S.E.C.R.E.T.

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¿Es posible sentirse realmente joven y a la vez muy vieja? Exhausta, recorrí las cuatro calles que me separaban de casa. Me encantaba contemplar las casitas de aspecto cansado de mi barrio, algunas apoyadas en las casas vecinas y otras cargadas con tantas capas de pintura, tantas rejas de hierro forjado y tantas contraventanas ornamentadas que parecían viejas coristas maquilladas y vestidas para la función. Mi apartamento se encontraba en el último piso de un bloque de tres plantas, en la esquina de Chartres con Mandeville. Estaba pintado de verde claro, con los arcos y las persianas verde oscuro. Yo vivía en el ático, pero lo hacía como una estudiante. En mi apartamento, de un solo dormitorio, había un sofá cama, unas estanterías hechas con cajones de supermercado que también servían de mesitas auxiliares y una creciente colección de saleros y pimenteros. El dormitorio estaba detrás de un amplio arco de escayola y había tres ventanas abuhardilladas que daban al sur. En realidad, la escalera era tan estrecha que me impedía subir cualquier mueble pesado o voluminoso. Todo tenía que ser portátil, plegable o desmontable. Mientras me acercaba al edificio, levanté la vista y me di cuenta de que algún día sería demasiado vieja para vivir en el último piso, sobre todo si seguía trabajando de pie. Algunas noches volvía tan cansada que apenas me quedaban fuerzas para subir la escalera.

Había empezado a notar que cuando mis vecinas envejecían no se marchaban del edificio, sino que se mudaban al piso de abajo. Las hermanas Delmonte habían tomado esa decisión unos meses antes, cuando Sally y Janette, otras dos hermanas, se trasladaron finalmente a una residencia de ancianos. Cuando su acogedor pisito de dos dormitorios quedó libre, ayudé a las Delmonte a trasladar su ropa y sus libros del segundo piso al primero. Anna y Bettina se llevaban diez años, y aunque Anna, con sesenta, habría podido seguir subiendo la escalera unos cuantos años más, Bettina impuso su criterio cuando cumplió los setenta. Fue Anna quien me contó que cuando reconvirtieron la antigua mansión familiar en un edificio de cinco apartamentos, allá por los años sesenta, la gente había empezado a llamarla «el hotel de las solteronas».

—Aquí siempre hemos sido todas mujeres —dijo—. No es que tú seas una solterona, cariño. Ya sé que a las mujeres de cierta edad que no están casadas les molesta mucho esa palabra. Tampoco es que tenga nada de malo ser una solterona, aunque lo fueras. Y, desde luego, ni por un momento he pensado que lo fueras.

—En realidad, soy viuda.

—Sí, pero eres una viuda joven. Todavía tienes mucho tiempo para volver a casarte y tener hijos. Bueno, al menos para volver a casarte —dijo Anna, arqueando una ceja.

Me metió en el bolsillo un billete de un dólar, por las molestias que me había tomado. Yo había dejado de oponerme hacía tiempo a ese tipo de gestos suyos, porque sabía que, en caso de rechazarlo, inevitablemente volvería a deslizar el billete por debajo de mi puerta unas horas después.

—Eres un tesoro, Cassie.

¿Me había convertido en una solterona? El año anterior había tenido una sola cita, con Vince, el mejor amigo del hermano pequeño de Will, un hipster alto y desgarbado que se quedó boquiabierto cuando le dije que tenía treinta y cuatro años. Después, para disimular el susto, me dijo que él sentía «debilidad» por las mujeres mayores, ¡y eso lo había soltado alguien que ya había cumplido los treinta! Tendría que haberle dado un bofetón en la cara de imbécil. Pero, en lugar de eso, cuando aún no había pasado una hora de nuestra cita, empecé a mirar el reloj. El tipo hablaba por los codos de la banda de pacotilla en la que estaba tocando, de lo mala que era la carta de vinos y de la cantidad de casas en ruinas que pensaba comprar en Nueva Orleans, porque estaba seguro de que el mercado iba a recuperarse en cualquier momento. Cuando me dejó delante del hotel de las solteronas consideré por un momento invitarlo a subir. Pensé en Cinco años acurrucado en el asiento trasero. «Tírate a este tipo, Cassie. ¿Qué te lo impide? ¿Qué es lo que siempre te lo impide?». Pero cuando lo sorprendí escupiendo el chicle por la ventana del coche, me di cuenta de que no habría podido quitarme la ropa delante de ese niño patilargo.

