Scarlet

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Capítulo 10

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Capítulo 10

—!Amén! —comprometimos nuestra vida con la de nuestro rey, y allí nos quedamos, de pie, durante unos instantes, escuchando el rumor del bosque dormido bajo la nieve que caía. Algunos de nosotros estaríamos muertos antes de que acabara el día; he aquí una idea que hace que uno tenga que pensárselo dos veces.

—Ya habéis oído. A vuestros puestos —dijo Iwan, y todos nos dispersamos por el bosque.

Avancé unas docenas de pasos por el borde del camino y encontré un lugar, tras la copa podrida de un pino caído. Yacía sobre una cornisa desde la que se divisaba el camino, más abajo, y ofrecía una perspectiva clara del lugar donde empezaría nuestra ruda bienvenida. Tratando de no remover mucho la nieve, me abrí un espacio, amontoné algunas hojas secas y ramas caídas, y dejé mi arco bajo el tronco del pino, donde estaba, en cierto modo, protegido de la nieve y muy a mano. Luego, me agazapé entre las ramas y los helechos. No había de preocuparme por dejar demasiadas señales que me delataran, pues la nieve seguía cayendo, cada vez más intensamente conforme avanzaba la mañana. Hacia el mediodía, las huellas ya habían sido cubiertas, borrando cualquier rastro. El mundo yacía bajo una capa inmaculada, de un blanco deslumbrante.

Me senté y contemplé cómo caían los copos, nevando y nevando. El día pasó en silencio, y salvo unos pocos pájaros y ardillas, no vi ningún movimiento en las cercanías del camino. Todo estaba tan tranquilo que empecé a pensar que los soldados que escoltaban la recua de provisiones habían reconsiderado continuar con su viaje y habían decidido pararse en algún punto hasta que dejara de nevar y el trayecto resultara más fácil. Tal vez el pequeño Gwion Bach se había equivocado y las carretas ni siquiera iban a venir.

La luz del día, un poco apagada, empezó a menguar mientras la nieve caía, más rápida y densa. Caliente como un gallo en el gallinero bajo mi capa, eché un sueñecito a la manera de los cazadores, con un ojo abierto y el otro cerrado, y pasé el tiempo en mi pequeño rincón…

… y un olor a humo me despertó.

Miré a mi alrededor. Nada había cambiado. El camino seguía vacío. No había señal de que nadie pasara o hubiera pasado. La nieve seguía cayendo en suaves y grandes copos. La luz era ahora más tenue, y el día invernal decaía rápidamente hacia una suave penumbra.

Y entonces lo oí: el ligero tintineo de los arreos de un caballo.

Cogí una cuerda de mi faltriquera y antes de que volviera a oírse el sonido, ya estaba montando el arco. Sacudí la nieve del carcaj y lo abrí. Dios bendito, en su interior había nueve flechas negras, negras desde la pluma de cuervo hasta la punta de hierro. Coloqué cuatro de ellas, de pie, a lo largo del tronco del árbol que estaba ante mí, y soplé suavemente en mis manos para calentarlas.

Oh, te puedes quedar tieso esperando en la nieve. Intenté estirar mis agarrotados miembros sin moverme demasiado.

El sonido volvió de nuevo, y también aquel débil tufillo a humo. No tuve tiempo para preguntarme por eso, porque en ese mismo instante aparecieron dos jinetes.

La nieve amortiguaba todos los sonidos, excepto el tintineo de los arreos mientras cabalgaban y el de las pezuñas de los caballos abriéndose paso entre la nieve. Unos hombres enormes —caballeros— que parecían aún más grandes con sus chalecos acolchados de cuero y las largas capas de invierno que cubrían sus cotas de malla. Guarnecidos con yelmos y guanteletes, portaban los escudos a la espalda y las lanzas permanecían sujetas a las sillas; las espadas, envainadas.

Pasaron en silencio por el camino; no los veía. Conté con que los que les seguían llegarían en seguida. Pero nadie llegó.

Aguardé.

Al cabo de un rato, los dos primeros volvieron, desandando el camino por el que habían venido. Cuando llegaron al punto que estaba justo debajo de mi atalaya uno de los jinetes se detuvo y ordenó al otro que siguiera adelante mientras él se quedaba allí.

