Scarlet

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Capítulo 9

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Capítulo 9

Era algo bien curioso. Todo el mundo correteando de aquí para allá como las hormigas bajo la lluvia: los niños apilando leña cerca de las puertas de cada cabaña, las mujeres empaquetando comestibles y los hombres almacenando agua y protegiendo los refugios; todos trabajando bajo un cielo luminoso y despejado, preparándose para la nieve, de la que no se tenía más traza que un achaque en los huesos de una anciana.

Mientras todos estábamos tomando medidas para afrontar la tormenta que se aproximaba, Iwan y Siarles fueron a buscar el mejor lugar para la bienvenida. No sabíamos cuántos soldados vendrían con las carretas, ni cuántas carretas habría, pero Iwan y Siarles conocían el camino y sabían dónde podría funcionar una emboscada.

Estuvieron fuera todo aquel corto día de invierno y regresaron al anochecer. Al llegar, se dirigieron de inmediato a la cabaña de nuestro señor. Cansado por el trabajo del día, me situé junto al fuego común, donde borboteaba una olla de estofado, para calentarme y esperar a que se sirviera la comida.

—Has estado atareado todo el día —señaló una mujer que estaba cerca.

—Así es. —Me volví y vi a Mérian, arropada con su capa, sentada en el tronco que había a mi lado—. Milady, os saludo.

—No has ido con los otros —observó.

—No, hay demasiadas cosas que hacer aquí. Ellos solo fueron a ver por dónde pasarán las carretas.

—Para ver dónde atacarán las carretas —corrigió—. Eso es lo que quieres decir.

—Sí, supongo que eso es lo que quiero decir. —Carraspeó ligeramente expresando su desaprobación—. ¿Acaso no estáis de acuerdo con el rey en este asunto?

—Que esté de acuerdo o no, no importa —respondió fríamente—. La cuestión es que Bran nunca conseguirá estar en paz con el barón si insiste en asaltar y robar. Eso solo enfurece al barón y provoca que él y el conde tomen represalias aún más crueles.

—Tenéis razón, por supuesto —admití—. Pero desde mi punto de vista, no me parece que Rhi Bran quiera hacer las paces con el barón o con el conde, con ninguno de ellos. Quiere castigarlos.

—Quiere recuperar su trono —corrigió secamente—, y no lo conseguirá saqueando unas pocas carretas con provisiones.

—No, quizá, no.

—¡Ahí está! —dijo, como si hubiera conseguido una victoria—. Estás de acuerdo conmigo. Ves lo que se debe hacer.

—¿Milady?

—Debes hablar con Bran y persuadirlo para que cambie de opinión respecto al ataque.

—¿Yo? —exclamé—. No puedo. No me atrevo.

—¿Por qué? —insistió, clavándome sus enormes ojos negros.

—No me corresponde.

—Pensaba que lo que corresponde a cualquier hombre justo es ayudar a su señor siempre que pueda. Verdaderamente, si lo vieras metiendo la mano en un nido de víboras, se lo advertirías.

La contemplé detenidamente antes de contestar.

—Milady, por favor —protesté—. No puedo hacer lo que me pedís. Iwan quizá podría, y me atrevería a decir que Siarles podría arriesgarse. Pero Will no puede. Os ruego que me perdonéis.

Encogió sus esbeltos hombros y suspiró —Oh, muy bien. Valía la pena intentarlo. No pienses mal de mí, Will Scarlet. Es solo que… —Se detuvo para buscar las palabras adecuadas—. A veces estoy tan enojada con él… No me escuchará y no sé qué más hacer.

Escuché sus palabras en silencio mientras acercaba mis manos a las llamas.

—Sé que conseguirá que lo maten —prosiguió al cabo de un rato—. Si el sheriff locaptura, o uno de los hombres del barón, Bran estará muerto antes de que caiga el sol.

—Os preocupáis por él.

—Sí, me preocupo por él —confesó—. No creo que pudiera soportar perderlo de nuevo.

—¿De nuevo?

