S.E.C.R.E.T.

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Cada mes de mayo, la Fiesta de la Primavera de Magazine Street ponía en evidencia las escasas atracciones diurnas que Frenchmen Street tenía para ofrecer. Ocho kilómetros de tiendas, música y zona peatonal congregaban a multitudes en los restaurantes y cafés del Lower Garden District. Pero no ocurría lo mismo en Marigny. Frenchmen Street era un lugar de vida nocturna, al que la gente iba para escuchar jazz y emborracharse. La cara de Will lo decía todo mientras repasaba los recibos del día anterior, con los músculos de los antebrazos moviéndose imperceptiblemente cada vez que pulsaba la tecla de un número en la antigua máquina registradora.

—¿Por qué tuvo que comprar mi padre un local en esta calle, donde sólo puedo abrir durante el día? ¿Y por qué tuvieron que construir los Castille ese edificio de apartamentos justo enfrente?

Dejó caer el lápiz. Había sido un mes malo.

—¡Servicio especial! —dije yo, para levantarle el ánimo, señalándole el café americano recién hecho que acababa de dejarle sobre la mesa. Él ni siquiera lo miró.

—¿Y si ponemos media docena de mesas en el aparcamiento del fondo, colgamos unos cuantos farolillos, colocamos unos altavoces con música y decimos que es una terraza? Podría quedar bien. Sería un lugar tranquilo —dijo, sumido en sus pensamientos.

Le habría dado igual que a su lado estuviera yo o cualquier otra persona.

En ese momento, Tracina entró en el despacho.

—Si vamos a hablar de reformas, cariño, piensa primero en reparar los lavabos, las sillas rotas y las malditas baldosas del patio.

Dejó el bolso en una silla, se quitó la amplia camiseta blanca delante de Will y de mí, y se la cambió por otra roja y ceñida que sacó del bolso. Era la que siempre se ponía para el turno de noche. Se movía con mucha naturalidad y parecía muy segura de sí misma, con su cuerpo menudo y perfecto.

Intenté desviar la vista.

La Fiesta de la Primavera le había sacado más canas a Will que la pérdida de clientes por culpa del carnaval o del festival de jazz. Pero con canas estaba aún más atractivo. Era uno de esos tipos que mejoran con la edad. Estaba a punto de decírselo en voz alta cuando Tracina me interrumpió. Mis dos aventuras hacían que me sintiera más audaz y me impulsaban a proferir todo tipo de barbaridades. Incluso había empezado a soltar más tacos, para consternación de Dell y de su pequeña Biblia roja de bolsillo.

—¿Mucho trabajo hoy? —preguntó Tracina, mientras se enfundaba en su camiseta.

Yo estaba terminando mi turno y ella empezaba el suyo, pero no tenía ninguna mesa que pasarle. Así de muerto estaba todo.

—No, no mucho.

—Nada de nada —dijo Will—. Por culpa de la Fiesta de la Primavera.

—Vaya mierda con la puta Fiesta de la Primavera —replicó ella, mientras se dirigía contoneándose a la puerta de la habitación.

Me quedé mirando cómo subía y bajaba la coleta de su peinado mientras caminaba por el pasillo, en dirección al comedor.

—Esa chica es increíble —musité.

—Eso la describe muy bien —respondió Will, pasándose los dedos por el pelo. Lo hacía tan a menudo que a veces me preguntaba si no se le habrían formado surcos en el cráneo. Finalmente, pareció notar que estaba a su lado. Levantó la vista y me preguntó—: ¿Algún plan para esta noche?

—No.

—¿No has quedado con ese tipo?

—¿Qué tipo?

—El que estaba en Halo.

—¡Ah, ése! —dije, sintiendo que se me aceleraba el corazón.

Habían pasado semanas desde aquella noche y ni Will ni Tracina habían sacado el tema: ella, porque ese día probablemente estaba tan borracha que ya ni se acordaba; él, porque nunca se inmiscuía en los asuntos de los demás. ¿Habría notado algo?