Exploradores. Son cautelosos, pensé, y hacen bien en serlo.

El jinete que se había quedado estaba tan cerca que podía oler el pelo mojado de su caballo y ver la nube de vaho que surgía del hocico del animal y se elevaba desde sus cálidas y empapadas patas. Mantuve la cabeza baja, quieto como un muerto, tal y como lo hacen los cazadores cuando están apostados vigilando a un ciervo. En un abrir y cerrar de ojos oí de nuevo el tintineo del caballo y el segundo jinete reapareció. Esta vez, una estela de ocho soldados a caballo lo seguía. Todos ellos se unieron al primer caballero, quien ordenó al grupo que ocuparan sus posiciones a ambos lados del camino.

¡Bueno! No eran unos idiotas confiados. Habían identificado la hondonada como un lugar potencialmente peligroso y estaban haciendo lo que podían para reducir al máximo ese peligro. Cuando el último soldado ocupó su lugar, se divisó el primer carro. Era un remolque alto, como los que se usan para transportar heno y grano, e iba tirado por dos yuntas de bueyes; sus altas ruedas se hundían en la nieve dejando unas rodadas profundas, hasta un ciego habría visto, por el modo en que los animales tiraban del yugo, que la carga era muy pesada. Poco después de que pasara la primera carreta, la siguió una segunda.

Los bueyes avanzaban con paso lento y pesado; su cálido resuello llenaba de vaho el gélido aire, y la nieve que caía se posaba en sus anchos lomos y en sus pacientes cabezas, entre los separados cuernos.

No aparecieron más.

Las carretas iban traqueteando lentamente, entre la doble hilera de caballeros, y aquel tufillo a humo volvió a cosquillear en mi nariz, y yo no fui el único que lo percibí esta vez, sin duda. Los caballos de los soldados también notaron el olor y se formó un galimatías. Agitaron sus grandes y hermosas cabezas y piafaron, pisoteando la nieve con unas pezuñas que tenían el tamaño de una palangana.

Los soldados no tardaron en darse cuenta de la algarabía que estaban levantando sus monturas; los caballeros miraron a un lado y otro, pero nada había cambiado en el bosque que los rodeaba. No se atisbaba ningún peligro.

Cuando el primer carro alcanzó el extremo más alejado del corredor, capté un centelleo amarillo entre los árboles. Un brillante destello de luz. Apenas lo vi y ya no estaba. Con él, llegó un alarido hiriente, agudo, como el grito de un águila abatida por una flecha desplomándose desde el cielo.

El vello de mis brazos y mi nuca se erizó al oírlo, y miré a mi alrededor. En aquel mismísimo momento, uno de los caballos de los escoltas relinchó y rompió filas. El desdichado animal se encabritó y cayó, coceando con sus patas en todas direcciones. El jinete salió despedido de la silla, y mientras se arrastraba para recuperar el control de su montura, el animal volvió a encabritarse y a patinar, cayendo de costado.

Los caballeros observaron pero se mantuvieron firmes y no hicieron movimiento alguno para auxiliar a su compañero. Todavía estaban mirándolo cuando se oyó otro penetrante chillido y un nuevo caballo se encabritó; este, en la otra hilera. Como el primer animal, este saltó y se desplomó y casi se desbocó, pero su jinete lo sujetó rápidamente.

Mientras la pobre bestia se revolvía y relinchaba, pude ver lo que ninguno de los soldados había observado aún: de la parte baja del flanco del caballo sobresalía el astil emplumado de una flecha negra.

El caballero gritó algo al soldado que estaba más cerca. Mis pocos conocimientos de la lengua franca me venían bastante bien la mayor parte de las veces, pero no pude entender ni pizca de lo que decía. Alzó una mano, en ademán suplicante, mientras el caballo se iba al suelo. Otro soldado de la misma fila lanzó un grito, y al mismo tiempo su caballo también empezó a encabritarse y relinchar del mismo modo, coceando con sus patas como si golpeara al mismísimo diablo y sus invisibles legiones.

En un abrir y cerrar de ojos, tres caballos más —dos en el lado más alejado del camino y otro en el más cercano— empezaron a revolverse y se unieron a aquella danza horrible y desesperada. Los aterrorizados animales chocaron unos con otros, revolviéndose, encabritándose y tirando a sus jinetes. Una de las bestias se desbocó y corrió hacia el bosque; otras patinaron y cayeron en la nieve.