Así había terminado mi última cita, y en eso pensaba mientras me preparaba un baño y me despojaba de la ropa de camarera. Quería quitarme el olor del restaurante. En el otro extremo del pasillo vi la pequeña libreta, sobre la mesa, junto a la entrada. ¿Qué debía hacer con ella? Una parte de mí sabía que no debía leerla, pero la otra era incapaz de resistirse. Por eso, durante todo el turno había estado aplazando la decisión, diciéndome: «Cuando llegues a casa… Después de la cena… Después de darte un baño… Cuando estés en la cama… Por la mañana… ¿Nunca?».

Dixie se paseaba alrededor de mis tobillos pidiendo comida, mientras la bañera se llenaba de agua y de burbujas. La luna flotaba sobre Chartres Street y el canto de las cigarras sofocaba el ruido del tráfico. Me miré al espejo e intenté verme con los ojos de alguien que me contemplara por primera vez. No es que mi cuerpo fuera horrible. Estaba bien, ni demasiado alto ni demasiado flaco. Tenía las manos secas y enrojecidas por el detergente, pero aparte de eso estaba en forma, probablemente porque me pasaba todo el santo día sirviendo mesas. Me gustaba mi trasero, agradablemente redondo, aunque es cierto lo que dicen de que a los treinta y tantos todo empieza a caerse. Me sujeté con las manos los pechos y los levanté un poco. Perfecto. Imaginé a Scott, no, a Scott no. A Will, no, tampoco. Will no era mío, sino de Tracina. Imaginé al tipo del restaurante. Imaginé que se me acercaba por detrás, me ponía la manos donde yo las tenía, me hacía inclinar hacia adelante y entonces… «Para ya, Cassie».

No había vuelto a hacerme aquella estúpida depilación brasileña desde la muerte de Scott. Su aspecto siempre me había parecido un poco inquietante, como el de una niña pequeña o algo así. Dejé ir la mano hacia… ¿Hacia dónde? ¿Cómo llamarlo cuando una está sola? «Vagina» podía sonar demasiado clínico o excesivamente inmaduro, según los casos. «Conejito» era un término masculino y demasiado zoológico para mí. «¿Coño?». No. Demasiado crudo. Moví el dedo alrededor de «lo de allá abajo» y descubrí, para mi sorpresa, que estaba húmedo. Pero no pude reunir la energía ni la voluntad para hacer algo al respecto.

¿Me sentía sola? Sí, claro. Pero también estaba clausurando lentamente partes de mí misma, al parecer de forma definitiva, como una gran fábrica que fuera apagando las luces de sus distintos sectores, uno a uno. Tenía sólo treinta y cinco años y no había vivido ninguna experiencia sexual realmente grandiosa, alucinante, liberadora y sustancial, como las que parecía mencionar aquella libreta.

A veces me sentía como un montón de carne sobre una pila de huesos que no hacía más que entrar y salir de taxis y autobuses, deambular por un restaurante, dar de comer a la gente y limpiar la suciedad ajena. En casa, mi cuerpo no era más que un cojín caliente para que durmiera la gata. ¿Cómo había llegado hasta esa situación? ¿Cómo era posible que mi vida se hubiera convertido en eso? ¿Por qué era incapaz de recomponerla y salir al mundo, como me había aconsejado Will?

