Scarlet

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Capítulo 43

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Capítulo 43

Tanto lío con los nobles y poderosos fue una cosa dura para un simple guardabosques, puedo decíroslo. El viejo Will ya había tenido bastante de francos, tanto como para no echarlos de menos en toda su vida, ni siquiera en tres vidas. Si hasta el último de estos extranjeros de expresión caballuna volviera a Normandía, este hijo de Britania entonaría una alegre letanía que duraría hasta el Día del Juicio. No obstante, allí estábamos, rodeados hasta el cuello de normandos de toda clase, y la mayoría de ellos con una espada afilada bien a mano.

Eso me hizo desear el solaz del bosque, ya lo creo que sí.

Y yo no era el único que tenía los dientes largos. El pobre Siarles estaba tan alterado como un pez fuera del agua. El tipo no podía estar ni a sol a sombra, sino que saltaba a cada momento para correr hacia la puerta, a ver si algún franco estaba merodeando, a punto de abalanzarse sobre nosotros. Con todo, aunque oíamos a los hombres moverse en el palacio, tanto dentro como fuera, conforme iban llegando más nobles al consejo nos dejaron tranquilos. La mañana pasó, llegó el mediodía y la espera empezó a hacer mella en nosotros.

Por mi parte, el dolor de mi mano herida y la fatiga de los días pasados me pesaban como una losa, así que me enrosqué en una esquina y cerré los ojos.

—Deberíamos ir a ver qué está pasando —oí que decía Mérian; Iwan estaba de acuerdo.

—Sí —respondió el hombretón—. Quizá Bran necesite nuestra ayuda.

Justo cuando los dos acababan de tomar una decisión al respecto y habían decidido ir a ver qué podían averiguar, y mientras Siarles estaba alborotando, subiéndose por las paredes, y Cinnia —demasiado asustada como para saber qué hacerse había venido a sentar conmigo, en ese justo momento, Bran y Jago entraron en la habitación.

Por el modo en que los recibimos cualquiera habría pensado que habían ido y vuelto de la luna al menos dos veces. Antes de que ninguno de los dos pudiera hablar, Iwan se lanzó sobre ellos.

—¿Y bien? —preguntó.

—¿Qué ha dicho el rey? —inquirió Mérian—. ¿Nos ayudará?

—¿Nos devolverá nuestras tierras? —dijo Siarles, uniéndose al grupo que rodeaba a Bran estrechamente—. ¿Podemos irnos?

Cinnia me ayudó a incorporarme y nos reunimos con los otros.

—Vamos, Bran, dinos algo —insistió Iwan—. ¿Qué ha dicho el rey?

—Ha dicho muchas cosas —respondió Bran, con un suspiro de resignación—. No todas agradables, ni siquiera corteses.

A mis cansados ojos les pareció que Bran y Jago parecían un tanto agotados y crispados por el encuentro con el monarca inglés.

—El rey William está en estos momentos en un consejo privado —añadió Jago—. Parece dispuesto a dar poco y exigir mucho. Con todo, creo que tiene en mente ayudarnos en la medida en que pueda hacerlo. Más allá de eso, ¿quién puede decirlo?

¡Quién podía decirlo, verdaderamente!

Nos habíamos arriesgado a avisar al monarca de una alta traición, y ahora que lo sabía, íbamos a ser dejados de lado como los restos de la cena del día anterior.

—¿No nos devolverá nuestras tierras? —se quejó Siarles.

—No, no lo hará —confirmó Bran—. Al menos no por ahora. Tenemos que esperar aquí a que vengan a darnos una respuesta.

Siarles resopló.

—¡Pensar que después de todo estamos a merced de ese mastuerzo de rey! — protestó—. ¡Deberíamos haber apoyado al duque Robert en vez de a él!

—No, hemos tomado la decisión correcta. —Bran era firme en este punto—. Escuchadme, todos vosotros, y no lo olvidéis: hemos tomado la decisión correcta. William es el rey, y solo William tiene la potestad de devolvernos nuestras tierras. El rey es la garantía de justicia para las gentes que viven bajo su ley. Nuestra única esperanza es William el Rojo.

—El duque Robert habría sido rey y nos habría devuelto las tierras —insistió Siarles—. Si le hubiéramos prestado nuestro apoyo, él nos habría apoyado y tendríamos lo que legítimamente nos pertenece.

Mérian observó a Siarles con una mirada que podría haber cortado una piedra. El rudo guardabosques también la miró.

—Si he hablado demasiado, lo siento, mi señor, te ruego que me perdones — murmuró—. Parece que a pesar de todos los contratiempos, no estamos mejor que antes.

