Scarlet

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Capítulo 11

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Capítulo 11

Esperé un rato, escuchando, pero solo oía el mortecino rumor de la nieve cayendo. No sabía qué iba a pasar después y me preguntaba si el ataque había acabado y si debía empezar a hacer el camino de vuelta a Cél Craidd. Estaba oscureciendo en el bosque, y si no me iba pronto, sería una dura y solitaria tarea, en aquella noche helada, para el pobre Will.

Nada se movía en bosque, ni en el suelo, salvo el solitario herido que había recibido una flecha en la espalda. Yacía junto a los muertos, gimiendo e intentando incorporarse una y otra vez, pero le faltaban las fuerzas. Sentí lástima por aquel tipo, pensé que si nadie venía a por él, podía arriesgarme a librarlo de aquel sufrimiento. Pero mis órdenes eran vigilar y esperar, y eso es lo que iba a hacer hasta que se me dijera otra cosa. Mantuve los ojos bien abiertos y esperé a que llegara el momento oportuno.

El crepúsculo invernal adensaba las sombras; la nieve que había estado cayendo sin cesar se derretía sobre mi capa; el agua helada se iba deslizando sobre mis hombros. Cuando llegó la noche supe que había de dejar pronto mi puesto o me helaría allí mismo, junto a los cadáveres que yacían en el camino.

Mientras estaba considerando esto, oí que alguien se acercaba por el camino, desde la vaguada donde las carretas habían desaparecido en dirección a Elfael. Al cabo de un momento, un hombre a caballo emergió de entre la creciente penumbra. No era muy alto, se erguía en su silla tieso como una vara, con la cabeza alta. Sobre sus piernas había una piel de ciervo doblada; el ala de su sombrero era delgada y estaba plegada en la parte delantera, como si fuera la afilada proa de un velero. Iba muy abrigado, para protegerse de la ventisca, con una larga capa, como la de un monje, de un áspero tejido de color marrón, prendida en la garganta con un grueso broche de plata maciza. Incluso a cierta distancia, bajo la luz cada vez más escasa, pude ver que era más diablo que monje: había algo en aquella nariz fina y aguileña y en aquella barbilla prominente, en la cruel mirada de aquellos ojos entrecerrados, que me dio a entender que Richard de Glanville era más feliz con una soga que con un rosario entre sus manos.

Hostigó a su montura hasta llegar al cadáver del primer caballo, lo examinó y luego fue deslizando lentamente sus ojos por todos y cada uno de los caballeros muertos. Observó las flechas que sobresalían crudamente de los cadáveres y, después de observarlos detenidamente, profirió un estridente silbido. Había oído el mismo sonido cuando los cetreros llaman a sus halcones, y en un abrir y cerrar de ojos, cuatro jinetes emergieron de entre las sombras para unirse a él en el camino.

—Sí, Odo, esa fue la primera vez que vi al sheriff —le digo. Mi monacal amigo sabe bien de quién hablo. Nuestro sheriff es un hueso duro de roer e igualmente malévolo: un hombre que cree que la debilidad es una enfermedad contagiosa y que piensa en la piedad del mismo modo en que la mayoría de personas piensan en la peste negra.

—Si era la primera vez —dice mi escriba—, ¿cómo supiste que era el sheriff?

—Bueno —le contesto, rascándome la cabeza—, la autoridad del hombre no dejaba lugar a dudas.

—¿Incluso en una tormenta de nieve? —pregunta el hermano Odo con la aduladora sonrisa que esboza cuando cree que me ha pillado decorando la verdad con demasiadas filigranas para su gusto.

—Incluso en una tormenta de nieve, monje —le respondo—. En cualquier caso, era lo mismo con el abad Hugo y el alguacil Guy: aunque no conocía sus nombres la primera vez que los vi, lo supe muy bien antes de que acabara el día. ¡Desafortunadamente, amigo, desafortunadamente!

