Scarlet

Scarlet


Capítulo 4

Página 5 de 49

Capítulo 4

El hermano Odo está dormitando otra vez sobre la pluma. Por mucho que me gustaría verlo saltar, aún no voy a despertarlo. Eso me da tiempo. Cuanto más estire este cuento, más tiempo tendré antes de que el cuento tire de mí, por decirlo de algún modo. Además, necesito pensar un poco.

Pienso ahora en el día en que mis ojos vieron por vez primera al Rey Cuervo. Sí, fue un día agradable, en todos los aspectos. Un otoño gélido y brillante se cernía sobre la Marca. Yo había estado deambulando durante meses, vagando de aquí para allá guiado por mi fantasía, moviéndome siempre rumbo al sol poniente. No tenía ningún otro plan salvo averiguar algo más sobre el Rey Cuervo, y encontrarlo, si podía. Un hombre del bosque como yo podría resultar útil a un hombre como ese. Si lo encontraba, imaginaba yo, podría persuadirlo para que me acogiera bajo sus alas.

Agucé los oídos para intentar captar la menor mención al Rey Cuervo y pregunté por él cada vez que llegaba a un asentamiento o poblado. Trabajé para conseguir comida y una yacija de paja en un granero o un establo y conversé con todos los que eran lo bastante valientes como para hablar de los abusos de la Corona y de lo que ocurría en aquellas tierras. Muchos de aquellos con los que hablé habían oído el nombre, y también que el barón De Braose, señor de Bramber, había ofrecido una recompensa por su captura. Algunos de los muchachos sabían alguna historia que otra sobre cómo el Rey Cuervo había burlado al barón o al prior o a algo así; pero nadie sabía más que yo acerca de ese pájaro negro y su paradero.

Conforme avanzaba hacia el oeste, mis logros mejoraron en un sentido y empeoraron en otro. Había más gente que conocía al Rey Cuervo, sin duda, y algunos eran lo bastante despreocupados como para hablar. Pero los que lo conocían sostenían que este cuervo no era en absoluto un hombre. Más aún, decían que era un fantasma enviado desde los reinos infernales para hechizar a los normandos. Decían que la criatura cobraba la forma de un pájaro gigante, con una enorme cresta, unas alas de una envergadura mayor que una pica de diez pies y un largo y siniestro pico. Mortal como una plaga para los normandos, y negro como el pozo del que surgió Satanás, era una criatura nacida y alimentada de maldad, aunque una posadera me dijo que había ayudado a algunos parientes suyos, entregándoles comida y un buen dinero cuando estaban desesperados, así que no podía ser malo del todo.

Cuando la verde primavera dio paso al verano, me establecí una temporada con un porquero y su desdentada esposa en su pequeña granja, cerca de Hereford, donde el barón De Neufmarché tiene la inmensa mole de piedra de su castillo. Aunque Gales está a unos pocos días de camino, por aquel entonces no tenía prisa. Yo quería saber más, si es que había algo más que saber, así que me quedé allí, discretamente, esperando el momento oportuno y escuchando a los nativos cuando había ocasión de hablar de los asuntos que me interesaban.

Cuando el trabajo del día acababa, me iba volando a la ciudad para pasar los hermosos atardeceres de verano en el Cross Keys, una posada de reputación dudosa. El mesonero era un bribón, sin duda ninguna —es él quien debería colgar de una horca y no Will—, pero servía jarras generosas y gruesas chuletas, tan tiernas y jugosas que se deshacían en la boca. Llegué a conocer a muchas de las gentes de la zona que recalaban en el Keys, y llegaron a confiarme sus pensamientos más íntimos.

Siempre intentaba llevar la conversación hacia los acontecimientos de la Marca, esperando oír alguna palabra sobre el Rey Cuervo. Entonces sucedió, una noche en la que encontré a un granjero que llevaba sus mercancías a Herelord en los días de mercado. Había venido a vender un poco de tocino y algunas salchichas, y viendo que yo estaba allí parado, vino a sentarse junto a mí, en el murete que había frente a la posada.