Bran dio una palmada en la espalda de Siarles, lo cogió por el cuello, se acercó y le dijo:

—Siarles, amigo mío, si crees verdaderamente que apoyar a Robert nos garantizaría algo, puedes unirte a esos traidores que ahora mismo están reuniéndose para llevar adelante sus maquinaciones. —Bran hablaba con suavidad, pero su resolución era inequívoca—. Pero mientras estás pensando en eso, recuerda que el barón De Braose es uno de los cabecillas de los rebeldes. Es su mano la que aprieta nuestros cuellos, y su brazo sostiene a Robert. Si el duque Robert va a ser el rey de Inglaterra, ese maldito De Braose será aún más poderoso, y nunca soltará nuestras tierras.

—Bran tiene razón —declaró Iwan—. La única manera de librarnos de De Braose es exponiéndole ante el rey.

—Hemos advertido a William el Rojo a tiempo, y ahora puede actuar para desenmascarar a los conspiradores —explicó Bran, soltando a Siarles—. He expuesto nuestro caso ante el rey, y debemos tener la esperanza de que consiga castigar a quienes han conspirado contra él.

—Bien —asintió Siarles, frotándose el cuello. Aún no estaba del todo convencido—. Parece que no tenemos ninguna otra esperanza.

—Ha sido así desde el principio —afirmó Bran—. Hemos hecho todo lo que hemos podido. Ahora está en manos de la Providencia.

Veréis, Bran tenía razón. No lo dudéis. No teníamos otra esperanza de reparación en este mundo salvo William y solo William. Pero Siarles, bendita sea su dura cabezota, no carecía de razón al plantear la cuestión. A decir verdad, era algo que me había preguntado desde el principio, y no fue hasta que Odo me habló de los dos papas cuando empecé a ver el camino en medio de la maraña. ¿Por qué había escrito el barón De Braose una carta como esa? ¿A quién iba dirigida? Luego recordé que había firmado la carta, y aunque no podía recordar todos los nombres, recordaba muy bien el del duque Robert, y me preguntaba por qué el hermano del rey y uno de los barones más queridos de William el Rojo redactarían una carta como esa.

Oh, era un buen misterio, eso seguro. Pero la respuesta la habíamos tenido ante nuestras narices todo el rato. Solo que no la habíamos visto.

Pero allí sentado, en la oscuridad de los calabozos, un tipo empieza a ver un montón de cosas de un modo bien distinto, si entendéis lo que quiero decir. El viejo Will tuvo tiempo para pensar y poco más.

Aun así, cuando mi monástico escriba me contó que había dos papas, Dios sabe que no le creí. Odo estaba tan convencido que su convicción se me acabó contagiando. Me pareció bastante curioso que el barón De Braose se alineara con Clemente cuando toda Inglaterra, hasta donde yo sabía, respondía ante un papa llamado Urbano. ¿Qué podía significar?

Dos papas, un trono. ¿Qué otra cosa podía decir si no que los hombres que firmaban la carta habían prestado su apoyo al papa Clemente para ganar el trono de Inglaterra para su favorito, el duque Robert? Una traición evidente se había tramado y había fracasado. No podía confiarse en que Robert tomara parte en la pelea, ni siquiera en su propio beneficio, como muchos ingleses honestos comprendieron, para su desgracia, mi antiguo amo, Aelred, incluido. Descanse en paz. Así que esta vez, pretendían utilizar a la Iglesia de algún modo. Aunque no podía decir con exactitud cómo pretendían forzar al rey a abdicar, cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que los hombres que habían puesto sus nombres en la carta habían urdido una conspiración con intención de arrebatar la Corona de la redonda y canosa cabeza de William para ponerla sobre su desgraciado hermano Robert. Por eso De Braose estaba tan desesperado por recuperar la carta. Mucho más valioso que el gran anillo de oro o los delicados guantes —simples adornos, al fin y al cabo—, el pergamino sellado ponía al descubierto a los traidores y, si yo suponía correctamente, valía ni más ni menos que un trono.

—En manos de la Providencia o no —estaba diciendo Mérian—, desearía que supiéramos ahora mismo lo que va a pasar. Llegar hasta tan lejos para que no nos digan nada me pone enferma, la verdad.

—No temas —respondió el hermano Jago—. Los caminos del Señor son misteriosos, pero escucha a todos los que invocan su nombre. Por tanto, ¡ten buen ánimo! Solo Dios es nuestro apoyo y nuestra fortaleza, nuestro amigo y nuestra ayuda, y siempre está presente en tiempos de necesidad.

—Eso ha sido un sermón entero, hermano —observó Iwan. Se volvió hacia Bran y le preguntó—: ¿Cuánto más tendremos que perder el tiempo aquí?

Un poco más, pensé. Conforme avanzaba el día, aunque oíamos a los hombres andar por los pasillos o las habitaciones, por todo el palacio, nadie se acercó a nuestra puerta. Uno a uno, nos fuimos sentando a esperar. Yo me apoyé en la pared, en una esquina, y al cabo de un rato, Bran vino a mi lado.