Asintió con gesto pensativo.

—Ocurrió justo después de que los francos llegaran a Elfael. El rey, el padre de Bran, lord Brychan, fue asesinado y con él toda su hueste. Solo Iwan logró sobrevivir. — Continuó describiendo cómo Bran había sido capturado y hecho prisionero por el conde Falkes y cómo había huido del cantref—. Podía haber huido sin más complicaciones, pero se detuvo para ayudar a un granjero y su esposa, que estaban siendo atacados por los hombres del conde. Luchó contra ellos y los venció, pero llegaron más y lo persiguieron. Lo alcanzaron. Lo hirieron y lo dejaron por muerto. —Se detuvo añadiendo en voz queda—: Se extendió el rumor de que había muerto. Yo solo supe la verdad mucho más tarde.

Tomó aliento, como si fuera a añadir a algo más, pero debió de pensárselo mejor, pues, en su lugar, guardó silencio.

—¿Cómo sobrevivió Bran? —pregunté unos instantes después.

—Angharad lo encontró —explicó— y lo devolvió a la vida. Ha vivido en el bosque desde entonces.

Reflexioné sobre eso. Explicaba el curioso vínculo que percibía entre la anciana y el joven y el modo en que él la reverenciaba. Pensé sobre ello un buen rato, en silencio, confortado por la calidez de las llamas.

—No vivirá siempre en el bosque —añadí, para tener algo más que decir y por prolongar el tiempo en que estábamos juntos más que por otra cosa.

—¿No? —respondió, mirándome de reojo. Estaba calentándose los dedos ante el fuego y las llamas hacían que sus ojos brillaran intensamente.

—No, porque intenta recuperar su trono. Lo dijisteis vos misma hace un momento. Cuando eso ocurra, supongo que todos le daremos al bosque una cariñosa despedida.

—Pero eso nunca ocurrirá —insistió—. ¿No lo ves? El barón es demasiado fuerte, su riqueza demasiado grande. Nunca abandonará Elfael. ¿Acaso soy la única que ve la verdad? —Negó tristemente con la cabeza—. Lo que Bran quiere es imposible.

—Bueno —dije—, yo no estaría tan seguro. He visto muchas veces cómo un único zorro, astuto, burlaba al cazador, lo bastante como para saber que importa poco cuántos caballos y hombres tengas. Toda la riqueza y las armas del mundo no consiguen cazar al zorro que se niega a ser cazado.

Sonrió al oír eso, lo que me sorprendió.

—¿Realmente crees eso?

—Es la pura verdad. Eso es exactamente lo que pienso.

—Te lo agradezco. —Sonrió de nuevo y puso su mano sobre mi brazo—. Me alegro de que estés aquí, Will.

Justo entonces llegaron los primeros copos de nieve. Uno se deslizó por su frente y se posó en sus oscuras pestañas. Parpadeó y contempló cómo la nieve empezaba a caer a nuestro alrededor. Que Dios me ayude, yo no miraba la nieve. Solo veía a Mérian.

—¿Lo es? —quiere saber Odo. Su pregunta me saca de mi ensoñación, y me doy cuenta de que por unos momentos me he dejado llevar.

—¿Si es qué, muchacho? —pregunto.

—Si es bonita, tan bonita como dicen.

—Oh, amigo, es todo lo que dicen y más. No es su rostro o su pelo o su noble porte; es todo eso y más. Es una mujer de hermosa y cumplida figura, y despedazaré a cualquier hombre que manche su buen nombre. Nació para ser una reina, y si hay Dios en el cielo, eso es lo que será.

—Una pena —suspira Odo—. Con hombres como tú para protegerla, no daría un higo por ella. Lo más probable es que comparta la soga con tu Rhi Bran.

Oh, eso me hace enfadar.

—Escucha, pequeño montón de pus —le digo, con voz alta y clara—, esto no ha acabado aún, ni de lejos. Así que si tienes otras ideas brillantes como esa, guárdatelas bajo el halda. —Cansado de él, de mi confinamiento, abatido por el dolor que inflama mi pierna herida, vuelvo a mi sucia yacija y le doy la espalda.

