S.E.C.R.E.T.

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Dicen que el primer paso siempre es el más difícil, la primera vez que aceptas tu problema, la primera vez que dices: «Sí, reconozco que necesito ayuda. Reconozco que no puedo hacerlo yo sola». Scott pasó por eso cuando dejó de beber. Detestaba la idea de recibir ayuda de nadie y se oponía cada vez que se la ofrecían. Pero mi aceptación, en cambio, era completa. Yo ya no rechazaba la ayuda. Había dejado que un grupo de mujeres extrañas me tendieran su mano.

Después había entrado en una habitación, a la luz de las velas, tapada únicamente con una toalla. Había dejado que la toalla cayera a mis tobillos y me había mostrado desnuda. Había confiado en ese proceso, en ese hombre, en el grupo de S.E.C.R.E.T. Pero todo había sucedido en mi casa, en mi propio cuarto de estar, y aunque el cuerpo era mío, lo había entregado temporalmente a un completo desconocido. Mientras se lo contaba una semana más tarde a una Matilda entusiasmada, no podía dejar de sentir que estaba hablando de mi experiencia como si le hubiera pasado a otra persona, a alguien que yo conocía muy bien, pero que tenía facetas que sólo estaba empezando a comprender.

Le dije que me había sentido segura y que todo había sido tremendamente erótico y tan cautivador que el impulso de completar la fantasía había sido irresistible. Y aunque había sido una experiencia aislada, tenía que reconocer que me había sentido apreciada y deseada, lo que para cualquier mujer era motivo suficiente para estar eufórica.

—Sí, y también creo que salí… transformada, supongo —dije, cubriéndome con las manos la cara, roja como un tomate, y reprimiendo una risita nerviosa.

Unas semanas antes, no tenía a nadie con quien hablar, con la única excepción de Will. Y de pronto estaba ahí, compartiendo mis secretos más íntimos con una mujer a la que ya no podía considerar una desconocida. De hecho, se estaba convirtiendo en mi amiga.

Durante las semanas que siguieron a mi primera fantasía, estuve más ocupada que nunca. Incluso tuve que hacerme cargo de un par de turnos de noche para que Tracina y Will pudieran salir juntos. Cuando los despedí agitando la mano una de esas noches, no detecté en mí ni un solo atisbo de envidia ni de amargura. Bueno, quizá una gota de envidia, pero nada de amargura. Nada de nostalgia. Ningún rastro apreciable de tristeza. Me había propuesto ser más amable con Tracina y tratar de comprender lo que Will veía en ella. Pensé que quizá podríamos hacernos amigas y que tal vez Will podría concertarme otra cita con algún conocido suyo, pero sólo después de haber completado los pasos, desde luego. Justo cuando estaba pensando en que podríamos salir los cuatro juntos, Dell me sorprendió silbando alegremente dentro de la cámara frigorífica. Algunas veces me quedaba dentro un momento, para refrescarme, fingiendo que buscaba algo.

—¿Por qué estás tan contenta, jovencita? —me preguntó, ceceando por el hueco del diente que le faltaba.

—La vida, Dell. Es fantástica, ¿verdad?

—No siempre, no.

—Pues yo creo que está muy bien —repliqué.

—Bueno, me alegro por ti —dijo ella, mientras yo volvía al comedor. La dejé preparando unas bolas de helado para una mesa de empleados de banca que celebraban un cumpleaños.

Mi pareja favorita, mi dúo preferido de tortolitos, no había regresado desde el día en que Pauline se dejó su diario. Pero las imágenes de sus caricias habían sido desplazadas por recuerdos luminosos, por mi propia memoria de la preciosa cara de aquel hombre entre mis muslos y de la avidez con que me miraba, con tanto anhelo, con tanto afán. Pensé en sus dedos, capaces de moverse justo en el momento preciso, y en sus firmes manos, que me habían guiado y movido como si yo no pesara nada, como si estuviera hecha de plumas…

—¡Cassie, despierta, muchacha! —gritó Dell, chasqueando los dedos delante de mis ojos—. Parece que estés todo el tiempo en otro mundo.

El sobresalto casi me hizo saltar de mis aburridos zapatos marrones.

—¡Lo siento!

