Scarlet

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Capítulo 44

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Capítulo 44

CAER RHODL

Aunque sabía que aquel día iba a llegar, las noticias cogieron al barón De Neufmarché con la guardia bajada. Acababa de volver de una corta expedición a Lundein y después de haber ido a la capilla para asistir a misa y ofrecer una oración de gracias por haber vuelto sano y salvo y por la temporada de ganancioso comercio. El padre Gervais estaba oficiando, y el anciano sacerdote, que normalmente iba farfullando durante todo el servicio con una voz baja, ininteligible y monótona, mejoró su entonación cuando el señor de Hereford apareció en el umbral de la pequeña capilla de piedra alojada entre los muros del castillo.

Sacerdote y devoto se reconocieron mutuamente con una mirada y un gesto, y el barón se deslizó al recoleto sitial de madera que servía a su familia para observar los ritos en la capilla. El sacerdote fue avanzando a través de las diversas partes del oficio diario, alzando la voz y deteniéndose en los pasajes de las escrituras para que el barón, cuyo latín sabía que era limitado, pudiera seguirle más fácilmente. Salmodió con los ojos cerrados, Deus, qui omni potentiam tuam parecendo maxime et miserando manifestas. Su vieja voz se forzaba al entonar las notas que tiempo atrás había pronunciado tan fácilmente.

Al oír estas notas desafinadas, un sonido familiar desde hacía mucho tiempo, Bernard se sintió relajado; la fatiga de su reciente viaje se apoderó de él y se recostó en el banco y reclinó la cabeza contra el alto respaldo del sitial. Pronto se quedó dormido y así permaneció, felizmente, hasta que algún sobresalto le despertó justo al principio de la despedida. Al oír las palabras «Dominus vobiscum» se desperezó y se enderezó en el asiento.

El hermano Gervais estaba haciendo el signo de la cruz sobre el altar del santuario casi vacío.

Benedicat vos omnipotens Deus Pater, et Filius, et Spiritus Sanctus —entonó. Su profunda voz sonaba alta y clara en la pequeña capilla de piedra.

—Amén —pronunció Neufmarché, uniéndose a él.

El servicio concluyó y el sacerdote descendió de la baja plataforma del altar para saludar al barón.

—Querido Bernard —dijo, extendiendo los brazos a modo de bienvenida—. Habéis vuelto sano y salvo. Confío en que vuestro viaje fuera provechoso.

—Lo fue, padre —respondió el barón. Se tapó la boca con el dorso de la mano para sofocar un bostezo—. Muy provechoso. —El anciano lo cogió del brazo y ambos salieron a la brillante luz de un glorioso día de finales de verano—. ¿Y cómo os van las cosas, padre? —se interesó mientras avanzaban por el sombrío sendero que conectaba el baluarte del castillo con el alto muro de la torre de guardia.

—Como siempre, hijo mío. Oh, sí, bien… —Se detuvo un momento para concentrarse—. Ah, sí, sí. Pero quizá no lo sabéis aún. Temo ser el portador de malas noticias, Bernard.

—¿Malas noticias, padre? —El barón no había oído nada en el camino, ni cuando atravesó la ciudad. Ninguno de los sirvientes de la casa había dado muestra alguna de que algo fuera mal. No había visto a lady Agnes, de ser así, no cabía duda de que habría sido informado. Su esposa disfrutaba comunicando malas noticias: cuanto peor, mejor. Contempló al anciano que estaba junto a él, pero el padre Gervais no parecía consternado, ni lo más mínimo—. No sé nada.

—Un jinete ha llegado esta mañana procedente de vuestras posesiones extranjeras… ¿Cómo las llamáis? ¿Ell—as?

—Eiwas —corrigió gentilmente el barón—. Es un commot en Gales, padre, gobernado por mi vasallo, lord Cadwgan, un noble local que me rinde pleitesía.

—Ah vuestro vasallo, sí —asintió el senil sacerdote.

—El mensajero, padre —le urgió Neufmarché con suavidad—. ¿Qué dijo?

—Dijo que el rey había muerto —respondió el sacerdote—. Debe de ser ese mismo, el rey Kad… Kadeuka… No, no es así.

—Cadwgan —corrigió Neufmarché—. ¿El rey Cadwgan ha muerto, decís?

