Scarlet

Scarlet


Capítulo 2

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Capítulo 2

Thane Aelred era tan justo como ancho es el Tyne, y tan recto como el roble de trescientos años que crecía junto a su granero. Era un hombre con el cuello tan ancho y grueso como el de un buey y tenía una melena castaña y desgreñada como la de un león, y sus gruñidos eran tan acordes como pudieran serlo, pero trataba a su gente de un modo justo y bueno. Nunca nadie que hubiera llegado a una posición tan alta y poderosa respecto a sus vasallos estuvo tan dispuesto a poner sus manos en el arado o la guadaña. Bendito sea, nunca holgazaneaba para librarse de la esquila o la matanza y de todos los gruñidos y sudores que esos trabajos requieren. Porque aunque hemos vivido mil años y más desde que Nuestro Dulce Jesús vino a este mundo y se fue, es una triste, triste verdad que las ovejas no se esquilan solas ni los puercos se convierten en jamones por sí solos.

Es una pena. Tira una moneda y decide cuál de las dos es la tarea más sucia.

Bajo el dominio de Aelred, que Dios lo tenga en su gloria, siempre había una jarra o tres para aliviar nuestros doloridos huesos cuando las labores del día ya se habían llevado a cabo. Todos nosotros, aparceros y vasallos que le prestábamos servicio —un día o dos aquí, una semana allá— éramos tratados como si fuéramos de su misma sangre siempre que poníamos el pie en su casa para honrar nuestra promesa de trabajo. A cambio, nunca trató a hombre o mujer peor de lo que hubiera aceptado para sí mismo y para su casa, y esa es rara justeza en un señor, eso es lo que es. Muéstrame a otro tan decente y honesto y brindaré por su salud aquí y ahora.

No como esa chusma normanda; llámalos como prefieras: franceses, francos o normandos, todos son lo mismo. Señores de la tierra, se creen. Y son más bien señores de la perdición. Se creen tan preciosos como el polvo de estrellas y tan hermosos como los diamantes. Vestidos con sus trapos bordados de oro, sobrevuelan la tierra mientras sus despiadadas mentes planean cómo hacer maldades. Desde el momento en que un noble normando abre los ojos, al romper el día, hasta que esos mismos ojos se cierran por la noche, el franco de alta cuna es, en palabras de Aelred, un scittesturm andante para cualquiera que sea lo suficientemente desgraciado como para cruzarse en su camino.

Un caballero normando solo vive para cazar y andar con rameras, acicalarse y guerrear. Y sus relamidos sacerdotes son igual de malos. Incluso el mejor de sus clérigos no es mejor que ellos. No daría ni lo que cuelga de mi nariz en un día de lluvia para salvar ni a uno de ellos…

—Lo siento, Odo, pero es la pura verdad de Dios, gruñe cuanto quieras al oírlo. Y escríbelo tal como lo digo.

—Por favor, ¿qué es un scittesturm? —quiere saber Odo.

—Pregúntale a un sajón —le digo—. Si ese condenado barón De Braose aún no los ha matado a todos, lo sabrás bien rápido.

Pero aquí estamos. Ahora Aelred ya no está. Tuvo la desgracia de creer que la tierra que su padre le había otorgado —tierra poseída y trabajada por el padre de su padre y aún antes por el padre del padre— le pertenecía y era suya para siempre. Un peligroso engaño, como se vio.

Pues cuando Guillermo el Conquistador arrebató el trono de Inglaterra y promulgó él mismo la Ley de la Tierra, dispuso arrancar de raíz los profundos y arraigados oficios que el tiempo y los tenaces sajones habían plantado y mantenido desde su llegada a estas hermosas costas; oficios y tradiciones que ligaban al señor y al vasallo en una rígida danza de lealtad y servicio, sin duda, pero que también evitaba que los altos y poderosos, que estaban arriba, devoraran a los débiles y pobres, que estaban por debajo. Esta era la base de la ley sajona, justa y buena, que garantizaba la justicia para todos los que se amparaban en ella. Como el fuerte techo de madera del salón de Alfredo el Grande, todos encontrábamos cobijo bajo ella, y no importaba cuán fuertes soplaran los vientos del poder y el privilegio.