—Bien —dije, alzando la jarra—, Dios salve al rey.

—Que salve al rey y el diablo se lo lleve con él.

—¿Umm? ¿El rey William ha perdido vuestro favor? —pregunté.

—Sí —respondió el granjero—, y no me importa quién lo sepa. —Al mismo tiempo echó un vistazo a su alrededor, con aire de culpabilidad, para comprobar quién podía estar escuchando. Nadie estaba prestando la menor atención a un par de parlanchines como nosotros, así que dio un largo trago a su cerveza y apoyó el codo contra el muro—. Ruego por su caída todos los días.

—¿Qué os ha hecho el rey para ganarse tanta ira?

—¡Qué es lo que no ha hecho! Antes del Rojo yo tenía una mujer y un robusto hijo que me ayudaban con las tareas.

—¿Y ahora?

—Mi mujer cogió el garrotillo y murió, y a mi hijo lo atraparon en el monte poniendo trampas para conejos. Perdió su buena mano derecha bajo la espada del sheriff. Ahora no puede hacer más que pastorear a los animales.

—¿Y culpáis al rey por ello?

—Lo hago. Si por mí fuera, el Rey Cuervo podría arrancarle los ojos y comerse su real hígado.

—Eso sería digno de ver —le dije—. Si ese camarada emplumado fuera algo más que una fábula que contar en una noche de verano.

—Oh, existe —insistió el granjero—. Existe, ciertamente.

Mi vengativo amigo empezó a relatar cómo una hermosa noche el terrorífico pájaro se había abatido sobre una escuadra de caballeros normandos cuando cruzaban la Marca por el Camino del Rey.

—El Rey Cuervo cayó desde el cielo como un ángel vengador y dio muerte a un escuadrón entero de esos truhanes que están al servicio del barón antes de que pudieran darse la vuelta y echar a correr —dijo el granjero—. Solo dejó vivo a un borracho para advertir al barón que dejara de matar britanos.

—Esa criatura… ¿cómo mató a los caballeros?

El granjero me miró a los ojos y dijo:

—Con fuego y flechas.

—Muy bien —repliqué yo—. Pero si fue con fuego y flechas, ¿cómo supieron que fue el pájaro fantasma quien lo hizo y no un galés furioso? Tú sabes lo obstinados que pueden ser cuando los irritan.

—Oh, sí —admitió el granjero—, eso lo sé muy bien. Pero fue el Rey Cuervo, de eso no cabe duda. —Asintió con la cabeza, en un gesto de inquebrantable seguridad—. Lo sé.

—¿Por qué? —insistí rápidamente.

—Porque las flechas eran negras —dijo, esbozando una sonrisa—. Desde la punta de piedra hasta las plumas, eran negras como la lengua de Belcebú.

Estas pocas noticias me alegraron más que ninguna otra cosa que hubiera oído hasta entonces. ¡Flechas negras, pardiez! Justo el tipo de cosas que el viejo Will Scarlet hubiera ingeniado si quisiera sembrar el miedo y la devastación entre aquel grupo de bribones. En esta historia del quisquilloso granjero vi la forma de un hombre y no la de un fantasma. Un hombre como yo mismo, lo que me dio la primera esperanza sólida para seguir adelante.

Me quedé en el pueblo hasta después de la cosecha, para ayudar, y entonces, cuando las hojas empezaron a caer y el frío viento del norte empezó a soplar, decidí partir, y en un claro día, volví de nuevo al camino. Anduve de poblado en poblado, parándome dondequiera que pudiera hallar más información sobre el Rey Cuervo.

El otoño había llegado a la tierra, como digo, y finalmente llegué al límite de la Marca y entré en el bosque. Feliz en mi única compañía, permanecía alerta a todo lo que me rodeaba. Viajaba tranquilamente, sin un objetivo, acampando todas las noches junto al camino. Una de esas claras y limpias mañanas, me levanté pronto y busqué un lugar elevado para vigilar mejor y escuchar y saber lo que pudiera del bosque que me rodeaba.

