Scarlet

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Capítulo 14

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Capítulo 14

—Odo quiere saber por qué no he mencionado antes a Nóin. —Algunas cosas son sagradas —le digo—. ¿Qué clase de clérigo eres que no sabes esto?

—¿Sagradas? —Me mira parpadeando como un topo que acaba de salir de la madriguera y está cegado por la luz del día—. ¿Un recuerdo sagrado?

—Nóin es más que un recuerdo, monje. Es parte de mí para siempre.

—¿Está muerta, pues?

—No se lo voy a contar a gente como tú —le respondo.

Ahora estoy enojado con él y lo sabe. Nóin quizá sea un recuerdo, pero aun así es una perla espléndida y no será tocada por ningún canalla franco. Odo hace un mohín.

—No quería faltarte al respeto —se excusa, frotándose la tonsura—. Ni a ti ni a la dama. Solo quería saber.

—¿Para que puedas correr a contárselo al condenado abad? —Negué con la cabeza—. Quizá mañana sea pasto de los cuervos, pero a día de hoy aún no soy un burro.

Mi escriba no entiende lo que le he dicho y mientras lo miro se me ocurre que tampoco yo lo entiendo demasiado bien. La protejo siempre que he de hacerlo, supongo.

—Pues bien —deslizo mi espalda por la áspera pared y vuelvo a ocupar mi lugar—. ¿Dónde estaba?

—De vuelta a Cél Craidd —afirma, mojando la pluma con desgana—. Es la noche después del asalto y está nevando.

—Nevando, sí, estaba nevando —digo, y seguimos…

Nevó toda la noche y casi todo el día, escampando un poco al llegar el ocaso. Gracias a la oportuna advertencia de Angharad estábamos bien preparados y afrontamos cómodamente la tormenta: durmiendo, comiendo y pasando el rato. Fue un día alegre para nosotros, un día de fiesta; celebramos nuestra victoria y nuestra extraña buena fortuna.

Hacia el mediodía, después de haber dormido bien calentitos y haber desayunado un poco, lord Bran y aquellos que lo habíamos ayudado en el asalto nos reunimos en su cabaña para ver el botín. Entre las bolsas de grano y judías, piezas de carne ahumada, barriles de vino y fardos de ropa que formaban la mayor parte de la captura, la grellon había encontrado dos pequeños cofres. Los bienes más pesados habían sido escondidos en el bosque con la idea de recuperarlos más tarde, cuando hiciera mejor tiempo y el sheriff estuviera lejos.

No obstante, habían traído las cajas de madera a nuestro refugio. Tras un gesto de asentimiento de Angharad, que estaba de pie, a un lado, para supervisar el proceso, Bran dijo:

—Abrámoslos. Veamos qué nos ha enviado nuestro generoso barón.

Siarles, que esperaba con un hacha en la mano, avanzó y asestó al cofre de roble unos buenos golpes. La tapa se partió. Con unos pocos hachazos más, la caja quedó abierta, revelando unas cuantas bolsas pequeñas de cuero que rápidamente desatamos y vaciamos sobre la piel que estaba junto a la chimenea, alrededor de la cual nos apiñábamos. Las bolsas estaban llenas de peniques de plata, lo que era, más o menos, lo que esperábamos.

—Ahora el otro —dijo Bran, y Siarles blandió de nuevo el hacha y dio cuenta del segundo cofre. En él había más saquitos de cuero llenos de monedas, pero también otros tres objetos de interés: unos guantes blancos de delicada piel de cabritillo, con el dorso ricamente bordado en oro con la figura de un crucifijo y otros símbolos; un grueso pliego de pergamino doblado y atado con una cuerda azul y sellado con lacre y, en su propia bolsa de piel de cabritillo, un anillo de oro macizo.

—Una hermosa alhaja —dijo Siarles, sosteniendo el anillo—. Se lo pasó a Bran, quien lo sopesó en la palma de la mano para hacerse una idea del peso del oro antes de entregárselo a Angharad.

—Un trabajo muy fino —observó, echando un vistazo al anillo. Lo pasó, diciendo—: Demasiado ostentoso para un simple conde.

De hecho parecía, o al menos yo lo imaginaba, el anillo de un emperador. La gema central estaba grabada con un escudo de armas como el que usan los reyes u otros notables para imprimir su sello en los documentos importantes. Alrededor de la piedra tallada había una doble hilera de centelleantes rubíes, pequeños, pero tan brillantes como los ojos de los pájaros. Cada destello era como un rayo de sol carmesí.

—Una baratija de lo más cara —afirmó Bran. Acercándose, examinó el grabado—. Me pregunto de quién serán estas armas. ¿Las has visto alguna vez, Iwan?

