Scarlet

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Capítulo 7

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Capítulo 7

CASTLE TRUAN

Había pasado poco más de un año desde que el barón William de Braose decretara que se construyera una ciudad mercantil dentro de los límites de sus recién adquiridas tierras en Elfael. En aquel breve período de tiempo el lugar había crecido hasta alcanzar un tamaño considerable. Ya era más grande que Glascwm, el otro único asentamiento de la región que merecía tal nombre. Cierto, los habitantes se habían desplazado desde otras posesiones del barón —algunos desde Bramber y otras tierras más allá de la Marca y otros desde las tierras del barón en Francia— porque, desafortunadamente, los galeses nativos rehuían el lugar y se negaban a residir en él. No obstante, eso no disminuía el orgullo que el conde Falkes sentía por lo que él estimaba como un logro considerable se mirara por donde se mirase: erigir una ciudad con un pequeño y ajetreado mercado de un monasterio ruinoso y carente de valor que apenas si alojaba a unos pocos monjes esforzados.

Llegaría el día, pensó Falkes mientras inspeccionaba la limpia plaza del mercado, en el que esta ciudad, su ciudad, rivalizaría con Monmouth o quizá incluso con Hereford. Llegaría ese día, solo si conseguía mantener el orden en el cantref y contener a su tío. El barón De Braose podía tener muchas virtudes, pero la paciencia, como un mal sabueso, no estaba entre ellas.

Falkes era consciente de que su tío estaba irritado ante lo que consideraba un lento progreso por su parte. Desde la perspectiva del barón, la conquista de Gales debería haber concluido hacía ya mucho tiempo: «Han pasado casi dos años», le dijo la última vez que Falkes lo había visitado en Bramber.

El barón le había invitado a principios de verano, junto con su mejor amigo y primo, el hijo del barón, Philip, a una cacería en el sur de Inglaterra. El paisaje abierto y soleado de las tierras de su tío fue un cambio muy bienvenido respecto a la gris y húmeda Gales. Falkes estaba disfrutando de la cabalgada y de la calidez de un espléndido día de verano, si bien no de la buena opinión de su tío.

—¡Dos años! —dijo William de Braose cuando pararon bajo un olmo para que los caballos descansaran—. Dos años ¿y qué tenemos?

—Tenemos una ciudad, tío —había señalado Falkes—. Una ciudad bien bonita. Y si se me permite la osadía, no han sido dos años, sino poco más de uno desde que se iniciaron los trabajos.

—Una ciudad. —William de Braose miró a su sobrino con frialdad—. Una única ciudad.

—Y una abadía —añadió Falkes amablemente, mirando a Philip con el rabillo del ojo—. La nueva iglesia está casi acabada. De hecho, el abad Flugo espera que podáis asistir a la consagración.

Aunque su tío había admitido todo aquel tiempo que todo estaba bien y en orden, tenía planes bastante más ambiciosos que esa solitaria ciudad. Elfael era todavía el único cantref que había conquistado en los nuevos territorios, y le estaba costando más de lo que hubiera deseado.

—Los impuestos son bajos —señaló—. El dinero recaudado apenas cubre el abastecimiento de la abadía.

—Los britanos son pobres, sir.

—Son holgazanes.

—No, milord, tal vez sea cierto que trabajan menos que los ingleses —admitió Falkes, quien estaba empezando a sospechar que su tío tenía una impresión errónea de los britanos—, pero sus necesidades también son menores. Son gente sencilla, al fin y al cabo.

—Deberías ser más severo con ellos. Enseñarles a temer tu acero.

—Eso no ayudaría —respondió Falkes tranquilamente—. Matarlos solo los hace más obstinados.

Como Falkes había aprendido muy a su pesar, la matanza del rey galés y su hueste —si bien había ofrecido una solución inmediata al problema de conquistar Elfael— había dispuesto a la gente tan en su contra que había convertido su posición como dirigente del cantref enalgo excesivamente difícil e inestable.

—Impón tu voluntad —insistió el barón—. Haz que se inclinen a tu antojo. Si se niegan, entonces haz lo mismo que yo: corta algunas cabezas, confisca tierras y propiedades.