Odo queda en silencio unos momentos, como debería ser, y luego dice:

—Lo siento, Will, no quería ofenderte. Solo quería decir…

—No importa —lo tranquilizo—. Vuelve a leer dónde lo hemos dejado.

Así lo hace, y proseguimos.

La nieve cayó durante toda la noche. Nos despertamos con una esponjosa capa blanca cubriendo el bosque. Las ramas estaban cargadas y los árboles más jóvenes se combaban bajo el peso de la fría y húmeda nieve. Nuestra pequeña villa y sus cabañas de techo bajo yacían casi escondidas bajo este sudario. Muy pronto, cuando el sol justo estaba saliendo, reunimos nuestro equipo e hicimos los últimos preparativos. Después de una frugal comida a base de pan negro, requesón y manzanas, nos reunimos para recibir nuestras órdenes.

—¡Aquí! —dijo Siarles, pasándome lo que parecía ser un lardo de harapos cubierto con corteza, ramitas y hojarasca—. Ponte esto.

Cogiendo el fardo, lo sacudí y lo extendí.

—¿Una capa —pregunté, no muy seguro de acertar. Larga, raída, con varias piezas descoloridas cosidas imitando el follaje del bosque, parecía el pelaje de alguna criatura fantástica nacida de los árboles y los helechos.

—Las llevamos cuando nos movemos por el bosque —explicó, cubriéndose los hombros con un atuendo similar—. Es una buena protección.

Los seres vivos —tengan dos o cuatro patas— son bastante difíciles de detectar en la espesura del bosque. Esto te lo dirá cualquier guardabosques por menos de nada. Llevando estas capas, sería imposible ver a alguien, incluso para los ojos más acostumbrados a seguir rastros a lo largo de los enmarañados senderos que atraviesan la densa maleza bajo la luz débil o escasa que hay en el bosque. No obstante, llámame simplón si quieres, vi un fallo en el plan.

—Ha nevado —dije.

—Te has dado cuenta —respondió Siarles—. Eres un tipo listo, no hay lugar a dudas. —Me indicó una cesta en la que los otros estaban hurgando—. Date prisa.

La cesta estaba llena de vellones de lana, corteza de abedul, trozos de lino descolorido y cosas así, que fijamos en las características capas con capucha de grellon, adaptándolas rápidamente para usarlas en la nieve.

Uno de los hombres, Tomas —un pequeño y ligero galés — me ayudó con la mía, luego me la puso sobre los hombros y ató fuertemente los lazos para sujetarla. Yo hice lo mismo por él, e Iwan nos repartió arcos, cuerdas y carcajes con flechas. Guardé las cuerdas en la faltriquera de cuero que llevaba al cinto y me colgué el carcaj a la espalda. Cuando Bran dio la señal, formamos en fila tras Iwan e hicimos lo que pudimos para seguir sus grandes y poderosas zancadas; no era tarea fácil, ni en el mejor de los casos, y la nieve todavía lo hacía más difícil.

Al cabo de un rato llegamos a un punto, bajo las grandes ramas de los robles, fresnos y carpes, en el que el camino era amplio y, en su mayor parte, seco. Me encontré andando junto a Tomas.

—Una vez, en Hereford, un hombre me contó una historia: cómo el abad Hugo había perdido sus candelabros de oro a manos del Rey Cuervo —dije, e hice una pregunta que había estado rondando en mi cabeza durante algún tiempo—. ¿Es eso verdad?

—Sí, es verdad —me aseguró Tomas—. En su mayor parte.

—¿Qué parte? Perdona mis preguntas.

—¿Qué es lo que oíste? —me respondió.

—Había veinte carretas llenas de oro y plata de la tesorería de la iglesia, dijeron, y todo ello bajo la custodia de cien caballeros montados y hombres de armas. Dicen que el Rey Cuervo cayó sobre ellos, mató a los soldados con su abrasador aliento y les arrebató los candelabros para usarlos en ritos profanos, diabólicos. Eso es lo que oí.