Ya veis, el bosque de la Marca es antiguo, ya lo era cuando Adán todavía era un chaval. Era un lugar salvaje que no se parecía a ningún bosque de los que había conocido en Inglaterra. Más denso, más oscuro, más intrincado y tupido, se cerraba sobre sus secretos y los mantenía impenetrables. Os advierto, soy un hombre acostumbrado a los senderos y caminos de los bosques, y mientras los días se sucedían unos tras otros hacia el invierno, empecé a tomarles las medidas.

Una mañana, justo cuando el tiempo cambiaba, una niebla helada y unas voces en el Camino del Rey me despertaron. La noche anterior había visto fugazmente a un lobo en el camino y decidí que un hombre prudente haría bien en dormir fuera del alcance de aquellos esbeltos cazadores de largos dientes. Así que, después de pasar la noche sobre el duro leño de un recio roble desde el que se veía el Camino del Rey —un lecho bien duro, ya lo creo—, me desperté mientras la luz del alba rompía en un día gris y ventoso, y oí voces de hombres hablando abajo, en el camino. Sus voces eran quedas, hablaban bajo y sus fluidos y rítmicos tonos me resultaban familiares, aunque las palabras eran extrañas. Me llevó unos momentos sacudirme el sueño de encima y darme cuenta de que estaban hablando en galés. Era la lengua de mi madre, y la había oído bastante cuando era un rapaz, lo suficiente para hacerme entender.

Oí las palabras «Rhi Bran y Hud» y supe que estaba a punto de encontrar lo que había estado buscando, así que…

—Sí, Odo, ¿qué pasa? —Mi escriba se despierta de su siestecilla y se frota los soñolientos ojos.

—Esas palabras, «Riban Hood» —pregunta, bostezando ampliamente—, ¿qué significan?

—Si dejaras a este compadre continuar con la historia, a fe que pronto lo sabrías — le respondo—. Pero vamos a ver, no es Riban Hood como has dicho. Es Rhi Bran: eso significa «Rey Cuervo» y Hud significa… bueno, significa «hechicero». Así es como los britanos llaman al señor fantasmal de las tierras de la Marca.

—Ree Bran a’Hood —dice él, anotándolo cuidadosamente—. Un buen nombre.

—Sí, buen nombre —reconozco, y seguimos.

Pues bien, bajé para unirme a aquellos compadres que estaban en el camino y ver qué me podían contar de aquel misterioso pájaro.

—¡Aquí! —grité, dejándome caer con ligereza desde la rama más baja hasta el bancal que estaba por encima del camino—. Eh, compadres, ¿tenéis tiempo para cambiar unas palabras con un viajero?

Viendo esas dos caras hubieras pensado que había caído de la mismísima luna. Eran dos hombres, uno de ellos grande como una casa y el otro más menudo, pero fornido y robusto como la raíz de nogal. Vestían unas extrañas capas con capucha, cubiertas de follaje y harapos cosidos; ambos llevaban unos arcos largos, macizos, y un carcaj con flechas en sus cintos.

—¡Qué pasa! —gritó el más grande, volviéndose más rápido de lo que parecía posible para semejante masa de humanidad.

«Este tipo ha pasado una buena temporada en el bosque», pienso yo, tan rápida es su mano manejando el cuchillo.

—No quiero hacerte daño, amigo —digo—. Y muy apenado estoy si os he sobresaltado. Os he oído hablar y me apetecía un poco de cháchara, eso es todo.

—Eres un maldito espía —gruñó el menudo, avanzando hacia mí—. No vamos a cantar para ti. —Miró al más grande, quien asintió lentamente—. No hasta que sepamos más de ti.

—Bueno, tengo bastante tiempo para eso, si queréis —repuse—. ¿Por dónde queréis que empiece?