—Apenas poseen nada —señaló Falkes—. La mayoría de sus tierras son comunales, y pocos de ellos reconocen derechos de propiedad de ninguna clase. Apenas usan el dinero, hacen trueques por lo que necesitan. Cada vez que exijo impuestos a un hombre, es más probable que me pague con huevos que con plata.

—¡Huevos! —resopló su tío con desdén—. Yo hablo de impuestos y tú me hablas de huevos.

—Ocurre más a menudo de lo que creéis —declaró Falkes, a quien se le estaba empezando a agotar su pequeña reserva de paciencia.

—¿Y qué hay de esa criatura tuya, de ese fantasma del bosque? ¿Cómo le llaman?

—Rhi Bran y Hud —respondió Falkes—. Significa «Rey Cuervo el Hechicero».

—¡El diablo, dijiste! ¿Ya has atrapado a ese bribón?

—Todavía no —confesó Falkes—. El sheriff deGlanville es optimista. Es solo una cuestión de tiempo.

—¡Tiempo! —rugió el barón—. ¡Han pasado dos años, hombre! ¿Cuánto más tiempo necesitas?

—Padre —dijo el duque Philip, interviniendo justo en aquel momento—, ¿puedo sugerir una visita al commot? Observadlo vos mismo. Tomaréis rápidamente la medida a Elfael. Y veréis lo que Falkes está haciendo con el lugar.

—Una digna sugerencia, Philip —respondió el barón, enrollando las riendas de cuero alrededor de su puño enguantado como si lo hiciera alrededor del cuello de un enemigo—, pero sabes que es imposible. Me voy a Rouen el mes que viene. Si todo va bien, debería volver antes de Navidad.

—Hablaré con el abad Hugo —dijo Falkes— y dispondremos la consagración en Navidad.

—En Rouen está acampado el duque Robert —murmuró Philip, mientras la preocupación dibujaba unas arrugas en su suave frente—. ¿Qué os lleva allí, padre?

Entonces, mientras los perros y los mozos se dispersaban por el campo, ante ellos, el barón De Braose les había confesado sus planes de reunirse en secreto con unos cuantos nobles afines que estaban ansiosos por hacer algo respecto a la incesante lucha entre el rey y sus hermanos.

—Esa estúpida riña nos está costando un dinero que estaría mejor empleado en la expansión de nuestras propiedades y en la conquista de Gales —despotricaba el barón, mientras se enjugaba el sudor que caía por su rubicundo rostro—. Cada vez que uno de ellos le toca las narices al otro he de alzar un ejército y partir hacia Normandía o Anjou para ayudar al rey a machacar al canalla en cuestión. Estoy harto de sus luchas y sus contiendas. Hay que hacer algo.

—Peligrosas palabras, padre —advirtió Philip—. Yo tendría mucho cuidado de no repetir nada de esto en ningún lugar. Nunca se sabe quién está escuchando.

—¡Bah! —se burló el barón—. Se lo diría a la cara a Rufus si estuviera aquí. El rey debe saber qué piensan sus nobles. No, la situación es intolerable y hay que hacer algo. Y algo se hará, a fe que se hará.

Philip y Falkes intercambiaron una mirada de preocupación. Un discurso como este se acercaba peligrosamente a la traición.

El rey William, que conocía mejor que nadie la escasa estima que sus nobles y vasallos le profesaban, veía la más mínima falta de apoyo como deslealtad; y un desacuerdo abierto era considerado, de plano, como traición.

—Si el rey llega a conocer esta société secreta, no estará muy complacido —señaló Philip—. Podéis ser condenados como traidores.

—El rey nunca lo llegará a saber —alardeó el barón. Se quitó un guante y aplastó una mosca que zumbaba ante su cara; luego, se pasó la manga de lino azul por la frente—. Hay que tomar medidas especiales. Hemos apelado al obispo de Rouen, quien está de acuerdo en convocar un concilio de nobles a propósito de la sucesión papal.

