S.E.C.R.E.T.

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Tardé una semana en llamar a Matilda. Una semana de hacer lo mismo de siempre: de ir al trabajo andando y de volver andando a casa, de no depilarme las piernas, de recogerme el pelo en una coleta, de dar de comer a Dixie, de regar las plantas, de pedir comida por teléfono, de secar los platos y de irme a dormir, para despertarme al día siguiente y empezar todo de nuevo. Una semana de contemplar Marigny por la noche, desde la ventana de mi tercer piso, y de darme cuenta de que la soledad había sofocado cualquier otro sentimiento y se había convertido para mí en lo que el agua para el pez.

Si tuviera que describir lo que me impulsó a llamar a Matilda, supongo que podría decir que fue como si mi cuerpo no pudiera soportarlo más. Aunque la cabeza me daba vueltas ante la sola idea de pedir ayuda, mi cuerpo me obligó a descolgar el teléfono de la cocina, en el restaurante, y a marcar el número.

—Hola, ¿Matilda? Soy Cassie Robichaud, del café Rose.

Cinco años enderezó las orejas.

Matilda no pareció sorprendida al oírme. Tuvimos una breve conversación sobre el trabajo y el tiempo, y al final concertamos una cita para la tarde siguiente, en su despacho del Lower Garden District, en la calle Tercera, cerca del Coliseum.

—Es la antigua cochera blanca que está al lado de la gran mansión de la esquina —dijo, como si yo conociera de memoria la zona. De hecho, yo siempre evitaba los lugares turísticos, las multitudes y, en general, a la gente, pero respondí que no tendría problemas para encontrarla—. Hay un timbre en la verja. Cuenta un par de horas. La primera consulta siempre es la más larga.

Dell entró en la cocina mientras yo arrancaba la dirección del dorso de la carta del restaurante donde la había escrito. Me miró severamente por encima de las gafas.

—¿Qué pasa? —le dije con malos modos.

¿Qué tipo de ayuda iba a ofrecerme Matilda? No tenía la menor idea, pero si era el tipo de ayuda que podía terminar con un hombre ardiente sentado a una mesa enfrente de mí, era precisamente la que me hacía falta. Aun así, estaba preocupada. «Cassie, no sabes quién es esa mujer. Estás bien como estás. No necesitas a nadie. Te las arreglas muy bien tú sola». Eso decía mi cabeza, pero mi cuerpo la mandó callar. Y no se habló más.

El día de nuestra cita salí temprano de trabajar, en lugar de esperar a que llegaran Tracina o Will. En cuanto el comedor se quedó vacío, le grité a Dell que me marchaba y volví a casa a darme una ducha. Saqué del fondo del armario el vestido veraniego que había comprado cuando cumplí treinta años. Esa noche, Scott me había dejado plantada y ya nunca había vuelto a ponérmelo. Los cinco años en el sur me habían bronceado la piel, mientras que los cuatro años de camarera me habían torneado los brazos: me llevé la sorpresa de descubrir que el vestido me quedaba mejor que antes. De pie delante del espejo de cuerpo entero, me apoyé la mano en el estómago, encogido de los nervios. ¿Por qué sentía náuseas? ¿Tal vez porque sabía que estaba abriendo mi vida a lo desconocido, a un elemento de emoción e incluso de peligro? Intenté recordar los pasos del diario de Pauline: aceptación, coraje generosidad, arrojo. No los recordaba todos, pero pensar en ellos durante la última semana me había removido de tal manera las entrañas que hacer aquella llamada había sido más un acto impulsivo que una decisión.

El autobús de Magazine Street estaba atestado de turistas y de señoras de la limpieza que viajaban hacia el Garden District. Me bajé en la Tercera, delante de un bar llamado Tracey’s. Pensé en tomarme un par de chupitos para quitarme los nervios, pero al final no lo hice. Scott y yo habíamos visitado el Garden District, una zona muy turística, cuando nos mudamos a la ciudad y nos habíamos quedado embobados delante de las pintorescas mansiones, los templos griegos pintados de rosa, los caserones de arquitectura italianizante, las rejas de hierro forjado y la evidente abundancia de dinero que parecía rezumar por todas partes. Nueva Orleans era un lugar de contrastes: barrios ricos al lado de otros muy pobres, y fealdad al lado de cosas muy hermosas. A Scott lo ponía de mal humor, pero a mí la ciudad me gustaba. Era toda extremos.

Me dirigí al norte.

En Camp Street me detuve, confusa. ¿Habría caminado demasiado en la dirección equivocada? Me paré de golpe, causando una pequeña aglomeración.

—Lo siento —le dije a una joven mamá, que llevaba de la mano a un niño mayor y a un pequeñajo de cara sucia.

Seguí por la Tercera, manteniéndome cerca de la pared para dejar que un grupo de turistas me adelantara.

«Date la vuelta, Cassie, y vete a casa. No necesitas ayuda».

«¡Pero sí que la necesito! Una sola entrevista. Una hora o dos con Matilda. ¿Qué daño puede hacerme?».

«¿Y si te hacen cosas horribles, Cassie? ¿Y si te hacen cosas que no quieres que te hagan?».

«Eso es ridículo. No me va a pasar nada de eso».