Miré otra vez en el espejo toda esa carne disponible y tierna, pero encerrada de algún modo en sí misma. Me metí en la bañera y me senté. Después, me deslicé hasta el fondo y dejé que mi cabeza se sumergiera unos segundos bajo la espuma. Debajo del agua podía oír los latidos de mi propio corazón, resonando como un eco lúgubre. «Así es como suena la soledad», pensé.

No bebía casi nunca, y mucho menos cuando estaba sola, pero la noche parecía exigir una copa de vino blanco frío y un albornoz abrigado. Tenía una caja de chablis en la nevera, que aunque llevaba un par de meses olvidada, tendría que acabarme algún día. Llené una copa grande hasta el borde y me senté en el rincón del sofá cama, con la gata y la libreta encima. Repasé con el dedo las iniciales P. D. de la portada. Dentro encontré una etiqueta con el nombre de «Pauline Davis» impreso, pero sin ninguna información de contacto. Después de esa página venía un índice escrito en letra cursiva, que enumeraba una serie de pasos, del uno al diez:

Paso uno: aceptación

Paso dos: coraje

Paso tres: confianza

Paso cuatro: generosidad

Paso cinco: audacia

Paso seis: seguridad

Paso siete: curiosidad

Paso ocho: arrojo

Paso nueve: exuberancia

Paso diez: la elección

¡Dios mío! ¿Qué tenía entre mis manos? ¿Qué era esa lista? Sentí calor y escalofríos al mismo tiempo, como si hubiera descubierto un secreto peligroso pero exquisito. Me levanté del sofá para cerrar los visillos de las ventanas. ¿Coraje, confianza, audacia, exuberancia? Las palabras me habían asaltado y se estaban volviendo borrosas ante mis ojos. ¿Se habría propuesto Pauline seguir esos pasos? Y, de ser así, ¿hasta dónde habría llegado? Volví a sentarme, leí la lista una vez más y pasé al primer capítulo: «Notas para la fantasía del paso uno». No pude contenerme y empecé a leer:

Es difícil describir el miedo que pasé y lo mucho que me preocupaba acobardarme, cancelarlo y salir huyendo. Después de todo, es lo que suelo hacer cuando las cosas se vuelven abrumadoras, sobre todo cuando tienen que ver con el sexo. Pero me vino a la mente la palabra «aceptación» y me abrí a la idea de que debía aceptarlo, aceptar la ayuda de S.E.C.R.E.T. Cuando él entró sin hacer ruido en la habitación del hotel y cerró la puerta, supe que quería seguir adelante…

Sentí que me palpitaba el corazón, como si fuera yo la que estaba en el cuarto del hotel mientras ese desconocido abría la puerta…

¡Ese hombre! ¿Cómo decirlo? Matilda tenía razón. Era tan increíblemente atractivo… Se acercó a mí con movimientos lentos, como un gato, y yo retrocedí hasta sentir el contacto de la cama detrás de las rodillas. Entonces él me tumbó de espaldas con un suave empujón, me levantó la falda y me separó las piernas. Me tapé la cara con una almohada mientras él pronunciaba las únicas palabras que dijo en todo el día: «Eres preciosa». Después me llevó a una especie de éxtasis que, en realidad, no puedo describir aquí, aunque lo intentaré…

Volví a cerrar la libreta. No estaba bien leer aquello. Era demasiado directo. No era asunto mío. Tenía que dejarlo.

Un paso más y pararía. Leería un paso más y luego cerraría la libreta definitivamente.

La abrí por la mitad, por un lugar al azar, dejando atrás muchas páginas que supuse rebosantes de descripciones eróticas.