—¿Cómo van esos dedos, Will? —preguntó, deslizándose para ocupar un sitio junto a mí.

—No muy mal —le respondí—. El dolor viene y va, pero no es tan fuerte como antes. —No quería seguir hablando de eso, así que pregunté—: ¿Qué crees que va a hacer el rey William?

Bran me contestó rápidamente.

—Espero que nos devuelva nuestras tierras —dijo, con la voz enrarecida—. El hermano Jago ha sido muy elocuente, en representación nuestra, y creo que, al final, le ha hecho comprender la situación. Ha prometido justicia, y haremos que cumpla su promesa.

Eso, por supuesto, era lo que todos esperábamos ardientemente.

—Estoy en deuda contigo, Will Scarlet —dijo—. Tu rapidez nos ha dado la oportunidad que necesitábamos para salvar Elfael.

—Bueno, tardé bastante —admití—, pero llegué a tiempo. Eso es lo que importa.

—Solo hay una cosa que me pregunto —apuntó Bran—. ¿Cómo te diste cuenta de la naturaleza de la conspiración?

—Bueno —respondí, recordando lo que había pasado aquellos últimos días—. Fueron todos aquellos días hablando con Odo y haciéndome una idea de cómo piensan los normandos: así empecé. Luego, cuando supe lo de los dos papas, me pareció que la carta debía ser entendida como un pacto entre iguales, ¿qué otra cosa podía ser?

—Un tratado —murmuró Bran—. Yo nunca hubiera pensado eso. Quieres decir que el duque Robert y el barón De Braose accedieron a apoyar a Clemente para ocupar el trono de Pedro si el papa apoyaba a Robert para ocupar el trono de Inglaterra.

—Nuestro William no es muy querido —añadí—. Y, como aprendí de mi antiguo amo, Aelred, sus barones casi consiguieron destronarlo la última vez que se rebelaron. Imagino que las cosas solo habrán ido a peor desde entonces. Sé que William no tiene mucho apego a la Iglesia.

—La utiliza como su propia tesorería —dijo Bran—. Se aprovecha siempre que puede.

—Sí, lo hace, y esa es la cuestión. La ordeña como si fuera una vaca, quedándose con la nata. Pero si esto ha de parar, su trono empezará a tambalearse, ya me entiendes.

—Con los barones y la Iglesia en su contra, el rey no resistiría —observó Bran—. Eso es lo que entendí de tu mensaje.

—Fue un poco de suerte —afirmé, sacudiendo la cabeza al pensar en el importante entramado que el pequeño trozo de pergamino había desplegado—. No estaba seguro de lo que haríais con él, o qué podrías hacer con él. Yo solo tenía a Odo, recuerda. Es normando, pero finalmente me ayudó. Me gustaría poder hacer algo por él algún día. —Me detuve y contemplé la desnuda habitación y a nuestra indeseada compañía—. La verdad sea dicha, milord, nunca habría imaginado que nos veríamos en esta situación: sentados en el palacio del arzobispo de Rouen esperando a que el rey de Inglaterra decida nuestro destino.

—¡Mi señor! —llamó Siarles desde el otro lado de la habitación—. ¿Se supone que debemos estar aquí sentados todo el día, como el musgo en un tronco?

Como si se tratara de una respuesta a esa pregunta, se oyó un rumor en el pasillo y la puerta de nuestra estancia se abrió. El canónigo Laurent entró en la habitación junto con dos clérigos ataviados de forma similar; con ellos venían tres caballeros de la guardia del rey William. Todos tenían una expresión grave. Los caballeros llevaban espadas al cinto y dos de ellos portaban lanzas. El canónigo mantenía un trozo de pergamino extendido entre sus manos, como si la tinta aún estuviera húmeda.

—Paz y que la gracia del Señor esté con vosotros —dijo el canónigo, cosa que pude entender—. He venido directamente desde el consejo privado que ha mantenido el rey William, quien expresa sus más altas consideraciones y os envía este mensaje.

Mérian se acercó a Bran y tomó su mano. Se quedaron de pie, uno al lado del otro, una pareja extraña, tal y como iban disfrazados. Los demás también nos acercamos, ocupando un lugar junto a nuestro señor y su dama para recibir la decisión del rey. Cualquiera que fuera, para bien o para mal, la recibiríamos unidos como una sola persona.

—Escuchad las palabras del rey —manifestó Laurent, elevando el pergamino—: «Que sea sabido que en gratitud por su buen servicio a nuestra Corona y al trono, William, rey de Inglaterra por la gracia de Dios, entrega la suma de treinta libras de plata a lord Bran ap Brychan, para que sean usadas por su compañía para regresar a casa por el camino por donde han venido…». —¿Qué? —se quejó Iwan, en cuanto nos lo hubieron traducido—. ¿Nos envía a casa? ¿Y qué hay de devolvernos nuestras tierras?