«¿Cómo lo sabes?».

«Porque Matilda fue amable conmigo. Vio mi soledad y no se rió de ella. Me hizo sentir como si lo mío fuera un trastorno temporal, como si pudiera curarme».

«Si te sientes tan sola, ¿por qué no vas a un bar, como todo el mundo?».

«Porque me da miedo».

«¿Miedo? ¿Y esto no te da miedo?».

—No, francamente no —murmuré.

—Cassie… ¿Eres tú? —Me volví y vi a Matilda detrás de mí, en la acera, con una arruga de preocupación en la frente. Llevaba una bolsa de supermercado en una mano y un ramo de gladiolos en la otra—. ¿Te encuentras bien? ¿Te ha costado mucho dar con la dirección?

Yo estaba como en otro mundo, agarrada a una verja de hierro, no sé si para no caerme o para no salir huyendo.

—¡Cielos! Hola. Sí… No. Supongo que he llegado un poco pronto. Pensaba sentarme un momento.

—En realidad, llegas justo a tiempo. Ven, entremos. Te daré algo fresco de beber. Hace mucho calor.

Ya no tenía alternativa. No podía echarme atrás. Sólo podía seguir a aquella mujer al otro lado de la verja. Marcó un complicado código de seguridad y la abrió. Miré calle abajo, por la Tercera, y vi que Cinco años se marchaba sin volver la vista atrás.

Seguí a Matilda por un exuberante jardín con árboles y enredaderas que parecían invadirlo todo. Mi mente seguía agarrada a las piernas de mi madre, como una niñita asustada. Íbamos hacia la puerta pintada de rojo de una casita blanca, que al parecer era la antigua cochera de una gigantesca mansión apenas visible desde la calle. Una oleada de vértigo me recorrió el cuerpo.

—Un momento. Espera, Matilda. No sé si puedo hacerlo.

—¿Hacer qué, Cassie? —Se volvió para mirarme, con la cara enmarcada por las flores rojas, que hacían resaltar su pelo, del mismo color.

—Esto, sea lo que sea.

Se echó a reír.

—¿Por qué no averiguas primero qué es y después decides? ¿Qué te parece?

Me quedé quieta, con las palmas de las manos empapadas en sudor. Tuve que hacer un esfuerzo para no secármelas en el vestido.

—Puedes decir que no, Cassie. Yo no hago más que proponer. ¿Estás dispuesta?

Parecía más desconcertada que impaciente.

—Sí —dije, y era verdad.

Basta de equívocos. Decidí abrir mi mente.

Matilda me enseñó el camino. Y yo la seguí. Volví a contemplar la mansión cubierta de hiedra y su desenfrenado jardín. Abril en Nueva Orleans era el mes de las flores y de las enredaderas. Los magnolios florecían con tal rapidez que era como si por la noche se hubieran cubierto con una ornamentada gorra de baño de los años cincuenta. Nunca había visto un jardín tan verde, exuberante y lleno de vida.

—¿Quién vive aquí? —pregunté.

—Ésta es la Mansión. Sólo pueden entrar los miembros.

Conté una docena de buhardillas, con elaboradas rejas de hierro sobre cada una de las ventanas, como flequillos de encaje. La torrecilla culminaba en un remate blanco. Aunque la casa era blanca, tenía un aire espectral, como si estuviera encantada, pero pensé que sus fantasmas debían de ser muy atractivos.

Después de llegar a la antigua cochera y de que Matilda marcara otro código de seguridad, entramos a través de una pesada puerta roja. Me golpeó una ráfaga de aire acondicionado. Si el exterior de la cochera era anodino y rectilíneo, el interior era un ejemplo del minimalismo de mediados de siglo. Las ventanas eran pequeñas, pero las paredes eran altas y blancas. Había varios cuadros enormes, del suelo al techo, en tonos rojos y rosas, con manchas amarillas y azules. Pequeñas velas cilíndricas ardían en los rebordes de las ventanas; parecía un lujoso establecimiento termal. Relajé los hombros, que había tenido tensos y levantados casi hasta las orejas. Pensé que en un lugar como aquél no podía pasar nada malo. ¡Todo era tan refinado! Al final de la sala había una serie de puertas que debían de medir unos tres metros de altura. Una mujer joven, de corta melena negra y gafas de pasta del mismo color, se levantó de su escritorio para recibir a Matilda.

—El Comité se reunirá dentro de un momento —dijo, y salió a toda prisa de detrás de la mesa para quitarle a Matilda de las manos la bolsa del supermercado y las flores.

—Gracias, Danica. Danica, te presento a Cassie.

¿Comité? ¿Iba a interrumpir una reunión? Sentí que se me caía el alma a los pies.

—Me alegro mucho de conocerte por fin —dijo Danica.

Matilda la miró con gesto severo.

¿Qué quería decir con ese «por fin»?

Danica pulsó un botón bajo su mesa y se abrió una puerta tras ella. Ante nosotras apareció una habitación pequeña y muy luminosa, con revestimiento de madera de nogal en las paredes y una mullida alfombra rosa circular en el centro.

—Mi despacho —dijo Matilda—. Pasa.

