S.E.C.R.E.T.

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Tres semanas después de mi conato de retirada, la tarjeta del paso cuatro me llegó de la manera tradicional: por correo. Después de recoger la carta, corrí escaleras arriba subiendo los peldaños de dos en dos, tan entusiasmada de ver el sobre como de imaginar la siguiente fantasía. Era como recibir cada mes una invitación para una fiesta increíble. El recuerdo de Jesse se insinuaba de vez en cuando en mis pensamientos y casi siempre me preguntaba cómo habrían imaginado las mujeres de S.E.C.R.E.T. que un pastelero lleno de tatuajes era mi tipo de hombre. Pero habían acertado. El episodio con aquel chico me ayudó a comprender que llevaba toda la vida fijándome en la misma clase de hombres, y que por culpa de ello me había perdido muchas cosas. No lamentaba mi decisión de permanecer en S.E.C.R.E.T. Estaba descubriendo demasiado sobre mí misma como para dejarlo. Aun así, cada vez que volvía a ver en un destello los brazos o la sonrisa traviesa de Jesse, un estremecimiento me recorría todo el cuerpo.

Desgarré el sobre marrón y de su interior cayó otro más pequeño y adornado. Era el de mi tarjeta del paso cuatro, con la palabra generosidad elegantemente impresa en el dorso. Contenía una invitación para cenar en la Mansión, el segundo viernes del mes. Decía, literalmente, que nos servirían comida casera. La Mansión y comida casera. ¡Eso sí que era generosidad! Sin embargo, el código de vestimenta resultaba extrañamente detallado: «Se ruega asistir con pantalones negros de gimnasia, camiseta blanca, el pelo recogido en una coleta, zapatillas deportivas y muy poco maquillaje». En parte fue una decepción, porque iba a visitar la Mansión pero sin poder ponerme nada ultrasexy ni sofisticado. Bueno, al menos no tendría que ir de compras. Y, al fin, podría entrar en la Mansión, ese mítico lugar que había cautivado mi imaginación de dos maneras distintas: una buena y otra ligeramente espeluznante.

Unos golpes en la puerta interrumpieron mis pensamientos. ¡Will! Le había prometido que lo acompañaría a una subasta de material de hostelería en Metairie. Necesitábamos bandejas, sillas nuevas para reemplazar las que tenían el tapizado deshilachado y una mesa más firme, porque la nuestra había empezado a bailar sin motivo aparente. Además, Will estaba buscando una máquina de amasar y una freidora; queríamos preparar nosotros mismos los bollos y los pasteles, e incluso los buñuelos. En circunstancias normales, le habría pedido a Tracina que lo acompañara, pero a ella aún le molestaba el tobillo. Ya no necesitaba muletas, pero iba cojeando por el comedor, como si pretendiera que Will se sintiera culpable por el accidente. Incluso había comentado en tono risueño que, de no haber sido porque estaban saliendo, lo habría llevado a juicio, y no estoy segura de que fuera una broma. Me había tocado hacer de novia sustituta de Will por un día.

—¡Ya voy! —grité.

Metí el sobre pequeño en el otro más grande y lo escondí debajo del edredón. Corrí a abrir e interrumpí a Will, que había empezado a golpear la puerta por segunda vez. Por mucho que Tracina me sacara de quicio, tenía que reconocer que gracias a ella Will vestía mucho mejor. Incluso lo había convencido para que llevara el pelo un poco más corto.

—¡Hola! Ven, pasa.

—No, estoy aparcado en doble fila. Baja cuando estés lista. ¿No has oído el claxon?

—No, perdona. Estaba… pasando la aspiradora.

Will echó una mirada al desorden de mi casa y a mi cuarto de estar, por donde hacía tiempo que no pasaba ninguna aspiradora.

—Claro —dijo—. Te espero abajo.

Estuvo distante y distraído durante todo el trayecto. En cuanto sonaba por la radio una canción que no le gustaba o ponían un anuncio muy ruidoso después de una canción buena, cambiaba de emisora.

—Pareces nervioso —dije.

—Estoy un poco alterado, sí.

—¿Te ha pasado algo?

—¿Te importa?

—¿Qué quieres decir con eso? Soy tu amiga. ¿No puedo preguntar?

Guardó silencio durante el kilómetro siguiente. Al ver que no decía nada, volví la cabeza y me puse a mirar el paisaje. Pero al final no pude más.

—¿Están bien las cosas con Tracina? El otro día vi que discutíais por lo de la furgoneta.

—Todo está estupendamente, Cassie. Gracias por preguntar.

¡Vaya! No recordaba que Will hubiera estado nunca tan cortante conmigo.

—Muy bien —dije—. No pienso entrometerme más. Pero si hubiese sabido que ibas a estar tan poco sociable, no habría venido. Es domingo. Mi día libre, ¿recuerdas? Pensé que iba a ser divertido, pero…

—¡Cuánto lo siento! —me interrumpió él—. ¿No te estás divirtiendo? Debería esforzarme un poco más para divertirte. También debería dejar de interrumpir tus divertidas conversaciones en horario de trabajo con tus nuevas amistades.