¡Oh! Al principio fue rarísimo, no voy a mentir. Pero aun así me produjo una increíble sensación de plenitud. No hay otra manera de describirlo. Como si lo tuviera todo dentro. Como si no fuera posible ir más allá y luego hubiera descubierto que sí lo era. No me importaba estar gritando como una loca. Mientras tanto, él me lo hacía todo el tiempo con las manos. ¡Fue increíble! Gracias a Dios, la Mansión está insonorizada, o al menos eso me han dicho. Tiene que estarlo, porque de lo contrario todo el mundo sabría lo que pasa en cada una de sus habitaciones. Pero te diré que la mejor sensación me la dio el otro tipo, Olivier, el hombre que tenía debajo, mi adorable desconocido de pelo negro, con el brazo lleno de tatuajes, que me estaba chupando el…

Cerré la libreta de golpe. Ahora sí que tenía que parar. Era demasiado. ¿Dos hombres? ¿A la vez? Miré el encabezado de la página. Era el paso cinco: audacia. Me asombró sentir húmeda la entrepierna. Por lo general no leía literatura erótica y, en las contadas ocasiones en que había visto una película pornográfica, no me parecía excitante. Pero esto… Esto hablaba del deseo. Habría querido seguir leyendo hasta el final, pero no, no iba a hacerlo. Mantuve la libreta cerrada sobre el regazo.

Pauline no daba el tipo, con su pelo corto y su cara lavada. Pero ¿cuál era «el tipo»? ¿Hasta dónde había llegado yo con un hombre? ¿Qué era lo más arriesgado que había hecho? Una masturbación rápida entre risas, en un cine, con un chico del instituto con el que salí brevemente cuando Scott y yo nos tomamos un «descanso». Había practicado algunas felaciones. Quizá no demasiado bien y no siempre hasta el final. En lo referente al sexo, era más que inexperta. Dixie se había dado la vuelta panza arriba, en una postura que resultaba adecuadamente lasciva.

—Ay, gatita, es probable que tú te hayas divertido más en la calle que yo en el dormitorio, mucho más.

Tenía que apartar de mí la libreta. Leer un poco más habría sido violar irrevocablemente la intimidad de Pauline y desquiciarme por completo. Me levanté del sofá y, con un gesto casi colérico, guardé la libreta en lo más profundo del cajón de la mesa del teléfono, que estaba junto a la entrada. Al cabo de diez minutos, la puse en el bolsillo de una vieja chaqueta de esquí que había traído de Michigan y que seguía colgada en el fondo del armario. Aun así, la libreta me llamaba. Entonces la metí en el horno. ¿Y si se prendía fuego por accidente?

Decidí guardarla en el bolso, para que no se me olvidara llevarla al trabajo al día siguiente, por si Pauline volvía a buscarla. ¡Dios! ¿Y si pensaba que la había leído? Pero ¿cómo no iba a leerla? «Bueno, al menos no la he leído toda», pensé, mientras la sacaba del bolso y, finalmente, la metía en el maletero del coche.

Dos días después, cuando ya había pasado la hora más concurrida del almuerzo, la campanilla de la puerta anunció la llegada de Pauline. Se me encogió el estómago, como si viniera para llevarme a la cárcel. Esta vez no venía con su atractivo acompañante, sino con una mujer mayor, tal vez de unos cincuenta años, o quizá de sesenta muy bien llevados, guapa, de melena roja ondulada y que vestía una túnica color coral. Me pareció que las dos tenían una expresión un poco seria mientras se dirigían a una mesa vacía junto a la ventana. Me alisé la camiseta e intenté reunir fuerzas para acercarme a su mesa. «Intenta no mirarla fijamente. Procura parecer despreocupada y normal. Tú no sabes nada porque no has leído esa libreta».

—Hola, ¿qué tal? ¿Querréis café para empezar? —pregunté con una sonrisa forzada, mientras sentía como si el corazón se me quisiera salir del pecho.

—Sí, por favor —dijo Pauline, evitando mirarme y volviéndose hacia la mujer pelirroja—. ¿Y tú?

—Un té verde. Y la carta, por favor —replicó, con la vista fija en Pauline.

Sentí una oleada de vergüenza. Sabían algo. Sabían que yo sabía algo.

—S-sí, sí, claro —tartamudeé, mientras me volvía.

—Espera. Quería preguntarte…

Sentí el corazón en la boca.