—La mesa once quiere la cuenta, y la nueve, más café.

—Ah, sí. Ya voy —dije, advirtiendo que las dos chicas de la mesa ocho me miraban fijamente.

Después de atender las dos mesas volví a sumirme en mis pensamientos. Dell se equivocaba. No estaba dejando volar la imaginación. Estaba recordando. Todo eso había pasado de verdad. Estaba rememorando cosas que me habían hecho a mí, a mi cuerpo. Sacudí la cabeza para quitarme de encima todas aquellas imágenes. Si estaba así después del paso uno, ¿cómo me sentiría cuando hubiera cumplido unas cuantas fantasías más?

Un día de comienzos de abril, mi único día libre de aquella semana, un sobre color crema llegó a mi buzón. No tenía sello, por lo que supuse que alguien lo habría traído personalmente. Sentí que el corazón se me salía por la boca. Eché un vistazo a la calle. Nadie. Desgarré el sobre. En su interior encontré la tarjeta del paso dos, y la palabra coraje. También había una entrada para un espectáculo de jazz en Halo, el bar de la terraza superior de The Saint, un hotel pequeño y selecto, recién construido, que participaba por primera vez en el festival anual. Incluso yo, sin ser una gran aficionada a la música, sabía que aquella entrada era muy difícil de conseguir. Miré la fecha. ¡Para esa misma noche! ¡No me habían avisado con suficiente antelación! ¡No tenía nada que ponerme! Yo siempre hacía lo mismo. Ponía excusas, una tras otra, cada vez más excusas, hasta que el miedo se volvía tan grande que sofocaba todos mis planes. Siempre había sido así. Por alguna razón, abrirle la puerta de mi casa a un desconocido me parecía más asumible que la perspectiva de aventurarme sola en la noche calurosa, ir andando hasta un bar y sentarme sin compañía, a la espera de… ¿De qué? ¿Y qué iba a hacer mientras esperaba? ¿Leer? Quizá tres o cuatro semanas eran un paréntesis demasiado prolongado entre fantasías. Tal vez mi valor se había desvanecido. Sin embargo, el paso dos era el del coraje, de modo que decidí concentrarme en ese aspecto y mantener la mente abierta, al contrario de lo que hacía siempre, que era empezar el día con un «no» en los labios. Por eso, al cabo de unas horas me estaba probando una serie de vestidos negros, y una hora más tarde estaba sentada muy quieta, dejando que me aplicaran varias capas de esmalte rojo en las uñas de las manos y los pies. Durante todo ese tiempo, me repetía que podía echarme atrás cuando quisiera. No estaba obligada a hacer nada. Podía cambiar de idea en cualquier momento.

Al atardecer, cogí el cartapacio de mis fantasías, que estaba en mi mesilla de noche. ¿Por qué sería tan difícil salir sola, o ir sola a cenar? Yo nunca me había animado. Prefería alquilar una película en casa antes que sentarme sin compañía en una sala a oscuras. Pero lo que me daba miedo no era estar sola. Eso era lo más fácil. Toda mi vida había estado sola, incluso cuando estaba casada. No; lo que me daba miedo era que todos los demás, toda esa gente emparejada y feliz, me identificaran como parte del grupo de los «grandes desparejados», los «no seleccionados», los «sexualmente olvidados». Me los figuraba señalándome con el dedo y murmurando. Imaginaba que sentirían lástima por mí. Hasta yo trataba a los clientes solitarios del café con un poco más de cuidado, como si fueran duros de oído o algo así. Incluso puede ser que me moviera demasiado alrededor de sus mesas, en un intento de hacerles compañía.

Pero había gente que salía sola porque quería estar sola. Había personas así: confiadas, amantes de la soledad y seguras de sí mismas. Tracina, por ejemplo, le pagaba a una persona para que todos los sábados por la tarde llevara a su hermano autista de catorce años a tomar un helado, para poder tumbarse en el sofá y ver la televisión sin que la interrumpieran. Una vez me había confesado que ir al cine sola era uno de sus mayores placeres.

—Veo lo que quiero, no comparto las palomitas y no tengo que quedarme hasta el final de los créditos, como cuando voy con Will —dijo.