El ambiente era acogedor. Daba a un jardín lleno de plantas, que permitía ver de lejos la calle, al otro lado de la verja. A través de la ventana del despacho también pude observar la puerta de servicio de la impresionante mansión contigua, donde distinguí a una doncella con uniforme barriendo la escalera. Me senté en un amplio sillón negro, de los que te hacen sentir como si estuvieras acurrucada en la mano de King Kong.

—¿Sabes por qué estás aquí, Cassie? —preguntó Matilda.

—No, no lo sé. Sí. No, perdón. No, no lo sé.

Habría querido echarme a llorar.

Matilda se sentó detrás de su escritorio, apoyó la barbilla en las manos y esperó a que yo terminara. El silencio fue penoso.

—Estás aquí porque leíste algo en el diario de Pauline que te impulsó a ponerte en contacto conmigo, ¿no es así?

—Sí, así es —dije.

Miré a mi alrededor, en busca de otra puerta, una puerta que me permitiera salir al jardín y marcharme de allí.

—¿Qué crees que te impulsó a llamar?

—No fue solamente la libreta —respondí. A través de la ventana vi a un par de mujeres que entraban por la puerta del jardín.

—¿Qué fue entonces?

Pensé en la pareja que tanto me gustaba, con los brazos entrelazados. Pensé en la libreta, en Pauline retrocediendo hacia la cama, en el hombre…

—Pauline. El modo en que está con los hombres. Con su novio. Yo nunca he estado así con nadie, ni siquiera con mi marido. Y nadie ha estado nunca de ese modo conmigo. Pauline me parece tan… libre.

—¿Y eso es lo que tú quieres?

—Sí. Creo que sí. ¿Consiste en eso vuestro trabajo?

—Eso es lo único en que consiste nuestro trabajo —contestó ella—. Bueno, ¿qué te parece si empezamos contigo? Háblame un poco de ti.

No sé por qué me pareció tan fácil, pero toda mi historia se derramó de mi boca casi sin querer. Le hablé de mi infancia en Ann Arbor. Le dije que mi madre murió cuando yo era pequeña y que mi padre, que trabajaba instalando vallas industriales, no estaba casi nunca en casa, y cuando estaba, pasaba del mal humor al exceso de cariño, sobre todo cuando estaba borracho. Aprendí a actuar con cautela y a prestar atención a los pequeños cambios atmosféricos que en una casa pueden preceder a la tormenta. Mi hermana Lila se fue de casa en cuanto pudo, a Nueva York. Ya casi nunca hablamos.

Después le conté acerca de Scott, del tierno y lloroso Scott, del Scott que bailaba conmigo agarrado en la cocina al son de la música country, y del Scott que me pegó dos veces y que nunca dejó de suplicar que lo perdonara, aunque yo no podía hacerlo. Le conté cómo se había deteriorado nuestro matrimonio a medida que aumentaba su afición a la bebida. Le conté que su muerte no me había liberado, sino que me había relegado a una tranquila tierra de nadie, una jaula segura que yo misma me había fabricado. No tenía ni idea de lo mucho que necesitaba hablar con otra mujer y de lo aislada que me sentía hasta que empecé a sincerarme con Matilda.

Después se lo dije. Me salió de dentro. Le dije que hacía años que no me acostaba con nadie.

—¿Cuántos años?

—Cinco. Casi seis, creo.

—No es infrecuente. El dolor, la ira y el resentimiento juegan muy malas pasadas al cuerpo.

—¿Cómo lo sabes? ¿Eres terapeuta sexual?

—Más o menos —dijo—. Lo que hacemos aquí, Cassie, es ayudar a las mujeres a recuperar el contacto con su yo sexual. Cuando lo consiguen, recuperan la armonía con la parte más poderosa de sí mismas. Paso a paso. ¿Te interesa?

—Supongo que sí. Sí, claro —dije, con tanta aprensión como la vez que tuve que decirle a mi padre que me había bajado la regla por primera vez. En la casa donde crecí no había ninguna mujer, excepto la impasible novia de mi padre, de modo que nunca había hablado abiertamente de sexo con nadie.

—¿Tendré que hacer alguna cosa… rara?

Matilda se echó a reír.

—No, Cassie. Nada raro, a menos que sea lo que a ti te gusta.

Yo también me reí, pero con la risa incómoda de quien sabe que ya no hay vuelta atrás.

—Pero ¿qué tengo que hacer? ¿Cómo funciona esto?

—Tú no tienes que hacer nada, excepto decir que sí al Comité —dijo, echando un vistazo al reloj—, que, por cierto, se reúne en este preciso instante.

—¿El Comité?

¡Dios mío! ¿Dónde me había metido? Era como si hubiera caído en un pozo sin fondo.

Matilda debió de intuir mi pánico. Me sirvió un vaso de agua de la jarra que tenía en la mesa.

—Aquí tienes, Cassie, bebe un poco e intenta relajarte. Esto es bueno. Es algo maravilloso, créeme. El Comité es simplemente un grupo de mujeres, la mayoría de ellas como tú, mujeres que sólo quieren ayudar. El Comité hace realidad tus fantasías.

—¿Mis fantasías? ¿Y qué pasa si no tengo ninguna?