—Sí… —dije, dándome la vuelta, con las manos metidas en el bolsillo delantero y la cabeza hundida entre los hombros.

Era Pauline la que había hablado. Estaba tan nerviosa como yo. La expresión de su compañera, en cambio, destilaba serenidad. Noté que le hacía un leve gesto para animarla a continuar. También noté que la pelirroja lucía una de esas preciosas pulseras de oro, con el mismo acabado mate y los amuletos colgantes.

—Creo que el otro día me dejé algo aquí. Una libreta pequeña, más o menos del tamaño de esta servilleta. De color burdeos, con mis iniciales en la portada: P. D. ¿No la habréis encontrado?

La voz le temblaba. Parecía al borde de las lágrimas.

Mi mirada iba y venía de su cara al rostro sereno de su acompañante.

—Hum. No lo sé, pero se lo preguntaré a Dell —respondí en un tono excesivamente entusiasta—. Ahora vuelvo.

Me dirigí a la cocina andando muy envarada, abrí la puerta de un empujón y apoyé la espalda contra las frías baldosas de la pared. Se me fue todo el aire de los pulmones. Miré a la vieja Dell, que estaba limpiando la olla grande del especial con chile. Aunque se había rapado casi al cero el pelo entrecano, usaba siempre una redecilla en la cabeza y vestía una bata profesional de hostelería. De pronto, se me ocurrió una idea.

—¡Dell! Tienes que hacerme un favor.

—No tengo que hacerte ningún favor, Cassie —respondió, con un leve ceceo—. A ver si cuidas los modales.

—De acuerdo. Te lo explicaré rápidamente. Hay dos clientas ahí fuera. Una de ellas se dejó una cosa olvidada el otro día, una libreta pequeña, y no quiero que piense que la he leído. Porque, en realidad, sí que lo he hecho. Bueno, no toda. Sólo una parte. Tenía que leer un poco para saber de quién era, ¿no crees? Pero resultó que era un diario íntimo y me parece que he leído demasiado. Era personal. Tremendamente personal. Por eso no quiero que sepan que la tenía yo. ¿Podrías decirles que la has encontrado tú? ¡Por favor!

—Quieres que mienta.

—No, no, de eso me ocuparé yo. Yo mentiré.

—¡Ah, qué bien! A veces no entiendo a las jovencitas de hoy en día, con todos vuestros dramas y vuestras historias. ¿No puedes decir simplemente: «Encontré esto; aquí lo tenéis»?

—Esta vez no. No puedo.

Me quedé delante de Dell, con las manos unidas en un gesto de súplica.

—De acuerdo —dijo ella al final, apartándome como a una mosca—. Pero no esperes que yo diga nada. Jesús no me ha traído a este mundo para mentir.

—¡Te daría un beso!

—Pero no me lo darás.

Corrí a mi taquilla, recogí la libreta, que estaba sobre una pila de camisetas sucias; tenía que hacer la colada. Cuando llegué a la mesa, estaba sin aliento. Las caras de las dos mujeres se volvieron hacia mí a la vez, expectantes.

—¡Bueno! Se lo he preguntado a Dell. Es la otra camarera que trabaja en el turno de día. Allí está… —En ese momento, Dell, obediente, salió de la cocina y nos saludó con gesto cansado, para dar legitimidad a mi mentira—. Por lo visto ha encontrado esto —dije triunfalmente, mientras sacaba la libreta del bolsillo—. ¿Es lo que estabais…?

Antes de que pudiera terminar la frase, Pauline me arrebató la libreta de la mano y se la guardó en el bolso.

—Sí, es lo que buscaba. Muchísimas gracias —dijo con un suspiro. Después se volvió hacia la otra mujer—. ¿Sabes qué, Matilda? Creo que tengo que irme. Es una pena, pero no tengo tiempo de quedarme a comer. ¿No te importa?