Sin embargo, es fácil estar sola cuando lo haces porque quieres, pero un poco más difícil cuando no tienes elección.

Me daba auténtico y puro terror la idea de entrar en el club de jazz, pero entonces recordé el consejo de Matilda para el paso dos. Cuando me había llamado por teléfono para animarme me había dicho:

—El miedo es sólo miedo. Tenemos que pasar a la acción y enfrentarnos a él, Cassie, porque con la acción aumenta el coraje.

Maldita sea. ¡Claro que podía hacerlo!

Llamé a Danica y le dije que me enviara la limusina.

—Va para allá, Cassie. Suerte —dijo ella.

Diez minutos después, la limusina doblaba la esquina de Chartres con Mandeville y estacionaba delante del hotel de las solteronas. ¡Pero yo todavía no estaba lista! Bajé los peldaños de dos en dos, con los zapatos en la mano. Mientras corría descalza, me crucé con Anna Delmonte, que me miraba estupefacta.

—Es la segunda vez que veo esa limusina aparcada delante de la puerta —murmuró, mientras yo pasaba a su lado como una exhalación—. ¿Sabes algo al respecto, Cassie? Esto es muy raro…

—Se lo preguntaré al conductor, Anna. No te preocupes. O quizá no sea un conductor, sino una conductora, ¿no crees? Nunca se sabe.

—Supongo que…

Sin oír el resto de su respuesta, me metí en la limusina y sólo entonces me puse los zapatos. Se me ocurrió algo gracioso: ¡si Anna hubiera sabido lo que estaba haciendo! Me habría gustado gritar a pleno pulmón: «¡No soy ninguna solterona! ¡Estoy viva por primera vez en años!».

Mientras la limusina aceleraba hacia Canal Street, me miré el vestido, un elegante modelito negro con el cuerpo ajustado y la falda amplia justo por debajo de la rodilla. La parte de arriba me sujetaba y levantaba lo necesario para hacerle un par de favores a mis pechos, que incluso a mí me parecían generosos y atractivos enmarcados por el escote halter. Los zapatos me apretaban un poco, pero sabía que se irían ablandando a lo largo de la velada. Me dije que unos zapatos negros de vestir combinaban con todo, para no sentirme culpable por lo mucho que me habían costado. Me había alisado el pelo y lo llevaba peinado para un lado, sujeto con un broche de oro. Era la única joya que llevaba encima, al margen de mi pulsera de S.E.C.R.E.T. con su solitario amuleto dorado.

—Está muy guapa esta noche, señorita Robichaud —dijo el chófer.

Me daba la impresión de que el personal de S.E.C.R.E.T. tenía instrucciones de mantener una discreta distancia profesional, algo que por lo visto a Danica le costaba bastante. Esa chica era irreprimible. La ventanilla que había entre el conductor y yo se cerró antes de que terminara de darle las gracias.

El corazón se me aceleraba con cada curva. Traté de concentrarme en el trayecto, tal como me había aconsejado Matilda. «Intenta no anticiparte. Procura vivir el momento».

La limusina se detuvo delante de The Saint. Yo tenía la palma de la mano tan sudorosa que se me resbaló por la manilla de la puerta, pero el chófer ya se había apeado y me ayudó a salir del coche.

—Buena suerte, señorita —dijo.

Le hice un gesto de agradecimiento y me detuve un momento a contemplar el torrente de gente guapa que entraba y salía por la puerta principal: atractivas mujeres de largas piernas que dejaban tras de sí una estela de perfume y de confianza en sí mismas, y hombres que parecían orgullosos de dejarse ver a su lado. Después de ellas venía yo. Me di cuenta de que había olvidado ponerme perfume. El pelo, que apenas una hora antes estaba perfectamente liso, se me estaba empezando a encrespar. La idea de que mi fantasía fuera a desarrollarse en público me producía un nudo en el estómago. Ahí es donde me habría gustado tener el corazón, en lo profundo de las entrañas, donde los latidos desbocados se habrían disimulado mejor. Y, sin embargo, a pesar de los nervios, también sentía… curiosidad. Inspiré profundamente, entré en el hotel y me dirigí hacia los ascensores.

Un hombre de baja estatura y con el uniforme del hotel apareció a mi izquierda.