Se refería a Matilda. Le había dicho que dejara de venir al restaurante con tanta frecuencia, pero el otro día, después de nuestra conversación sobre Jesse, Will me había advertido que no estaba bien que me sentara con los clientes cuando estaba trabajando.

—Es una clienta habitual y nos estamos haciendo bastante amigas, eso es todo. ¿Qué tiene eso de malo?

—¿Una clienta habitual que te regala joyas a juego con las suyas?

Echó un vistazo a la pulsera, que tenía apoyada sobre el muslo. Me encantaban el acabado martillado y el lustre del oro pálido. Era tan bonita que no podía dejar de ponérmela desde que empecé a reunir amuletos.

—¿Ésta? —pregunté, levantando la muñeca—. Ésta me la dio… un amigo suyo que las fabrica. Se la compré a él. Me gustaba la suya y quise tener una. Las chicas somos así, Will.

Esperé que mi explicación le pareciera convincente.

—¿Cuánto te costó? Parece oro de dieciocho quilates.

—Tenía dinero ahorrado. Pero eso a ti no te importa.

Suspiró y volvió a guardar silencio.

—Resulta que ahora no puedo hablar con los clientes. Es eso, ¿no? —proseguí—. Porque tengo que decirte que trabajo mucho y que ese restaurante también significa mucho para mí. Y sabes muy bien que haría cualquier cosa para…

—Lo siento.

—… cualquier cosa para…

—Escúchame, Cassie. He dicho que lo siento. De verdad. No sé por qué estoy tan… Las cosas van muy bien con Tracina. Pero ella pretende… Ella quiere ir más allá y yo no estoy muy seguro de estar preparado, ¿me entiendes? Por eso estoy un poco nervioso. Todo esto me saca de quicio.

—¿Habéis hablado de… boda?

Casi me atraganto con la palabra. ¿Por qué? Yo había rechazado a Will y era normal que quisiera casarse con la chica de la que estaba enamorado, ¿o no?

—¡No! ¡Dios, no! Hemos hablado de vivir juntos, pero… Sí, en definitiva, lo que ella quiere es que nos casemos.

—¿Y es eso lo que tú quieres, Will?

Era casi mediodía. El sol entraba a raudales por el techo solar y nos calentaba las coronillas. A mí me estaba mareando un poco.

—Claro que sí. Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué no iba a querer casarme con ella? Es una chica fantástica.

Estaba mirando al frente mientras conducía, pero por un instante se volvió hacia mí y me sonrió débilmente.

—Ya veo que tu pasión por ella es abrasadora —dije, y los dos nos echamos a reír.

Llegamos al aparcamiento de la casa de subastas. Estaba medio vacío, lo cual era una buena noticia: cuanto menos público hubiera, más bajos serían los precios.

—Ven, vamos a comprar unos cuantos trastos —dijo, mientras apagaba el motor y se disponía a salir del coche de un salto.

Sentí el impulso fugaz de quedarme sentada con él un momento, consolándolo, acariciándole el pelo y diciéndole que todo iba a salir bien y que sólo tenía que ser sincero consigo mismo. Pero también estaba un poco celosa. A Tracina no parecía preocuparle mi amistad con Will ni el tiempo que pasábamos juntos, lo cual en cierto modo era un poco humillante para mí. Yo sabía que no era un peligro para ella, pero una parte de mí deseaba que se sintiera un poco incómoda respecto a mi relación con Will y demostrarle que era una amenaza que debía tener en cuenta, aunque se tratara de una amenaza muy pequeña.

Sin embargo, no tuve ocasión de decir nada. Will ya iba camino de la casa de subastas, por lo que abrí la puerta del coche, me apeé y lo seguí.

El viernes tardó demasiado en llegar. Había sacado del armario unos pantalones de gimnasia nuevos de color negro y una camiseta blanca de tejido elástico, que pensaba ponerme por encima de un ceñido top negro sin tirantes. Tuve mucho cuidado para que Dixie no se acercara a los pantalones, porque ya me daba bastante vergüenza ir a la Mansión con ropa deportiva para encima tener que presentarme llena de bolas de pelo, como si fuera una señora mayor obsesionada con los gatos. Exactamente a la hora señalada, la limusina se detuvo delante de mi portal. Bajé corriendo y salí antes de que el chófer tuviera tiempo de llegar al timbre.

—Aquí estoy —dije, saludándolo sin aliento.

Con una mano enguantada, me dirigió hacia el coche y me abrió la puerta.

—Muchas gracias —repliqué, mientras me instalaba en el mullido asiento, echando una mirada a mi edificio.

En la planta principal, unos visillos de encaje se apartaron y volvieron a cerrarse. ¡Qué confusa estaría la pobre Anna!