—El arzobispo ha reconocido a Urbano como papa —declaró Philip, poco impresionado por esa revelación—. Como todo el mundo sabe.

—Sí —admitió su padre—, pero la posición de Urbano se está tambaleando justamente ahora. Cada vez disfruta de un menor favor y Clemente ocupa Roma. No le costará mucho inclinar la balanza de su lado.

—¿Es eso lo que os proponéis hacer? ¿Poner el peso de la nobleza del lado de Clemente?

—A cambio de ciertas concesiones —respondió el barón—. Una prohibición papal de estas continuas guerras de familia sería un buen principio.

—El rey ignoraría cualquier declaración que el papa pudiera hacer, tal como siempre hizo su padre —se mofó Philip—. Comme le pére, done le fls.

El barón frunció el ceño y miró a Falkes.

—¿Qué dices tú, conde? ¿Estás de acuerdo con mi advenedizo hijo?

—No es mi cometido estar de acuerdo o discrepar, sir.

—¡Bah! —bufó el barón con desdén—. ¿Y eso es bueno?

—Pero si pudiera haceros una sugerencia —continuó Falkes, eligiendo cuidadosamente sus palabras—, me parece que aunque sea cierto que el rey seguramente ignorará cualquier censura de la Iglesia, si vais a situar firmemente a Clemente en el trono de Roma, este estaría en posición de ofrecer a William ciertos beneficios a cambio de la firma de un tratado de paz entre el rey y sus hermanos.

—Precisamente —asintió el barón—. ¿No es eso lo que estoy diciendo?

—Para que las demandas de Clemente salgan adelante —afirmó Philip—, primero deberéis deponer a Urbano definitivamente. La sangre correrá.

—Puede que no sea así —replicó el barón.

—¿Y si es así?

—Que le vamos hacer —respondió su padre. Un tambor empezó a sonar justo entonces y el barón De Braose miró fijamente al otro lado del campo, a un pequeño hayedo donde los mozos estaban esperando—. Si todo va bien, recibiréis una señal antes de Navidad. La enviaré con las provisiones para el invierno. —Dicho eso, espoleó su montura y partió al galope.

El duque Philip contemplaba la ancha espalda de su padre con el ceño fruncido en una mueca de fastidio.

—Una palabra más allá de este campo y somos hombres muertos —murmuró.

—¡Conde Falkes! —El barón se había dado la vuelta para llamarlo—. Cuando atrapes a ese fantasmagórico cuervo tuyo, házmelo saber. Creo que me gustará verlo colgando.

«Bien —pensó Falkes de Braose mientras entraba en la plaza del pueblo—, a todos nos gustaría ver colgado al Rey Cuervo». Y colgarlo es lo que haría, no tenía duda ninguna sobre eso. Pero en su mente había asuntos más apremiantes que perseguir a ladrones escurridizos. Y en cualquier caso, últimamente, Elfael había estado bastante tranquilo: sin ningún incidente en muchos meses. Lo más probable era que el pájaro negro y su banda de ladrones se hubieran asustado por la presencia del sheriff y ahora estuvieran actuando en cualquier otra parte; un lugar donde las bolsas estuvieran más llenas y los robos fueran más fáciles.

El conde Falkes se detuvo en el exterior. La iglesia de piedra del abad Hugo era un edificio hermoso. El abad no había reparado en gastos, exigiendo los materiales más exquisitos de los que se podía disponer y reuniendo a los mejores albañiles, y se notaba.

El conde no sentía mucha estima por el abad, un clérigo altivo y caprichoso que conspiraba y confabulaba para imponer su voluntad en todo: desde el revestimiento de oro para el altar hasta el tejado principal que relucía suavemente bajo el sol. El mismo tejado que Falkes se paró a contemplar en aquel momento. Las tejas ordinarias no eran lo bastante buenas para Hugo; las hizo traer, moldeadas en pesadas planchas, desde París, a través del canal, lo que supuso un enorme gasto. Y luego estaba la mampostería: solo a los canteros más habilidosos se les permitió trabajar en las tallas de las bóvedas, ejecutando la decoración más exquisita que el dinero podía comprar. A la entrada de la iglesia, Falkes se detuvo para examinar unas pocas esculturas ya acabadas, algunas de ellas recién finalizadas: un dragón alado persiguiéndose la cola para toda la eternidad; un centauro blandiendo una espada; un león y un caballo enzarzados en un combate mortal; Aquarius, señor de las aguas, con su cubo y su cazo; un ángel expulsando a Adán y Eva del Jardín; un buey alado; una sirena emergiendo entre las olas asida a un ancla, y más, todos ellos situados en docenas de pequeñas placas de piedra dispuestas alrededor del arco y los pilares.