—Paz, Iwan. —Bran levantó la mano, para que se hiciera silencio. Luego hizo una señal a Jago.

—Os ruego que continuéis —dijo Jago al canónigo.

—Más aún —prosiguió Laurent—. Su majestad, el rey William, anuncia que se os ordena que os presentéis en la residencia real de Winchester tres días después de la festividad de los Arcángeles, conocida como San Miguel. En ese momento y en ese lugar, recibiréis la resolución del rey en lo concerniente al asunto que se ha expuesto ante él en este día.

Laurent acabó aquí.

—¿Habéis comprendido lo que os he leído? —dijo, levantando la vista de la proclama Cuando Jago acabó de traducir estas palabras, Bran respondió:

—Con todos nuestros respetos hacia el rey, nos quedaremos aquí y aguardaremos a que tome una decisión. Puede que podamos ayudar como testigos contra los rebeldes.

—No —respondió el clérigo—. Después de lo que ha ocurrido hoy, sería muy peligroso para vosotros permanecer aquí, y el rey no puede garantizar vuestra seguridad. El rey ha ordenado que seáis escoltados hasta vuestro barco inmediatamente y que regreséis a casa lo antes posible. Su majestad el rey os desea un buen viaje y que Dios os devuelva, rápidamente, sanos y salvos, a vuestro destino.

Nos quedamos helados. Estábamos perplejos.

Habíamos venido preparados para negociar, rogar, luchar con uñas y dientes para que se nos devolvieran nuestras tierras, y se nos quitaban de encima como si fuéramos un montón de basura. Sobrepasaba todo lo que hubiéramos podido imaginar, os lo aseguro. Aunque Bran intentó convencer el canónigo para que comprendiera nuestro punto de vista, y aunque el clérigo, en cierta medida, simpatizaba con nosotros, Laurent no podía hacer nada. El rey no le había dado margen para negociar; solo había venido para traernos el dinero y despedirnos.

William el Rojo es tan ladrón como cualquiera de sus malditos barones, no hay duda. Los caballeros del rey nos escoltaron hasta nuestros caballos y nos acompañaron de vuelta al barco, descendiendo por la colina, atravesando la ciudad y entrando en el embarcadero del río, donde esperaba nuestra nave. Cabalgamos en silencio todo el camino, y en mi corazón sentí un gran peso cuando vimos el Dame Havik en su atracadero. Entonces me acordé de Nóin. De repente, dejaron de preocuparme las acciones de los nobles y los poderosos. Mi único objetivo, mi único deseo, era ver a mi amor y estrecharla entre mis brazos; y cada momento que demoraba nuestro reencuentro era como si me echaran sal en una herida abierta. Desde el instante en que puse los pies en la cubierta del barco hasta el día en que volví a ponerlos en las tierras de Inglaterra, fui un hombre sin descanso.

Cuando aquel hermoso y soleado día nos despedimos de nuestro amigo Ruprecht y partimos, con el bolsillo algo más ligero, eso sí —porque pagamos bien al marinero flamenco por sus excelentes y loables cuidados—, tuve que contenerme para no hostigar a mi montura y galopar sin descanso hasta Elfael. Conté cada minuto de cada día hasta que finalmente vi el bosque, alzándose en la distancia, sobre las colinas, más allá del valle del Wye, y entonces conté cada paso mientras contemplaba la aquella rugosa piel que se levantaba bajo un cielo azul brillante, y mi corazón se aceleró ante aquella visión. La verdad, solo el hombre que ha viajado a tierras distantes y vuelve a su tierra natal tras afrontar grandes peligros, fatigas y dificultades puede saber cómo me sentía justo entonces. Me embargó una gran alegría, sentía que me elevaba hasta alturas vertiginosas por la euforia para caer contra las rocas un instante después. Porque por muy contento que estuviera por volver a casa, temía que algo pudiera evitar que me reuniera con mi amada. Todos los santos son testigos de que nuestra pequeña compañía no se movía, a mi juicio, lo bastante rápido. Acabé con la paciencia de mis compañeros mucho antes de que llegáramos al roble partido que señalaba la entrada a Cél Craidd.

Cuando vi aquel tronco negro, salté de la silla, y ya estaba a medio camino, cerca del roble abatido por el rayo al que yo veía como si fuera la mismísima puerta del paraíso, cuando me di cuenta de que allí había alguien de pie.

—¿Nóin? —No podía creer lo que veían mis ojos. ¡Estaba allí, esperándome!

—¿Eres tú, Will Scarlet? —En su voz había un ligero temblor. ¿Sorpresa? ¿Incertidumbre? No hizo ademán alguno de venir hacia mí.

Me acerqué, con el corazón en la garganta, y puse mi mano en ella.

—Soy… —respondí, incapaz de elevar mi voz más allá de un murmullo—. Soy Will. Vuelvo a casa.