—¿Puedo ver su entrada?

—Sí, desde luego —dije, buscándola en el bolso—. Aquí está.

—Muy bien —replicó, mientras pulsaba el botón para subir—. Bienvenida a The Saint. Espero que disfrute de su estancia aquí.

—No, no voy a alojarme aquí. Vengo solamente para encontrarme con…, para ver…, quiero decir…, para escuchar…, solamente para asistir al concierto.

—Desde luego. Disfrute de la velada —respondió. Me saludó con una inclinación y se marchó.

Durante el trayecto en ascensor, se me acabó de revolver el estómago. Cerré los ojos y me apoyé en el espejo, agarrándome con fuerza a la barra. A medida que me acercaba al último piso, empecé a distinguir el sonido sofocado de la música y de multitud de voces. Se abrieron las puertas y aparecieron ante mis ojos varias docenas de personas elegantemente vestidas, apiñadas en la media luz del vestíbulo, y otras muchas más en el oscuro bar que se extendía al otro lado de las puertas de cristal. Me hizo falta una fuerza sobrehumana para separar los dedos de la barra del ascensor, abandonar la seguridad del estrecho recinto y mezclarme con la multitud.

Todos tenían una copa de champán en la mano y parecían estar manteniendo conversaciones muy interesantes. Algunas mujeres me miraron por encima del hombro, como comprobando si podía ser una rival. Los hombres que las acompañaban también me echaron un vistazo. ¿Serían miradas de… interés? No. Imposible. No podía ser. Avancé lentamente entre la gente, sin levantar la mirada, preguntándome todo el tiempo qué demonios estaría haciendo yo en un lugar tan selecto.

Distinguí a varias personalidades locales, entre ellas a Kay Ladoucer, concejala del ayuntamiento y presidenta de varias organizaciones benéficas. Estaba conversando animadamente con Pierre Castille, apuesto millonario del sector inmobiliario, conocido por ser un soltero que apenas se dejaba ver. Cuando él se volvió en mi dirección, desvié la vista. Pero no me estaba mirando a mí. A mi lado se habían reunido varias jóvenes de la burguesía sureña, el tipo de chicas que suelen aparecer fotografiadas en las páginas de sociedad de The Times-Picayune.

Esa noche iba a actuar la banda del Smoking Time Jazz Club, pero los músicos aún no estaban en el escenario. Ya los había oído tocar en el Blue Nile. Me encantaba la cantante, una chica de aspecto estrafalario, con la cabeza parcialmente rapada y una voz potente e hipnótica. Pero yo no había ido allí solamente para disfrutar de la música. ¿Con quién me iba a encontrar y cómo iba a pasar lo que fuera a pasar? Pese a mi nerviosismo, no pude evitar fijarme en un hombre alto y atractivo, que hablaba con una mujer de piernas largas y atrevido vestido rojo. Mientras los miraba (discretamente, o al menos eso intenté), él se despidió de ella y se me acercó. Me quedé sin aliento cuando se cruzó de forma deliberada en mi camino hacia la barra.

—Hola —me dijo, sonriendo.

Con sus ojos verdes y su pelo rubio parecía salido de una revista. Vestía un traje gris antracita muy bien cortado y camisa blanca. La corbata era negra y fina. Tendría unos treinta años, un poco más joven que el masajista y más musculoso. Me volví para mirar a la mujer del vestido rojo; se la veía derrotada. ¿El tipo había renunciado a hablar con ella para atravesar todo el vestíbulo y venir a saludarme a mí? ¿Estaría loco?

—Hola… Soy Cassie —me presenté con voz temblorosa, confiando en que no notara mi nerviosismo.

—Veo que no estás bebiendo nada. Deja que te pida una copa —dijo, mientras apoyaba la mano en la base de mi espalda y me guiaba hacia la barra, a través de una multitud cada vez más densa.

—Hum. Sí. ¿Por qué no?

La banda ya se estaba colocando en el escenario y empezaba a afinar los instrumentos.

—¿Y qué pasa con tu… amiga? —pregunté.

—¿Qué amiga?

Parecía sorprendido de verdad.

Miré por encima del hombro, en dirección al lugar donde había estado la mujer, pero ya se había ido.