—Sólo salimos una vez. No había química entre nosotros.

Will arqueó una ceja, como si su recuerdo de aquella noche fuera ligeramente diferente.

—¿Que no había química, dices? —Volvió a su máquina registradora y se puso a teclear más números—. Yo habría jurado que sí.

Cuando le pedí a Matilda que me aconsejara qué hacer si alguna vez me encontraba con un conocido en una de esas salidas organizadas por S.E.C.R.E.T., me había dicho que la verdad siempre era mejor que una mentira. Sin embargo, yo había mentido.

—Bueno, como ya ha llegado Tracina, yo me marcho, Will. Hasta mañana —me despedí, lista para salir pitando.

—¡Cassie! —dijo él, sobresaltándome.

«Por favor, no me hagas más preguntas», supliqué en silencio.

Will me miró a los ojos.

—Gracias por el café —dijo.

Saludé con la mano y me fui.

—¡Cassie!

«¿Qué querrá ahora?». Volví sobre mis pasos y asomé la cabeza por la puerta del despacho.

—Estabas… muy bien la otra noche. Incluso diría que estabas muy guapa.

—Ah. Bueno. Gracias —respondí, ruborizándome como una adolescente.

Oh, Will. Pobre Will. Pobre café Rose. Habría que hacer algo pronto.

Era inevitable. Esa noche, a Tracina se le quedó atascado el tacón de uno de sus zapatos fosforescentes en una grieta de la acera. Sus dedos siguieron andando, pero el talón se quedó en su sitio, y el resultado fue un esguince en uno de sus tobillos de pajarito. Se lo habíamos advertido, y ella misma había reconocido el peligro de las grietas del pavimento y los riesgos de usar ese tipo de calzado en el trabajo. Pero la vanidad femenina es así, y así era la historia de mi vida, porque tuve que hacerme cargo de sus turnos de noche hasta que su tobillo hinchado como una bola volviera a sus delicadas dimensiones habituales. Me quejé amargamente a Matilda, que me había pedido que la mantuviera al corriente de mis horarios de trabajo. Yo esperaba que mi siguiente fantasía se desarrollara en la Mansión, y deseaba también que fuera pronto. Pero cada vez estaba más convencida de que aquel mes no habría ninguna fantasía para mí.

—No hay ningún problema —me había dicho ella—. Podemos programar dos fantasías el mes que viene.

Pero, aun así, los recuerdos de aquel encuentro en el club de jazz se estaban desvaneciendo. Deseaba vivir algo más.

Mientras limpiaba las mesas, no dejaba de dar las gracias a Dios por la Fiesta de la Primavera, porque no habría podido aguantar una semana entera de doble turno si el café hubiera estado tan frecuentado como siempre. Durante el día había una calma sepulcral, pero el anochecer proyectaba una sombra todavía más triste sobre nuestra parte de la ciudad. Había tan pocos clientes que la luz de las farolas se reflejaba en las paredes y los cristales, y creaba en el local la atmósfera solitaria de un cuadro. Will se había mudado temporalmente a casa de Tracina para ayudarla, por lo que tampoco podía contar con su presencia tranquilizadora en la planta de arriba. No me importaba. Tenía un par de buenos libros empezados e incluso me había animado a usar parte de mi tiempo libre para garabatear algunas ideas en el diario, puesto que escribir sobre mis fantasías era la única tarea que me había asignado S.E.C.R.E.T.

Justamente era eso lo que estaba haciendo, apoyada en la barra, cuando la campanilla de la puerta indicó que había entrado alguien: un cliente de última hora, supuse. Pero era el repartidor de la pastelería, lo que me sorprendió, porque solían venir a primera hora de la mañana, cuando Dell estaba presente para firmar los albaranes. Yo había mandado a casa a la cocinera unas horas antes, porque después de las siete sólo servíamos café y postre, y únicamente a los que estaban terminando la cena. Me volví y vi a un hombre joven, vestido con cazadora gris de algodón con capucha, que venía hacia mí sin decir ni una palabra empujando una carretilla cargada de cajas de bollos y pastelitos.