—Claro que las tienes. Es sólo que todavía no lo sabes. Y no te preocupes. Nunca tendrás que hacer nada que no quieras hacer, ni tendrás que estar con nadie con quien no quieras estar. El lema de S.E.C.R.E.T. es «Sin prejuicios. Sin límites. Sin vergüenza».

El vaso de agua me tembló en la mano. Bebí un buen sorbo y estuve a punto de atragantarme.

—¿S.E.C.R.E.T.?

—Sí, así se llama nuestro grupo. Cada letra significa algo. Pero nuestra razón de ser es la liberación a través de la aceptación total de las fantasías sexuales.

Fijé la mirada en un punto intermedio entre ella y yo, tratando de olvidar la imagen de Pauline haciéndolo con dos hombres.

—¿Es lo que ha hecho Pauline? —pregunté de pronto.

—Sí. Pauline completó los diez pasos de S.E.C.R.E.T., y ahora vive en el mundo, totalmente viva, sexualmente viva.

—¿Diez pasos?

—Bueno, técnicamente, las fantasías son nueve. El décimo paso es una decisión. Puedes permanecer en S.E.C.R.E.T. durante un año, reclutando a otras mujeres como tú, formando a participantes en las fantasías o ayudando a otras mujeres a hacerlas realidad. O puedes llevarte tu conocimiento sexual a tu propio mundo y aplicarlo, por ejemplo, en una relación amorosa.

Por encima del hombro derecho de Matilda, a través de la ventana del jardín, vi a más mujeres de diferentes edades, razas y estaturas, que entraban de dos en dos o de tres en tres por la puerta de la verja, y oí que reían y charlaban en el vestíbulo.

—¿Son el Comité?

—Sí. ¿Quieres que pasemos a reunirnos con ellas?

—Espera. Todo esto está yendo demasiado rápido. Tengo que hacerte una pregunta. Si digo que sí, ¿qué pasará exactamente?

—Todo lo que tú quieras. Nada que tú no quieras —replicó ella—. Sí o no, Cassie. Es así de simple, de verdad.

Mi cuerpo estaba más que dispuesto, pero mi mente se sacudió las ataduras impuestas y se permitió por fin expresar sus dudas.

—¡Pero si ni siquiera te conozco! No sé quién eres, ni quiénes son esas mujeres. ¿Y se supone que tengo que entrar ahí y contaros mis fantasías sexuales más profundas e íntimas? Ni siquiera sé si tengo alguna fantasía, ¡y mucho menos nueve! ¡He conocido a un solo hombre en toda mi vida! ¿Cómo puedo decir que sí o que no a todo esto?

Matilda permaneció tranquila y serena durante toda mi pequeña diatriba, tal como se habría comportado una madre durante la rabieta de un niño pequeño. Nada que yo dijera iba a convencer a mi cuerpo para que diera marcha atrás y volviera a casa, y yo lo sabía. Ella también lo sabía. Mi pobre mente estaba perdiendo la pelea.

—Sí o no, Cassie.

Volví a mirar a mi alrededor, la librería a mi espalda, la ventana abierta al jardín, el seto y, al final, una vez más, la cara amable de Matilda. Necesitaba que me tocaran. Necesitaba sentir a un hombre en mis carnes antes de que se me muriera el cuerpo de una muerte lenta y solitaria. Lo sentía como algo que tenían que hacerme a mí. Y conmigo.

—Sí.

Matilda aplaudió una vez, suavemente.

—Me alegro mucho. ¡Ah!, y se supone que es divertido, Cassie. Será divertido, ya lo verás.

Tras decir eso, extrajo una pequeña libreta del cajón de su escritorio y la deslizó sobre la mesa. Tenía la misma encuadernación de piel burdeos que el diario de Pauline, pero era más larga y delgada, como un talonario.

—Voy a dejarte sola para que rellenes este breve cuestionario. Nos permitirá hacernos una idea de lo que buscas y de… tus preferencias. Y también del punto donde te encuentras. No escribirás fantasías concretas hasta más adelante. Pero esto es un comienzo. Tómate unos quince minutos. Sólo tienes que ser sincera. Volveré cuando hayas terminado. El Comité se está reuniendo. ¿Te apetece un té? ¿Un café?

—Un té estaría bien —dije, sintiéndome muy cansada.

—Cassie, el miedo es lo único que se interpone entre tu vida real y tú. Recuérdalo.

Cuando se marchó, me sentía tan nerviosa que ni siquiera pude mirar la libreta. Me levanté y me acerqué a la estantería que había al fondo del despacho. Unos libros que había tomado por los volúmenes de una enciclopedia resultaron ser ejemplares del Kama Sutra, La alegría del sexo, El amante de Lady Chatterley, Mi jardín secreto, Fanny Hill e Historia de O, títulos que a veces había encontrado en las casas de los niños que yo cuidaba cuando era adolescente. Eran libros que hojeaba rápidamente y que me dejaban llena de confusión cuando los padres regresaban y me llevaban de vuelta a casa en sus coches. Los libros de la estantería de Matilda estaban encuadernados en la misma piel burdeos que la libreta que me acababa de dar y que el diario íntimo de Pauline, con los títulos en letras doradas. Recorrí los lomos con las yemas de los dedos, inspiré profundamente y volví a mi asiento.