Cuando llegamos a la barra, el hombre buscó un taburete libre y con un gesto me indicó que me sentara. Después, se inclinó hacia mí y me puso un mechón de pelo detrás de la oreja, para poder hablarme al oído. Sentí su aliento caliente. No pude evitar cerrar los ojos y acercarme a él.

—Cassie, te he pedido champán —dijo—. Tengo que ir a hacer una comprobación. Mientras tanto, quiero que me hagas un favor.

Me tocó con un dedo un costado de la cara y siguió con suavidad la línea de la mandíbula. Me estaba mirando intensamente a los ojos. Era un hombre fascinante y su preciosa boca estaba tan sólo a unos pocos centímetros de la mía.

—Mientras yo esté fuera quiero que te quites las bragas. Tíralas al suelo, debajo de la barra. Pero no dejes que nadie te vea.

—¿Aquí? ¿Ahora?

Capté mi reflejo en el espejo detrás de la barra y vi cómo se me arqueaban las cejas.

Sus labios dibujaron una sonrisa maliciosa y perfecta. La incipiente barba de dos días no le restaba ni un ápice de atractivo.

Me volví y lo vi alejarse y pasar al lado del escenario y de la bonita cantante. Contemplé a mi alrededor a la gente que, sin sospechar nada, se preparaba para escuchar a la banda. Los acordes iniciales fueron metálicos y potentes, y los bajos reverberaron profundamente en mi interior. Miré en dirección al baño de mujeres. Si me levantaba del taburete, perdería el sitio junto a la barra. Y entonces él no me encontraría cuando volviera.

La sala se estaba llenando. Las luces se atenuaron un poco más. Una copa fría y alargada de champán apareció delante de mí. Estaba sola en un bar, considerando la posibilidad de quitarme la ropa interior porque un tipo que estaba como un tren me lo había pedido. ¿Y si me descubrían? Seguramente me echarían a la calle por escándalo público. Intenté recordar qué bragas me había puesto. Un tanga negro. Simple, de seda. Quitarme las bragas en público sin que nadie lo notara no era una técnica que me hubieran enseñado en las Girl Scouts.

Acerqué un poco más el taburete a la barra. Después, mirándome en el espejo, hice una maniobra de prueba, que consistió en mover la mano y el antebrazo a través de mi falda, procurando que, por encima de la barra, el brazo y el hombro parecieran estar quietos. Perfecto. Podía funcionar. Me moví rápidamente y con una mano me recogí la parte delantera de la falda mientras deslizaba la otra por el muslo, hacia arriba. Enredé un dedo en la tira lateral del tanga y levanté un poco las nalgas del asiento, enganchando los tacones en el travesaño del taburete para hacer palanca. Justo en el momento en que tiré con fuerza, la canción que estaba tocando la banda terminó de forma abrupta. Pensé que yo había sido la única en percibir el ruido de la tela al desgarrarse, semejante al de una aguja patinando sobre el surco de un disco de vinilo. Pero un hombre de cabeza rapada que estaba de pie delante de mí se volvió para ver de dónde provenía el ruido. Me quedé helada. ¡Oh, no!

Lo miré con una sonrisa incómoda y dejé escapar una risita nerviosa. Era un hombre muy atractivo, con los ojos entrecerrados, como los de Will, sólo que los suyos eran de un azul gélido. Vestía traje negro, y camisa y corbata del mismo color. Aunque parecía estar más cerca de los cincuenta que de los treinta, tenía el cuerpo ligero y fibroso de un jugador de fútbol.

Se inclinó hacia mí y me dijo:

—¿Ya te las has quitado?

Mi expresión de desconcierto le hizo componer una sonrisa divertida. Después bebió un trago de su whisky, y apoyó el vaso vacío sobre la barra mientras se secaba la boca con el dorso de la mano, grande y fuerte.

—Me refiero a tus bragas. ¿Te las has quitado ya?

Tenía acento británico.

Miré a mi alrededor, por si alguien lo había oído. Pero la música había vuelto a sonar.

—¿Quién eres?

—La verdadera pregunta es: ¿aceptas el paso?

—¿El paso? ¿Qué? ¿Tú? Creía que iba a ser el otro tipo.