Los hidalgos, terratenientes en su mayoría, hombres que no eran completamente nobles ni completamente plebeyos… Guillermo el Conquistador ni siquiera los entendió. Nunca lo hizo, ni se molestó en hacerlo. Mira, un normando solo conoce dos tipos de hombres: nobles y siervos. Para un normando, un hombre es un rey o un campesino, nada más. O blanco o negro, y no hay nada más que hablar. Por tanto, no hay nadie que esté entre ambos y que evite que unos se lancen al cuello de los otros.

Los galeses se ríen de unos y otros, lo sé. Los británicos también tienen su nobleza, pero los reyes y príncipes británicos comparten la misma vida que las gentes a las que gobiernan. Un señor debería ser estimado por mor de sus hazañas u otros méritos, reales o imaginarios, pero un verdadero príncipe británico no es demasiado orgulloso como para evitar pasar estrecheces cuando la sequía hace que una cosecha sea escasa, o un invierno crudo hace que las provisiones mermen el doble de rápido.

El rey británico beberá alegremente de la misma copa de arcilla de la que bebe el más insignificante de su pueblo, y puede recitar el nombre de todos y cada uno de los hombres de su clan hasta la tercera o cuarta generación. En esto, el Rey Cuervo era, sin exagerar un punto, el mejor ejemplo de los de su clase, y apuesto a que el barón De Braose ni siquiera ha posado sus ojos en la mayoría de los desdichados cuyo sudor y sangre le permiten cazar halcones y vestir calzas de satén.

Como todos los barones normandos, De Braose supervisa sus tierras desde el lomo de un enorme caballo: un gigante de cuatro pezuñas que come más en un día que lo que diez de sus siervos pueden rapiñar, entre todos, para toda una semana. Sus caballeros y vavasours —qué palabra más odiosa— gastan más en una noche de juerga de lo que cualquier habitante de su feudo verá entre la Nochebuena y la vigilia Pascual, y eso si es lo bastante afortunado como para ver siquiera una gota de algo alegre.

Bueno, De Braose quizá no haya estrechado nunca las manos a ninguno de sus siervos, pero sabe, hasta el último penique, cuántos impuestos le debe. Es una clase de talento, supongo; eso hay que admitírselo.

También admito que tiene una mente astuta y calculadora, y un sentido de conservación de largo alcance. Puede ver, o quizá oler, el modo correcto para medrar. El viejo cabrón raramente pone un pie en falso allí donde sus intereses vitales están en juego. Al rey le gusta, también, aunque no puedo imaginar por qué. Con todo, el favor real nunca daña a nadie mientras dura. Pero cuando acaba… Sí, eso es como encontrarse un pelo en la sopa.

Así que cuando mataron a Guillermo, el bastardo conquistador, en una pequeña incursión en Francia —abatido por una flecha, dicen, igual que el pobre rey Harold—, eso alborotó todo el gallinero, sin ninguna duda. Y Thane Aelred fue uno de los hermosos gallos que fueron expulsados del corral.

Sí, rodaron cabezas por todas partes antes de que el polvo pudiera posarse en la tierra. Las opulentas tierras de Aelred fueron confiscadas y aquel buen hombre expulsado del reino. A todos nosotros, vasallos, nos echaron, fuimos expulsados de las tierras por el apestoso sheriff del rey y sus alguaciles; nuestra villa ardió hasta la última casa y la última cochiquera. La finca de Aelred fue devuelta al bosque y quedó bajo el dominio de la Ley del Bosque, obra del diablo.

La mayoría de nosotros, yo incluido, nos quedamos en la zona durante algún tiempo. No teníamos ningún otro lugar a donde ir, y tampoco teníamos provisiones. Porque al igual que otros que estaban en la casa de Aelred, yo había nacido en sus tierras, y mi padre servía a su padre como yo le servía a él. Los Scatlocke habíamos sido vasallos siempre, toda la vida, nunca señores…

—Sí, Odo, ese es mi verdadero nombre, William Scatlocke. —Hago una pausa para explicárselo—. Ya ves, resulta que a algunas gentes les costaba tener tan andrajosas palabras entre los dientes, y Scarlet sonaba mejor.

—Estoy de acuerdo —dice él.

—Espléndido —le replico—. Dormiré mucho mejor sabiéndolo. En fin, ¿por dónde iba?