—Lo siento —dije, tras bajarme del taburete y esconder el diario detrás de la espalda—. ¿No es un poco tarde? Normalmente soléis venir por la ma…

Al pasar a mi lado, se quitó la capucha y me sonrió. Tenía el pelo muy corto, una cara de rasgos que parecían cincelados, ojos azul oscuro y antebrazos cubiertos de tatuajes. En mi mente apareció la imagen congelada de cada uno de los malotes del colegio que me habían robado el corazón.

—Voy a dejar esto en la cocina. ¿Vienes? —dijo, con la tablilla de los albaranes en la mano.

Tuve la sensación de que iba a recibir bastante más que dos docenas de rosquillas y una bandeja de tartaletas de lima. Unos segundos después, cuando el chico de los pasteles abrió de un empujón las puertas batientes de la cocina, que estaba a oscuras, oí un estruendo que me hizo alegrarme de que Will no estuviera en el piso de arriba. Y la cacofonía no estalló de una sola vez, sino que se fue desarrollando por fases: primero, un choque; después, una serie de golpes; finalmente, una pesadilla metálica.

—¡Dios mío! —grité, acercándome a la puerta de la cocina, mientras oía sus quejidos—. ¿Estás bien?

Abrí la puerta y me topé con un cuerpo, con su cuerpo, que se movía un poco. Busqué a tientas en la pared, encontré el interruptor del fluorescente y, al encender la luz, lo vi tirado en el suelo, agarrándose las costillas. Tartaletas y bollitos de diferentes tonos pastel cubrían el suelo, en un reguero que conducía hasta el frigorífico.

—Me parece que la he cagado —gruñó.

Me habría echado a reír, pero mi corazón aún no se había calmado lo suficiente.

—¿No te has roto nada? —pregunté, acercándome cautelosamente a él, como si fuera un perro arrollado por un coche que pudiera huir si hacía movimientos bruscos.

—No, creo que no. Perdona por el estropicio.

—¿Eres uno de los tipos de…, ya sabes?

—Sí. Se suponía que tenía que «tomarte por sorpresa». ¡Tachán! ¡Ay! —exclamó, masajeándose el codo y cayendo otra vez al suelo, con una caja de pastel de nueces pecanas a guisa de improvisada almohada.

—Bueno, en cierto modo me has tomado por sorpresa —dije, riendo ante el desastre que había causado en la cocina. Por lo visto, su carretilla había tropezado con la isla de la cocina de Dell y el golpe había enviado volando al suelo todas las ollas y cacerolas que había en ella.

—¿Necesitas que te ayude? —le pregunté, tendiéndole la mano.

¡Qué cara tan preciosa! Si hubiera sido posible que un rufián se convirtiera en ángel, habría tenido exactamente su rostro. Debía de tener unos veintiocho años, treinta como máximo, y un leve acento cajún, típico de Nueva Orleans, sexy a más no poder. Se abrió la cremallera de la cazadora, se la quitó con un movimiento de hombros y la dejó en el suelo, para verse mejor el codo herido. No pareció importarle que yo pudiera entrever bajo la camiseta blanca un torso de boxeador, y unos brazos y hombros cubiertos de enrevesados tatuajes.

—Voy a tener un moratón espectacular mañana por la mañana —dijo, poniéndose de pie junto a mí.

No era alto, pero su atractiva animalidad le confería una presencia increíble. Tras sacudirse los últimos vestigios de dolor, se estiró hacia atrás como un gato y me miró de arriba abajo.

—¡Vaya! Eres muy guapa —dijo.

—Me parece… que tenemos un botiquín de primeros auxilios por aquí, en alguna parte.

Cuando pasé a su lado de camino al despacho de Will, me agarró por el codo y me atrajo hacia él con suavidad.

—¿Qué me dices? ¿Quieres?