—Lo siento, Bernard, pero sí. Va a haber un funeral, y están esperando a saber si asistiréis. Le pedí al hombre que os esperara, pero no sabíamos cuándo ibais a volver, así que siguió su camino.

—¿Cuándo va a celebrarse el funeral?

—Bueno. —El sacerdote sonrió y se frotó la sien—. Esta vieja cabeza ya no trabaja con tanta rapidez como solía, pero no lo he olvidado. —Hizo un cálculo, tamborileando con los dedos sobre la barbilla—. Dos días a partir de mañana, creo. Sí, algo así.

—¡Tres días! —exclamó el barón.

—Creo que eso es lo que dijo, sí —confirmó afablemente el sacerdote—. ¿Está lejos ese Ell—as?

—Bastante —suspiró el barón. Podía llegar a Caer Rhodl a tiempo para el funeral, pero debería partir inmediatamente y pasar, al menos, una noche en el camino. Después de haber pasado los últimos seis días viajando, la última cosa que le apetecía hacer era pasar tres días más a lomos de un caballo.

Una breve búsqueda condujo al barón al lugar en el que suponía que encontraría a su esposa. Estaba sentada en la habitación más caliente del castillo de Hereford: una pequeña estancia cuadrada encima del gran salón. Lo único especial que tenía era una amplia ventana, orientada al sur, que durante el verano dejaba pasar la luz del sol todo el día. Lady Agnes estaba vestida con un vaporoso vestido de pálido lino amarillo y había colocado su bastidor junto a la ventana, abierta de par en par; estaba bordando con una concentración feroz, casi vengativa. Levantó la mirada cuando él entró, con la aguja levantada, vio quien era y como si apuñalara a un enemigo, clavó la larga aguja en la tela que tenía ante ella.

—Habéis vuelto, milord —observó, tirando de la madeja—. ¿Un viaje agradable?

—Bastante —dijo De Neufmarché—. Confío en que habréis estado bien durante mi ausencia.

—No puedo quejarme.

Su tono sugería que su ausencia había sido la causa de un sinfín de tribulaciones, demasiado fastidiosas como para enumerarlas todas ahora que estaba de vuelta. «¿Por qué siempre tiene que hacer esto?», se preguntó él, y decidió ignorar el comentario e ir directamente al grano.

—Cadwgan ha muerto, finalmente —anunció—. Debo asistir al funeral.

—Por supuesto —asintió ella—. ¿Cuánto tiempo estaréis ausente esta vez?

—Seis días al menos —respondió—. Ocho, más bien. Confiaba en que no tendría que subirme a una silla durante una buena temporada.

—Entonces, tomad un carruaje —sugirió Agnes, atacando con la aguja de nuevo.

—Un carruaje. —La miró como si nunca antes hubiera oído esa palabra—. No permitiré que me vean viajar en un carruaje como un inválido —resopló.

—Sois barón de la Marca —señaló su esposa—. Podéis hacer lo que gustéis. No hay nada malo en viajar confortablemente con un séquito que se ajuste a vuestro rango y nobleza. También podríais viajar de noche, si hiciera falta.

El barón vislumbró una mesa en la esquina de la habitación y, sobre una bandeja de plata, una jarra y tres copas. Se dirigió a la mesa y cogió la jarra; vio que contenía vino dulce. Se sirvió una copa y luego le sirvió otra a su esposa.

—Si tomo un carruaje, podríais venir conmigo al funeral —dijo, ofreciéndole la copa.

—¿Yo? —El escaso color que lucía desapareció del fino rostro de la baronesa y la aguja se quedó parada a medio camino—. ¿Ir a Gales? Olvidad semejante idea. C’est impossible! No.

—No es imposible —respondió su marido, insistiendo en tenderle la copa—. Yo voy allí constantemente, como bien sabéis.

Ella negó con la cabeza, frunciendo los labios en un mohín.

—No trataré con bárbaros.

—No son bárbaros —le aseguró el barón, sosteniendo aún la copa de vino—. Son rudos, poco educados, y Dios sabe que tienen costumbres extrañas. Pero son inteligentes a su manera, y capaces de las más altas virtudes.

Lady Agnes cruzó los esqueléticos brazos sobre su estrecho regazo.

—Puede que sea así —concedió tranquilamente—. Pero son una raza belicosa y sanguinaria que ama, por encima de todas las cosas, cortar las cabezas normandas y separarlas de los hombros normandos. —Tembló violentamente y se cubrió con el chal que tenía permanentemente a mano—. Vos mismo lo habéis dicho.