Fue entonces cuando uno de los caballeros se dio cuenta de lo que estaba causando toda aquella barahúnda: una flecha sobresaliendo del vientre de uno de los caballos caídos. Con un Inerte grito, desenvainó la espada y ordenó a sus compañeros que se protegieran con los escudos y se agacharan. Nadie le prestó atención, pues los otros caballeros estaban luchando por controlar sus monturas. Las pobres bestias, asustadas por el olor a humo y sangre y por la visión de otros animales cayendo a su alrededor, rompieron filas y echaron a correr.

Los soldados ya no pudieron contenerlos más.

Los arrieros, aterrorizados, temblando bajo sus capas, habían detenido hacía un buen rato a sus parejas. El comandante de la guardia —uno de los primeros dos tipos que había visto— espoleó su montura hasta el centro del camino y empezó a gritar a sus hombres. Unas flechas negras derribaron a su caballo tan rápido que tuvo que saltar de la silla para evitar caer con él y ser aplastado.

Incorporándose a duras penas, gritó una vez más a sus hombres, intentando que se agruparan a su lado. Entonces, elevándose por encima de los gritos y la confusión, del bosque surgió un chillido que no se parecía a nada que hubiera oído antes: el alarido torturado de una criatura enfurecida y transida por un terrible dolor, que resonó entre los árboles de tal modo que nadie podía decir de dónde venía.

El sonido fue debilitándose y se convirtió en un tenso e inquietante silencio. Los soldados normandos empuñaron sus armas, mirando a un lado y a otro, dispuestos a defenderse de cualquier cosa que pudiera venir.

El alarido volvió a sonar, más cerca esta vez, diabólicamente más cerca y más fuerte y airado, si cabe.

Tres caballos más se fueron al suelo, y el último los siguió del mismo modo. Ahora todos los caballeros estaban de pie, y sus monturas muertas o moribundas. Oh, era una triste visión, aquellos orgullosos caballos revolviéndose en la nieve empapada de sangre. Te digo que en mis ojos casi asomó una lágrima de compasión al ver la matanza de tan hermosos animales.

El comandante de los caballeros ordenó a sus soldados que acudieran a él. Agarraron sus lanzas y se apresuraron a unirse a su comandante. Espalda contra espalda, empuñando sus armas, formaron un apretado círculo y aguardaron tras sus largos y estilizados escudos el siguiente vuelo de aquellas malditas flechas negras.

Por unos instantes, todo permaneció en silencio, salvo por la respiración acelerada de los hombres y los relinchos de los caballos heridos. Y entonces…

Vi caer un terrón de nieve desde la rama de un olmo que estaba justo encima de nosotros, lo que hizo que una deslumbrante cortina de escarcha cayera sobre el camino. Cuando aquel polvo helado se hubo asentado, allí estaba: el Rey Cuervo. Negro como la lengua de Satán, desde la corona de su cabeza hasta las botas que calzaba, y todo cubierto de plumas, sus grandes alas desplegadas, con garras largas y curvadas en las puntas. Pero lo que le daba un aspecto infernal era el rostro, una calavera pulida y redonda, con los ojos vacíos y un pico inusualmente largo, como una espada.

El Rey Cuervo: no podía ser otro.

Los caballeros vieron a esta fantasmagórica criatura y retrocedieron ante la visión. Excusé su miedo. Yo también lo sentí. De hecho, parecía como si el día, que ya era frío y sombrío, se hubiera vuelto helado y oscuro como una tumba en el momento en el que apareció.

El espantoso pico se alzó lentamente hasta que apuntó directamente a la telaraña de ramas y brotes cubiertos de nieve. La criatura lanzó otro de sus horrorosos aullidos. Como si fuera una respuesta, vi un centelleo deslumbrante en el aire y una flecha ardiente cayó en la nieve, justo entre el Rey Cuervo y los aterrorizados caballeros. Otra se unió a la primera, más o menos a la misma distancia de los caballeros, pero tras ellos. Luego, una tercera cayó tras la segunda, a la izquierda del grupo de caballeros acurrucados, esta vez. Una cuarta cayó entre las otras, en el lado opuesto al que había caído la tercera. La vi trazar un arco, muy arriba, entre los árboles circundantes, y antes de que hubiera tocado el suelo, tres más ya estaban en el aire.