—¿Si quiero qué? —pregunté. Avellana. Sus ojos eran definitivamente de color avellana.

—¿Quieres dar este paso conmigo?

—Eso no es lo que tienes que decir.

—Mierda —dijo él, tratando de recordar.

Aunque era muy mono, no era muy despierto, pero imagino que me dio igual.

—Se supone que tienes que preguntar: ¿aceptas este paso?

—Eso mismo. ¿Aceptas este paso?

—¿Aquí? ¿Ahora? ¿Contigo?

—Sí. Aquí. Ahora. Conmigo —respondió él, ladeando la cabeza y contemplándome con una sonrisa traviesa. Pese a su aspecto tosco y a la cicatriz que le atravesaba el labio superior, tenía los dientes más blancos que había visto en mi vida—. ¿Vas a hacerte de rogar? —añadió—. Bueno, de acuerdo. ¡Por favor, por favor, por favor!

Yo lo estaba pasando muy bien. Más que bien. Y decidí prolongarlo un poco más.

—¿Qué vas a hacerme?

—Esta respuesta me la sé —replicó él—. Voy a hacerte todo lo que tú quieras y nada que tú no quieras.

—Bien dicho.

—¿Lo ves? No soy un desastre total… —¡Era tan tierno y sexy!—. Entonces ¿qué me dices? ¿Aceptas el paso?

—¿Cuál es?

—Mmm… el tres, creo. ¿Confianza?

—Sí, claro —dije yo, contemplando los destrozos de la cocina—. Te presentas aquí cuando estoy a punto de irme a casa y dejas la cocina en un estado que me obligará a quedarme limpiando toda la noche. —Me apoyé las manos en las caderas y lo miré con gesto dubitativo, como si de verdad tuviera que pensar la respuesta. Me estaba divirtiendo muchísimo—. ¿En serio piensas que puedes pedirme…?

—No te entiendo. ¿Me estás diciendo que no aceptas el paso? —Hizo una mueca que parecía de auténtico dolor—. Mierda. Lo he echado todo a perder.

Al cabo de una larga pausa, dije:

—No, era broma… Acepto el paso.

—¡Uf! —suspiró, aliviado, y se puso a aplaudir de una manera que me hizo reír—. No te defraudaré, Cassie —dijo, mientras apagaba los fluorescentes.

Nos quedamos en penumbra; la única luz provenía del cálido resplandor de las farolas de la calle, que se colaba por la ventana abierta entre la cocina y el comedor. Se acercó a mí y me cogió la cara entre las manos.

Al final, lo que me sorprendió no fue su llegada a última hora del día, ni su accidente con las cacerolas en la cocina, sino eso. Ese beso. De pronto me tenía contra la fría pared de baldosas, apretándose contra mí con la fuerza suficiente para hacerme saber que iba en serio. ¡Dios! Lo sentí endurecerse contra mi vientre. Un segundo después, mi blusa yacía en el suelo, al lado de su cazadora. Las dos primeras veces no había habido besos y yo no los había echado de menos. Pero lo de esta vez fue completamente diferente. Se me ablandaron las rodillas hasta el punto de que me habría caído al suelo si él no me hubiera sujetado por la cintura. ¿Cuándo me habían besado así, de ese modo, con aquella urgencia? Nunca en toda mi vida.

Su lengua exploraba mi boca con una necesidad tan intensa como mis deseos. Su saliva sabía lejanamente a mi chicle favorito de canela. Tras prolongar ese beso unos segundos más, me mordió con suavidad el labio inferior, y entonces su preciosa boca se apartó de la mía y bajó por el costado de mi cuello, besándome y explorando, hasta posarse justo encima de la clavícula. Allí me besó de una manera imperiosa que me hizo suspirar. Sus manos iban por delante de su boca, abriéndole camino, de modo que cuando liberaron mis pechos del sujetador, su boca sedienta también fue hacia allí. Sus labios viajaron en torno a uno de mis pezones, hasta endurecerlo, y entonces salieron en busca del otro, mientras me deslizaba una mano por delante de los vaqueros, para descubrir lo que yo ya sabía: que estaba totalmente mojada. Dejó de besarme y me miró a los ojos, mientras me exploraba con los dedos. Su mirada era vidriosa e intensa. Después, retiró la mano de mis pantalones y se metió un dedo en la boca. Estuve a punto de correrme justo entonces.