—Te aseguro, Cassie, que conmigo estás en buenas manos. ¿Aceptas el paso?

—¿Qué ocurrirá?

Al borde del pánico, miré a mi alrededor. Nadie nos prestaba atención. Todos estaban mirando a la banda. Tampoco parecía que nadie se interesara por lo que estábamos diciendo. Era como si fuéramos invisibles.

—¿Qué ocurrirá? —insistí.

—Todo lo que tú quieras y nada que tú no quieras.

—¿Es lo que os enseñan a decir? —pregunté en tono juguetón.

Pensé que podía hacer lo que me pedía. Sin ninguna duda, con él podía hacerlo. Volví a tirar del tanga y esta vez la pretina se me atascó en lo alto del muslo. No había manera de quitármelo.

—¿Aceptas el paso, Cassie? Sólo puedo preguntártelo tres veces —dijo con paciencia.

Su mirada bajó por mi falda.

—Quizá si fuera al lavabo…

Se volvió y llamó al camarero.

—La cuenta, por favor, y cóbreme también el champán de esta señorita.

—¡Espera! ¿Te vas?

Sonriendo, sacó dos billetes de veinte de la cartera.

—No te vayas —dije, levantando la mano que tenía bajo la barra para apoyarla sobre su macizo antebrazo—. Acepto el paso.

—Me alegro —dijo él, mientras se guardaba la cartera en el bolsillo.

Se quitó la americana y me pidió que se la sostuviera en el regazo. Se situó detrás de mí para ver la actuación de la banda. Cuando se apretó contra mi espalda, el taburete se tambaleó un poco y mi estómago tardó un segundo en desanudarse. Estaba pegado a mí, sentía su boca caliente junto a mi oído y notaba su erección contra la base de mi espalda, en el mismo lugar donde el primer hombre había apoyado la mano.

—Cassie, estás preciosa con ese vestido, pero tienes que quitarte las bragas ahora mismo —me susurró con voz ronca—. Porque voy a jugar contigo, si te parece bien.

—¿Aquí? ¿Ahora?

Tragué saliva.

—Sí.

—¿Y si alguien nos descubre?

—Nadie nos descubrirá. Lo prometo.

Pegado a mi espalda, ambos de cara al escenario, metió la mano derecha bajo mi falda y siguió el surco entre mis muslos hasta llegar al tanga. Con la soltura de un experto, me introdujo un dedo. Yo estaba húmeda. Era una locura. La banda tocó un tema más animado y la voz de la cantante, como un instrumento musical más, empezó a sonar en el preciso instante en que él agarraba con dos dedos la tira del tanga.

—Levántate un poco, cariño —me ordenó, antes de deslizarme el maltrecho tanga hasta las rodillas en un movimiento perfectamente sincronizado. Yo me lo llevé rápidamente hasta los tobillos y, con una discreta sacudida, lo dejé caer al suelo. Estábamos en un lugar oscuro, ruidoso y lleno de gente. Aunque hubiera gritado, no habría llamado mucho la atención.

Sentí que su mano se movía lentamente por el interior de mis muslos, para excitarme justo lo suficiente, mientras seguía respirando junto a mi oído. Imaginé cómo nos verían los demás: como una pareja afectuosa que estaba escuchando el concierto. Sólo nosotros dos sabíamos los estragos que estaba haciendo su mano derecha. Convencido de que nadie nos estaba mirando, se volvió más audaz y, agarrándome el pecho derecho con la otra mano, la dejó allí un momento. Después lo masajeó con la palma abierta, hasta que se me endureció el pezón.

—Ojalá pudiera chuparte ese pezón. Pero no puedo, porque estamos en un local lleno de gente —me susurró al oído—. ¿Verdad que eso te excita todavía más?

¡Dios, sí! Era verdad. Asentí con un gesto.

—Si te metiera ahora mismo los dedos, ¿seguirías mojada?

—Sí —dije.

—¿Lo prometes?

Volví a asentir y entonces noté que su otra mano cobraba vida de nuevo bajo la chaqueta apoyada sobre mi regazo. Subió por mis muslos y, con un solo dedo, me separó las piernas. Estuve a punto de caerme del taburete, pero él me sujetó con firmeza. Con una leve presión en el muslo derecho, hizo que las separara aún más, y yo desplegué un poco más su chaqueta, para ocultar lo que estaba ocurriendo debajo.