Falkes recorrió el hermoso contorno de la sirena con el dedo. Había que admitir que el trabajo era extraordinario, pero su coste también lo era y resultaba cada vez más difícil sufragarlo. Eso significaba, entre otras cosas, que requería apoyo constante; su supervivencia todavía dependía demasiado de las provisiones que su tío le enviaba regularmente. La verdad es que gran parte del problema era el mismo barón y su insaciable afán por la conquista. Si el barón De Braose estuviera dispuesto a construir lentamente, a trabajar la tierra y asentar a la gente, el conde Falkes no tenía duda de que Elfael y los territorios del oeste podrían producir finalmente una riqueza inagotable. Pero el barón no estaba dispuesto a esperar y Falkes tenía que cargar con la impaciencia de su tío, del mismo modo que tenía que soportar el resentimiento del abad, cuya naturaleza derrochadora los llevaría a todos a la ruina.

Falkes entró en la iglesia. En su interior se estaba fresco y la luz era tenue; respiró el aire de silenciosa serenidad a pesar del monótono tintineo del cincel sobre la piedra. Permaneció allí plantado unos segundos y observó a los dos albañiles que, subidos a unos andamiajes de madera, adornaban los capiteles de los pilares. Uno de ellos estaba tallando lo que parecía ser un oso, y el otro, un pájaro.

—¡Eh, tú! —gritó Falkes. Su voz alta y clara resonó en el silencio del santuario—. ¿Cuál es tu nombre?

Los canteros dejaron de trabajar y se volvieron para mirar al conde, que avanzaba a grandes pasos hacia el centro de la nave.

—¿Yo, señor? Soy Ethelric.

—¿Qué es lo que estás tallando, Ethelric?

—Un cuervo, sir —respondió el escultor, señalando la frondosa rama que surgía bajo la figura labrada en lo alto del pilar—. Lo podéis ver por el pico, sir.

—Quítalo.

—¿Sir? —preguntó el cantero, arqueando una ceja desconcertado.

—Quítalo ahora mismo. No deseo ver tal imagen en esta iglesia.

El otro albañil que estaba en el andamiaje intervino.

—Os ruego que me perdonéis, sir, pero el abad ha aprobado todo el trabajo que estamos haciendo aquí.

—No me importa si el mismísimo rey lo ha aprobado. Yo estoy pagando por ello y no lo quiero. Quita esa espantosa cosa de una vez.

—¡Aquí estáis, conde Falkes! —exclamó el abad Hugo, avanzando por la nave hasta situarse a la altura del conde. Su pelo blanco estaba cuidadosamente moldeado bajo una capucha de fina tela y su túnica era de un satén blanco resplandeciente—. Vi vuestro caballo y me pregunté adónde habríais ido. —Contemplando a los dos canteros que estaban en los andamios les hizo un gesto para que prosiguieran con su trabajo, y tomando al conde del brazo, condujo a Falkes fuera de la capilla—. Dejaremos que estos hombres sigan con su labor, ¿no es así?

—Pero mirad… —protestó el conde.

—Venid, hay algo que deseo mostraros —dijo el abad, interrumpiéndole—. El trabajo va bien. Tenemos varios años de construcción por delante, por supuesto, pero el edificio pronto podrá utilizarse. Estoy pensando en la ceremonia de consagración para la víspera de Todos los Santos, ¿qué os parece?

—Supongo que bien —admitió no muy convencido—. Aunque probablemente el barón De Braose no podrá asistir. Pero mirad esa escultura de ahí…

El abad, abrió la puerta y salió.