Odo gruñe, aceptándolo a regañadientes, y seguimos…

Los hombres del sheriff desmontaron rápidamente y empezaron a buscar supervivientes entre los hombres y los caballos. De Glanville seguía en la silla; me imagino que no quiso dignarse a mojar sus hermosas botas.

Encontraron a los arrieros maniatados, los desataron y los llevaron ante el sheriff. Los carreteros aún estaban tiritando de frío y miraban embobados a su alrededor como si esperaran que el fantasmagórico pájaro volviera a abatirse sobre ellos. Bajo el severo interrogatorio del sheriff, no obstante, pronto perdieron el miedo al gran pájaro de presa. Ahora estaban con el sheriff, y él era de carne y hueso, y más implacable y feroz que cualquier fantasma o hueste de arqueros invisibles.

Por el modo en que los arrieros gesticulaban y chillaban pude decir que estaban llenando los oídos del sheriff con su extraña y maravillosa fábula. ¡Oh sí! Y podía decirlo por el modo en que la expresión del sheriff seoscureció en el momento en que no logró entender nada de todo aquello. Escuchó su parloteo durante un rato y luego, les cortó la cháchara con un grito que resonó en el silencioso bosque como un latigazo. Haciendo girar a su montura, partió al trote por el Camino del Rey, siguiendo la dirección que habían tomado el abad y los soldados, pasando tan cerca de mi puesto que pude haberle tocado y quitado aquel absurdo sombrero de su afilada cabeza.

Cabalgó, dejando atrás a sus hombres y a los arrieros. Mientras tanto, estuve escrutando con detenimiento para ver qué podrían encontrar, pero me quedé más tranquilo al ver que la nieve había cubierto casi del todo las huellas de hombres, bestias y ruedas; las únicas marcas que podían verse eran las que habían dejado el sheriff y sus hombres.

Muy pronto, De Glanville regresó. Pegados a sus talones venían el abad Hugo y el alguacil y los soldados que habían sobrevivido. Los militares estaban tan cansados y sin

aliento que a duras penas podían sostener sus armas. El Rey Cuervo los había metido en una bonita persecución. Arrastraban los pies cubiertos de nieve, y sus cabellos colgaban, húmedos, bajo sus capacetes de acero; parecían tan fríos, mojados y mustios como sus empapadas capas.

Se agruparon en el camino, contemplando embobados a los caballos y hombres muertos; muchos seguían mirando hacia el bosque con el rabillo del ojo, para evitar que el fantasma volviera a cogerlos desprevenidos. Tras intercambiar unas pocas palabras con el sheriff, el alguacil Guy envió a los soldados que aún quedaban y a los arrieros camino abajo. Sería una larga y gélida marcha hasta el castillo del conde De Braose, y no les envidiaba la bienvenida que pronto recibirían. El soldado herido, que aún se aferraba a la vida, fue situado tras uno de los hombres del sheriff y todos ellos partieron estrepitosamente, entre el rumor de las armas y las guarniciones de los caballos.

La idea del fuego del hogar me hizo pensar en un buen tazón humeante de algo caliente, y estaba a punto de dejar mi puesto y buscar el camino de vuelta a casa… Pero volví a mirar y vi que el sheriff aúnno había partido. Simplemente, allí estaba, sobre su caballo, solo, en medio del camino, esperando; no era sensato, en modo alguno, que me fuera antes que él, así que me quedé.

Fue una buena cosa.

Pues mientras el anochecer del invierno se enseñoreaba del bosque, de la maleza salió, renqueante, un hombre que llevaba al cuello dos gordas liebres colgando de una trampa, y otra en la mano. No reconocí a aquel tipo y supuse que era de Elfael: un granjero que había salido a buscar algo de comida para su mesa.

—¡Eh tú! —gritó el sheriff; su voz resonó con fuerza en el silencioso claro. Expectante como estaba, me llevó unos segundos darme cuenta de que aquella vieja rata estaba hablando en inglés—. Quédate donde estás.