—Me muero de hambre. Quítate los vaqueros, ¿quieres? Voy a poner la mesa.

Su mirada de fiera, la pátina de sudor que brillaba sobre su cuerpo perfecto, su sonrisa traviesa… ¡Dios, ese chico me volvía loca! Eché una mirada a los dulces y cremosos pasteles desparramados por el suelo.

—¿Aquí? ¿En la cocina? —pregunté, mientras me soltaba el cinturón.

—Aquí mismo.

Su brazo tatuado barrió los últimos restos del accidente de la encimera de Dell. Los cazos, ollas y cuencos de metal, y todos los utensilios de plástico, cayeron al suelo con estruendo. Después, cogió un mantel de cuadros del estante de abajo y lo extendió sobre la superficie metálica. Me quité los pantalones y allí me quedé, con los brazos cruzados sobre mi desnudez.

—¿Sabes qué hay de postre? —dijo, volviendo la cara hacia mí con una ceja arqueada—. Tú.

Dio unos pasos hacia mí, me rodeó con sus brazos y me volvió a besar. Después, me levantó suavemente y me sentó sobre la encimera, con las piernas colgando. Vi que se dirigía hacia la cámara frigorífica y se metía en su interior.

—Vamos a ver… —dijo.

Salió con varios recipientes y con el dispensador de nata.

—¿Qué demonios piensas hacer? —le pregunté.

—Tú cierra los ojos.

Se me acercó y tiró de mis tobillos hasta situarme sobre el borde de la mesa. Después me separó las piernas con una facilidad embarazosa. Solté un grito mezclado con una risita, que se convirtió en una sofocada exclamación de asombro cuando se puso a echarme nata montada en el ombligo. A continuación, dejó caer una bola de nata en cada uno de mis pezones y, con expresión seria, se apartó para contemplar su obra.

—¡¿Qué haces?!

—El postre. Aunque no te lo creas, soy repostero en la vida real. Veamos…, una cosita más…

Entonces trazó una línea de nata montada desde el ombligo hasta el final. A continuación, cogió el recipiente de la crema de chocolate y con mucha suavidad me untó un poco. Alargó un brazo y cogió una cereza al marrasquino, que me puso con cuidado sobre el ombligo. Yo hacía lo posible para dejar de reírme, pero no podía. Todo estaba frío, me hacía cosquillas y a la vez me excitaba muchísimo. Estuvo contemplando un momento su obra y finalmente se inclinó, me acercó la boca al vientre, se comió la cereza y lamió la nata hasta limpiarme el ombligo del todo. Después me untó los pechos con el chocolate cremoso mientras proseguía el ávido descenso de su boca. Sus manos pegajosas no tardaron en ir detrás, bajando por el pecho y el vientre hasta separarme las piernas. Tenía la lengua grande y caliente. Al principio no hizo más que lamer, sin llegar a tocarme con los labios, y yo sentí que me iba a morir si no lo hacía. Finalmente, pegó su boca a mi piel y empezó a mover la lengua, suave, caliente y pegajosa, alrededor de mi sexo, sumiéndome en una especie de neblina hipnótica. Sentí que sus dedos me hacían cosquillas por fuera. Su firmeza era el complemento perfecto de la húmeda suavidad de los lametazos que me iban limpiando de toda la nata que me cubría. Me moría por correrme como nunca hasta entonces. Me llevó tan rápidamente hasta el borde del éxtasis que tuve que agarrarme a la encimera para conservar la estabilidad.

Y entonces paró.

—¿Por qué paras? —conseguí articular, casi sin aliento. Bajé la vista hacia sus ojos anhelantes y vi que se limpiaba la nata de la mejilla con el dorso de la mano.

