un militar. Después, cuando yo ya me iba hacia la puerta, añadió—: ¿Planes para esta noche?

«Ponerme al día con la tele, separar la basura para reciclar… ¿Qué otro plan voy a tener?».

—Sí, unos planes fantásticos —respondí.

—Deberías pasar la velada con un hombre y no con un gato. Eres una mujer encantadora, Cassie, y lo sabes.

—«¿Encantadora?». ¡Dime, por favor, que no has dicho que soy «encantadora», Will! Es lo que les dicen los hombres a las mujeres de más de treinta y cinco años que aún no están para el desguace pero ya van encaminadas al retiro sentimental: «Eres una mujer encantadora, pero…».

—Ningún pero. Deberías salir, Cassie —dijo él, señalando con la barbilla la puerta y el mundo que se abría al otro lado.

—Es precisamente lo que pienso hacer —repliqué, mientras me dirigía hacia la calle, donde un ciclista que pasó a toda velocidad estuvo a punto de tirarme al suelo.

—¡Cassie! ¡Cielo santo! —exclamó Will, viniendo hacia mí.

—¿Ves? Eso es lo que pasa cuando intento salir. Me aplastan —dije, tratando de tomármelo a broma, mientras mi corazón recuperaba su ritmo.

Él meneó la cabeza y yo me dispuse a bajar por Frenchmen Street. Me pareció que se quedaba mirando mientras me alejaba, pero la timidez me impidió volverme y comprobarlo.

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