Odo repasa lo que ha escrito —Estabas hablando de la Ley del Bosque. Dijiste que era obra del diablo.

Sí, y verdaderamente lo es. La Ley del Bosque: dos palabras perfectamente honestas y honradas como las que más, pero puestas una junto a la otra forman un monstruosidad enloquecida. Mira, bajo la Ley del Bosque la Corona se apropia de un trozo de tierra útil para toda la comunidad y, de un plumazo, se convierte en un coto privado de caza, vedado al pueblo sin excepción. La Ley del Bosque convierte cualquier tierra en posesión del rey, y solo puede ser usada por la realeza; por ellos y sus afortunados y favorecidos amigos. La vigilancia de esos llamados parques es otorgada a los agentes de la Corona conocidos como sheriffs, quienes lo rigen todo con una soga en una mano y un hierro ardiente en la otra, que aplican a cualquiera que traspase, aunque sea ligeramente, los límites del coto real.

La verdad, solo poner un pie en un bosque real puede dejarte mutilado o ciego. Tomar un único ciervo o jabalí para alimentar a tus hambrientos hijos puede hacer que cuelgues en una encrucijada, junto a malvados criminales que han hecho arder aldeas y descuartizado a familias enteras mientras dormían. Nada, un asunto insignificante que no vale ni el rocío de la mañana, por lo visto. Sí, ese ciervo de ojos oscuros, con su hermoso pelo castaño y sus sabrosos jamones vale más que cincuenta o cien vasallos, sean siervos u hombres libres. Y eso es así.

La Ley del Bosque es lo que le sucedió a las tierras de Thane Aelred: casa, establo, porqueriza, granero, lechería y molino, todo ardió hasta los cimientos, y las cenizas fueron enterradas. Las vetustas piedras de término fueron arrancadas y cualquier vestigio eliminado de los registros y todo el lote se agregó a otras fincas inglesas que fueron declaradas bosques del rey. Al mismo Aelred se lo llevaron encadenado, dejando a su pobre esposa a la buena de Dios, apañándoselas como podía. Más tarde oí que lo habían metido, a él y a los suyos, en un barco rumbo a Dinamarca con otros miserables exiliados; aunque nunca lo supe con certeza. El resto de sus gentes fueron expulsadas aquel mismo día y desterradas de la propiedad a punta de afilada lanza normanda.

Aquellos de nosotros que no teníamos amigos ni parientes vivos tuvimos que huir a la espesura para buscar algún cobijo y sustento. Osamos habitar aquella tierra a pesar de la amenaza que pesaba sobre nosotros de ser ahorcados si nos cogían. Como era uno de los guardabosques de Aelred no me resultó muy duro, pero los que no estaban acostumbrados a condiciones tan duras, sufrieron enormemente. El frío y las fiebres se cobraron una buena cantidad de vidas, y los hombres del sheriff aún más. Nos mataban siempre que podían y nos perseguían sin descanso.

—Eso no era vida, amigo Odo, permíteme que te lo diga. —Levanta la mirada y me observa con sus grandes ojos soñolientos y su suave boca esbozando una media sonrisa—. Tú no hubieras durado ni tres días.

—Tal vez soy más fuerte de lo que parezco —dice él.

—Y las apariencias engañan —le contesto, y seguimos…

Finalmente, con la llegada del invierno y con el sheriff y sus hombres conociendo cada vez mejor cuál era nuestro paradero, los pocos que habíamos sobrevivido todos aquellos meses nos separamos y nos dispersamos hacia otros lugares. Algunos se dirigieron al norte, donde la masacre había asolado las tierras; en aquellas áreas vacías se decía que las gentes honestas podían comenzar de nuevo. El problema era que allí también se habían reunido demasiadas gentes deshonestas y se estaba convirtiendo en un terreno baldío de un tipo bien distinto.

En cuanto a mí, decidí ir al oeste, a Gales: Wallia, la tierra donde había nacido mi madre.

Siempre había querido ir, la verdad, pero era algo más que el simple capricho. Porque había oído una historia que inflamó mi sangre. Decían que un hombre se había alzado, enfrentándose a los señores normandos; un hombre que se reía en la cara de una muerte cierta al desafiar al mismísimo rey William, un hombre al que llamaban el Rey Cuervo.

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