S.E.C.R.E.T.

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En el camino de vuelta, iba temblando de la cabeza a los pies, sin dejar de pensar en la tarea que me habían encomendado. Matilda me había enviado a casa con el cartapacio, diciéndome que contenía nueve hojas, una por cada fantasía. Se suponía que tenía que rellenarlas cuanto antes y llamar a Danica cuando lo hubiera hecho, presumiblemente para que enviara un mensajero a recogerlas. Lo último que me había dicho Matilda había sido:

—En cuanto tengamos esos papeles, empezará todo. Tú y yo hablaremos después de cada fantasía. Pero, mientras tanto, no dudes en llamarme si necesitas algo, ¿de acuerdo?

Una vez en casa, levanté a Dixie en brazos y le di un montón de besos en la barriga. Después, encendí muchísimas velas, me desnudé y me metí en un baño aromático. Todo eso, según me habían indicado, me ayudaría a completar la mejor lista posible de fantasías. Busqué mi pluma favorita y saqué la primera hoja de mi cartapacio de piel de cocodrilo. Noté una conmoción interior que hacía muchos años que no sentía. Matilda me había dicho que me dejara llevar por completo, que revelara todos mis anhelos sexuales, todo lo que siempre había deseado hacer o probar. Me había aconsejado que no juzgara mis deseos ni los cuestionara.

—No te pierdas en descripciones ni pienses demasiado. Simplemente escribe.

Según me contó, no había reglas fijas para las fantasías, pero las letras de S.E.C.R.E.T. representaban unos criterios básicos que la sociedad procuraba respetar siempre. Matilda me indicó que cada fantasía debía ser:

Segura. No debía suponer ningún peligro para la participante.

Erótica. Tenía que ser de naturaleza sexual, y no un simple ensueño platónico.

Cautivadora. Debía atraer a la participante y despertar en ella un auténtico deseo de hacerla realidad.

Romántica. La participante tenía que sentirse verdaderamente apreciada y deseada.

Eufórica. Debía producir alegría.

Transformadora. Su cumplimiento tenía que obrar en la participante un cambio fundamental.

Leí otra vez las siglas y, casi sin pensarlo, escribí una palabra debajo de cada una de las primeras letras. Cuando leí lo que había escrito, no pude reprimir la risa: «Sexualmente Emancipada Cassie Robichaud». Para las dos últimas letras, la E y la T, lo único que se me ocurrió fue «Excitantes Tiempos». Estaba pasando de verdad. ¡Y me estaba sucediendo a mí!

Con Dixie andando alrededor de mis tobillos y las velas parpadeando sobre la mesa, lo primero que hice fue marcar con una cruz la casilla de la frase: «Quiero que me sirvan». No estaba segura de lo que podía significar, pero, de todos modos, la marqué. ¿Tendría algo que ver con el sexo oral? Una vez se lo había sugerido a Scott y él había arrugado la nariz de una manera que me hizo archivar la propuesta para siempre y guardar ese deseo en un cajón muy alto para no volver a verlo nunca más. O al menos eso creía. Había otros muchos tipos de prácticas sexuales que tampoco había probado. En la universidad tenía una amiga que era fanática de hacerlo «por el otro lado», y yo siempre había sentido curiosidad. Pero jamás podría habérselo pedido a Scott. Y ni siquiera estaba segura de querer hacerlo.

«Quiero hacerlo a escondidas en un lugar público». Otra cruz.

«Quiero que me tomen por sorpresa». Ésta me pareció emocionante, aunque tampoco estaba muy segura de lo que significaba. En cualquier caso, Matilda me había prometido que siempre estaría segura y que podría parar cuando quisiera. La marqué también.

«Quiero hacerlo con un famoso». ¿Qué? ¿Cómo iban a conseguirlo? Ésta me pareció imposible e interesante, así que la marqué.

«Quiero ser rescatada». ¿De qué? Marqué la casilla.

«Quiero ser la princesa del baile». ¡Dios! ¿Qué mujer no lo querría? Yo siempre había sido la chica buena, la lista e incluso la ocurrente o la divertida. Pero nunca la guapa, ni mucho menos la princesa. Nunca en toda mi vida. De modo que puse que sí. ¡Claro que sí! Aunque pareciera infantil. Deseaba sentirlo, aunque sólo fuera una vez.