El pobre hombre estaba tan sorprendido que dejó caer la liebre que llevaba en la mano, se dio la vuelta y echó a correr. El sheriff fue aún más rápido y espoleó su montura para atrapar al cazador furtivo. El hombre, en plena huida, se abalanzó sobre la maleza del margen del camino, pero quedo enganchado en ella por la capucha de su capa.

El tipo lanzó un aullido e intentó liberarse de la capa. El sheriff muy acostumbrado a capturar a la gente de este modo, lo cogió en volandas. Allí estaba, colgando junto a la silla del sheriff, con los pies balanceándose por encima del suelo, agitando los puños y vociferando para liberarse. Cuando el sheriff desenvainó su cuchillo y lo puso en el cuello del hombre, que aún forcejeaba, decidí que todo aquello había llegado demasiado lejos. Saliendo de mi escondrijo, metí tres flechas en mi carcaj coloqué otra en la cuerda, y bajé al camino tan rápida y silenciosamente como mis agarrotados músculos me lo permitieron.

Deslizándome como una sombra, me situé tras el caballo del sheriff y, con una flecha ya dispuesta en la cuerda, tensé y apunté.

—Déjalo marchar —dije con mi mejor inglés—. O esta flecha lucirá en tu mortaja.

El sheriff volvióla cabeza tan rápido que pensé que su cuello iba a partirse. Me miró boquiabierto, a mí y al arco que sostenía entre mis manos; abrió la boca y luego se lo pensó mejor y la cerró.

—A lo mejor te crees que tu cuchillito te salvará —dije—, pero me parece que no. Si quieres descubrirlo, sigue reteniendo a este galés y lo comprobaremos.

De Glanville recuperó el aplomo y dijo:

—Soy un sheriff de la Marca. Este ladrón ha sido capturado cazando furtivamente en el bosque del rey, y a menos que quieras compartir lo que se le viene encima, da media vuelta y sigue tu camino.

—¡Valientes palabras, sheriff! —respondí—, pero soy yo quien empuña el arco, y los dedos que tensan la cuerda se están cansando.

Sacudí un poco el brazo para apuntar mejor a mi objetivo, y mientras lo hacía, el sheriff soltóa nuestro hombre.

—Recoge la liebre —le dije al granjero— y escampa. —Se incorporó como pudo, recogió su trofeo y se adentró en el bosque.

—No ganas nada con esto —me informó el sheriff—. Acabas de quedar marcado como criminal. ¡No escaparás a la justicia del rey!

—¡La justicia del rey! —espeté entre risotadas—. Señor, la justicia del rey es dura, ya lo creo, pero es veleidosa e inconstante como una doncella coqueta. Correré ese riesgo de buen grado.

—¡Estúpido! —gritó el sheriff, en un repentino arranque de ira. Sin preocuparse por la flecha, espoleó su caballo hacia mí con intención de derribarme. Me hice a un lado velozmente y me acometió con su cuchillo, al pasar.

Al momento, hizo dar la vuelta a su caballo. La bestia, bien adiestrada para el combate, giró tan rápidamente que la larga capa del sheriff notótras él. La vi volar como una apagada bandera, recortándose contra el oscuro baluarte del tronco de un roble, mientras embestía para atacarme. Solté el proyectil.

La flecha silbó en el aire, atravesó la pesada capa y la clavó en el roble en el mismo momento en que él pasaba. La capa se tensó, el caballo continuó cargando y, con el tirón, el sheriff saliódespedido de la silla.

El sonido de la tela desgarrándose rasgó el aire del claro, pero la flecha y la ropa aguantaron. El sheriff DeGlanville quedó colgando como un jamón, con los pies suspendidos unas pocas pulgadas por encima del suelo nevado. Oh, se meneó y se retorció y me puso de vuelta y media. Pero no estaba dispuesto a dejar que se fuera tan fácilmente, así que disparé dos flechas más contra el tronco para sujetar mejor al cautivo.