Dentro de la limusina había una botella de champán y otra de agua en un cubo con hielo. Me serví un poco de agua, porque no quería llegar medio borracha. Eran las siete de la tarde y no había mucho tráfico, por lo que llegamos a la sede de S.E.C.R.E.T. en un santiamén. En mis visitas, solía entrar por la puerta lateral, la de la antigua cochera, separada por un muro de la finca principal. Pero esta vez el doble portón que conducía a la Mansión se abrió automáticamente para que accediera a la limusina. Cuando pasamos junto a la cochera noté que las luces de las cuatro buhardillas, en lo alto de la pared cubierta de hiedra, estaban encendidas. Me pregunté qué clase de trabajo estarían haciendo las integrantes de S.E.C.R.E.T. en la cochera un viernes por la noche y qué tipo de historias estarían urdiendo para mí y para otras mujeres que quizá también estuvieran siguiendo los pasos. ¿Habría más de una? ¿Sería yo la única? Tenía muchas preguntas, pero estaba segura de que Matilda no las contestaría, a menos que me convirtiera en miembro de S.E.C.R.E.T.

El jardín en torno a la antigua cochera era una maraña de arbustos y enredaderas, pero el parque que rodeaba la Mansión era perfecto e inmaculado, y emanaba un fulgor tan verde que le daba al césped recién cortado un aspecto casi artificial. En el aire flotaba el denso aroma de los rosales, que trepaban hasta media altura por los muros laterales de la Mansión formando una gigantesca crinolina en tonos rosas, amarillos y blancos. La fachada italianizante era típica de las casas más majestuosas del barrio, con gruesas columnas blancas que daban sombra al fresco porche y sostenían una terraza semicircular. Pero la Mansión era impresionante de una manera diferente a la de las casas vecinas. Y, aunque era hermosa, resultaba un poco distante, tal vez porque era demasiado perfecta. Los muros estaban revestidos de escayola gris claro con molduras blancas, y el porche se extendía por todo el perímetro del edificio. Pequeños balcones ornamentados enmarcaban los ventanales de la segunda y la tercera planta. Todo el lugar estaba iluminado desde dentro con un brillo cálido y tenue, que parecía acogedor y a la vez extraño. La limusina se detuvo delante de la entrada lateral, pero el camino empedrado seguía por una cuesta que llevaba al garaje, en el jardín trasero. Parecía un lugar del que nadie habría querido marcharse, pero donde tampoco habría sido posible quedarse a vivir.

Una mujer vestida con uniforme blanco y negro salió por la puerta lateral y me saludó con la mano. Yo bajé la ventana de la limusina.

—Tú debes de ser Cassie —dijo—. Me llamo Claudette.

Me había acostumbrado a esperar a que el chófer se bajara de la limusina y me abriera la puerta. Cuando salí del vehículo, noté que varios hombres con aspecto de guardaespaldas, todos con traje, corbata y gafas de sol, deambulaban por el jardín. Observé que uno de ellos estaba hablando por un auricular.

—Te está esperando en la cocina —me informó Claudette—. No dispone de mucho tiempo, pero está deseando conocerte.

—¿Quién? —pregunté, mientras la seguía. ¿Y qué había querido decir con eso de que no disponía de mucho tiempo? ¿Acaso la fantasía no era mía?

—Ya lo verás —respondió ella, apoyándome sobre el hombro una mano tranquilizadora, y me indicó que entrara.

El vestíbulo lateral tenía el suelo de mármol, con un diseño de pata de gallo en blanco y negro que continuaba por todo el pasillo. Una pequeña fuente flanqueada por dos querubines derramaba el agua en un estanque poco profundo. Había unos jarrones enormes con peonías y, a mi derecha, capté la imagen fugaz de un salón espectacular. Al pie de la escalinata vi a otro guardaespaldas, que estaba sentado en una silla leyendo el periódico.

—¿Podría esperar un momento fuera? —le preguntó Claudette.

El hombretón dudó un poco antes de decidirse a abandonar su puesto.

Avanzamos por un largo pasillo, siguiendo el sonido estruendoso de un tema de hip-hop, o quizá de rap; no habría podido decirlo, porque no sabía muy bien cuál era la diferencia. Mi corazón latía con fuerza. Sentía que no me había arreglado lo suficiente para el lugar donde me encontraba y me preguntaba por qué me habrían impuesto una indumentaria tan simple y corriente. Los guardaespaldas, las prisas, la música… Todo me resultaba bastante desconcertante. Nos dirigimos hacia lo que me pareció el fondo de la casa, pasando junto a una sucesión de pequeños sillones de aspecto mullido que flanqueaban un amplio pasillo.

El volumen de la música iba subiendo a medida que nos acercábamos a una doble puerta de roble. Vi que los cristales de las ventanas estaban cegados con papel negro. ¿Qué estaría pasando?

Claudette abrió una puerta y recibí de lleno el sonido de la música y un olor a sopa caliente, mariscos, quizá tomates, y también especias. Me volví para preguntarle qué estaba sucediendo y con quién me iba a encontrar, pero ya se había marchado, dejando solamente el balanceo de la puerta tras ella. Miré a mi alrededor: la cocina estaba decorada como una antigua despensa, con las relucientes paredes lacadas de blanco hasta media altura, y de negro en la parte de arriba. Había docenas de cazos de cobre suspendidos sobre la isla de fogones que ocupaba el centro de la sala. Los electrodomésticos eran del tamaño de pequeños automóviles y, aunque tenían un aspecto vintage, en realidad eran muy modernos. El frigorífico Sub-Zero era como el que teníamos en el restaurante, sólo que mucho más nuevo y potente. La cocina era de hierro forjado, con ocho fogones. Nada que ver con la nuestra. Era el tipo de cocina que uno esperaría encontrar en un castillo.