Me senté y abrí la libreta.

Lo que tienes en las manos es completamente confidencial. Tus respuestas son sólo para ti y para el Comité. Nadie más las verá. Para que S.E.C.R.E.T. pueda ayudarte es necesario que te conozcamos mejor. Procura que tus respuestas sean completas, sinceras y libres de todo temor. Ya puedes empezar:

Después había una lista de preguntas, con espacios en blanco para las respuestas. Las cuestiones eran tan directas que me mareé. Cuando estaba a punto de coger la pluma, llamaron suavemente a la puerta.

—Adelante.

La melenita negra de Danica asomó por la puerta.

—Siento interrumpir —dijo—. Matilda me ha dicho que le apetecía un té.

—Ah, sí, gracias.

Entró y dejó con cuidado, delante de mí, un juego de té de plata.

—Danica, ¿tú ya has pasado por esto?

Me miró con una gran sonrisa.

—No. ¿Ves? —dijo, levantando la mano para enseñarme la muñeca—. No llevo pulsera. Así es como se sabe. Matilda dice que es posible que nunca tenga que hacerlo si, desde el principio, juego bien mis cartas con mi novio. Además, hay que ser… mayor…, más de treinta. Pero me parece superinteresante —añadió, expresándose como la chica de veintiuno o veintidós años que era—. Tú sólo tienes que responder sinceramente, Cassie. A partir de ahí, todo será facilísimo. Es lo que siempre dice Matilda.

Después me volvió la espalda y se marchó, cerrando la puerta al salir y dejándome otra vez a solas con el cuestionario y con mi mente hiperactiva. «Tú puedes, Cassie», me dije. Y entonces empecé.

1. ¿Cuántos amantes has tenido? ¿Cómo sería físicamente tu amante ideal? Especifica, por favor, estatura, peso, color del pelo, tamaño del pene y otras preferencias físicas.

2. ¿Puedes llegar al orgasmo con el sexo vaginal?

3. ¿Te gusta el sexo oral (recibirlo)? ¿Te gusta el sexo oral (hacerlo)? Explícalo.

4. ¿Con qué frecuencia te masturbas? ¿Cuál es tu método preferido?

5. ¿Has tenido alguna vez una aventura de una sola noche?

6. ¿Sueles dar el primer paso cuando te sientes atraída por alguien?

7. ¿Te has acostado con una mujer o con más de una persona al mismo tiempo? Cuéntalo.

8. ¿Has practicado el sexo anal? ¿Te gustó? Si no, ¿por qué?

9. ¿Qué método anticonceptivo usas?

10. ¿Cuáles consideras que son tus zonas erógenas?

11. ¿Qué opinas de la pornografía?

Y así seguía, interminablemente: «¿Disfrutas del sexo cuando tienes la regla? ¿Te gusta decir guarrerías? ¿El sadomasoquismo? ¿El bondage? ¿Cómo prefieres las luces, apagadas o encendidas?». Era lo que más había temido: sentirme abrumada. Era como esos horrendos sueños de exámenes sorpresa que me atormentaban desde que había dejado la universidad. En toda mi vida había tenido un solo amante. Sabía muy poco sobre penes, y el sexo anal era para mí una referencia remota, como los tatuajes faciales o la cleptomanía. Pero tenía que ser sincera con mis respuestas. ¿Qué era lo peor que podía pasarme? ¿Que descubrieran mi total ineptitud sexual y me echaran? Esa idea hizo que el resto del ejercicio me pareciera absurdamente divertido. Después de todo, ¿qué podía perder? ¿Acaso no estaba allí por mi falta de experiencia sexual?

Empecé por la pregunta más simple, la primera, que me pareció muy fácil: «Uno». Había tenido un solo amante: Scott. Uno y nada más que uno. En cuanto a mis preferencias físicas, pensé en todos los actores de cine y los cantantes que me habían gustado y me sorprendí rellenando todo el espacio disponible con nombres y físicos ideales.

Después, pasé a la siguiente pregunta: ¿orgasmos vaginales? Me la salté. No tenía ni idea. La de las zonas erógenas casi me hizo levantarme para buscar un diccionario en la librería. No pude contestarla. Ni tampoco la siguiente, la que preguntaba si había estado con mujeres. Respondí las demás lo mejor que pude. Al final llegué a la última página de la libreta, donde había un espacio en blanco para que añadiera comentarios y observaciones.

Estoy haciendo un gran esfuerzo para contestar estas preguntas, pero la verdad es que sólo he practicado el sexo con mi marido. Por lo general lo hacíamos en la posición del misionero, más o menos dos veces por semana al principio de nuestro matrimonio, y más adelante una vez al mes, aproximadamente. Casi siempre con la luz apagada. A veces tenía un orgasmo… o eso creo. No estoy segura; puede que fingiera. Scott nunca me lamió lo de abajo. Algunas veces me he tocado yo misma…, de vez en cuando. Pero hace mucho que no lo hago. Scott siempre quería ponerme lo suyo en la boca. Yo lo complací durante un tiempo, pero cuando me pegó ya no pude volver a hacérselo. Desde que me pegó, ya no pude hacer nada con él. Murió hace casi cuatro años, pero llevo más tiempo sin acostarme con nadie. Lo siento, pero no puedo responder a todas las preguntas de este cuestionario, aunque lo he intentado.