—¿Por qué no? —preguntó, dándose la vuelta. Cogió del brazo al conde y lo condujo hacia la plaza del mercado—. Me gustaría mucho que el barón asistiera. De hecho, insisto en ello. Debe ver lo que hemos logrado. Es tanto un triunfo suyo como mío. Debe asistir.

—Por supuesto, estoy de acuerdo —dijo Falkes—. De todos modos, el barón está en Francia y no tiene previsto regresar hasta Navidad.

—Una pena —suspiró el abad, aunque no muy consternado—. En ese caso, sencillamente esperaremos. Eso nos dará más tiempo para acabar más ménsulas y capiteles.

—Precisamente de eso quería hablaros, abad —dijo Falkes, quien empezó a explicar que su tesorería estaba poco menos que agotada y que no habría dinero para pagar a los trabajadores—. He enviado una carta al barón, y como todo lo demás, aguarda a que regrese de Francia.

El abad Hugo se detuvo.

—¿Y qué es lo que voy a hacer hasta entonces? Hay que pagar a los hombres. No pueden esperar hasta Navidad. El trabajo debe continuar. El trabajo debe seguir si queremos que esto llegue a buen puerto.

—Puede que tengáis razón —admitió el conde—, pero no hay dinero para pagarles hasta que el barón vuelva.

—¿No lo podéis conseguir en algún otro lugar?

—¿Realmente necesitáis pan de oro para recubrir el altar?

El abad contrajo los labios en una mueca de contrariedad.

—Dijisteis que queríais mostrarme algo —dijo Falkes.

—Por aquí —indicó el prior. Caminaron por la plaza del mercado, vacía, hacia lo que había sido el antiguo monasterio de Llanelli, sobre cuyas ruinas se estaba alzando la ciudad. La modesta casa capitular había sido ampliada a fin de proporcionar un espacio adecuado a las necesidades del abad que, según le parecía a Falkes, eran mayores que las suyas propias, aunque él tenía a toda una tropa de caballeros a los que alojar. Dentro, lo que había sido el refectorio eran ahora los aposentos privados del prior.

—He dibujado algunos planos del jardín y los campos de la abadía —dijo el abad, colocando un pergamino enrollado en las manos del conde—. ¿Un poco de vino?

—Sois muy amable —aceptó Falkes. Desplegando la vitela, la acercó a la luz de la única ventana de la habitación. El esbozo de la ciudad era un simple cuadrado, y los campos, marcados por estrechas líneas paralelas, parecían estar a una cierta distancia de la ciudad y eran casi dos veces mayores que el mismo Llanelli—. ¿Y qué tenéis pensado cultivar?

—Principalmente lino —respondió el abad—. Y cebada, por supuesto. Usaremos la que necesitemos y venderemos los excedentes.

—Con semejante cantidad de campos —apuntó el conde—, seguramente tendréis excedentes. Pero me pregunto quién os trabajará los campos.

—Los monjes. —El abad Hugo le pasó una copa de vino—. En cuanto a eso — continuó el abad con una sonrisa—, estimo que podré apañármelas con no menos de setenta y cinco, para empezar.

—¡Setenta y cinco! —gritó Falkes—. ¡Por la Virgen! Si hubierais dicho treinta habría pensado que sobraban quince. ¿Por qué necesitáis tantos?

—Para hacerse cargo del trabajo de Saint Martin. —Falkes lanzó una mirada de incredulidad al abad quien, aún sonriendo, tomó un sorbo del vino y continuó—: Es ambicioso, lo confieso, pero debemos empezar por alguna parte.

—¿Saint Martin?

—No pensaréis —dijo el abad—, que continuaremos llamando a nuestra nueva abadía normanda por su viejo nombre pagano y galés. De hecho, he preparado una carta al papa demandando el privilegio de ser consagrada con el nombre de L’Abbaye de Saint Martin dans le Champs.

Al oír mencionar al papa, Falkes enrolló el pergamino y se lo devolvió al abad diciendo:

—Os aconsejo que guardéis esa carta un poco más, abad.

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