—En lo esencial, puede que sea cierto —admitió el barón, cada vez más convencido de que su mujer debía acompañarlo según iba contemplando los matices de la situación. Llegar al funeral a lomos de un caballo, dirigiendo a una compañía de caballeros y hombres de armas, reforzaría, ciertamente, su posición como amo y señor del cantref. Pero llegar con la baronesa, en un carruaje, acompañado por un séquito doméstico, situaría definitivamente su visita en un terreno más social y personal. Y de eso, cada vez estaba más seguro, era el tono justo para impresionar a la familia de Cadwgan, a sus vasallos, compatriotas y a su heredero. En suma, estaba convencido de que era una oportunidad que no debía desaprovechar.

Poniendo firmemente la copa en la mano de la mujer, bebió de la suya y declaró:

—Normalmente, aceptaría ir sin vos. No obstante, mi feudo galés es una excepción. Hemos tenido una relación productiva y pacífica durante años, y vuestra presencia en esta ocasión dará lugar a una nueva alianza entre nuestras dos nobles casas.

Lady Agnes frunció el ceño y contempló su copa como si contuviera veneno. No le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación, pero vio que no había modo de convencer al barón, que insistía y volvía a la carga.

—Si os complace, milord —dijo, apoyándose en la silla y levantándose—, enviaré con vos una carta de condolencia para las mujeres de la casa y mis más sinceras disculpas por no ser capaz de poder ofrecer consuelo en persona.

Rodeó el bastidor hasta llegar hasta donde estaba el barón, se puso de puntillas, besó su frente y se despidió de él, deseándole una buena tarde. Bernard contempló a su esposa — la cabeza alta, la espalda rígida— mientras esta se dirigía hacia la puerta. Oh, podía ser tan terca como una mula. En eso, era justa hija de su padre, hasta la última gota de su sangre angevina.

Podía poner todas las trabas que quisiera, pero haría lo que le había dicho. Se apresuró en bajar a sus aposentos y llamó a su senescal.

—Remey —dijo, cuando su principal sirviente apareció trayendo una bandeja con carne fría, queso, pan y cerveza—, necesito un carruaje. Lady Agnes y yo vamos a asistir al funeral de mi vasallo galés, lord Cadwgan. Las doncellas de mi esposa la acompañarán. Decidle a mi sargento que elija a no menos de ocho caballeros y los mismos hombres de armas. Decidles que estén preparados para partir antes de que anochezca.

—Así se hará, sir —respondió el senescal, llevándose la mano al borde del sombrero.

—Gracias —dijo Neufmarché mientras lo despedía con un gesto. Cuando el anciano sirviente llegaba a la puerta, el barón le llamó—. ¡Y Remey! Procura que el carruaje sea fuerte y bueno. Los caminos están llenos de piedras más allá de la Marca. Quiero algo que nos permita llegar allí sin que se rompan los ejes o las ruedas a cada bache.

—Sin duda, milord —asintió Remey—. ¿Requerís algo más?

—No repares en nada. Lo quiero todo dispuesto inmediatamente —ordenó el barón—. Debemos partir antes de caiga la noche si queremos llegar a tiempo a Caer Rhodl.

El senescal se fue y el barón se sentó a cenar, solo, con sus pensamientos firmemente enmarañados en grandes planes para su commot galés y en su deseo, durante tanto tiempo acariciado, de expandir el territorio. El príncipe Garran ocuparía el lugar de su padre en el trono de Eiwas, y bajo su tutela se convertiría en la herramienta adecuada en la mano del barón. Juntos abrirían amplias tierras de cultivo a través de las fértiles tierras bajas y de las colinas cubiertas de hierba típicas del campo galés. Los bátanos poseían un talento especial con el ganado, eso había que admitirlo; si esto se juntaba con el insaciable apetito normando por la ternera, la fortuna que podría hacerse llegaría a exceder incluso las fantasías más exaltadas del barón.