«Quiero que me venden los ojos». Supuse que no ver nada sería liberador, así que marqué la casilla.

«Quiero hacerlo en un lugar exótico con un desconocido exótico». Técnicamente, ¿no serían desconocidos todos los hombres con los que iba a estar y que no volvería a ver nunca más? Sin hablar, sin decir nada. Sólo cuerpos rozándose, y entonces… quizá él me cogiera por la muñeca… Seguí adelante.

«Quiero ser otra». ¿Podría? ¿Sería capaz de ser una persona diferente de mí? ¿Me atrevería? Siempre podía echarme atrás si me parecía preciso.

Así redacté mi lista: nueve fantasías a las que después seguiría una decisión. Y, tal como me habían dicho, las escribí en el orden en que creía que podría asumirlas.

Las repasé por última vez. Sentí que me invadían el asombro, la inquietud, la alegría y el miedo que esas fantasías producirían en mí. «Imagina que pudieras conseguir todo lo que siempre has deseado y más. Imagina que cada centímetro de tu cuerpo, tal como es, fuera exactamente lo que otra persona quiere y desea». Estaba sucediendo de verdad. Me estaba pasando a mí. Durante un tiempo creía que mi vida había entrado en declive, pero ahora eso estaba a punto de cambiar para siempre.

Cuando terminé, llamé a Danica por teléfono.

—Hola, Cassie —me saludó.

—¿Cómo sabías que era yo? —pregunté, mirando con desconfianza por la ventana.

—¿Porque tu número sale en la pantalla, quizá?

—Ah, sí, claro. Ya sé que es tarde, pero Matilda me dijo que llamara en cuanto hubiera terminado. Y ya he terminado. Ya las he… seleccionado.

—¿Qué?

—Ya sabes… La lista.

Hubo un silencio.

—¿La lista? —insistió.

—De mis… fantasías —susurré.

—¡Cassie! No hemos podido encontrar mejor candidata que tú. ¡Ni siquiera puedes decir la palabra! —Soltó una risita divertida—. En seguida te envío a alguien, guapa. Y agárrate, porque esto está a punto de ponerse muy interesante.

Quince minutos después, sonó el timbre de la puerta. La abrí, segura de encontrar a un desaliñado mensajero adolescente, pero en lugar de eso me topé con un hombre alto y delgado, de muy buen ver, apoyado contra el borde de la puerta. Tenía ojos castaños de cachorro y vestía cazadora con capucha, camiseta blanca y vaqueros. Aparentaba unos treinta años.

Me sonrió.

—He venido a recoger tu carpeta. También me han pedido que te dé esto. Tienes que abrirlo ahora.

Hablaba con un acento que no conseguí ubicar. ¿Sería español? Me dio un sobre pequeño de color crema, con la letra C escrita en el dorso.

Deslicé un dedo bajo la solapa y lo desgarré para abrirlo. Dentro había una tarjeta en la que ponía: «Paso uno». Se me aceleró el corazón.

—¿Qué dice la tarjeta? —preguntó él.

Levanté la vista hacia aquel hombre arrebatador, aquel mensajero o lo que fuera, que tenía delante.

—¿Quieres que la lea?

—Sí. Tienes que leerla.

—Pone: aceptación.

Mi voz era casi inaudible.

—Al principio de cada fantasía te preguntarán si aceptas el paso correspondiente. ¿Aceptas este paso?

Tragué saliva.

—¿Qué paso?

—El primero, por supuesto. Aceptación. Tienes que aceptar la idea de que necesitas ayuda. Sexualmente.

¡Santo cielo! Prácticamente ronroneó la última palabra. Se metió la mano por debajo de la camiseta y se tocó el estómago, mientras seguía apoyado en la jamba de la puerta, mirándome a los ojos.

—¿Aceptas? —preguntó.

No tenía ni idea de que todo iba a empezar tan rápido.

—¿Yo? ¿Contigo? ¿Ahora?