Me contempló con una expresión casi severa. Sus ojos estaban secos.

—¿Has vuelto, Will? ¿Has vuelto, finalmente a casa?

—Sí, mi amor. —Me acerqué aún más—. Ahora que te veo, sé que estoy por fin en casa.

Ninguna de las veces que había imaginado este reencuentro me lo había figurado así. Ella asintió. Vi que tragaba saliva, y supuse que algo de esta confrontación —pues eso es lo que era— le estaba resultando difícil. Pero no se hizo atrás. Me lanzó una mirada inflexible.

—Tengo que saber, Will —dijo— si has vuelto para quedarte. No puedo esperarte más. Tengo que saberlo.

—Nóin, mi amor, Dios es testigo de que nunca más me apartaré de ti.

—¡No! —gritó—. No digas eso. No lo sabes.

—¿Qué quieres que te diga? —pregunté—. Si es una promesa lo que buscas, dime qué promesa aceptarás y te la haré, con la mayor felicidad. —Mientras consideraba esto, añadí—: Te quiero, Nóin. Te he querido todos y cada uno de los días que he pasado en aquel oscuro agujero, y si pudiera haber regresado tan solo un segundo antes, habría vuelto a tu lado en el mismo momento en que supiste que me había ido.

Inclinó la cabeza y su larga cabellera le ocultó la cara. Vi cómo sus labios temblaban.

—Nóin —dije, acercándome—. Si ya no me quieres, solo tienes que pronunciar esas tristes palabras y me iré. ¿Es eso lo que quieres?

Negó con la cabeza, pero no me miró.

Levanté los brazos y los tendí hacia ella.

—Entonces ven a mí, mi amor. Deja que volvamos a la felicidad que una vez conocimos. O, si eso ya no es posible, deja que busquemos una alegría nueva y mayor.

Esta vez, cuando levantó la cabeza, vi que las lágrimas caían por sus mejillas.

—Oh, Will… —sollozó—. Te he echado tanto de menos… tanto… No osaba ni esperar…

Vino a mis brazos y la estreché contra mi pecho con toda la fuerza que me quedaba. La abracé y sentí que toda su dureza se había fundido al abrazarse conmigo, y que sus lágrimas mojaban mi camisa.

—Will querido, dulce Will, lo siento —dijo—. Tenía que estar segura. No podía vivir pensando… Perdóname.

—No hay nada que perdonar. Ahora estoy aquí, y te quiero más que nunca, más incluso que el día que te dejé.

—¿Y te casarás conmigo? —preguntó, mirándome con los ojos arrasados de lágrimas.

La visión de aquellas lágrimas brillando sobre sus mejillas derritió cualquier reticencia que pudiera haber sentido. Caí de rodillas ante ella y la agarré por la cintura.

—Cásate conmigo, Nóin. Verte sufrir de esta manera me rompe el corazón.

Las palabras aún estaban en mis labios cuando noté que sus brazos se ceñían alrededor de mi cuello; hizo que me levantara y sus cálidos labios bañaron mi desaliñado rostro con besos.

—Nóin… —jadeé cuando pude volver a respirar—. Oh, Nóin, nunca volveré a dejarte. Te juro…

—Shhh —susurró—. No hables, Will. Solo abrázame.

Hacerlo me llenó de felicidad, puedo asegurarlo. Allí estábamos, en el corazón del bosque, abrazados, tan fuerte que apenas podíamos respirar. Y seguimos abrazados incluso cuando los otros llegaron al roble partido junto al que estábamos. Desmontaron y Bran lanzó un salvaje y brutal aullido. Al instante, la grellon empezó a salir desde la pequeña vaguada de Cél Craidd para saludar el retorno del rey y sus vasallos.

Lo siguiente que supe es que fui medio empujado, medio arrastrado a través del roble y que bajé a trompicones por el talud hacia la vaguada en la que se alzaba nuestro asentamiento secreto. A primera vista, todo parecía tal y como lo recordaba, solo que ahora era verano y yo me había ido en medio del invierno. Todo estaba tal y como debía, pensé, hasta que empecé a detectar pequeñas diferencias. Las gentes del bosque se alegraron al vernos, pero había un sonido vacío en su risa, y sus sonrisas, aunque genuinas y sinceras, tenían más de dolor que de placer. Los rostros que se apiñaron a nuestro alrededor estaban más apagados de lo que recordaba, y los cuerpos, más delgados. El invierno había sido duro para ellos, sí, y la primavera no había sido mucho mejor, supuse.

Muchos tenían un aspecto demacrado, y mostraban ojeras; sus ropas eran mucho más andrajosas y desgastadas; la suciedad en sus manos y rostros estaba allí, como siempre.