Entonces apareció él delante de los fogones, sin camisa y de espaldas a mí. No lo había visto antes porque estaba agachado, ajustando una llama. Estaba revolviendo algo en una olla grande que crepitaba sobre el fuego mientras hablaba en voz alta por un teléfono que sostenía entre el hombro y la oreja. En la espalda desnuda se le marcaban los músculos de una persona naturalmente atlética, que no necesita machacarse en un gimnasio. Su piel morena era perfecta y los vaqueros abolsados tenían el talle bajo, pero no demasiado, sólo lo suficiente para revelar una cintura increíblemente esbelta. Hablaba y revolvía al mismo tiempo.

—Perdón —dije yo por encima de la música estruendosa, pero no lo bastante como para que me oyera y se volviese.

—No digo que no me guste la canción en sí —estaba diciendo—, sino únicamente ese puente. Escucha. —Esperó un compás y levantó el teléfono en el aire—. ¿Lo oyes? Falla el muestreo. ¿Le has preguntado si podía contratar a Hep para arreglarlo? Ya sé que está trabajando en su álbum, pero se lo podríamos pedir como favor personal.

Se volvió hacia mí, un poco sorprendido al ver que llevaba un rato ahí sin que él lo hubiera notado. Me miró de la cabeza a los pies, con la mano libre apoyada en la cadera. Tenía los abdominales como piedras. Intenté no mirárselos, pero no era fácil. Era la perfección misma. Eché un vistazo por encima del hombro a la doble puerta de roble. Sin dejar de prestar atención a la conversación telefónica, el hombre me sonrió de una manera que sólo está al alcance de los que han nacido con carisma para dar y tomar. Su sonrisa alteró la temperatura de la habitación, literalmente. Después levantó un dedo para indicarme que tardaría «sólo un minuto más». Tenía un aire familiar. Aquella sonrisa, aquellos ojos oscuros un poco somnolientos…

—Dile que le pagaré el doble si mezcla el single conmigo —prosiguió, con el teléfono otra vez apoyado en el cuello, pero sin dejar de mirarme, haciendo que me acordara otra vez con angustia de mi ropa y de mi aspecto. No era muy alto, pero tenía el porte de un gigante, como si fuera una persona muy famosa, aunque era evidente que no podía serlo de verdad—. Lo alojaremos en el Ritz. Tiene que ser en Francia, porque es donde estamos produciendo el álbum. —Tapó el auricular y susurró—: Lo siento mucho. Sólo un minuto más. Ponte cómoda, Cassie.

¡Sabía mi nombre! Siguió hablando:

—No lo sé. Dos días, quizá. Tengo que visitar a mi abuela en Nueva Orleans. Después salgo para Nueva York y después me voy a Francia. La gira empieza dentro de ocho semanas, pero quiero tener grabadas las pistas de dos singles… Sí… Para lanzarlos durante la gira… No importa. Dile que tengo más, si hace falta. Vamos a grabar ese álbum como sea.

Se acordó de que tenía que seguir revolviendo el contenido del cazo y entonces me volvió la espalda y probó el guiso con una cuchara. Se movía como en su propia casa, sabía exactamente en qué cajón estaba cada utensilio. Cada vez que revolvía la olla o cogía una pizca de sal los músculos de la espalda y de los brazos se le tensaban y se ondulaban. La música era hipnótica, y de vez en cuando se le veía atrapado en el ritmo, como si lo inundara y lo hiciera moverse desde dentro. Con el teléfono sujeto aún entre el hombro y el oído, se volvió y se acercó a mí con una cuchara llena de sopa en una mano y la otra por debajo, para que no se derramara el líquido.

—Estoy probando la receta de mi abuela. Sí. Te guardaré un poco. Ahora voy a estar ocupado una hora, más o menos —dijo, soplando la sopa en la cuchara antes de acercármela a la boca.

Probé un poco, con cautela. ¡Era gumbo, el plato típico de Nueva Orleans! ¡Dios mío! Estaba exquisito, mejor que el que hacía Dell, y, de hecho, mejor que cualquiera de los que había probado.

—Mejor calcula dos horas. Te llamaré cuando esté de vuelta en el hotel. Sí. Adiós.

Dejó la cuchara, colgó el teléfono y se volvió hacia mí. Y se quedó ahí parado, sin decir nada, ni una palabra, durante al menos diez segundos. Parecía totalmente seguro de sí mismo, allí, de pie, sin hablar, mirándome de arriba abajo, con la música sonando de fondo. Tenía que ser alguien conocido. Estaba segura. Decidí romper el hielo.

—Espero no haber interrumpido nada importante —dije por encima de la música. Él cogió un mando a distancia, lo levantó por encima de mi cabeza y bajó el volumen, pero no respondió—. ¿Quién eres? —insistí.