—No, en absoluto. Llámame luego. Yo sí que estoy hambrienta —dijo Matilda, antes de ponerse de pie y despedirse de su amiga con un abrazo.

Por su gesto, noté que Pauline estaba irritada y aliviada al mismo tiempo. Había recuperado la libreta, pero sabía que algunos de sus secretos habían quedado al descubierto para alguien, en alguna parte, y no veía la hora de marcharse. Después de un rápido beso de despedida, se dirigió velozmente hacia la puerta.

Matilda volvió a arrellanarse en su silla, relajada como un gato tumbado al sol. Miré a mi alrededor. Eran las tres de la tarde y el local ya casi se había vaciado. Mi turno estaba a punto de terminar.

—Ahora mismo traigo el té —dije—. La carta está colgada ahí mismo, en la pared.

—Gracias, Cassie —replicó ella, mientras me alejaba.

Sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Sabía mi nombre. ¿Cómo podía saberlo? Tal vez porque yo firmaba las facturas. Y Pauline era una clienta habitual. Era por eso. Seguro.

El resto de mi turno transcurrió sin incidentes. Matilda tomó su té mientras miraba por la ventana. Pidió un sándwich vegetal con huevo y un plato de encurtidos, del que sólo comió la mitad. No hablamos mucho, aparte de las amabilidades que suelen intercambiar las camareras con sus clientes. Le llevé la cuenta y me dejó una buena propina.

Por eso me sorprendió que al día siguiente Matilda se presentara de nuevo, poco después de la hora más concurrida del almuerzo, pero esta vez sola. Me saludó con la mano y me señaló una mesa. Le hice un gesto afirmativo; las manos me temblaban un poco mientras iba hacia ella. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Aunque aquella mujer supiera que había mentido, ¿qué tenía de malo lo que había hecho? ¿Qué persona normal se habría resistido a leer una libreta con un contenido tan interesante?

—Hola, Cassie —dijo, con una sonrisa que me pareció sincera.

Esta vez me fijé en su cara. Tenía los ojos grandes y brillantes, de color castaño oscuro, y una piel perfecta. Llevaba muy poco maquillaje, lo que hacía que pareciera más joven de lo que era en realidad. Sospeché que probablemente estaría más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Tenía la cara en forma de corazón, con la barbilla en punta, y debo decir que era guapísima, como lo son a veces algunas mujeres de rasgos inusuales. Vestía de negro: pantalones ceñidos que revelaban que estaba muy en forma y una blusa de punto muy seductora. También llevaba la pulsera de oro con los amuletos, que resplandecía sobre la manga negra de la blusa.

—Hola de nuevo —dije, dejando la carta del restaurante sobre la mesa.

—Tomaré lo mismo que ayer.

—¿Té verde y sándwich vegetal con huevo?

—Exacto.

Le serví su té y su sándwich unos minutos después; un poco más tarde, cuando me lo pidió, volví a llenarle la tetera con agua caliente. Cuando ya había terminado y fui a recoger su plato, me invitó a sentarme con ella. Me quedé helada.

—Sólo un segundo —dijo, mientras separaba la silla que tenía enfrente.

—Estoy trabajando —respondí, sintiéndome un poco acorralada.

Por la ventana abierta entre la cocina y la sala, detrás de la barra, podía ver a Dell. ¿Y si esa mujer empezaba a hacerme preguntas sobre la libreta?

—Estoy segura de que a Will no le importará que te sientes un momento —dijo Matilda—. Además, veo que el restaurante está vacío.

—¿Conoces a Will? —pregunté, y me dejé caer lentamente en la silla.

—Conozco a mucha gente, Cassie. Pero a ti no.

—No soy interesante. Soy yo y nada más. Sólo soy una camarera… y ya está.

—Ninguna mujer es sólo una camarera, o sólo una maestra, o sólo una madre.

—Yo sí que soy sólo una camarera.

Bueno, supongo que también soy una mujer viuda. Pero, sobre todo, soy una camarera.