Mi corazón se vino abajo en aquel momento. Había resistido la cautividad en la prisión del odioso sheriff, pero ellos eran igual de cautivos en este lugar. El bosque de Coed Cadw se había convertido también en una prisión cuya llave también poseía De Glanville. Entonces lo vi claro, algo de lo que nunca antes me había dado cuenta: este penoso estado no podía resistirse durante mucho más. Dios mediante, nuestro valiente rey William pronto nos concedería una reparación, y Bran y todas las gentes del bosque podrían salir, de nuevo, a la luz.

Entre los más pequeños vi que asomaba el rostro de Nia. Me volví hacia ella y la cogí en brazos. No lloró, sino que se revolvió para ver quién la cogía.

—¡Weeo! —chilló—, agarrando mi barba con las dos manos—. ¡Weeo!

Bendita sea, estaba intentado pronunciar mi nombre.

—Soy yo, pequeñina. El viejo Will está aquí.

Entre todo el grupo que se había reunido para celebrar nuestro regreso, divisé a Angharad, avanzando apoyada en su largo cayado, con el arrugado rostro iluminado por el placer.

—Te deseo un feliz retorno a casa, Will Scatlocke —graznó, con su vieja voz temblando ligeramente—. El Señor nos sonríe en este día.

—Saludos, sabia banfáith —dije, inclinándome ante ella y tocándome la frente con el dorso de mi mano—. Me alegra verte de nuevo.

—Y a mí, Will. —Se acercó y se quedó allí plantada unos instantes, sonriéndome. Luego, cerrando los ojos, alzó la mano y me tocó ligeramente en la frente con dos dedos—. Sabio y Amante Padre, te damos las gracias por redimir la vida de nuestro amigo, salvarlo de sus enemigos y traerlo de vuelta en respuesta a nuestras plegarias, Bendícelo y concédele la prosperidad, y bendice a todos aquellos que lo aprecian, en el día de hoy y en todos los que están por venir.

Mientras rezaba, sentí que la mano de Nóin apretaba mi brazo. Di las gracias a nuestra hundolion y me volví hacia los otros que se arremolinaban a mi alrededor para darme la bienvenida.

—¡A ver! ¡A ver! —se oyó un grito y me vi envuelto, levantado en el aire, por un vigoroso abrazo que casi me parte las costillas.

—¡Tuck! —exclamé— ¿También estás aquí?

—¿Dónde más podría estar si no entre mi querida grey en el día de tu milagroso retorno? Hemos estado esperando este día con avidez e impaciencia, amigo mío —afirmó, con su oronda cara resplandeciente y, Dios lo bendiga, los ojos llenos de lágrimas.

—Hermano —dije, haciendo que Nóin se acercara—, si no estás demasiado ocupado, esta dama y yo estamos ansiosos por casarnos. Si no tienes ninguna objeción, quiero que celebres la ceremonia hoy mismo.

—¡Hoy! —respondió Tuck—. ¡Hoy, dice! —Le preguntó a Nóin—: ¿También es ese tu deseo?

—Es mi deseo más profundo —respondió ella, rodeando con el brazo mi cintura.

—Bien, entonces no veo razón para retrasarlo —concluyó Tuck. Miró a un lado y a otro—. ¿Qué habéis hecho con Bran y los demás?

Echando una ojeada a mi espalda, vi a mis compañeros de viaje de pie en lo más alto del baluarte natural que rodeaba Cél Craidd. Los llamé.

—¿Qué hacíais allí? —les pregunté cuando se reunieron con nosotros.

—Queríamos que disfrutaras tú solo de una bienvenida adecuada —explicó Iwan.

—¿Y pensabais dejarme aquí solo en el día de mi boda? —les solté.

—¡Oh, Will! ¡Nóin! —gritó Mérian. Cogió las manos de Nóin y a mí me besó levemente en la mejilla—. ¡Son tan buenas noticias…!

Entonces recibimos los buenos deseos de Bran, Iwan y los demás y unos y otros me dieron palmaditas para felicitarme. Cuando la festiva azotaina acabó, me dirigí a Tuck.

—Fraile, te estaría muy agradecido si pudieras oficiar los ritos sin más retraso. — Miré a Nóin y vi sus ojos negros llenos del mismo deseo—. Tan pronto como se pueda.

Tuck asintió y adoptó un aire solemne.

—¿Es tu deseo casarte con este hombre? —preguntó.

—Lo es, fraile —contestó ella—. Lo hubiera hecho hace mucho tiempo y no veo mejor día que este, que siempre será recordado en mi corazón como el día en que mi hombre me fue devuelto.

—¡Entonces, que así sea!

Dirigiéndose a la grellon que estaba congregada a nuestro alrededor, el pequeño fraile gritó:

—¡Oíd! Will y Nóin han declarado su deseo de casarse. ¡Vamos a darles una boda que nunca olvidarán!