Me pareció que iba a decir algo, pero simplemente se rió y meneó la cabeza.

—Soy quien tú quieres que sea, nena.

—Pero… esos guardaespaldas de ahí fuera. Están aquí por ti, ¿verdad?

Entonces volvió a menear la cabeza y a sonreír con su sonrisa de niño tímido.

—Sin comentarios —dijo—. No hemos venido a hablar de mí. Hemos venido a hablar de… lo que llevas puesto. Háblame un poco de la ropa que llevas —dijo, cruzando los brazos sobre el pecho con uno de los pulgares apoyado en los labios.

Salió de detrás de los fogones y se situó a unos tres metros de mí, observándome como si aquello fuera una especie de audición. Se me ablandaron las rodillas al ver la hebilla de su cinturón. Intenté no mirar, pero era un hombre tremendamente atractivo. Me sentí tonta y vieja, con mis estúpidos pantalones de gimnasia.

—Hum… Me dijeron que me pusiera esto —dije, bajando la vista hacia mis tristes zapatillas deportivas.

—Está muy bien. Cuando les hablé de «una mamá que lleva a su hijo al entrenamiento de fútbol» no pretendía que se lo tomaran tan al pie de la letra, pero tengo que reconocer que esto se acerca bastante a lo que tenía en mente, sólo que el resultado es mucho más sexy de lo que había imaginado.

—¿Puedo? —pregunté, señalando un taburete al lado de la cocina. Estaba temblando tanto que temía desplomarme si no me sentaba.

—Por supuesto. ¿Te gusta el gumbo?

Cogió la cuchara y volvió al fogón, para revolver un poco más la olla.

—Me encanta. Es… verdaderamente delicioso. Ejem… ¿Vas a cocinar para mí? Porque…, verás…, no recuerdo haber hablado de ninguna fantasía que tuviera que ver con la cocina.

—Yo voy a cocinar para ti y tú harás algo para mí —contestó, señalándome con la cuchara.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Creía que la fantasía era mía.

—¿Vamos a discutir? —preguntó, con un descaro petulante que me ablandó todavía más las rodillas. No parecía un hombre habituado a que le dijeran que no.

—¿Me dirás cómo te llamas? —le pregunté, sintiéndome más audaz.

—Para el trabajo uso un nombre diferente, pero el verdadero es Shawn.

Apagó el fuego, rodeó la cocina y se detuvo delante de mí. Llevaba el pelo cortado casi al cero. En la muñeca derecha tenía una maraña de pulseras de cuero, bandas elásticas y una cadena de oro más gruesa y brillante que la mía. Ningún amuleto. Percibí una nota almizclada en el aroma de su piel, que seguramente procedía de un frasco muy caro.

Apreté los dientes. Su descaro estaba haciéndome descubrir algo en mí que no conocía, algo nuevo y salvaje.

—¿No vas a decirme quién eres?

—Eso tienes que averiguarlo tú. Más adelante. Ahora mismo, soy tu fantasía de «sexo con alguien famoso». Pero esto es S.E.C.R.E.T., ¿recuerdas?, y aquí las cosas suelen funcionar en ambos sentidos, como probablemente estarás descubriendo. Así que, ¿aceptas este paso?

—¿Quieres decir que mi fantasía, de algún modo, también es la tuya?

—Así es.

—¿Y tengo que creerme que eres famoso sólo porque tú lo digas?

—Ajá.

Apoyó uno de sus robustos brazos sobre el taburete alto en el que estaba sentada, justo entre mis piernas, enfundadas en los pantalones de gimnasia.

—Muy bien. Lo entiendo. Pero ¿cómo es posible que yo sea tu fantasía?

Mientras hablaba, iba y venía con un dedo sobre uno de mis muslos. Yo me estremecí.

—Cassie —dijo, mirándome a los ojos—, cuando eres famoso, todas las chicas quieren estar contigo, pero sólo porque eres famoso. Tú pediste una fantasía con una persona famosa, pero no especificaste que tenía que ser famosa para ti. Acepté hacerlo, siempre que fuera con alguien que no me conociera, como una de esas madres que van a buscar a sus hijos al entrenamiento de fútbol y que están demasiado ocupadas para ponerse algo más que unos simples pantalones de gimnasia y una camiseta. Porque estoy harto de muñecas cazafamosos. ¿Me entiendes?

—Como una madre a la salida del colegio. ¿Es lo que se supone que soy? —Me eché a reír, igual que él—. ¿Ya lo habías hecho antes? ¿Con S.E.C.R.E.T.?

Ignorando mi pregunta, se apartó de mí y fue hacia el horno que estaba a mi espalda para vigilar lo que estaba cociendo.

—Tiene buena pinta. Es pan de maíz.

Cerró la puerta del horno. Un instante después estaba detrás de mí, a tan sólo unos centímetros de distancia. Me apoyó las manos sobre los hombros y las desplazó poco a poco, bajando por mis brazos. Sentí que se me aceleraba el pulso al notar que me juntaba suavemente las dos muñecas por detrás de la espalda y me las sujetaba con una sola mano. Podía sentir su aliento en la oreja.