Los caballeros, estupefactos y paralizados por la incredulidad, quedaron rodeados por el fuego. Las antorchas crepitaban sobre la nieve, desprendiendo un espeso humo negro que se elevaba entre los copos de nieve que caían.

Así pues, todo había salido según lo planeado e imaginé que podíamos escapar tranquilamente junto con los bienes. Pero la mala suerte tiene habilidad para pescar a un desgraciado cuando menos puede evitarlo. En el mismo momento en que nuestros entumecidos dedos acariciaban la victoria, la mala fortuna llegó, encarnada en el abad Hugo. Ataviado con una túnica de satén blanco, botas de cuero blanco y una capa de color púrpura oscuro, más parecía un rey que un sacerdote al acercarse galopando al claro. Junto a él iba el alguacil Guy de Gysburne, comandando una pequeña compañía de brutos canallas que andaban buscando pelea.

La verdad sea dicha, por aquel entonces no sabía quiénes podían ser esos hombres, si bien lo iba a descubrir muy pronto. Todo lo que sabía era que habían llegado al banquete como inoportunos invitados y había que ahuyentarlos antes de que alguno de los nuestros resultara herido.

Irrumpieron en el claro con las armas empuñadas, listos para cercenar cabezas y sembrar el terreno de cadáveres. Ocho soldados, sin contar el abad, entraron en el círculo de antorchas. Guy, cubierto de cuero y cota de malla, con grebas y peto, avanzó, montado sobre un corcel de color gris pálido. Miró furtivamente al fantasma de plumas negras, se levantó sobre la silla y dejó volar su lanza.

El Rey Cuervo se movió con ligereza hacia un lado justo para que la lanza pasara de largo, evadiendo el ataque con facilidad; en ese momento, encordé una de las flechas y, conteniendo el aliento, tensé el arco y apunté al alguacil.

Alguien más había tenido la misma idea.

Desde la maleza que estaba junto al camino, y como una centella, salió una flecha. Brilló al cruzar el claro, impactó en Guy y lo tumbó sobre la silla en el momento en que se inclinaba para desenvainar su espada.

Ese gesto salvó su vida, creo yo. La flecha perforó las anillas de acero de la cota de malla en la parte más carnosa de su antebrazo y se le clavó allí. Si hubiera estado erguido sobre la silla, le habría dado en la cabeza. Como no fue así, desenvainó la espada y ordenó a sus hombres que se resguardaran tras los escudos mientras empezaba a caer una auténtica lluvia de flechas.

Tres hombres cayeron antes de que pudieran parapetarse tras sus escudos y un cuarto recibió una flecha en la espalda en el momento en que lo volteaba para protegerse el pecho. Cayeron como las piedras que son arrojadas a un pozo.

El abad Hugo, gritando en franco, avanzó hacia el claro sin importarle los proyectiles que volaban a su alrededor. Bueno, supongo que matar a un sacerdote — normando o no— es un asunto muy serio y Hugo quizá se sentía seguro aun cuando a su alrededor los hombres cayeran. A pesar de ello, urgía a los caballeros y hombres de armas para que se despojaran de su miedo y atacaran, y eso mostró a las claras que no comprendía la naturaleza del asalto. Un hombre a pie no puede atacar lo que no ve, y un guerrero a caballo no puede cargar contra la maleza y el sotomonte si quiere ver la luz del siguiente día.

Los soldados de a pie se agruparon intentando formar un círculo que los protegiera de la muerte que silbaba a su alrededor. Disparé dos flechas y las aproveché bien; por entonces, ya ningún soldado se tiraba al suelo aunque su caballo estuviera muerto bajo él. Aquellos que de algún modo habían logrado eludir los proyectiles de roble, se escabullían a rastras para unirse a los demás mientras una flecha tras otra se iban clavando en la muralla de escudos, partiendo la madera, rasgando los paneles forrados de cuero, golpeando con la fuerza de un pesado martillo. Envié dos flechas más para que se unieran a las de los demás.