Apoyé la pluma sobre la mesa y cerré la libreta. Solamente por haber escrito esas líneas ya me sentía un poco más aliviada.

No me había dado cuenta de que Matilda había entrado otra vez en la sala.

—¿Qué tal te ha ido? —preguntó, mientras volvía a sentarse detrás de su escritorio.

—Me temo que no muy bien.

Cogió la libreta y yo sentí un poderoso impulso de arrancársela de las manos y apretarla contra mi pecho.

—Ya sabes que no es un examen —dijo, mientras echaba un vistazo a mis respuestas con una sonrisa triste—. Muy bien, Cassie. Ven conmigo. Es hora de que conozcas al Comité.

Me sentí como si estuviera soldada a mi confortable sillón. Sabía que, si cruzaba el umbral de esa puerta, un nuevo capítulo de mi vida se abriría ante mí. ¿Estaba lista?

Curiosamente, lo estaba. Me sentía más valiente que antes de entrar en aquel lugar. Pensé que quizá los diez pasos fueran así. Me decía todo el tiempo a mí misma que no me estaba pasando nada malo. Al contrario. Era como si se estuviera desmoronando una montaña de hielo, capa tras capa.

Salimos juntas de la sala y atravesamos la recepción, donde Danica pulsó otro botón bajo su escritorio. Las gigantescas puertas blancas del fondo se abrieron y revelaron una amplia mesa ovalada de cristal, a cuyo alrededor había una docena de mujeres charlando animadamente. No había ventanas en la sala. Sobre las blancas paredes se veían varios cuadros grandes, de colores brillantes, parecidos a los de la recepción. En la pared del fondo, sobre una ancha consola de caoba, destacaba el retrato de una hermosa mujer de piel morena, con una larga trenza caída sobre un hombro. Cuando entramos en la sala, las mujeres guardaron silencio.

—Os presento a Cassie Robichaud.

—Hola, Cassie —entonaron todas.

—Cassie, te presento al Comité.

Abrí la boca para decir algo, pero no me salió nada.

—Siéntate aquí, a mi lado, corazón —dijo una mujer menuda de poco más de sesenta años, con aspecto de ser de la India. Vestía un sari multicolor y sonreía con mucha amabilidad. Apartó una silla de la mesa y me la indicó, golpeando el asiento con la palma de la mano.

—Gracias —respondí, y me desplomé en la silla.

Habría querido mirarlas a todas a los ojos y, a la vez, no ver a nadie. No sabía si agarrarme las manos o sentarme encima de los dedos, para controlarme y dejar de moverme constantemente como una adolescente. «¡Tienes treinta y cinco años, Cassie! Compórtate como una persona adulta».

Matilda me fue presentando a cada una de aquellas mujeres; su voz me sonaba lejana, como si estuviera bajo el agua. Mis ojos flotaban de una cara a otra, demorándose un poco en cada una para tratar de memorizar los nombres. Noté que cada rostro representaba un tipo diferente de belleza.

Estaba Bernice, una negra rotunda de pelo rojizo, baja estatura y busto generoso. Parecía joven. Tendría quizá unos treinta años. Había un par de rubias, una de ellas era alta, de pelo largo y liso, llamada Daphne, y otra de corta y alegre melena rizada, llamada Jules. Había una morena exuberante, de nombre Michelle y rostro angelical, que se tapó la boca con las dos manos, como si yo hubiera hecho algo adorable en un recital de danza. Después se inclinó a un costado y le susurró algo a la mujer sentada frente a mí, llamada Brenda, que tenía cuerpo atlético y fibroso, y vestía ropa deportiva. Roslyn, de larga melena caoba, estaba sentada a su lado. Tenía los ojos castaños más grandes que hubiera visto en mi vida. También había dos mujeres hispanas sentadas una junto a otra; eran gemelas, y se parecían como dos gotas de agua. La mirada de María transmitía firmeza y determinación, mientras que Marta parecía más serena y abierta. En ese momento me di cuenta de que todas las mujeres presentes lucían una pulsera de oro con amuletos.

—Y, por último, a tu lado tienes a Amani Lakshmi, que es la más veterana del Comité. De hecho, ella fue mi guía, como yo lo seré para ti —dijo Matilda.

—Me alegro mucho de conocerte, Cassie —saludó Amani con ligero acento extranjero, mientras me tendía el esbelto brazo, para estrecharme la mano. Advertí que era la única en la sala que llevaba dos pulseras, una en cada muñeca—. Antes de empezar, ¿tienes alguna pregunta?

—¿Quién es la mujer del retrato? —pregunté, para mi propia sorpresa.

—Carolina Mendoza, la mujer que hizo posible todo esto —respondió Matilda.

—Y la que aún lo hace posible —añadió Amani.

—Sí, es cierto. Mientras nos queden sus cuadros, tendremos los medios para proseguir con la labor de S.E.C.R.E.T. en Nueva Orleans.