—¿Aceptas este paso, mi pequeña mamá de niños deportistas? —preguntó, mientras me soltaba la banda elástica que me sostenía la coleta. Sentí su respiración a través de mi pelo cuando éste cayó en cascada sobre mis hombros.

—Sí —conseguí articular, riendo entre dientes—. ¿De modo que una madre a la salida del colegio es una fantasía? Nunca lo habría imaginado.

—Bien.

Entonces acercó la boca a mi oído.

—¿Quieres saber quién soy?

Asentí y me susurró su nombre, su seudónimo, el que usaba en los escenarios. Me alegré de que no me estuviera viendo la cara, porque los ojos se me abrieron como platos. No me interesaba el hip-hop, pero incluso yo había oído su nombre. Y ahora las manos de Shawn estaban debajo de mi camiseta, que me quitó como si estuviera hecha de gasa. Me rodeó el torso y me tocó los pechos a través del top de licra.

—Fuera también con esto. Levanta los brazos.

Me quitó el top por encima de la cabeza y lo lanzó a la otra punta de la cocina. Entonces cogió el taburete donde estaba sentada y le dio la vuelta para colocarme mirando hacia él. Tiró de mí y mis rodillas quedaron entre sus piernas separadas. Con la mano derecha me levantó la cabeza para que lo mirara mientras con la izquierda me masajeaba un pezón. Con gesto indeciso, me metió un dedo en la boca, y yo, casi por instinto, le chupé los restos de las especias de la sopa, de una manera que le hizo cerrar los ojos. Me gustó que pareciera temblar de deseo y que se tambaleara un poco. Chupé un poco más intensamente.

—Apuesto a que esto se te da muy bien —dijo, abriendo unos ojos embriagados de placer—. Apuesto a que, con esa boca, eres capaz de hacer enloquecer a un hombre.

Dejé de hacer lo que estaba haciendo. Hasta ese momento, todas mis fantasías habían consistido en recibir placer, no en darlo. En ese instante sentí deseos de dar, de ser generosa, como exigía el paso. Pero no sabía muy bien cómo.

—Quiero hacer algo por ti —dije.

—¿Qué, Cassie? —preguntó él, mordiéndose agónicamente el labio inferior, mientras yo apretaba la boca en torno a su dedo índice.

Lo miré a los ojos, sosteniendo durante un segundo su dedo en mi boca. Después, con todo el descaro que logré reunir, le dije:

—Quiero tenerte… en la boca. Todo.

El aire entró en mis pulmones, pero se negaba a salir. Realmente acababa de decirlo. Le había dicho a un hombre, a un hombre famoso, que quería chuparle el sexo. «¿Y ahora qué?», me dije. Sólo había practicado una felación en toda mi vida, cuando estudiaba el bachillerato. Lo había intentado algunas veces con Scott, cuando estaba borracho y me lo pedía, pero habían sido experiencias horrorosas, en las que yo terminaba con la mandíbula dolorida, y Scott, durmiendo. La perspectiva de intentarlo y fracasar me estaba poniendo muy nerviosa. Pero, como estaba viviendo una fantasía sexual con una persona famosa, decidí dejar que él hiciera lo que mejor saben hacer los famosos: pedir lo que quieren y exigir un buen servicio.

—Quiero que me enseñes cómo… complacerte —dije.

Me pasó el dedo mojado por el cuello y después, levantándome la barbilla con la mano, respondió:

—Creo que puedo enseñarte.

¡Ese hombre celestial quería que yo se lo hiciera!

—Es sólo que… no sé si soy muy buena en esto. Después de todo, es tu fantasía, y tengo miedo de que te vayas corriendo. —Se echó a reír y yo tardé un momento en darme cuenta de lo que le había hecho gracia—. Que te vayas corriendo, pero por la puerta. Ya me entiendes.

Dejó de reír. En ese momento juro que sentí que podía caerme en sus profundos ojos negros, de tan intensa que era su mirada. Aunque no sabía casi nada de su música, comprendí por qué era famoso. Tenía carisma, presencia, confianza en sí mismo.

Como yo le había pedido que me diera una lección, empezó.

—Empecemos por desnudarte.

Me puse de pie y di un paso atrás. Con él delante, me quité el resto de la ropa: primero las zapatillas, después los pantalones de gimnasia y finalmente las bragas. Él me miraba. Había deseo en sus ojos. Me deseaba a mí. ¡A mí! Podía percibirlo. Yo no dejaba de repetirme: «¡Adelante, hazlo! Él te enseñará. Todo saldrá bien». Mis nervios fueron desapareciendo a medida que me dejaba enredar en su delicioso hechizo. Se volvió, separó una silla de la mesa de la cocina y se sentó.

—No puedes hacerlo mal, Cassie, a menos que mezcles los dientes en la receta. Los dientes no están invitados. Haz cualquier otra cosa y me harás feliz. Ven aquí.