—Bebe un sorbo de champán, Cassie —dijo. Me llevé aquella fría copa a los labios y sentí el estallido de las burbujas en la lengua—. Voy a hacer que te corras aquí mismo.

Antes de que pudiera tragar, empezó a abrirme el sexo con los dedos. La sensación fue tan maravillosa que casi me atraganté con el champán. Nadie a nuestro alrededor habría podido imaginar las cosas tan deliciosas que me estaba haciendo.

—¿Lo sientes, Cassie? —me susurró con su acento tremendamente sexy—. Arquea la espalda, preciosa. Así, muy bien.

Apoyé la pelvis sobre su mano, que ahora estaba debajo de mí, mientras sus dedos entraban y salían, y su pulgar describía círculos alrededor de mi sexo. Cerré los ojos. Era como si todo mi cuerpo estuviera suspendido de esa mano fuerte, como si me encontrara encima de un columpio.

—Nadie puede ver lo que te estoy haciendo —me susurró—. Todos creen que te estoy hablando de lo mucho que me gusta la banda. ¿Sientes esto?

—Sí. ¡Oh, Dios mío, sí!

Volvió a apretarse contra mi espalda. Apoyé todo mi peso sobre esa deliciosa sensación y levanté la mano derecha para agarrarle el brazo que estaba utilizando para acariciarme, mientras con la izquierda sujetaba la chaqueta sobre mi regazo, para que no se moviera. Sentía que los fibrosos músculos de su brazo se tensaban mientras su pulgar trazaba esos círculos mágicos y el resto de sus dedos se deslizaban dentro y fuera de mí. Me estaba tocando como si yo fuera un instrumento musical. Sentí que me sumergía en la oscuridad del local, el ritmo de la música y las oleadas de placer. Quería sentirlo dentro a él, no solamente a sus dedos. Quería tenerlo dentro. Del todo. Separé un poco más el muslo derecho y él comprendió que lo estaba invitando a explorar todavía más profundamente con los dedos. Incliné la cabeza hacia adelante, intentando parecer cautivada por la música, aunque en realidad estaba flotando en la marea que ese hombre estaba creando en mi cuerpo y que me aproximaba cada vez más a un clímax celestial.

—Lo estoy notando, Cassie. Vas a correrte en mi mano, ¿verdad, cariño? —me susurró.

Me agarré a la barra con la mano derecha, cayendo en una especie de trance, mientras toda la sala se quedaba a oscuras y la música se mezclaba con un gemido grave (¿mío?) que me hizo arquearme hacia atrás en un impulso irresistible. Él fue como un muro de contención que me sostuvo en el taburete mientras me invadía una oleada tras otra de placer. ¡Santo cielo! No podía creerme que aquel hombre me hubiera hecho eso a mí y en ese lugar. No podía creerme que hubiera sido capaz de llegar al orgasmo en un local oscuro, ruidoso y lleno de desconocidos, algunos de los cuales estaban a menos de un metro de mí. Los movimientos de su pulgar se hicieron más lentos, mientras las olas de la marea se retiraban y la imagen del local volvía a enfocarse delante de mis ojos. Se quedó quieto un momento, sujetándome entre sus brazos. Después, cuando me moví un poco, retiró suavemente los dedos, recorriendo con ellos el muslo que tenía al descubierto.

Me puso delante la copa de champán.

—Eres una mujer intrépida, Cassie.

Levanté la copa con mano temblorosa, me la bebí entera y volví a dejarla en la barra, quizá con demasiada fuerza. Sonreí y él me devolvió el gesto. Me estaba mirando como si fuera la primera vez que me veía.

—Eres preciosa, ¿lo sabes? —dijo.

Y yo, en lugar de responder alguna tontería burlándome de mí misma, acepté por una vez el cumplido.

—Gracias.

—Gracias a ti —replicó él. Le hizo un gesto al camarero para que le trajera la cuenta y sacó otra vez los dos billetes de veinte—. Quédese con el cambio —le dijo.

Después se puso a buscar algo en el bolsillo.