El carruaje que Remey eligió para el viaje era sorprendentemente confortable y amortiguaba todos los baches y desniveles de los caminos profundamente hollados y de los senderos rocosos, lo que hizo que el viaje fuera casi agradable. Acompañado por una fuerza de dieciséis caballeros y hombres de armas a caballo, y por una reata de siete mulas de carga guiada por sirvientes, no podría haber estado más seguro. El barón notó que lady Agnes, una vez resignada al hecho de que no podía escapar de su destino, se había animado. En el segundo día, un leve color adornaba sus pálidas mejillas, y cuando divisaron la fortaleza de madera de Caer Rhodl, había remarcado no menos de tres veces lo bueno que había sido escapar del perpetuo frío del castillo.

Merveilleux! —exclamó, cuando vislumbraron las distantes montañas—. Simplemente glorioso.

—Estoy tan contento de que lo aprobéis, querida —remarcó el barón secamente.

—No tenía ni idea de que sería así —confesó—. Tan salvaje, tan hermoso, pero…

—¿Sí?

—Pero aun así, tan, tan vacío. En cierto modo, me entristece… la mélancolie, ¿no? No me digáis que no la sentís, amor mío.

—Oh, claro que sí —respondió el barón, disfrutando del inesperado y extraño cambio de opinión de su obstinada esposa—. Lo siento. No importa cuántas veces visite las tierras más allá de la Marca. Siempre siento una pena que no puedo explicar, como si las colinas y los valles guardaran secretos que romperían el corazón si se supieran.

—Sí, quizá —admitió Agnes—. Extraño, sí, y tal vez un tanto misterioso. Pero no amenazador. Pensé que, de algún modo, sería más amenazador.

—Bueno, tal y como lo veis hoy, con el sol luciendo, brillante, sobre los campos, parece un lugar más alegre. Dios sabe que no siempre es así.

A su debido tiempo, los viajeros fueron recibidos en el camino por jinetes enviados desde el caer para darles la bienvenida y proporcionarles la escolta adecuada hasta la fortaleza de Cadwgan. Al entrar en el patio circular, tras la empalizada de madera, fueron recibidos por el príncipe Garran y sus tres principales consejeros: uno propio y dos que ya habían servido a su padre durante muchos años.

—¡Barón de Neufmarché! —gritó Garran, avanzando hacia él con los brazos abiertos mientras sus huéspedes descendían del carruaje—. Pax vobiscum, milord. Que Dios os bendiga.

—Y a vos —respondió el barón—. Desearía que nos hubiéramos encontrado en tiempos más felices, pero creo que todos sabíamos que este día llegaría. Ahora que ha llegado, mis sentimientos están con vos y vuestra madre. Habéis sufrido mucho, creo, durante los últimos dos años.

—Hemos resistido —respondió el príncipe.

—Así es —admitió el barón—, y eso os honra. —Se volvió hacia su mujer y la presentó al joven príncipe.

—Baronesa Neufmarché —dijo Garran, tomando su mano—. Podéis estar segura de que haremos todo lo que esté en nuestra mano para hacer que vuestra estancia sea lo más placentera posible.

—Lady Agnes, por favor —respondió, encantada ante el apuesto aspecto del príncipe y sus refinados modales, por no hablar de su dominio de su propia lengua. La baronesa dio las gracias a su apuesto anfitrión y, a su vez, fue presentada a la viuda de Cadwgan, la reina Anora—. Mi señora, que Dios os acompañe en este momento de duelo —dijo Agnes en francés, aunque sospechaba que la reina no podía comprenderlo completamente. El príncipe Garran le tradujo gentilmente esas palabras a su madre, quien sonrió con tristeza y recibió las condolencias de la baronesa con austera gracia.

—Por favor, entrad —insistió Garran, guiando a sus huéspedes hacia el salón—. Hemos preparado un ágape para que os recuperéis de vuestro viaje. Esta noche daremos comienzo al banquete conmemorativo.

—¿Y el funeral? —inquirió el barón.

—Tendrá lugar hoy al anochecer. El banquete sigue al entierro.

Fueron conducidos al salón, donde un gran número de personas que compartían el duelo estaban reunidas. Lady Agnes, que había imaginando que los galeses irían vestidos con rudas pieles, las caras tatuadas con dibujos estrafalarios, y con plumas en su pelo y collares de huesos de pájaro y otros animales, quedó agradablemente impresionada al ver no solo la apariencia general de los bárbaros —la mayoría de los cuales, en su modesta opinión, iban vestidos ni mejor ni peor que el típico siervo inglés o galés— sino también por su solemne y estoica dignidad. La estancia estaba festoneada por estandartes de los diversos clanes e iluminada por el resplandor de una miríada de velas de cera de abeja, cuyo cálido aroma se mezclaba con el de los juncos recién cortados que cubrían el suelo. Sobre unos caballetes dispuestos en el centro de la sala, sobre una tabla cubierta con ramas frescas de enebro, yacía el rey Cadwgan, envuelto en su tradicional capa, sobre la que se había colocado un gran crucifijo pintado de blanco.