—Por tu nombre, si tienes uno —dijo él—. Eso servirá para empezar.

—Me llamo William Scatlocke —respondí—. Pensad lo que queráis, pero hay algunos que se inclinan hasta besar el suelo al oír este nombre. —Sonreí y le guiñé un ojo—. Pero con quitarse el sombrero valdrá, por ahora.

—Soy Iwan —dijo el grandote, ablandándose un poco—. Y este es Siarles.

—Scatlocke es un nombre sajón —observó el menudo, frunciendo el ceño—. Pero William, eso es franco. —Parecía estar a punto de escupir como muestra de lo que pensaba de los normandos.

—Sajón y franco, sí —reconozco cortésmente—. Mi madre, Dios bendiga su dulce y bienintencionada alma, pensó que un nombre franco haría mi vida un poquitín más fácil, viendo nuestra tierra invadida por esa escoria. Con un William por delante me tomarían por uno de ellos, y eso haría mi camino más fácil.

—¿Lo ha hecho? —preguntó. Sus sospechas hacían que su voz sonara amenazadora.

—No, al menos yo no me he dado cuenta —dije—. Aunque, por otra parte, no ha sido como llamarse Siarles. Ese sí que es un nombre que pide guerra, si es que alguna vez hubo un nombre que la pidiera.

El menudo se encrespó y su rostro se crispó, pero el grande rompió a reír y su voz resonó como el trueno sobre las verdes colinas.

—Eres un tipo valiente, eso hay que admitirlo —dijo—. Pero ahora estás en la Marca, amigo. ¿Puedes decirnos cuál es la razón por la que vas cayendo de nuestros buenos árboles galeses, valiente William?

—Los amigos me llaman Will Scarlet —respondí—. Soy guardabosques de oficio como mi padre lo fue. Veo que vosotros dos sabéis cómo moveros entre la maleza.

—La verdad es que sí, Will —dijo Iwan—. ¿Estás huyendo de alguien, pues?

—Corriendo hacia alguien, más bien.

Bueno, ellos querían oír más, así que seguí explicando cómo Thane Aelred había sido expulsado de sus tierras y estas habían sido requisadas por la Ley del Bosque, y todo aquel follón. Les conté cómo me había refugiado en la espesura y todos mis viajes desde entonces. Me escuchaban, y pude percibir que su desconfianza menguaba al describirles cómo me escondí del sheriff y sus hombres en la tierra que solía pertenecer a mi buen señor, y cómo cazaba furtivamente los preciosos ciervos del rey para sobrevivir. Muy pronto empezaron a asentir y mostrar su acuerdo, poniéndose de mi parte.

—La cosa es que desde entonces he estado viajando todo el verano, buscando a ese compadre al que llaman Rey Cuervo. Naturalmente, cuando os oí mencionar a Rhi Bran agucé mis oídos.

—¿Hablas cymry? —preguntó Siarles entonces.

—Lo aprendí en las rodillas de mi querida mamá —le dije—. La misma mamá, de hecho, que me puso William como nombre.

También me molesté en aprender un poco de francés para poder saber qué planeaban aquellos cabritos.

—¿Por qué quieres ver al Rey Cuervo? —preguntó Iwan—. Si no te importa que te lo preguntemos.

—Para ofrecerle mis servicios —respondí—. Y estaría muy agradecido por cualquier indicación que pudierais darme en ese sentido.

—¿Y podemos saber cuál es la naturaleza de esos servicios? —inquirió Siarles, mirándome de arriba abajo. Se estaba ablandando un poco, pero aún era un poco correoso para mi gusto.

—Me parece que si es al menos la mitad de hombre de lo que creo que es, necesitará una mano fuerte y sin miedo como la de Will Scarlet.

—¿Qué sabes de él?

—Sé que no es un fantasma, como dicen. Sé que el barón De Braose ofrece cincuenta libras de pura plata inglesa por ver su bonita cabeza emplumada clavada en una pica.

—¿De verdad? —preguntó Siarles, muy impresionado.