—Cassie, ¿has sentido lo que te he hecho con la lengua?

¡Claro que lo había sentido! ¡Casi me vuelvo loca!

—Sí —dije, con tanta calma como pude.

—Quiero que te lo hagas tú misma, con los dedos. Delante de mí. Para que yo lo vea.

—¿Qué es lo que quieres que haga?

La cabeza me daba vueltas mientras lo miraba. Aún tenía la cara adorablemente manchada de nata montada.

—Quiero que te toques tú misma.

—Pero… no sé hacerlo muy bien, de verdad. Soy un desastre. Puedo empezar, pero después siento… No sé… Y, además, contigo mirando…

—Dame la mano.

Aunque no lo veía claro, puse mi mano sobre la suya. Él la agarró con firmeza y la guió hacia el calor y la humedad. Aisló mi dedo índice, lo colocó sobre mi sexo y, acercando su boca, volvió a humedecerme. Dirigió mi dedo en círculos mientras su lengua se movía alrededor como un remolino. ¡Dios santo! Fue increíble.

—No sé qué sabe mejor, si la nata o tú —dijo.

Una vez que encontré el ritmo, me soltó la mano y mis dedos siguieron solos mientras él movía suavemente la boca sobre mí. Sus manos me aferraron los muslos por dentro y los presionaron contra la mesa. Se apartó un segundo y me miró. Yo estaba al borde del clímax. Eché la cabeza hacia atrás, intentando abarcar y hacer mías todas las sensaciones. Él me siguió mirando un rato mientras yo me tocaba, y después su boca volvió a reunirse con mis dedos.

—¿Lo sientes? ¿Te gusta? —me preguntó, entre ardientes lametazos.

—¡Sí, sí! —dije, disfrutando de cada uno de sus movimientos y combinándolos con los míos. No sabía muy bien de dónde venía el orgasmo, pero sabía que se estaba formando en un lugar diferente y nuevo, en algún sitio en las profundidades de su boca, detrás de su lengua, húmeda, que estaba sacando a la luz algo procedente de lo más hondo de mi ser. Me metió los dedos hasta que ya no pudieron entrar más y, mientras su otra mano me mantenía abiertos los muslos, el placer incendió cada fibra de mi cuerpo. Él sentía crecer la energía en mi interior.

—¡No! —exclamé, casi asustada de lo que estaba a punto de suceder, como si fuera a ser excesivo, y entonces un relámpago blanco y caliente me atravesó el cuerpo, obligándome a levantar las caderas. Fue la señal para que él apartara mi mano y se pusiera a lamerme y a chuparme con vigor.

»Diosmíodiosmíodiosmíodiosmío —fue lo único que conseguí mascullar, serpenteando sobre la resbaladiza encimera sin miedo a caerme, embriagada de placer.

Él me agarró con fuerza y me mantuvo en mi sitio, hasta notar que yo ya estaba bajando de la cima. Cuando mi orgasmo pasó, él se enjugó el sudor de la cara con el interior de mis muslos.

—¡Vaya, Cassie! ¡Ha sido muy fuerte! ¡Lo he notado!

—Sí, muy fuerte —respondí, llevándome un brazo a la frente, como si acabara de despertar de un sueño.

—¿Quieres hacerlo de nuevo?

Me eché a reír.

—No creo que sea capaz de hacer eso nunca más.

Se separó de mí, cogió un par de toallas del estante de debajo de la encimera y las remojó unos segundos en el agua tibia del fregadero, junto al frigorífico.

—Claro que serás capaz.

—¿Dónde te encontraron? —pregunté, mientras me sentaba lentamente.

—¿Quiénes?

Dejé las piernas colgando por un lado de la encimera mientras él volvía y me limpiaba suavemente la nata pegajosa con una toalla tibia.

—Las mujeres de S.E.C.R.E.T.

—No te lo puedo decir, a menos que seas miembro.