—Hicimos parar a las carretas y les aligeramos la carga —respondió el galés —. Y había oro, sí, y los candelabros…, eso es cierto. Pero no había cien caballeros.

—Veinte, más bien —intervino Iwan, uniéndose a nosotros—. Y no había más que tres carros tirados por bueyes. Aun así, conseguimos setecientos marcos de un solo golpe, sin contar los candelabros.

—¿Y cuánto más desde entonces? —pregunté, pensando que había conseguido a un empleo ganancioso.

—Un poco aquí y allá —dijo Siarles—. No mucho.

—Solo algunos cerdos y una vaca o dos de vez en cuando —señaló Iwan.

—Sí, y cualquier cosa que se acerque demasiado al bosque —afirmó Tomas—. Eso es nuestro.

—Pues por el modo en que la gente habla uno pensaría en diez asaltos al día —No puedes evitar que la gente hable —dijo Iwan—. Hemos de parar alguna carreta de vez en cuando para recordarle a la gente que respete el bosque del Rey Cuervo, pero solo hubo un gran golpe.

—¿Qué hicisteis con el dinero?

—Lo dimos —dijo Iwan con una nota de orgullo en su voz—. Se lo dimos al prior Asaph para construir un nuevo monasterio.

—¿Todo?

—Casi todo —admitió Iwan plácidamente—. Aún conservamos un poco.

—La cosa es —remató Siarles— que las monedas de plata no son muy útiles en el bosque.

—Dimos lo que la gente de Elfael necesitaba para que su alma no abandonara su cuerpo.

Había oído parte de esta historia, también, pero imaginaba que simplemente eran puras ilusiones de los que me la contaban. No obstante, parecía que la generosidad de Rhi Bran y Hud era verdadera incluso si la mayor parte de sus actividades no lo era.

—Así que solo hubo un gran golpe. ¿Y eso por qué?

—Por dos buenas razones —respondió Iwan.

—Es condenadamente peligroso —terció Siarles.

—Sin duda —dijo Iwan—. Y a nadie hará bien que nos atrapen o nos maten en una batalla innecesaria. Y tampoco queremos que los francos sean demasiado cautelosos y organicen escoltas demasiado grandes, a las que sea difícil derrotar.

—O que cambien la ruta de las caravanas —puntualizó Siarles. El ligero retintín de su tono sugería que no estaba completamente de acuerdo con las precauciones que tomaban sus superiores.

—En consecuencia —continuó Iwan—, los francos, al final, se han relajado. Como han atravesado el bosque sin problemas durante todos estos meses, piensan que ahora pueden ir y venir a voluntad. Hoy les recordaremos quién les concede ese derecho.

Cuánta prudencia, pensé. No se exponían sino por un beneficio grande y certero. Y tampoco querían matar a la gallina de los huevos de oro. Vigilaban y aguardaban a que llegaran oportunidades que merecieran la pena.

—¿Debo suponer que una caravana de provisiones como la de hoy tiene el valor suficiente como para arriesgarnos asaltándola?

—Eso lo sabremos bien pronto. —Iwan se adelantó, e hicimos lo que pudimos para mantener su paso.

Finalmente, mientras el sol que no veíamos alcanzaba el mediodía, divisamos el Camino del Rey. Allí nos detuvimos y Bran se dirigió a nosotros y nos dio las últimas instrucciones. La parte que me tocaba desempeñar no era exigente ni peligrosa mientras todo se desarrollara conforme al plan. Iba a ocupar una posición junto al camino, un poco al sur respecto a los demás, donde aguardaría a que llegara la caravana de mercancías. Tenía que mantenerme oculto y estar preparado con el arco a punto por si algo iba mal.

Justo antes de que nos enviara a nuestras posiciones, Bran dijo:

—Que nadie piense que hacemos esto solo para nosotros. Lo hacemos por Elfael y sus gentes, que tanto han sufrido. Que Dios se apiade de nuestras almas. Amén.

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