—Sí —le aseguré—. ¿No lo sabíais?

—Tal vez hayamos oído algo de eso —murmuró. Luego se le ocurrió una nueva idea—. ¿Y cómo sabemos que no quieres reclamar ese dinero?

—Buena pregunta —reconocí yo—. Y merece una buena respuesta.

—¿Y bien? —insistió, con su sospecha más viva que nunca. Siarles, Dios le bendiga; sus ojos grises son despiertos y penetrantes, pero desconfía de casi todo lo que ve. Media razón de ello es a causa de vivir en la maleza, imagino, donde tus ojos y tu agudeza son tus mejores y más leales amigos; pero la otra media razón es, sencillamente, su propia naturaleza recelosa.

—Tan pronto como encuentre una respuesta lo bastante buena, os la diré —dije—. Eso arrancó un gruñido del joven Siarles, quien quería deshacerse de mí allí mismo.

Iwan solo reía. Él ya había tomado una decisión respecto a mí.

—Paz, Siarles —dijo—. No quiere el dinero.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Ningún hombre que fuera tras la recompensa habría pensado mejor respuesta que esa. Porque hubiera tenido preparada una historia entera para no decir demasiado ni enredarse en el relato. Will no ha hecho eso.

—Quizá es que simplemente es un estúpido.

—No, no es estúpido —respondió Iwan. En aquellos momentos, me caía cada vez mejor—. Apostaría mi buen nombre contra todo lo que llevas en tu bolsa a que reclamar la recompensa nunca se le ha pasado por la cabeza.

—Ganarías esa apuesta, amigo —respondí—. La verdad, ni se me había ocurrido. —Viendo cómo Iwan me había defendido tan gentilmente pregunté—: ¿Debo pensar que conocéis a Rhi Bran?

Siarles, todavía receloso, frunció el ceño cuando Iwan dijo:

—Lo conocemos, sí.

—¿Y podríais tener la bondad de decirme dónde puedo encontrarle? —pregunté, tan amablemente como un gracias y un por favor.

—Mejor que eso —dijo Iwan—, te llevaremos a su encuentro.

—¡Iwan! —exclamó Siarles. Era terco como una mula, eso hay que admitirlo—. ¿Qué estás diciendo? No conocemos a este sajón, ni sabemos nada de él. No podemos llevarlo ante Bran. ¡Podría ser cualquiera…, quizá un espía del abad!

—Si es un espía de Hugo no podemos dejarlo aquí —explicó Iwan—. Digo que lo llevaremos con nosotros y dejaremos que Bran decida quién y qué es; sí, y qué es lo que hacemos con él. —Volviéndose hacia mí dijo—: Si te llevamos con nosotros, debes jurar por tu sangre y por tu vida que acatarás la decisión de nuestro señor, cualquiera que sea.

Normalmente no me gusta poner mi vida bajo juramento por los caprichos de personas desconocidas, pero viendo que solo él me estaba ofreciendo la oportunidad que había estado buscando todo el verano, accedí rápidamente.

—Por mi sangre y por mi vida, juro acatar la decisión de vuestro señor.

—Eso me vale —dijo Iwan—. Síguenos.

—Y cuida de estar callado —añadió Siarles, por si acaso.

—Estaré tan callado como lo estabais vosotros cuando me despertasteis mientras dormía en mi nido hace un momento —le respondí.

Iwan soltó una risotada y en dos rápidas zancadas desapareció por encima del bancal, hacia la maleza que estaba junto al camino.

—Después de ti —dijo Siarles, indicándome el camino con la punta de su arco—. Yo iré el último, así que no des un paso en falso, porque estaré vigilándote.

—Eso es un gran alivio, vaya que sí —repliqué. Adentrándonos en el bosque, me vi en una alegre batida para encontrarme con el hombre por el que había cruzado medio país. Y a fe que nunca lo hubiera imaginado del modo en que se me apareció por vez primera.

Ir a la siguiente página

Report Page