Con la otra toalla, empezó a limpiarme la cara y las manos. Era concienzudo y suave a la vez.

—¿Tienes hijos? —le pregunté, sin que viniera a cuento.

Hubo una larga pausa.

—Tengo… un hijo. Estamos hablando demasiado, Cassie.

Podía imaginarme perfectamente a su hijo: un niño idéntico a él, pero con mofletes y sin tatuajes.

—¿Te pagan por esto?

Había llegado a los brazos y me estaba pasando la toalla con suavidad por las muñecas.

—Claro que no. No necesito que me paguen para hacer lo que acabo de hacer. Te lo haría encantado siempre que tú quisieras.

—Entonces, ¿tú qué ganas con esto?

Paró un momento, con mi mano envuelta en la toalla, y se me quedó mirando a los ojos con expresión seria durante unos segundos.

—No lo sabes, ¿verdad?

—¿Qué es lo que no sé?

—Lo guapa que eres.

Me quedé sin habla, con el corazón a punto de estallar. No tuve más remedio que creerle. ¡Parecía tan sincero! Terminó de limpiarme y se echó las toallas sucias por encima del hombro. Levantó su cazadora del suelo. Me pasó mi ropa y los dos nos vestimos.

—Déjame que te ayude a limpiar —dijo, mientras empujaba con un pie hacia el centro de la habitación un cubo de basura vacío.

Tardamos diez minutos en tirar todas las cajas destrozadas, aunque logramos salvar dos. Llené con agua caliente un cubo para fregar el suelo y le dije que podía ocuparme del resto.

—No quiero irme, pero tengo que hacerlo. Son las reglas. Gracias por el postre. Y por la costilla fisurada. Y por el codo roto —añadió, acercándose a mí poco a poco.

Al principio dudó, pero al final dio un paso al frente y me plantó un decidido beso en los labios.

—Me gustas —dijo.

—Tú también me gustas —repliqué, sorprendida de oírmelo decir en voz alta—. ¿Nos veremos de nuevo?

—Es posible, pero todas las probabilidades están en mi contra.

Entonces salió por la puerta de la cocina, me guiñó un ojo y se fue del café. Lo vi alejarse a paso rápido por la calle oscura después de que la campanilla de la puerta marcó su salida.

Pensé que me había deshecho de todas las pruebas de mi aventura. Pero, a la mañana siguiente, vi que Dell estaba limpiando la encimera de acero inoxidable con una bayeta y un detergente especial. Quizá fueran imaginaciones mías, pero mientras ella frotaba me pareció advertir que me lanzaba una mirada reprobadora, como diciendo: «No sé cómo ha llegado a mi encimera la huella de un culo, pero no pienso preguntarlo».

Recorrí la cocina en busca de mi bandeja y, en cuanto la encontré, salí por la puerta, aunque sólo para toparme con otros ojos acusadores, que esta vez eran los de Matilda. Estaba sentada a la mesa ocho, totalmente inmóvil. Me acerqué a ella.

—¿Qué estás haciendo aquí? —susurré, mirando a mi alrededor.

—¿Por qué lo dices, Cassie? Éste es uno de mis cafés favoritos de Nueva Orleans. ¿Tienes un segundo para hablar?

—Sí, pero sólo un segundo —mentí, mientras dejaba la carta sobre la mesa—. Estamos muy atareados. Una de las camareras está de baja y estoy trabajando como una loca.

A decir verdad, quería evitar la conversación con Matilda, porque tenía miedo de haber quebrantado las reglas. La noche anterior había hablado demasiado con aquel hombre y le había hecho preguntas personales. A mi alrededor, el comedor estaba vacío. Todavía faltaba media hora para que llegaran los primeros clientes que solían desayunar en el café. Probablemente, Will estaría todavía en casa de Tracina, pues sabía que yo me encargaba del primer turno. Me dejé caer en la silla sintiéndome culpable, aunque no sabía por qué.

—¿Te divertiste anoche con Jesse? —preguntó Matilda.