Con el rostro encendido y echando espuma por la boca a causa de la ira, aquel tipo podría haber escupido veneno en caso de haberlo tenido. Ya lo creo. En vez de eso, siguió agitándose, llenando el aire con su furia. Yo apunté tranquilamente con mi arco al centro de su pecho.

Estaba a punto de disparar cuando sentí una mano en mi hombro.

—Déjalo —me dijo al oído una voz familiar—. Los hombres del sheriff están volviendo. Es el momento de huir.

—Lo tengo —insistí—. Puedo cargármelo y librar al mundo de un montón de problemas.

—Puede que nos traiga más problemas de los que nos libre. Otro día. Tenemos lo que vinimos a buscar. Ahora, debemos irnos.

Dicho eso, Bran me arrastró hacia la maleza del margen del camino y nos fuimos.

Apenas habíamos iniciado nuestra marcha en el bosque cuando oímos al sheriff gritar tras nosotros:

—¡Tras ellos! ¡Por aquí! ¡Diez marcos para el hombre que me los traiga!

Inmediatamente, oímos el sonido de ramas partiéndose y crujiendo, pues los soldados buscaban nuestro rastro. En menos que canta un gallo lo encontraron y los tuvimos encima.

Pues bien, teníamos un problema: huíamos por los bosques, por sendas cubiertas de nieve, y no había modo de ocultar nuestras huellas.

Aquellos tipos no tendrían ninguna dificultad para descubrir por dónde habíamos ido. En el primer calvero al que llegamos, paré para tomar aire.

—Podemos encargarnos de ellos, milord —dije—. Yo derribaré al primero; encargaos del segundo.

—No tengo arco, Will —repuso Bran—. Así que esta noche los dejaremos vivir.

—No nos pagarán con la misma moneda si nos cogen —respondí—. De eso estoy seguro.

—Tienes razón —admitió Bran. Ya no llevaba la capa de plumas ni la máscara de largo pico; vestía sus habituales túnica y calzas negras. Tiritaba ligeramente a causa del frío—. Considéralo como una de las muchas cosas que nos hacen mejores personas que ellos.

Podíamos oír a nuestros perseguidores merodeando en el bosque, acercándose a cada momento.

Bran sonrió y me guiñó un ojo; su rostro era una forma etérea flotando en la penumbra.

—Pero esto no significa que no podamos divertirnos a su costa. —Dándose la vuelta rápidamente dijo—: Vamos Will, vamos a darles algo de qué hablar cuando se reúnan con sus camaradas en el castillo De Braose.

Dicho esto, partió en un vuelo. Lo miré con el rabillo del ojo y lo seguí hacia el bosque. Me reuní con él una decena de pasos por debajo del camino, donde se había parado junto a un viejo roble y estaba arrancando un poco de hiedra.

—Aquí es donde empezamos —dijo, mientras el cabo de una cuerda caía de una rama—. Quédate donde estás y no dejes más huellas —me indicó.

Lo hice tal y como me decía. Bran enrolló el extremo de la cuerda en su muñeca v tiró de ella. La cuerda se tensó. Volvió a tirar de nuevo y la punta de una escala de cuerda cayó de la rama que teníamos encima.

—Arriba, Will —dijo, tendiéndome la escala—. Te la sostendré. Date prisa.

Colgándome el arco a la espalda, agarré el peldaño lo mejor que pude y me impulsé hacia arriba, trepando por la escala con no pocas dificultades, pues se enrollaba y revolvía como una víbora bajo mi peso. Apreté los dientes y seguí. Tras un ascenso bastante accidentado, llegué, finalmente, a la rama del roble.

—¡Recoge la escala! —susurró Bran, con un apresurado murmullo. Los hombres del sheriff estaban tan cerca que no podía hablar más alto, o se arriesgaba a que lo oyeran.

—Hay tiempo —le susurré en respuesta—. Agarraos y os subiré.

Pero ya se había ido.

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