El comandante de los caballeros mostró arrojo, pero no inteligencia. Se puso en pie, con el escudo en alto para proteger su cabeza, y rompió filas cargando en la dirección de la que provenía el ataque principal. Apenas había avanzado cuatro pasos desde el círculo cuando una flecha dio con él. Se oyó un leve murmullo al cortar el aire cuajado de nieve. Atisbé el brillo apagado de la punta de metal y, luego, el caballero se elevó y retrocedió un paso a causa del impacto del proyectil de roble que se hundía en su pecho.

Murió antes de tocar el suelo.

El alguacil Guy, agarrándose el brazo, del que sobresalía el lino astil por ambos lados de la herida, azuzó a su imponente corcel y el animal cargó contra el fantasma negro que se alzaba en el camino, en el extremo más alejado del claro.

El Rey Cuervo se mantuvo inmóvil por unos momentos, dejando que la bestia y el jinete herido se acercaran, y alzó el largo y estrecho pico como si se burlara de ellos. Mientras el caballo acortaba la distancia, Guy soltó el brazo ensangrentado y sacó una daga del cinto, lanzándola torpemente con la mano izquierda.

El fantasma esquivó la embestida. Mientras el enorme caballo aceleraba, lanzó un último y salvaje alarido y giró, con las alas completamente abiertas, dirigiéndose directamente hacia el centro del camino —por donde habían venido las carretas— en vez de retroceder hacia el bosque, como cualquiera habría esperado.

El abad Hugo, viendo a su adversario a la carrera, hostigó a su caballo y gritó a los soldados que lo capturaran, pero estos permanecieron atemorizados tras sus escudos. Maldiciendo su cobardía, el abad los amenazó con un fuerte castigo para todos los que lo desobedecieran. Los soldados miraron a su alrededor, y cuando vieron que el Rey Cuervo volaba, hicieron lo que los soldados normandos hacen siempre cuando un enemigo se retira: lo siguieron.

Los soldados, cargados con sus largas cotas de malla, sus pesados escudos, capas y qué se yo que más, avanzaron a duras penas por la nieve en pos del Rey Cuervo, quien se movía con la gracia y la agilidad de un pájaro. El abad y el alguacil corrieron tras ellos, protegiendo la retaguardia. Pronto, todos ellos desaparecieron de mi vista; esperé, preguntándome qué iba a ocurrir a continuación. Los arrieros debían estar haciéndose la misma pregunta, pues permanecieron en los pescantes de sus carretas y miraron fijamente, siguiendo con los ojos a los soldados que habían partido. Uno de ellos llamó a los guardias, gritándoles que volvieran; pero nadie le respondió.

No volvieron a gritar. Antes de que pudieran tomar aliento, cuatro figuras encapuchadas surgieron del bosque y se abalanzaron sobre las carretas; vi a Tomas y a Siarles guiando al grupo, compuesto de dos hombres para cada vehículo. Mientras uno de los miembros de la grellon cubría la cabeza del conductor con una capa y lo tiraba sobre el pescante, otro se hacía con la picana y empezaba a conducir la yunta.

Los vehículos siguieron el camino durante un pequeño trecho, hasta un lugar en el que el sendero se hundía formando una vaguada. Al alcanzar esta hondonada, maravilla de las maravillas, el muro de arbustos y maleza que bordeaba la calzada se abrió y sacaron a los bueyes del camino, llevándolos al bosque. Cuando el segundo carro siguió al primero entre la espesura, cuatro miembros más de la grellon aparecieron y empezaron a borrar con ramas de pino los rastros que habían quedado en la nieve.

Ataron a los conductores con sus propias capas y los depositaron en el margen del camino, cada uno de ellos junto a un caballo muerto, donde, supuse, estarían un poquito más calientes al menos por un rato. Totalmente aterrorizados, quedaron tumbados, inmóviles como los cadáveres que los rodeaban, solo musitando de vez en cuando algún débil gemido para indicar que aún estaban vivos.

Trajeron nieve fresca en un cesto de juncos y la espolvorearon ligeramente por encima de las huellas que quedaban. Hecho esto, la grellon partió, hundiéndose en la penumbra, desvaneciéndose tan rápida y silenciosamente como había aparecido.

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