—¿Aceptas el paso? —preguntó, mientras avanzaba casi imperceptiblemente hacia mí.

Yo casi no podía hablar.

—¿Qué…, qué pasará?

—Nada, a menos que aceptes el paso.

Sus ojos, el modo en que se apoyaba en la puerta…

—Sí…, sí, acepto.

—¿Qué te parece si despejas un poco eso de ahí para hacerme sitio? —dijo, describiendo un gran círculo con la mano e indicando una área entre el cuarto de estar y el comedor—. Ahora vuelvo.

Se dio media vuelta y se marchó.

Corrí a la ventana del cuarto de estar y vi que se dirigía a una limusina estacionada delante del portal.

Me llevé una mano al pecho y recorrí con la vista mi cuarto de estar, inmaculado, con velas encendidas por todas partes. Yo estaba bañada y perfumada, y llevaba puesto un camisón de seda. ¡Ellas lo sabían! Empujé la otomana contra la pared y corrí el sofá contra la mesa.

Regresó un par de minutos después, con algo que parecía una mesa portátil de masajes.

—Por favor, ve al dormitorio, Cassie, y quítate toda la ropa. Envuélvete en esta toalla. Te llamaré cuando esté listo.

Recogí a Dixie por el camino. No era necesario que mi gata fuera testigo de lo que iba a suceder. En mi habitación, dejé caer al suelo el camisón y me miré por última vez en el espejo del tocador. La vocecita crítica que llevo dentro se presentó de inmediato. Pero esta vez hice algo que no había hecho nunca hasta entonces: la mandé callar. Me dispuse a esperar, abriendo y cerrando los puños. «No puede ser real. No puede estar pasando. ¡Pero está pasando!».

—Ya puedes entrar —oí que decía él, detrás de la puerta cerrada.

Tímida como un ratoncito, entré en una habitación transformada. Las persianas estaban cerradas. Había trasladado las velas a las dos mesitas auxiliares, a ambos lados de la mesa de masaje, que estaba equipada con estribos y tenía la mitad inferior dividida en dos, a lo largo. Como por reflejo, me ajusté mejor la toalla mientras iba de puntillas hacia la mesa, en dirección a ese hombre joven increíblemente guapo que estaba de pie en mitad de mi cuarto de estar. Medía algo más de un metro ochenta. Tenía el pelo brillante y ondulado, un poco largo, lo justo para ponérselo detrás de las orejas. Los antebrazos eran fibrosos y bronceados, y las manos parecían fuertes. ¡Incluso era posible que fuera un masajista de verdad! Cuando se metió una mano por debajo de la camiseta capté un atisbo de su abdomen, que era plano y también estaba bronceado. Su sonrisa de complicidad lo hacía parecer un poco mayor y mucho más atractivo. Los ojos eran castaños. ¿Los he mencionado ya? Eran almendrados, con un punto de malicia en la mirada. ¿Cómo era posible que un hombre pareciera tan buena persona y a la vez estuviera para comérselo? Era una combinación que nunca había experimentado hasta entonces, pero resultaba muy excitante.

—Quítate la toalla. Deja que te mire —me ordenó con gentileza.

Dudé. ¿Cómo iba a mostrarme a un hombre tan atractivo?

—Quiero verte.

«¡Cielo santo, Cassie! ¿Dónde te has metido?». Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Realmente no había marcha atrás. Crucé con él una breve mirada y dejé caer la toalla a mis pies.

—Una hermosa mujer para que trabajen mis manos —dijo—. Túmbate, por favor. He venido a darte un masaje.

Me subí a la mesa y me acosté. El techo se cernía sobre mí. Me tapé la cara con las manos.

—No puedo creer que esto esté pasando.

—Pero está pasando. Todo esto es para ti.

Apoyó las manos grandes y tibias sobre mi cuerpo desnudo y aplicó una ligera presión sobre mis hombros; después, me separó las manos de la cara y me hizo ponerlas a los lados.

—Tranquila —dijo—. No va a ocurrirte nada malo, Cassie. Todo lo contrario.