Di un paso hacia él. Y después otro más. Yo estaba de pie, completamente desnuda. Me cogió por las muñecas con sus grandes manos y me hizo arrodillarme delante de él. Tenía un olor tibio y especiado, o tal vez fuera el aroma del guiso y el pan, pero a los dos nos estaba subiendo la temperatura. Me cogió las manos, se las puso encima del pecho y las arrastró después sobre su vientre imposiblemente plano y firme.

—Quítame los pantalones, Cassie.

Algo en mi interior se derritió mientras me agachaba y le desabrochaba el cinturón. Dejó caer los pantalones al suelo. La tenía dura. Y era grande y gruesa.

—Dios —susurré, rodeándola con las manos y sintiendo la suavidad de su piel. ¿Cómo era posible que algo tan duro fuera a la vez tan suave?

—Ahora baja la cabeza y bésame la punta —dijo—. Así. Lentamente al principio. De ese modo, sí. Bésala. Muy bien.

Lo tomé con la boca y lo lamí desde la punta hasta la base, sintiendo que su cuerpo se balanceaba adelante y atrás a medida que mis manos y mi boca alcanzaban un ritmo constante.

—Así está bien. Un poco más rápido.

Aceleré la cadencia. Él agarró una de mis manos, me enseñó cómo moverla junto a mis labios y la dejó allí. Lo tomé todavía más profundamente en la boca, al tiempo que le metía la otra mano por debajo.

—Sí —suspiró él, moviendo los dedos tiernamente por mi pelo—. Lo has entendido. Así es como me gusta.

Mis dos manos se encontraron con mis labios y formaron un vacío a su alrededor, mientras lo devoraba con toda la boca. Lo solté y seguí lamiéndole sólo la punta con el extremo de la lengua. Él bajó la vista y, cuando yo levanté la cabeza, nuestras miradas se encontraron. Su expresión era feliz y relajada, lo que me hizo saborear el poder. Estaba en mis manos. Era mío. Volví a tomarlo con la boca, chupando y tirándolo hacia mí, y sentí una vibración en su pelvis que me hizo sentir todavía más audaz. Me lo metí más profundamente en la boca. Lo sentía empujar contra mí y al mismo tiempo sentía que se ablandaba y se derretía. Se lo estaba haciendo yo. Yo tenía el control. Yo estaba al mando. De un momento a otro iba a conseguir que ese hombre se corriera… en mi boca.

—Nena, tú no necesitas mi ayuda.

Cuanto más placer le daba, más húmeda me ponía, algo que nunca me había pasado hasta entonces. ¿Por qué ese mismo acto me había parecido antes una desagradable obligación? Le pasé una mano por detrás, para agarrarlo por la espalda, mientras mi boca lo atraía hacia mí cada vez más profundamente.

Después, interpretando las señales de su cuerpo, sentí que llegaba a un punto de inflexión y reduje el ritmo.

—Sí, sí, así es perfecto. ¡No pares!

Sus palabras alimentaban mi apetito. Lo devoré todavía más profundamente, obligándolo a agarrarse a la mesa para no perder la estabilidad. Cuando levanté la vista, noté que estaba a punto de llegar al orgasmo bajo mi control, lo que me hizo sentirme todavía más poderosa y sexy.

—Oh, Cassie —dijo en tono suplicante, con una de sus manos enredada en mi pelo y la otra asida al taburete, para no perder el equilibrio—. Madre de Dios —susurró, mientras yo sentía que le iba sacando el orgasmo desde dentro.

Lanzó un fuerte suspiro y puso todo el cuerpo rígido. Después cayó en un maravilloso silencio. Al cabo de unos instantes, lo sentí ceder y, al final, retirarse de mi boca. Deposité un beso en ese adorable lugar donde su torso y sus muslos se encontraban. A continuación, recogí mi camiseta del suelo y me limpié suavemente la boca. Sintiéndome invadida por una sensación de triunfo, levanté la vista y le sonreí.

—¡Increíble, nena! —exclamó, apartándose de mí—. No te han hecho falta instrucciones. Ha sido… impresionante.

—¿De verdad? —dije yo, yendo hacia él. Apoyé mi pecho contra el suyo y sentí lo duros que eran sus músculos.

—De verdad —me aseguró él, tocando mi frente con la suya—. Im-pre-sio-nan-te.

Tenía una expresión de sorpresa y todavía respiraba con fuerza. Yo estaba totalmente desnuda, de pie sobre mi ropa. Miré al suelo.

—Eres adorable. Allí, detrás de la despensa, hay un lavabo —añadió, señalando el lugar.

Recogí del suelo el disfraz de madre de niños deportistas y empecé a alejarme.

—Espera. —Me volví, y entonces él vino hacia mí y me plantó un largo y cálido beso en la boca—. Esto es exactamente lo que necesitaba —dijo.

Entré en el lavabo y cerré la puerta. Incluso ese pequeño aseo al lado de la despensa era lujoso y ornamentado, con grifos de oro y paredes revestidas de papel pintado con dibujos en relieve color burdeos. El soporte del lavamanos eran unos brazos de mujer, cuyas manos formaban el lavabo propiamente dicho. Me eché agua fría en la cara, por el cuello y por la nuca. Me llené la boca de agua y tragué. El agua se me derramó por el pecho y me corrió por el canalillo. La seguí con los dedos. Le había dado placer a alguien, había sido generosa sólo porque me apetecía, y no por ninguna otra razón.

