Scarlet

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—¿Estáis seguro de que es él? —preguntó el alguacil Guy de Gysburne. — Totalmente seguro —murmuró el abad Hugo—. No cabe duda. Bran ap Brychan era el heredero al trono de Elfael. Ese idiota de De Braose mató a su padre y pensó que él mismo había muerto; pero por supuesto, ha echado a perder todo lo que el barón y el remilgado de su sobrino han tocado.

—Pensar que lo tuvimos en nuestras manos y no lo reconocimos —observó Gysburne—. Curioso.

Hugo respiró hondo y fijó una mirada de acero en su alguacil.

—El Rey Cuervo, el llamado Fantasma y Bran son la misma persona. Me apostaría la vida.

—Deberíamos haberlo capturado cuando tuvimos la oportunidad —remarcó Gysburne, aún desconcertado al descubrir el engaño del que habían sido víctimas.

—Un error —espetó Hugo— que no volverá a repetirse.

El conde Falkes de Braose fue escoltado desde el patio por los caballeros del rey para ser trasladado a Lundein y allí embarcado con destino a Normandía. El abad Hugo y su alguacil se quedaron considerando el inesperado giro de su fortuna y pensando en las amenazas que se cernían sobre su gobierno. Su primer pensamiento fue para Bran y sus seguidores. Rápidamente decidieron que mientras Bran y sus hombres siguieran vivos, nunca tendrían el control absoluto sobre las tierras que el rey William les había confiado.

—Puedo atraparlo ahora mismo —afirmó Guy.

—Aquí no —respondió Hugo—. No a la vista del rey y su corte. Eso no va a ocurrir. No, dejemos que ese presuntuoso galés y su chusma avancen por el camino, y seguidlos. A pie no llegarán muy lejos. Esperad a que acampen para pasar la noche, y matadlos a todos.

—Hay mujeres y niños, y, al menos, un sacerdote —señaló Guy—. ¿Qué debemos hacer con ellos?

—Que no quede nadie —respondió el abad.

—Pero, milord —objetó Guy. Era un caballero del reino y no se imaginaba a sí mismo comportándose como un asesino—. No podemos matarlos como si fueran animales.

—El mismo Bran ap Brychan lo ha dicho —contestó el abad—. Es la guerra. Son sus palabras, no las mías, Gysburne. Si guerra es lo que quiere, aquí empieza.

Antes de que el alguacil pudiera seguir discutiendo, el abad llamó a sus caballeros y hombres de armas —y también a varios de los hombres del conde que deseaban unirse a su tropa— y les ordenó que se agruparan en una esquina del patio.

—De rodillas, hombres —dijo—. Inclinad vuestras cabezas. —Con un estrépito de armaduras, los caballeros que estaban bajo el mando de Guy de Gysburne desenvainaron sus espadas y se arrodillaron en círculo alrededor del abad. Cogiendo sus espadas desenvainadas por la empuñadura, inclinaron la cabeza. Alzando la mano derecha, Hugo hizo el signo de la cruz por encima de los soldados arrodillados.

—Señor de las batallas —rezó—. Envío a estos hombres a una batalla en vuestro nombre. Protegedlos con vuestra mano y mantenedlos a salvo de las flechas del enemigo. Dejad que sus fatigas se sostengan en la rectitud, por vuestro santo nombre. Amén.

Los soldados alzaron la cabeza mientras el abad continuó.

—Todos y cada uno de los actos que cometáis cumpliendo la misión que se os ha encomendado en este día quedan absueltos, en el cielo y en la tierra. Obedeced la voluntad de vuestro comandante, que me sirve a mí como yo sirvo a Dios Todopoderoso. En nombre del que ha sido designado por Dios, el rey William, la Santa Madre Iglesia, y Nuestro Señor Jesucristo mismo, no mostréis piedad con quienes se rebelen contra nuestro gobierno, y hacedlo con el pleno conocimiento de que vuestros actos serán contados a vuestro favor en la tierra y en el cielo, y que no seréis manchados por la culpa o el pecado por el derramamiento de sangre de este día.

Dicho esto, Guy y sus hombres montaron sus caballos y en silencio, partieron tras el Rey Cuervo y su grey.

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