Lo que sentí cuando me tocó fue increíble. Sus manos en mi piel sedienta. ¿Cuánto hacía que nadie me tocaba, y menos aún de esa manera? Ni siquiera podía recordarlo.

—Date la vuelta y ponte boca abajo, por favor.

Dudé una vez más. Después, me di la vuelta, metí los brazos debajo del cuerpo para que pararan de temblar y volví la cabeza hacia un lado. Él, con mucha suavidad, me cubrió con una sábana.

—Gracias.

Se inclinó para acercarme la boca a la oreja.

—No me des las gracias todavía, Cassie.

A través de la sábana sentí sobre la espalda sus manos, que me presionaban contra la mesa.

—Verás qué bien. Cierra los ojos.

—Es…, es sólo que estoy nerviosa, supongo. No sabía que esto iba a pasar tan rápido, tan de repente. Es como…

—Tú solamente tienes que quedarte ahí tumbada. He venido para hacerte sentir bien.

Noté que sus manos recorrían mis muslos por debajo de la sábana y cubrían el hueco detrás de mis rodillas. Después, se situó detrás de mí, separó las dos mitades de la parte inferior de la mesa, convirtiéndola en una Y, y se colocó entre mis piernas.

«¡Dios mío! —pensé—. Está pasando».

—No sé si soy capaz de hacer esto ahora —dije, tratando de volverme boca arriba.

—Si te toco de cualquier manera que no te guste, me lo dices y pararé. Así es como funciona esto. Y así funcionará siempre. Pero, Cassie, no es más que un masaje.

Oí que sacaba algo de debajo de la mesa y en seguida percibí el perfume delicioso de una loción de coco. Oí que se la frotaba en las manos. Después, me agarró los tobillos por la parte de atrás.

—¿Te parece bien esto? Dímelo sinceramente.

¿Bien? Me parecía mucho más que bien.

—Sí —dije.

—¿Y esto? —me preguntó, mientras movía lentamente por mis pantorrillas sus manos cálidas y aceitadas.

¡Dios mío, sus manos eran increíbles!

—Sí.

—¿Y esto qué te parece? ¿Te gusta? Dímelo —continuó, llegando hasta los muslos y deteniéndose justo debajo de las nalgas. Después, empezó a masajearme el interior de los muslos. Sentí que mis piernas se abrían para él.

—Cassie, ¿quieres que siga?

—Sí.

¡Cielos, lo había dicho!

—Bien —dijo, y movió las manos hasta lo alto de mis nalgas, donde empezó a masajear en círculos cada vez más amplios, hasta tocarme casi entre las piernas. Casi, pero no del todo.

Mi cuerpo se sumió en el pánico, pese a estar tremendamente excitado. Nunca hasta ese momento me había adentrado en ese terreno intermedio entre el miedo y el nirvana, y resultaba extraño, embriagador y maravilloso.

—¿Te gusta firme o suave?

—Hum…

—Me refiero al masaje, Cassie.

—Ah. Firme, supongo. No, mejor suave —dije, con la voz todavía amortiguada por la mesa—. No sé cómo me gusta. ¿Es normal no saberlo?

Se echó a reír.

—¿Te parece que probemos con los dos, entonces?

Se echó más loción en las manos y volvió a frotárselas. Me quitó la sábana de encima y subió por mi espalda en un amplio círculo. Estaba completamente desnuda.

—Saca los brazos de debajo del cuerpo y apóyalos en la cabecera de la mesa, Cassie —me indicó él.

Así lo hice y empecé a relajarme con el masaje en la espalda más intenso que había recibido en mi vida. Sus pulgares trazaban el contorno de mi columna vertebral desde el sacro hasta el cuello y bajaban por mis costillas, rozándome los pechos por los costados. Siguió describiendo esos círculos durante varios minutos, y después bajó y se puso a masajearme las nalgas hacia arriba y hacia fuera. Podía sentir su erección, a través de sus vaqueros, contra el interior de mi muslo. No podía creerlo. Entonces, ¿él también estaba sintiendo algo? De forma instintiva, me apreté contra él.

Dejé que mis piernas se separaran todavía más sobre la mesa hendida. Abrirse a un hombre de ese modo fue una sensación tremendamente dulce y extraña.