Matilda contó que había conocido a Carolina hacía más de treinta y cinco años, cuando era administradora del patrimonio artístico de la ciudad. Carolina era una artista argentina. Había huido de su país en los años setenta, poco antes de que la represión militar pusiera una mordaza a las artistas y a las feministas e impidiera toda creación en libertad. Se habían conocido en una subasta de arte. Carolina estaba empezando a dar a conocer su obra: grandes lienzos y extensos murales de colores brillantes, muy diferentes del tipo de pintura que hacían las mujeres en aquella época.

—¿Estos cuadros son suyos? ¿Y también los del vestíbulo? —pregunté.

—Sí. Por eso tenemos que extremar las medidas de seguridad. Cada uno vale una fortuna. Tenemos varios más almacenados en la Mansión.

Matilda contó que Carolina y ella habían empezado a pasar mucho tiempo juntas y que ella misma se había sorprendido de su proximidad, porque hacía mucho tiempo que no trababa nuevas amistades.

—Nuestra relación no era sexual, pero hablábamos mucho de sexo. Al cabo de un tiempo, llegó a confiar lo suficiente en mí como para compartir su mundo conmigo, un mundo secreto en el que las mujeres se reunían para hablar de sus deseos más profundos y sus fantasías más ocultas. Recuerda que en aquella época no era corriente hablar de sexo, ni mucho menos confesar lo mucho que a una le gustaba.

Al principio, según explicó Matilda, el grupo de Carolina era informal: unas cuantas amigas artistas y algunas mujeres excéntricas, cosa que siempre ha abundado en Nueva Orleans. La mayoría eran solteras o divorciadas, algunas estaban viudas y unas pocas seguían felizmente casadas. Casi todas eran mujeres de éxito de más de treinta años. Pero en sus vidas y en sus matrimonios faltaba algo.

Matilda se convirtió en la representante de Carolina y empezó a vender sus pinturas a precios astronómicos. Al cabo de un tiempo, logró vender varios cuadros a la esposa estadounidense de un jeque del petróleo de Oriente Medio, por decenas de millones de dólares. Con parte de ese dinero, Carolina compró la mansión de al lado y, con el resto de su fortuna, creó una fundación para financiar su incipiente sociedad sexual.

—Con el tiempo nos dimos cuenta de que queríamos vivir nuestras fantasías sexuales, todas ellas. Pero conseguirlo costaba dinero. Había que encontrar hombres, y a veces mujeres, y esos hombres y mujeres tenían que ser los adecuados para interpretar las fantasías, y era preciso… instruirlos. Así empezó S.E.C.R.E.T.

»Una vez que todas nos hubimos ayudado mutuamente a cumplir nuestras fantasías, nos propusimos reclutar cada año a una persona para ofrecerle este don: el don de la completa emancipación sexual. Como actual presidenta del Comité, mi misión es elegir a la nueva incorporación de este año. Pero, conforme con nuestros estatutos, la nueva incorporación también debe elegirnos a nosotras.

—Ahí entras tú, Cassie —dijo Brenda.

—¿Yo? ¿Por qué?

—Por varias razones. Hace tiempo que te venimos observando. Pauline te sugirió después de verte en el restaurante. Lo de dejarse la libreta no fue adrede, pero no podríamos haberlo planeado mejor. Ya habíamos hablado de ti un par de veces. Todo salió bastante bien.

Esa revelación me ofuscó por un momento. Me habían estado observando, investigando… ¿En busca de qué? ¿Signos de la más abyecta soledad? Sentí un repentino impulso de ira.

—¿Qué queréis decir exactamente? ¿Que visteis en mí a una camarera solitaria y patética? —pregunté, lanzando a las presentes una mirada acusadora.

Amani me apoyó una mano sobre el brazo mientras las demás murmuraban frases tranquilizadoras: «No, cariño», «Nada de eso», «No, no es eso lo que queríamos decir».

—No debes tomarlo como una ofensa, Cassie. A nosotras nos mueve el amor y las ganas de apoyarnos las unas a las otras. Cuando una persona da carpetazo prematuramente a su vida sexual, muchas veces ni siquiera lo nota. Pero el resto de la gente lo intuye. Es como si funcionaras con un sentido menos, sólo que no lo sabes. A veces las personas que se encierran de ese modo necesitan que las ayuden. Y eso es todo. Es lo que queremos decir. Te encontramos a ti. Te elegimos para esto. Y ahora te estamos ofreciendo la posibilidad de empezar de nuevo. Un nuevo despertar. Si tú quieres. ¿Deseas unirte a nosotras y empezar tu viaje?

Yo seguía dándole vueltas a que me hubieran estado observando. ¿Cómo lo habían hecho? Siempre había estado segura de que disimulaba a la perfección mi soledad y mi accidental celibato. Entonces recordé mi ropa marrón, la coleta recogida de cualquier modo, mis horribles zapatos, mi forma de andar con los hombros caídos, mi gata y el modo en que volvía por la noche a un apartamento vacío. Cualquiera que tuviera ojos habría podido ver el aura marrón que me envolvía, como el polvo de una derrota. Había llegado el momento. Era hora de dar el salto.

—Sí —dije, sacudiéndome los últimos restos de duda que aún me quedaban—. Estoy dispuesta. Quiero hacerlo.

Toda la sala estalló en aplausos, y Amani asintió efusivamente para darme ánimos.