Había empezado a vestirme cuando oí unos golpes suaves en la puerta.

—Soy yo, abre.

A diferencia del masajista, tal vez Shawn quería despedirse. Abrí solamente una rendija en la puerta. Pero él la empujó y entró en el aseo, mientras yo sentía que se me aceleraba el pulso. Me hizo volverme de espaldas, poniéndome de cara al espejo, y se situó detrás de mí. Después apoyó su boca en mi nuca, como había hecho en la cocina.

—Esto es para ti —dijo.

Había vuelto a ponerse los vaqueros, pero lo sentí duro contra mí. Levanté los brazos para rodearle la nuca con las manos y sentí que su pelvis me presionaba contra el frío tocador. Al cabo de un segundo estaba empapada. Me mordió el cuello suavemente y me deslizó un brazo por delante, entre los muslos. Mi espalda se arqueó para recibir su mano. Me incliné hacia adelante, acercándome al espejo, y me puse a contemplar su imagen: tenía los ojos cerrados y movía las manos hacia abajo, a través de mis pechos y de mi vientre, con los dedos abiertos en abanico. Para él, incluso ese acto tenía cierto ritmo, como si estuviera encontrando algún tipo de música en mi cuerpo. Me estaba tocando como un instrumento, tirando de mí hacia él y pulsándome intensamente por dentro, con los dedos. El hecho de sentirme deseada y de que me tomaran y me tocaran de ese modo era como volver a la vida desde dentro hacia fuera. Mis ojos se encontraron con los suyos en el espejo. Antes de que pudiera darme cuenta, todo se volvió una borrosa nube de ritmo y de color, y me sentí estallar en sus manos, con una cálida ola que me recorrió todo el cuerpo y después me inundó de satisfacción.

—Así, así —repetía él, como acunándome, y sin notarlo, me fui reclinando en su cuerpo y lo fui empujando hacia atrás, hasta que los dos tuvimos que apoyarnos en la pared para permanecer de pie. Después, sin ningún motivo, empecé a reír.

—Gracias —le dije, todavía sin aliento. Y entonces recordé mi ropa, la razón por la que había entrado en el lavabo. Mi uniforme de madre con hijos deportistas estaba en el suelo, formando un pequeño montón delante del tocador.

—Supongo que tendrás que ponerte eso de nuevo —dijo.

—Eso creo.

Y tras darme otro beso en el cuello, salió y cerró la puerta tras de sí. Mi rostro en el espejo estaba arrebolado de aire y de vida. Terminé de vestirme y me eché un poco más de agua en la cara.

—Lo estás haciendo —murmuré, sonriéndole a mi reflejo—. Lo has hecho. Acabas de hacerle una felación a una estrella del mundo de la música, a un dios de las listas de éxitos, a un ganador de quién sabe cuántos Grammy. Y después él ha venido al lavabo para regalarte un orgasmo.

La sola idea hizo que me llevara las manos a la boca y sofocara un chillido de felicidad.

En cuanto estuve vestida, con el pelo aún desordenado por el tórrido encuentro, volví a la cocina tenuemente iluminada. Ya no sonaba la música. La olla había desaparecido. Y también él. Al borde de los fogones había una pequeña fiambrera llena de gumbo caliente, con un amuleto de oro encima de la tapa de plástico. Me senté en el taburete sin hacer nada, excepto respirar y pensar en lo que había pasado.

Claudette entró al cabo de unos instantes.

—Cassie, la limusina te está esperando. Confío en que tu estancia con nosotros haya sido agradable —dijo, con cierto deje de Nueva Orleans.

—Gracias. Lo he pasado muy bien.

Apreté el amuleto contra mi pecho, recogí la fiambrera, y dejé que me condujeran a través de la puerta lateral de la Mansión hasta el cómodo asiento de la limusina.

Mientras circulábamos por Magazine Street, tenía la vista fija en la animada calle, pero en realidad estaba mirando hacia dentro. Sentía el amuleto en la palma de la mano. ¿Por qué siempre había tenido miedo de dar a los demás? ¿Qué me asustaba? Sentirme utilizada, probablemente. O quizá temía que el hecho de dar me dejara vacía. Pero ahora había dado y me sentía satisfecha. Había conocido el placer de regalarle placer a otra persona. Bajé la ventanilla y dejé que el viento me refrescara la cara mientras el gumbo me calentaba el regazo. Ése era el propósito de S.E.C.R.E.T.: ayudarnos a admitir las necesidades de nuestro cuerpo y a que los demás también las aceptaran. ¿Por qué antes me había parecido tan difícil? Abrí la palma de la mano y contemplé el reluciente amuleto dorado, con la palabra generosidad grabada en elegante letra cursiva.

—Claro que sí —dije en voz alta, mientras enganchaba el cuarto amuleto en la pulsera.

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