Lady Agnes palideció al verlo, pero nadie más parecía darse cuenta de lo extraño que resultaba que el difunto estuviera en medio de la sala, rodeado, como en vida, por todos sus parientes y vasallos. De hecho, a cada momento, uno de los asistentes se adelantaba hasta la cabecera del rey muerto, cuyo cabellos habían sido lavados y cepillados formando un nimbo encrespado alrededor de su cabeza. Uno por uno, los recién llegados fueron siendo presentados a los otros nobles de la habitación, y les entregaron unos pequeños cuencos de aguamiel para que bebieran. Los sirvientes de la cocina y algunas muchachas iban y venían con bandejas llenas de pequeños pastelillos de carne especiada, nueces y hierbas envueltos en hojaldre que iban sirviendo a los asistentes al funeral.

La baronesa, aunque era incapaz de entender nada de lo que se decía a su alrededor —o quizá, precisamente, por esa razón—, empezó a contemplar atentamente estas cortesías. Lo que vio fue una gente, fueran nobles o plebeyos, que parecían disfrutar en su mutua compañía y que, aunque eran innegablemente rudos, se deleitaban en esta ocasión. Era un momento de tristeza, por supuesto, pero en la sala en la que se celebraba el funeral se oían risas casi ininterrumpidamente. A pesar de sus prejuicios, se sintió atraída por la rotunda sinceridad de estas gentes y conmovida por sus honestas muestras de amabilidad y compañerismo.

En esto estuvieron ocupados los invitados al duelo hasta que el sol empezó a ponerse, momento en el que un grupo de monjes y capellanes hizo su aparición. Como si hubieran recibido una señal, todos empezaron a cantar, y aunque las palabras le resultaban extrañas y no había ningún instrumento musical, Agnes pensó que no había oído nunca una música tan dulcemente triste. Después de cantar un buen rato, un sacerdote vestido de gris, que parecía estar al frente de toda la ceremonia, se acercó al ataúd e inclinándose tres veces, extendió las manos sobre el cadáver y empezó a rezar. Rezó en latín, algo que la baronesa no había esperado. La plegaria, aunque era curiosa en su expresión, era más o menos como la que podría haber oído en Anjou.

Cuando la plegaria acabó, entregaron al sacerdote un báculo, lo que dio a entender a Agnes que el hombre era, en verdad, un obispo. Golpeando el suelo con el báculo tres veces, señaló las andas. Seis hombres del clan se avanzaron y, ocupando su lugar alrededor del rey muerto, alzaron la tabla en la que yacía y la llevaron a hombros, cruzando el salón. Todos los asistentes ocuparon un lugar tras ellos, y de este modo salieron al patio y descendieron el túmulo en el que se asentaba la fortaleza hacia el valle, hasta que finalmente llegaron al cementerio de una pequeña iglesia de madera, donde habían excavado una tumba dentro del recinto delimitado por un muro bajo de piedra. La tumba estaba rodeada de grandes losas, algunas de las cuales habían sido rudamente talladas con ese propósito.

La comitiva se detuvo para que sus miembros se sacaran los zapatos antes de entrar en el cementerio, lo que a lady Agnes le pareció muy extraño; pero entrar descalza en aquel recinto sagrado conmovió su alma más profundamente que cualquier cosa que hubiera ocurrido hasta entonces. Cuando el cuerpo, en sus andas, fue bajado por los seis hombres descalzos al hoyo que habían cavado para recibirlo, sintió que sus ojos, siempre vigilantes, se llenaban de lágrimas. Hubo oraciones ante la tumba, y aún más cuando la tierra fue arrojada, cubriendo el cadáver del rey. Luego, cuando esta parte de la ceremonia concluyó, la gente empezó a dispersarse en pequeños grupos de dos o tres personas.