—Date la vuelta, Cassie. Quiero que te pongas boca arriba.

—Bien —dije.

Las velas caldeaban el ambiente, o tal vez fuera el calor que emanaba de mi cuerpo. Sólo con sus manos, con sus masajes, aquel hombre había eliminado un montón de tensión y de ansiedad. Me sentía como si no tuviera huesos.

Hice lo que me pidió. Él parecía saber exactamente lo que estaba haciendo. Supongo que eso era lo que quería decir Matilda cuando hablaba de aceptación. Antes de que yo saliera de la antigua cochera, ese mismo día, me había dado unas instrucciones muy simples para mi primer paso.

—Ante todo, el sexo requiere aceptación, la capacidad de asumir simplemente cada nuevo momento —dijo.

Tenía el cuerpo tan aceitado que al darme la vuelta estuve a punto de resbalar y caer de la mesa. Situado entre mis piernas, él me agarró de los muslos para sujetarme bien. Contempló todo mi cuerpo con ojos hambrientos. ¿Estaría fingiendo? Parecía desearme con locura, lo que mejoraba aún más la experiencia.

—Tienes el coñito más lindo que he visto en mi vida —dijo.

—Hum, bueno, sí. Gracias, supongo —repliqué turbada, levantando una mano para taparme los ojos. Sentía curiosidad por lo que vendría después y, a la vez, una timidez tremenda.

—¿Quieres que te lo bese?

¿Qué? Era una locura. Pero aquella sensación era maravillosa, aquella sensación extraña y perfecta que me recorría el cuerpo como una corriente eléctrica. Él ni siquiera me había tocado «ahí» y yo ya estaba a punto de perder el conocimiento. Un par de semanas atrás, ni siquiera habría imaginado que existía un mundo como aquél, un mundo donde hombres irresistibles llamaban a tu puerta un miércoles por la noche y te llevaban al borde del éxtasis sin ningún esfuerzo. Pero era real y estaba sucediendo. ¡Me estaba pasando a mí! Ese hombre tremendamente atractivo quería hacerlo. ¡Y quería hacérmelo a mí!

Habría podido reír y llorar a la vez.

—Dime lo que quieres, Cassie. Yo puedo dártelo. Y también quiero dártelo. ¿Quieres que te lo bese?

—Sí, quiero —dije.

Entonces sentí su aliento caliente sobre mí, a medida que sus labios me rozaban el estómago. ¡Dios! Después me tocó con un dedo, lo bajó por mi vientre hasta el final, y me lo deslizó hacia dentro.

—Estás mojada, Cassie —susurró.

Como un acto reflejo, puse una mano sobre su cabeza y lo agarré suavemente por el pelo.

—¿Quieres que te bese este coñito tan lindo?

Esa palabra de nuevo. ¿Por qué me producía tanta timidez?

—Sí…, quiero… que tú…

—Puedes decirlo, Cassie. No hay nada malo en decirlo.

Siguió investigando con un solo dedo, que hacía girar por dentro y por fuera.

Después, apoyó sus labios en mi estómago y me exploró el ombligo con la lengua. Recorrió con la boca el mismo trayecto que había seguido el dedo y, cuando encontró lo que buscaba, se puso a lamer y a morder, sin dejar de dar vueltas con los dedos por dentro y por el borde. No podía creer lo que estaba sintiendo; era como subir poco a poco la cuesta de una montaña rusa, cada vez más y más alto. Oí que él gemía suavemente de placer. ¡Santo cielo, era como si un millar de terminaciones nerviosas por fin se estuvieran despertando!

—Cassie, me encanta tu sabor.

¿De verdad? ¿Sería posible?

Sus manos empezaron a subir por mis piernas y a separarlas aún más sobre la mesa. Nunca me había sentido tan indefensa y vulnerable. Estaba desnuda, hecha un manojo de necesidades y deseos. Me sentía desvalida y feliz. Me encontraba al borde de mil estallidos, de un millón de sensaciones diferentes, y sabía que si él seguía haciendo lo que estaba haciendo, yo… Entonces paró.

—¿Por qué paras? —exclamé.