El fornido hombre inclinó la cabeza sobre el anillo y luego negó lentamente.

—No es inglés, creo. Probablemente pertenece a un noble franco; un barón o un rey.

—Dudo que nadie en Inglaterra haya llevado jamás algo así —apuntó Siarles—. ¡De dónde crees que lo habrá sacado De Braose?

—¿Y por qué lo ha enviado aquí? —preguntó Iwan.

—Estas son preguntas que exigirán pensar bien la respuesta —contestó Angharad mientras Bran deslizaba el anillo en su dedo. Era excesivamente grande, así que se lo puso en el pulgar, y aun así no le ajustaba; de modo que tomó una cuerda de arco, la pasó por el anillo y se la colgó al cuello.

—Aquí estará seguro —dijo— hasta que descubramos a quién pertenece.

Contamos la plata. Llegaba a cincuenta marcos: un espléndido botín.

—Solo los guantes valdrán veinte o treinta marcos —señaló Mérian. Había llegado durante el recuento y se había quedado para ver el resultado. Pasando los guantes por su mejilla insistió en que era la clase de objeto que un clérigo de alto rango llevaría en los días festivos.

—¿Y qué hay del anillo? —preguntó Iwan en voz alta—. ¿Cuál debe de ser su valor?

Nadie lo sabía. Se sugirieron varias sumas, todas ellas fantasiosas. No teníamos más idea del valor de aquel pedazo de oro y rubíes que del valor del perro de caza del rey de Dinamarca. Algunos dijeron que valía lo que un castillo, un cantref o, incluso, un reino. Nuestras ignorantes especulaciones fluyeron frenéticamente hasta que Angharad nos hizo callar a todos.

—Haríais mejor preguntándoos por qué está aquí —dijo.

—Sí, ¿por qué? —asintió Bran, acariciando la joya con los dedos.

Nos quedamos en silencio, contemplando el objeto, como si fuera un pedazo de la luna que ha caído desde el cielo. ¿Por qué había sido enviado a Elfael en el fondo de una carreta cargada de provisiones?

—Oh, sí —vaticinó Angharad con su característica voz, como un crujido de ramas secas—. Un tesoro como este traerá legiones de buscadores siguiendo su rastro. — Tamborileó sobre él con sus huesudos dedos—. Quizá valdría la pena devolverlo.

Su comentario cayó como un jarro de agua fría, ya lo creo. Al oír estas palabras, la conciencia de lo que habíamos hecho empezó a tomar forma ante todos nosotros y nuestro triunfo se volvió amargo, como cenizas en nuestras bocas. Aquella noche, todos nos arrastramos a nuestras camas llenos de aprensión. Apenas pude cerrar los ojos, tan inquieto estaba. Dios sabe que puede ser un gran pecado robar, y en tiempos normales no hubiera cogido ni un guisante de una bolsa que no fuera mía. Pero esto era distinto.

Era una lucha para sobrevivir.

El gobierno de la ley… la justicia de la ley… Estas palabras tienen menos valor para los francos que el aire que exhalan. Si robábamos a aquellos que siempre habían querido destruirnos, que Dios nos ayudara, pero no íbamos a detenernos ni a devolver lo que teníamos. Estoy seguro de que esto irritaba al máximo al barón y a su sobrino. Y al sheriff, a él le molestaba más que a todos, pues era él quien debía evitar nuestros asaltos y nuestros robos.

Pero no hay que verter una sola lágrima por Richard de Glanville. Es un trozo de cuerda retorcida, si alguna vez hubo alguna. Se dice que mató a su mujer por quemar en la sartén la chuleta de cerdo que comía todos los domingos: la estranguló con sus propias manos.

Personalmente, no me creo este cuento. Ni una palabra. Primero porque significa que nuestro Richard Cara de rata habría encontrado a alguien que quisiera casarse con él, y tengo serias dudas de que haya nacido una mujer dispuesta a cosa semejante. Aún admitiendo el matrimonio, aunque parezca imposible, significaría que se tomó la molestia de hacer algo con sus propias manos: otra bonita quimera, ya lo creo. Antes podrías hacer creer a la gente que el sol pasa las noches en tu granero que conseguir que creyeran que el sheriff dela Marca se había ensuciado sus blancas y delicadas manos con algo tan negro. Ya ves, Glanville nunca mueve un dedo; paga a sus hombres para que hagan todo su trabajo sucio.

Todos y cada uno de los matones del sheriff son crueles y vengativos, igual que el día es claro; la bandada de gallitos más orgullosos que jamás quisieras encontrarte. Que Dios me bendiga, esa es la verdad.