—Esto es para ti —dijo, mientras lanzaba por el aire algo que me pareció una moneda y que en seguida depositó en la barra de un manotazo.

Cuando levantó la mano, vi el amuleto de mi paso dos brillando bajo las luces de la barra, con la palabra coraje grabada en letra cursiva.

—Ha sido una experiencia encantadora —dijo, besándome en el pelo.

Después, recogió su chaqueta de mi regazo y desapareció entre la multitud.

Tras enganchar el amuleto a la cadena y admirar cómo quedaba en mi pulsera, junto al otro que ya tenía, me bajé del taburete. Tenía las piernas tan débiles que estuve a punto de desplomarme en el suelo, al lado de mis bragas abandonadas. Mientras me movía en la penumbra, entre la multitud, todavía respiraba entrecortadamente y veía borroso. Me topé con una chica bajita que calzaba unas plataformas enormes y casi la tiré al suelo. Al principio no reconocí a Tracina, porque iba mucho más arreglada que de costumbre, con el pelo rizado peinado en una salvaje corona y un vestido verde lima que contrastaba de un modo espectacular con su piel chocolate. Y mucho menos reconocí a Will, vestido de traje y corbata. Estaba… tremendamente atractivo.

—¿Lo ves? —dijo ella, dándole una palmada a Will en el pecho—. ¡Ya le decía yo a Will que eras tú!

«¡Mierda! Esto no puede estar pasando. ¡No! ¡Ahora no! ¡Aquí no!».

—Hoooola —fue todo lo que conseguí articular.

—En cuanto te vi con ese… tipo, en seguida le dije a Will: «¡Mira! ¡Es Cassie! ¡Y tiene una cita!» —exclamó, chasqueando los dedos y arrastrando un poco las últimas palabras. Se tambaleaba ligeramente por culpa de la bebida.

Will parecía nervioso e incómodo. ¿Me habrían visto aplastándome contra el estómago de ese hombre, agarrándolo por el hombro, arqueando la espalda? ¡Dios mío! ¿Habrían notado lo que estaba haciendo? Seguramente no. Estaba demasiado oscuro y había mucho ruido. ¿En qué parte de la sala habrían estado todo el tiempo? Me sentía aterrorizada, pero no había nada que pudiera hacer, excepto hablar de vaguedades y comentar lo bien que tocaba la banda.

—¿Adónde se ha ido? —preguntó Tracina.

—¿Quién?

—Ese tipo tan atractivo que estaba contigo.

—Eh… Ha ido a buscar el coche. Ya nos vamos. Tenemos que irnos. Así que…

Sentía las gotas de sudor bajándome por el canalillo del pecho y por el dorso del cuello.

—¿Os vais ya? ¡Pero la banda hará un pase más! Estas entradas no son fáciles de conseguir, Cassie.

—Puede que ya hayan escuchado suficiente música por esta noche —dijo Will secamente, antes de beber un trago de cerveza.

¿Estaba celoso? Rehuía mi mirada. Sentí que tenía que salir de allí.

—Bueno, no quiero hacerlo esperar, así que… ¡hasta mañana! —mascullé. Saludé con la mano y me dirigí hacia la salida.

Demonios. Ya en el ascensor, sola, me puse a dar saltitos, como si de esa forma pudiera hacer que llegara antes a la planta baja. Tenía que salir y recomponerme. Había dejado que un desconocido me pusiera las manos encima (y también dentro) y que me volviera medio loca, en un lugar público, mientras mi jefe y su novia tomaban una copa en el mismo local. ¿Qué habrían visto? ¿Cómo era posible que una situación tan maravillosamente excitante hubiera dado un giro tan espantoso? Pero de momento tenía que olvidarlo. Ya se lo contaría a Matilda. Ella sabría qué hacer.

Se abrieron las puertas del ascensor. Atravesé apresuradamente el vestíbulo y salí a la calle por las puertas acristaladas. Hacía una noche estupenda y el aire era refrescante. La limusina me estaba esperando exactamente donde me había dejado. Abrí la puerta trasera antes de que el chófer pudiera reaccionar, entré y me senté, sintiendo todavía que el aire de la noche me subía por debajo de la falda y me refrescaba la humedad entre los muslos.

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