—¿No quieres que pare?

—¡No!

—Entonces dime lo que quieres.

—Quiero… correrme. Así. De esta manera.

Su piel morena, su cara… Me tumbé otra vez y volví a taparme la cara con las manos. No podía mirar. Pero después no pude dejar de mirar. De pronto sentí algo cálido y húmedo que se movía en círculos alrededor de mi pezón izquierdo. Su mano me agarraba el otro pecho con firmeza. Tenía la boca caliente. Chupó y tiró del pezón, mientras su mano libre abandonaba mi pecho y viajaba hacia abajo sobre mi estremecido vientre, por el pubis y más allá. Esta vez deslizó dentro de mí dos dedos, al principio con suavidad y después con urgencia. ¡Oh, qué placer! Intenté levantar las rodillas para arquear la espalda.

—No te muevas —me susurró—. ¿Te gusta así?

—Sí, me gusta muchísimo —respondí, levantando un brazo por encima de la cabeza para agarrarme al borde de la mesa. Entonces dejó de mover los dedos. Se separó de mí un momento y me miró.

—Eres preciosa —dijo.

Después se inclinó sobre mí y me tocó con la lengua. Se quedó quieto durante un caliente y estremecedor segundo, mientras su aliento insuflaba vida en mi interior. Involuntariamente, empujé mi cuerpo hacia su cara. Él sintió mi necesidad y empezó a lamerme; al principio, poco a poco. Después, volvió a usar los dedos. Apoyando sobre mi sexo todo el peso de su boca y de su lengua, empezó a lamerme con fuerza, mezclando su saliva con mis jugos. Yo notaba que toda la sangre de mi cuerpo corría a concentrarse allá abajo. ¡Qué dulzura! ¡Qué locura! Una oleada indescriptible me recorrió de arriba abajo, una tormenta imposible de detener. Él volvió a llevar las manos a mis pechos, mientras su lengua seguía girando en mi interior a un ritmo perfecto.

—¡No pares! —me oí gritar.

Todo era intensísimo. Apreté los párpados. La maravillosa sensación no dejó de crecer hasta que me corrí con fuerza contra su cara y su lengua. Cuando hube terminado, él se apartó y me colocó su mano, tibia, sobre el vientre.

—Respira —susurró.

Relajé las piernas sobre el borde de la mesa. Ningún hombre me había tocado nunca de ese modo. Nunca.

—¿Estás bien?

Asentí. No tenía palabras. Estaba intentando recuperar el aliento.

—Debes de tener sed.

Asentí otra vez y vi que me tendía una botella de agua. Me senté para beber. Él me miró, con aspecto de estar bastante orgulloso de sí mismo.

—Ve a ducharte, preciosa —dijo.

Hice un esfuerzo para levantarme de la mesa.

—¿Quién tiene el poder? —me preguntó.

—Yo —dije, sonriéndole.

Fui al baño y me di una ducha caliente; después, mientras me secaba el pelo con una toalla, me di cuenta de algo y salí corriendo al cuarto de estar.

—¡Eh! ¡Ni siquiera sé cómo te llamas! —dije, frotándome todavía el pelo mojado con la toalla.

Pero se había marchado. También habían desaparecido la mesa de masajes y la lista de mis fantasías, que él había venido a recoger. Todo estaba como cuando él había llegado, pero con una diferencia: sobre la mesa baja encontré mi primer amuleto de oro. Crucé la habitación para recogerlo y, al pasar junto al espejo de la chimenea, me vi la cara. Tenías las mejillas encendidas, y el pelo mojado me caía en sinuosas curvas sobre el cuello y los hombros. Levanté el amuleto y lo contemplé a la luz de las velas. Por una cara tenía grabada la palabra aceptación, y por la otra, un número romano: el I.

Lo colgué de la cadena que llevaba en la muñeca, sintiendo que la audacia crecía en mi interior de una manera que me resultaba embriagadora. «¡He hecho una cosa increíble! ¡Me han hecho una cosa increíble! —habría querido gritar—. Me ha pasado algo. Me está sucediendo. Y ya nunca más volveré a ser la misma».

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