Las gentes de Derby aún hablan de aquella vez en que el sheriff DeGlanville y tres de sus hombres acorralaron a un pobre chamarilero que había caído en desgracia. La historia, tal y como me la contaron, es que un claro día de abril, una granjera fue a alimentar a sus gansos y los encontró a todos muertos excepto a uno, que tampoco tenía muy buen aspecto. ¿Quién haría una cosa tan mezquina y odiosa como esa? Bueno, ella recordó que al pueblo había llegado hacía uno o dos días un buhonero, para vender algún cacharro nuevo o hacer alguna chapuza. Aquella deslenguada hija de Eva, eso es lo que era, lo mandó a hacer puñetas por molestarla.

A ver, ¿acaso ese buhonero no era un granuja que merodeó a sus espaldas y mató a los gansos cuando ella estaba despistada? Fue al mercado con estas noticias y el rumor pronto se extendió por toda la ciudad. Todo el mundo andaba buscando al chamarilero, al que no fue difícil encontrar, porque no se estaba escondiendo. Lo atraparon junto al río, lavando su ropa, y lo llevaron preso, medio desnudo, ante el sheriff para que decidiera qué hacer con el que había matado a los gansos.

Resulta que otra gente de la ciudad había estado hablando del tema y cayeron en la cuenta que había un siervo, procedente de algún lugar del norte, que había roto el juramento de fidelidad a su señor normando. Había pasado por la ciudad un día o dos antes, y descubrieron al tipo escondiéndose en un establo, en un villorrio que había camino abajo. Atraparon al pobre mozo y le llevaron a rastras a la ciudad, donde el sheriff yahabía dispuesto su sitial para el juicio, en la plaza del mercado, delante del ayuntamiento. De Glanville estaba a punto de hacer colgar al chamarilero cuando la segunda turba irrumpe en la ciudad con el siervo.

Pues bien, ¿qué hacer? Los dos juran que son inocentes y piden piedad. Están formando un gran alboroto, encomendándose a Dios y al diablo para salvar el pescuezo. Bueno, ni el sheriff ni nadie puede decidir quién es el culpable de ese crimen atroz. Pero no importa; se levanta y dice: «Clamáis al cielo para que os salve? Que así sea. Colgadlos a los dos y que Dios decida cuál de los dos debe ir al infierno». Y así sus hombres hacen otro lazo en el extremo de la primera cuerda y la enganchan de una viga del tejado del ayuntamiento. Y hace colgar a los dos hombres en la plaza del mercado, con la misma cuerda: un desdichado en una punta y el otro en la otra. Así es ese condenado De Glanville, de la cabeza a los pies…

—¿Qué pasa, monje? —digo—. ¿Te parece increíble?

Odo da un respingo y arruga la nariz, incrédulo.

—Si eres tan amable, ¿quién de los dos mató a los gansos?

—¿Cuál de los dos? Pensaba que un tipo tan listo como tú ya lo sabría, Odo. A ver, dime, ¿cuál crees que lo hizo?

—El buhonero, como revancha, porque la granjera no quiso comprarle ninguno de sus cacharros ni darle trabajo.

—Ah, Odo —suspiro, negando con la cabeza y chasqueando la lengua, reprobándolo—. No fue el buhonero. No, él no.

—Entonces el siervo, porque… —se rasca la coronilla— ¿estaba hambriento? No sé.

—Tampoco fue el siervo.

—Entonces ¿quién?

—Fue un zorro, por supuesto. Verás, Odo, un hombre no puede matar a un ganso sin que se entere todo el mundo. Primero, has de atrapar al condenado animal, y eso levanta la algarabía más tremenda que jamás hayas oído; y también hace que los otros graznen. Por el hacha de Adán, eso es bastante como para despertar a un muerto, sí que lo es. Pero un zorro, bueno, un zorro se mueve rápido y asusta tanto a la bandada que ninguno abre el pico. Con un zorro en el corral, nadie se entera de nada hasta que va allí y los encuentra a todos convertidos en un amasijo de sangre y plumas.

Odo se encrespa al oír esto.

—¿Estás diciendo que el sheriff hizoahorcar a dos hombres inocentes?

—No sé si eran inocentes, la verdad, pero De Glanville colgó a dos hombres por un mismo crimen, que ninguno de los dos pudo cometer.

Odo niega con la cabeza.

—Rumores —decide—. Rumores y cuentos y mentiras.

—Sí, sí —digo—. Tú sigue diciéndote esto, clérigo, continúa diciéndotelo hasta que encuentren una razón para echar una soga en tu rollizo cuello, y entonces ya veremos qué opinas.

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