—¿Viuda? Lo siento. No eres de Nueva Orleans, ¿verdad? Creo distinguir un leve acento del medio oeste en tu voz. ¿Illinois?

—Casi. Michigan. Nos mudamos aquí hace casi seis años. Mi marido y yo. Antes de que muriera, obviamente. Hum… ¿Cómo es que conoces a Will?

—Conocí a su padre. Era el antiguo propietario de este local. Hará cosa de unos veinte años que murió, por la época en que yo frecuentaba mucho este sitio. No ha cambiado mucho —dijo, mirando a su alrededor.

—Will dice que tiene pensado reformarlo. Y abrir la planta de arriba. Pero es muy caro. Y, tal como están las cosas en la ciudad, ya es bastante difícil seguir abriendo todos los días.

—Así es.

Bajó la vista hacia sus manos y tuve ocasión de mirar mejor la pulsera, que parecía tener muchos más amuletos que la de Pauline. Iba a decirle que me gustaba, pero Matilda habló antes que yo.

—Mira, Cassie, necesito pedirte una cosa. Esa libreta que Dell encontró… Verás, a mi amiga le preocupa que alguien la haya leído. Es una especie de diario íntimo con información muy personal. ¿Crees que Dell puede haberlo leído?

—¡No, santo cielo, no! —dije, con excesiva convicción—. Dell no es del tipo de persona que leería esas cosas.

—«¿Esas cosas?». ¿Qué quieres decir?

—Pues que no es una entrometida. No le interesa la vida de los demás. Lo único que le importa es el restaurante, la Biblia y tal vez sus nietos.

—¿Quedaría muy extraño que se lo preguntara a ella, para ver si ha leído la libreta o se la ha enseñado a alguien? Es importante que lo sepamos.

¡Oh, no! ¡Dios mío! ¿Por qué no habíamos preparado una historia? ¿Por qué no nos habíamos puesto de acuerdo sobre dónde había encontrado Dell la libreta y el sitio en el que la había guardado hasta que apareció su dueña? ¿Por qué? ¡Porque jamás pensé que fueran a interrogarnos! Creí que la propietaria, agradecida, se marcharía directamente del restaurante para no volver nunca más. Pero esa Matilda estaba logrando que se me hiciera un nudo en el estómago.

—Ahora mismo está ocupadísima; pero, si quieres, puedo ir a la cocina y preguntárselo.

—No te molestes, yo misma se lo preguntaré —dijo ella, y se levantó de la mesa—. Sólo me asomaré por la ventana y…

—¡Espera!

Matilda volvió a sentarse lentamente y centró su mirada en mí.

—La encontré yo.

Suavizó un poco la expresión, pero no dijo nada. Se limitó a entrelazar las manos sobre la mesa y a inclinarse un poco más hacia mí.

Eché un vistazo a mi alrededor para comprobar que nadie nos oía y continué:

—Siento haber mentido. En realidad, yo… leí un poco. Sólo para encontrar un nombre, algún tipo de información que me permitiera saber adónde enviarla. Pero puedes decirle a Pauline que no leí más allá de una página… o quizá dos. Te lo juro. Y supongo que no supe muy bien qué hacer. No quería que se sintiera más incómoda de lo que aparentemente ya estaba. Por eso mentí. Lo lamento mucho. Me siento como una idiota.

—No te sientas mal. En nombre de Pauline, te agradezco que le hayas devuelto la libreta. Lo único que te pedimos es que no le cuentes a nadie nada de lo que has leído. Absolutamente nada. ¿Podemos confiar en ti?

—Por supuesto. Nunca se lo contaría a nadie. Podéis estar tranquilas.

—Cassie, no sabes lo importante que es esto. Tienes que guardar el secreto. —Matilda sacó un billete de veinte de la cartera—. Esto es por el almuerzo. Quédate el cambio.

—Gracias —dije.

Después me dio una tarjeta de visita con su nombre.