Si yo tenía la idea de pronunciar, simplemente, unas palabras ante el sacerdote y llevarme a la novia a un pequeño emparrado en el bosque, a la manera en que lo había hecho mi padre inglés, esa idea cayó rota en pedazos en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Vamos! —Las gentes del bosque se entregaron a ello con denuedo. Supongo que el regreso triunfal de la partida de rescate era mejor excusa que ninguna otra que hubieran tenido en mucho tiempo para celebrar algo, y la gente estaba deseosa de poder hacerlo. Nóin y yo fuimos arrastrados, inmediatamente, a la preparación de aquella improvisada celebración.

Se encendió una buena hoguera; en las brasas colocaron perdices y codornices, luego las desplumaron y las clavaron en un espetón junto con medio jabalí, seis conejos y un montón de hogazas de cebada que empezaron a hornear. Enviaron a los niños a que buscaran arbustos en los que crecieran grosellas y frambuesas que, mezcladas con miel, se convirtieron en una compota de color rojo intenso; también recogieron espárragos y hongos, los cortaron y los hirvieron con borrajas y otras hierbas; las últimas nueces que quedaban tras el invierno fueron añadidas a una infusión de leche y miel; y en fin, hicieron otros muchos platos que alegraban el corazón. Todas las reservas que se habían apartado para gastarlas en los días de necesidad fueron usadas en nuestro banquete de boda, y lo hicieron justamente para un hombre humilde como yo, os lo aseguro.

Mientras los hombres construían un cenador con ramas de haya para que disfrutáramos de nuestra primera noche juntos, algunas de las mujeres fueron a recoger flores para tirarlas en nuestro camino y para que las llevara Nóin, y un par de los pequeños ayudaron a vestir a la novia y a hacer que estuviera aún más adorable.

En cuanto a mí, con poco más que hacer, me dispuse a pasar la navaja por mi barba. Conseguí rasurarla de un modo tan estrafalario que nuestro fraile me quitó la navaja de las manos, me hizo sentar y, experto barbero como era, me afeitó y me dejó la piel tan suave como la de un recién nacido. También peinó y cortó mi pelo de modo que casi parecía un noble una vez que mis ropas fueron cepilladas y mis zapatos lustrados. Encontró un cinto nuevo y una capa limpia de un bonito color verde.

—¡Eso es! —declaró, mirándome como Dios debió de mirar a Adán—. Ya he hecho a mi hombre.

Le di las gracias amablemente por sus atenciones y observé que mi única pena era que no tenía ningún anillo que entregar a mi novia.

—Un anillo es una cosa hermosa, ¿verdad? —admitió—. Pero no hace ninguna falta. Una moneda servirá; y algunos, he oído, la llevan al herrero para que les haga un anillo. Podrías hacer eso.

La idea me alegró hasta el infinito.

—Eres una maravilla, no hay duda —le dije—. Puedo conseguir una moneda. —Y dejando al fraile enfrascado en sus propios preparativos, me dispuse a buscar justo eso.

La primera persona a la que acudí fue Bran.

—Mi señor —dije—. Creo que desde que te juré fidelidad no te he pedido ninguna cosa aparatosa.

Lord Bran lo admitió, pues no podía recordar, tampoco, ninguna ocasión en que yo lo hubiera hecho.

—Pues si te place, mi señor —continué—, me atreveré a pedirte que me concedas el pequeño favor de una moneda para que se la pueda dar a mi novia. —Rápidamente le expliqué que no tenía anillo, pero que Tuck había dicho que una moneda serviría.

—¿De verdad? —se maravilló Bran—. Entonces, déjalo de mi cuenta.

Bien, pronto estuvimos enfrascados en un sinfín de pequeñas actividades y todos estábamos de buen ánimo. Antes de que me diera cuenta, el sol ya había iniciado su descenso y nuestro buen fraile declaró que todo estaba finalmente dispuesto, y nos reunimos bajo el Roble del Consejo a pronunciar nuestros votos ante nuestros amigos. Tuck, que se había lavado hasta relucir, y que estaba radiante como un querubín, ocupó su lugar ante nosotros y llamó a todos a acudir a aquel solemne momento.

—Este es un momento sagrado —dijo— y una feliz celebración. Nuestro Padre Celestial se complace en el amor, en todas sus maravillosas formas. Le es especialmente querido el amor entre marido y mujer. ¡Que ese amor aumente!

Esto hizo que la multitud estallara en un coro de asentimientos, y Tuck esperó a que se hiciera el silencio antes de continuar.

—Así pues, pidamos al Autor y Sustento de nuestro amor y de nuestra vida que bendiga la unión de estos dos queridos amigos que han jurado unir sus vidas.