—Considera a las mujeres que están en este círculo como tus hermanas. Podemos guiarte de regreso a tu auténtico yo —dijo Matilda, y se levantó.

Sentí que la emoción me oprimía el pecho. ¡Eran tantas sensaciones al mismo tiempo! Alegría, miedo, confusión, gratitud… ¿Era real lo que estaba pasando? ¿Me estaba sucediendo a mí?

—¿Por qué hacéis esto por mí? —pregunté, sintiendo que se me llenaban los ojos de lágrimas.

Matilda se agachó y sacó de debajo de la mesa un cartapacio con cierre de cremallera, que colocó delante de mí. Parecía ser de auténtica piel de cocodrilo y tenía mis iniciales grabadas: C. R. En cierto modo, ya sabían que no podía decirles que no. Abrí el cartapacio y vi los dos bolsillos interiores, llenos de ornamentadas hojas de papel. A la izquierda había un sobre, con mi nombre escrito en cuidada caligrafía. Ni siquiera las invitaciones de mi boda habían sido tan bonitas.

—Adelante —dijo Matilda—. Ábrelo.

Rompí el sello con cuidado. Dentro había una tarjeta.

En el día de la fecha, Cassie Robichaud queda invitada por el Comité para seguir los pasos.

___________ Cassie Robichaud

Debajo había otra línea:

____________ Matilda Greene, en calidad de guía

En el bolsillo izquierdo del cartapacio había una libreta pequeña, idéntica a la de Pauline, con mis iniciales.

—Cassie, ¿podrías leernos los pasos en voz alta?

—¿Ahora?

Miré a mi alrededor y no vi ni una sola cara que me atemorizara; además, sabía que podía marcharme cuando lo deseara. Pero no quería. Me levanté, pero sentí como si tuviera las piernas congeladas.

—Tengo miedo.

—Todas las mujeres que están en torno a esta mesa han sentido lo mismo que ahora sientes tú —dijo Matilda, y las otras asintieron—. Cassie, nosotras somos nuestra vida sexual.

Las lágrimas habían empezado a derramarse. Sentí por fin como si todo el dolor que tenía almacenado dentro de mí estuviera encontrando su cauce.

Amani se me acercó un poco más y me dijo:

—La capacidad de sanarnos a nosotras mismas nos ha dado la posibilidad de ayudar a otras. Por eso estamos aquí. Es la única razón por la que estamos aquí.

Bajé la vista para mirar el diario. Reuní todo el valor y la fuerza que pude encontrar. Quería estar viva, como esas mujeres. Deseaba sentir placer y vivir otra vez en mi cuerpo. Lo quería todo, todas las cosas. Abrí la libreta por la página de los diez pasos y los leí. Eran las mismas palabras que había encontrado en el diario de Pauline. Cuando terminé, me senté, y entonces una gran sensación de alivio me subió por el cuerpo, desde los pies hasta salir por los brazos.

—Gracias, Cassie —dijo Matilda—. Ahora tengo que hacerte tres preguntas importantes. La primera: ¿quieres tener lo que nosotras tenemos?

—Sí —respondí.

—La segunda: ¿estás dispuesta a seguir estos pasos, dentro de los límites de la más completa seguridad y de la guía que te ofrecemos?

Volví a leer los pasos. Estaba dispuesta. Claro que sí.

—Sí. Eso creo.

—Y la tercera: Cassie Robichaud, ¿aceptas que yo sea tu guía?

—Sí, acepto —dije.

La sala estalló una vez más en estruendosos aplausos.

Matilda estrechó mis dos manos entre las suyas.

—Cassie, te prometo que estarás segura, que te atenderemos y que cuidaremos de ti. Tendrás total autonomía sobre tu cuerpo y lo que quieras hacer con él. Podrás decidir cómo proceder en todo momento. No serás objeto de ninguna coerción. Eso no quiere decir que no vayas a tener miedo, pero para eso estamos aquí. Para eso estoy yo aquí. Ahora tengo algo más que darte.

Se acercó a la consola que se encontraba bajo el retrato de Carolina, abrió el fino cajón superior y, con mucho cuidado, sacó una pequeña caja morada. Me la trajo, llevándola en sus manos como si fuera el objeto más frágil de la Tierra. Pero cuando la dejó en las mías, me pareció asombrosamente pesada.

—Ábrela. Es para ti.

Levanté la tapa de terciopelo. Bajo un pequeño trozo de felpa encontré una cadena de oro pálido sobre una base de seda. Era idéntica a la que lucían todas las mujeres de la sala. Pero era solamente una cadena, de la que no colgaba ningún dije.

—¿Es para mí?

Matilda la sacó de la caja y me la ajustó a la muñeca, que no paraba de temblarme.

—Por cada paso que completes, Cassie, te daré un amuleto de oro para celebrar que lo has superado. Seguiremos así hasta que hayas recibido nueve. El décimo llegará cuando hayas elegido entre quedarte en S.E.C.R.E.T. o marcharte. ¿Estás lista para empezar la aventura?

La pulsera hizo que todo me pareciera real. Su peso me anclaba al suelo y me hacía tomar conciencia de lo que acababa de suceder y de lo que estaba a punto de ocurrir.

—Estoy lista.

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