—Si tienes alguna pregunta sobre lo que leíste en la libreta, puedes llamarme. Lo digo de verdad. Por lo demás, nunca más volveré a este sitio. Ni tampoco Pauline. Aquí tienes la manera de encontrarme. De día o de noche.

—Ah. De acuerdo —repuse, sujetando cautelosamente la tarjeta, como si fuera radiactiva. Tenía su nombre, «Matilda Greene», y su número de teléfono. Al dorso había unas siglas, «S.E.C.R.E.T.», y tres frases: «Sin prejuicios. Sin límites. Sin vergüenza». Le pregunté—: ¿Qué eres? ¿Una especie de terapeuta?

—Podríamos llamarlo así. Trabajo con mujeres que han llegado a una encrucijada en la vida. Habitualmente, la crisis de los cuarenta. Pero no siempre.

—¿Eres una consejera?

—Algo así. Más bien una guía.

—¿Trabajas con Pauline?

—Nunca hablo de mis clientas.

—A mí no me vendría mal que me guiaran un poco. —¿Había dicho eso en voz alta?—. Pero no podría pagarlo. —Sí, lo había dicho.

—Bueno, quizá te sorprendas, pero te aseguro que puedes permitírtelo, porque no cobro nada. La gracia está en que yo elijo a mis clientas.

—¿Qué significan las letras?

—¿Las de S.E.C.R.E.T.? Eso, querida mía, es un secreto —dijo, con una sonrisa traviesa en los labios—. Pero si volvemos a encontrarnos, te lo contaré todo.

—Bien.

—Me gustaría que me llamaras. Lo digo de verdad.

Noté que volvía a poner mi vieja expresión de escepticismo, la misma que solía poner mi padre, el hombre que me había enseñado que nada en la vida es gratis y que no existe la justicia, había vuelto a mi rostro.

Matilda se levantó de la mesa. Cuando me tendió la mano para que se la estrechara, su pulsera resplandeció al sol.

—Cassie, estoy encantada de haberte conocido. Ahora tienes mi tarjeta. Te agradezco mucho tu sinceridad.

—Gracias a ti… por no pensar que soy una completa idiota.

Me soltó la mano y me cogió de la barbilla, como lo habría hecho una madre. Sus amuletos estaban tan cerca de mis oídos que los oía tintinear.

—Espero que nos volvamos a ver.

La campanilla de la puerta señaló que se marchaba. Sabía que si no la llamaba, no volvería a verla nunca más, lo que me hizo sentir incomprensiblemente triste. Guardé con mucho cuidado la tarjeta en el bolsillo del delantal.

—Haciendo nuevos amigos, ¿eh? —dijo Will detrás de la barra. Estaba vaciando en el frigorífico un cajón de botellas de agua mineral con gas.

—¿Qué tiene de malo? No me vendrían mal unos pocos amigos.

—Esa mujer está un poco mal de la cabeza. Es wiccana, o hippy, o vegana, o quién sabe qué. Mi padre la conoció hace años.

—Sí, ya me lo ha dicho.

Will empezó un largo discurso sobre la necesidad de tener más reservas de agua mineral y de refrescos, porque la gente estaba bebiendo mucho menos alcohol, y añadió que podríamos cobrar más por el agua con gas y los zumos especiales, pero durante todo ese tiempo yo no hacía más que pensar en el diario de Pauline y en los dos hombres, uno detrás de ella y el otro debajo, y en cómo su atractivo acompañante le acariciaba el antebrazo con sus fuertes manos, y en la forma en que la había abrazado en plena calle, delante de todos…

—¡Cassie!

—¿Qué? ¿Qué pasa? —dije, sacudiendo la cabeza—. ¡Vaya! ¡Me has asustado!

—¿Dónde estabas?

—En ningún sitio, aquí mismo. Llevo todo el rato aquí —respondí.

—Bueno, entonces vete a casa. Pareces cansada.

—No estoy cansada —dije, y era verdad—. De hecho, creo que hace mucho tiempo que no me sentía tan despierta.

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