Dicho esto empezó a rezar, y rezó durante tanto tiempo que temí que la ceremonia no acabara hasta después de la puesta del sol o hasta la mañana siguiente. Finalmente, se quedó sin palabras con las que bendecir y suplicar, y siguió con los votos, que pronunciamos tal y como Tuck nos indicó. Allí, en el bosque, bajo el venerable roble, unimos nuestras vidas, pasara lo que pasase, y tomé a Nóin como esposa. Cuando llegó el momento de entregarle un símbolo de mi amor, me volví hacia Bran que cogiendo la mano que estaba sana entre las suyas, puso una moneda en mi palma.

—Con gran estima y placer te la entrego —declaró.

Miré y vi que me había dado un sólido bizantino de oro, pesado y resplandeciente, que brillaba en mi mano. Miré la extraña moneda como si fuera una fortuna entera. Ciertamente, no había tenido entre las manos algo de tanto valor en toda mi vida. Que me tuviera en tanta estima hizo que las lágrimas acudieran a mis ojos. Los largos meses de cautiverio se vieron, de algún modo, compensados por aquel momento en el que coloqué la inigualable moneda en la mano de mi amada, jurando honrarla y estar con ella para siempre.

Luego hubo otra oración —esta para que fuéramos bendecidos con muchos niños que nos cuidaran en la vejez— y nos arrodillamos mientras Tuck ponía las manos sobre nuestras cabezas y proclamaba:

—Os presento a maese William Scatlocke y a su esposa, Nóinina. ¡Alabemos a nuestro Señor y Dulce Creador por los bienes que nos ha dado!

Del banquete, recuerdo poco. Me dijeron que todo estaba muy bueno, y debí de probar alguna cosa. Pero mi apetito estaba en otra parte por entonces, y no podía esperar a que Nóin y yo estuviéramos juntos por fin. Nos sentamos en un banco, en la cabecera de la mesa, y recibimos las felicitaciones de nuestros amigos. Mérian, arrastrando a lord Bran, vino dos veces a decirnos cuánto había estado esperando este día. Iwan y Siarles vinieron a recitarnos un antiguo poema que conocían, lleno de palabras con dobles sentidos, lo que

hizo que pronto todo el mundo estuviera riéndose a carcajadas. La celebración fue tan alegre y llena de felicidad que me olvidé de mis magullados dedos, y no puedo recordar ni siquiera un pensamiento solitario en todo aquel hermoso y feliz día.

Cuando la luna se alzó y el fuego se avivó, Angharad trajo su arpa y empezó a cantar. Cantó una balada que ni yo ni la mayoría de nosotros, supongo, conocíamos. Versaba sobre una hermosa doncella que se enamora de un hombre al que ha visto pasar ante su ventana un único día. La dama decide seguir al extraño, afrontando grandes dificultades, cruzando montañas y marismas en su búsqueda por encontrarlo y declararle su amor. Ella persevera, a pesar de los horrores y desgracias que ha de soportar, y finalmente llega al valle donde vive su amor. Él la ve aproximándose —con su hermoso vestido sucio y roto, sus delicados zapatos de cuero hechos pedazos y remendados con harapos, la preciosa cabellera cubierta de polvo del camino, los labios resecos y sangrando— y corre hacia ella. Al acercarse, no obstante, ella se ve reflejada en un charco del camino y, horrorizada ante lo que ha visto, da la vuelta y huye. El hombre la persigue y la alcanza, y sabiendo todo lo que ha pasado por él, su corazón se ve inundado de amor. Y en aquel momento, él la ve tal y como era, y el poder de su amor transforma su aspecto y la convierte en una mujer aún más hermosa de lo que era.

Confieso que debía de haber algo más, pero yo solo escuchaba con media oreja, pues estaba contemplando a mi propia novia, adorable, y deseando podérmela llevar al cenador de haya que habían levantado en el bosque. Bran debió de adivinar lo que me rondaba en la cabeza, pues cuando la canción concluyó y la gente pidió otra, se situó detrás de mí.

—Id ahora, ambos. Mérian y yo ocuparemos vuestro lugar.

No necesitamos que nos lo dijera dos veces, tan rápido me levanté de la silla llevando a Nóin de la mano. Nos deslizamos hacia las profundidades del bosque dejando a Mérian y Bran en la mesa. A la luz de la luna de verano, anduvimos por el largo sendero que conducía al cenador, donde ya habían encendido las velas y puesto aguamiel en una jarra que se calentaba junto al fuego. También habían dejado algunas mantas sobre un lecho de juncos recién cortados. Había comida bajo unos lienzos para que pudiéramos desayunar a la mañana siguiente.

—¡Oh, Will! —exclamó Nóin al verlo—. ¡Es adorable, tal y como siempre había imaginado!

—Y aquí, milady, estás tú —le dije, y acercándola, la besé, y ese fue el primero de los muchos besos que compartimos aquella noche.

En cuanto al resto, no hace falta decir más. Si alguna vez habéis amado a alguien, lo sabréis muy bien. Si no, nada de lo que pueda deciros tendrá sentido.

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