—¿Jesse? ¿Así se llama?

Sentí mariposas en el estómago.

—Sí. Jesse. Ante todo, lamento si te sorprendió al llegar tan tarde.

—Al final todo salió muy bien. Realmente muy bien —añadí, bajando la mirada—. Él me… me gustó mucho.

—También he venido por eso. Creo que tú también le causaste muy buena impresión a él, Cassie.

El corazón me dio un pequeño salto, aunque todo seguía siendo extrañamente improbable.

—A veces pasan estas cosas. Hay una conexión. Se produce un clic y quieres saber más de la otra persona. Yo puedo arreglarlo si te apetece volver a quedar con Jesse, si eso es lo que quieres. Pero si te decides a hacerlo, será el final. Tu viaje con nosotras habrá terminado en el paso tres. Quedarás fuera de S.E.C.R.E.T., y él también.

Tragué saliva.

—Si quieres que te sea sincera —añadió—, no me ha parecido que ese Jesse sea tu tipo de hombre. No me malinterpretes. Es atractivo, pero…

—¿Está casado?

—Divorciado. Pero no puedo decirte nada más, Cassie. Piénsalo. Tienes una semana.

—¿Él…? ¿A él… le gustaría verme de nuevo?

—Sí, quiere verte —respondió ella, con cierta tristeza—. Lo ha dicho claramente. Escucha, Cassie. Yo no puedo decir lo que tienes que hacer, pero… estás floreciendo. Lo veo, se te nota. Me fastidiaría que lo dejaras ahora, casi al comienzo del recorrido, por un hombre del que no sabes nada y sólo porque has pasado una noche fantástica.

—¿Sucede muy a menudo?

—Muchas mujeres ponen fin prematuramente a su exploración personal. La mayoría lo lamenta. Y no solamente en S.E.C.R.E.T. También en la vida.

Matilda apoyó su mano sobre la mía justo cuando vi a Will corriendo por la acera en dirección a la furgoneta del restaurante, que Tracina estaba intentando aparcar en paralelo en un espacio diminuto. Incluso desde donde yo estaba sentada, se veía que no era buena idea.

—¡Para! ¡Déjalo ya! ¡Te dije que me esperaras! —le gritó él.

No pude oír la respuesta de Tracina, pero sé que fue contundente. La furgoneta estaba atravesada en la calle, bloqueando el tráfico.

Pensé que así era tener novio, y que así era ser la novia de alguien. Pasas el día saltando de la gloria a la decepción, y del amor al resentimiento, y cada uno de tus actos pasa por la aprobación o la censura de otra persona. Esa otra persona no es tuya, ni tú le perteneces, pero eres responsable de todos sus impulsos y deseos, algunos de los cuales nunca podrás satisfacer. ¿Era eso lo que quería yo en ese momento? ¿Deseaba ser la novia de alguien? ¿Acaso sabía algo de ese tipo llamado Jesse? ¿Un repostero con los brazos tatuados que vivía Dios sabe dónde y tenía un hijo? Sí, había química entre nosotros. Pero, aun así, ¡apenas lo conocía!

Mientras pensaba en todo eso, vi que Tracina bajaba de la furgoneta mal aparcada y cerraba la puerta de un golpe. Le puso las llaves a Will delante de la cara y después las dejó caer a sus pies.

Él las cogió del suelo y se quedó un momento inmóvil, mirando fijamente hacia adelante.

—¿Sabes qué? —dije, volviéndome una vez más hacia Matilda—. No necesito más tiempo para pensarlo. Sé lo que quiero hacer. Quiero seguir con S.E.C.R.E.T. Quiero más.

Matilda sonrió y, con mucha suavidad, me colocó en la palma de la mano el amuleto del paso tres y me la cerró.

—Jesse olvidó darte esto. Pero creo que soy la persona indicada para entregártelo.

Leí la palabra grabada en el amuleto: confianza. Sí. Pero ¿confiaba yo en haber tomado la decisión correcta?

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