Era simple, pero genuina y auténtica, y la sinceridad de aquellas gentes era enormemente atractiva. Agnes, intensamente afectada por la experiencia, mucho más de lo que habría imaginado, recorrió el camino de vuelta al castillo en silencio, pensativa. Cuando ascendía por la colina y apareció el brillo de las primeras estrellas, los asistentes empezaron a cantar. Lady Agnes, a quien la vida no le parecía más que una serie de desafíos y dificultades que habían de ser salvadas, sintió que algo se desbocaba en su corazón y empezó a llorar. Percibió en la melodía un espíritu tan indómito y un coraje tal que se avergonzó de su antiguo desprecio por estas dignas y buenas gentes. Siguió andando, con los zapatos en la mano, escuchando las voces que flotaban en el aire de verano y dejando que las lágrimas, de pena y de alegría, se deslizaran por sus mejillas.

El barón, que caminaba junto al príncipe Garran y su madre, no vio a su esposa; de haberlo hecho, se habría alarmado. Más tarde, mientras estaban precedentes en el primero de los diversos banquetes en honor del rey muerto, notó que lady Agnes parecía abstraída, pero de un modo placentero; su sonrisa era espontánea, y su comportamiento más tranquilo y sereno de lo que recordaba en mucho tiempo. «Sin duda —pensó—, está cansada por el viaje». Pero cuando ella le sonrió al verlo contemplándola desde su posición, junto al príncipe, él le devolvió la sonrisa y pensó para sus adentros que había hecho muy bien insistiendo en que viniera.

Al día siguiente se entregaron a los preparativos para la coronación del príncipe Garran, quien, como el barón había determinado hacía mucho tiempo, sucedería a su padre en el trono. Esta decisión fue rotundamente apoyada por las gentes de Eiwas, así que no hubo resistencia o dificultad alguna en lo concerniente a la sucesión y la coronación tuvo lugar en buen orden, con poca ceremonia pero mucha celebración por parte de aquellos que, tras haber enterrado al viejo rey, se habían quedado para dar la bienvenida al nuevo.

Cuando el barón De Neufmarché y su esposa se despidieron del rey Garran dos días después, insistieron para que el nuevo monarca fuera a visitarlos a Hereford.

—Venid por San Miguel —dijo el barón, con un tono suavemente insistente—. Celebraremos una fiesta en vuestro honor y hablaremos de nuestro futuro juntos. —Como si se le acabara de ocurrir, añadió—: ¿Sabéis?, creo que a mi hija le gustaría conoceros mejor. Aún no habéis conocido a Sybil, ¿verdad? —El joven rey negó con la cabeza—. ¿No? Entonces, ya está arreglado.

—Debéis venir —añadió la baronesa, estrechando su mano mientras avanzaba hacia el carruaje—. Y traed a vuestra madre. Prometed que la traeréis. Enviaré un carruaje para que viaje más cómodamente.

—Milady —respondió el rey recién coronado, incapaz de llevar la contraria a la esposa de su señor—. Será un placer visitaros por San Miguel.

Más tarde, mientras el carruaje ascendía la primera de las muchas colinas que ocultaban el caer, lady Agnes dijo:

—¿El rey Garran y nuestra Sybil? No me lo habíais mencionado.

—Ah, umm… —El barón titubeó, no muy seguro de cómo proceder ahora que su improvisado plan había quedado revelado—. Quería hablaros de ello, pero ah, bien, la idea se me ocurrió apenas hace un día o dos y no tuve tiempo para…

—Me gusta —le dijo, cortando en seco sus vacilantes explicaciones.

La contempló como si no pudiera creer lo que acaba de oír.

—¿Aprobáis esta unión? —preguntó Bernard, gratamente sorprendido ante el cambio de humor, ordinariamente agrio, de su esposa.

—Harían una buena pareja —afirmó—. Y sería bueno para ambos, creo. Sí, lo apruebo. Hablaré con Sybil a nuestro regreso. Cuidad de que la promesa de Garran sea firme.

—Así lo haré —asintió el barón, aún contemplando a su mujer con cierta incredulidad—. ¿Os sentís bien, amor mío?

—Mejor que nunca —declaró. Permaneció en silencio durante unos momentos, murmurando para sus adentros, y finalmente anunció—: Creo que una boda en Navidad sería algo espléndido. Me dará tiempo para hacer todos los preparativos necesarios.

El barón De Neufmarché, incapaz de decir nada ante la extraordinaria transformación de la mujer que había conocido durante todos estos años, sencillamente la contempló admirado.

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