Scarlet

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Capítulo 16

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Capítulo 16

El primer signo de que algo iba mal llegó cuando todo nuestro clan del bosque se reunió para compartir la cena de aquella celebración. Bebimos el vino del abad y saboreamos los aromas de la carne asada y el pan recién hecho, y luego fray Tuck celebró la Misa de Navidad, ofreciendo consuelo y solaz a nuestras exiliadas almas. Rezamos con nuestro buen sacerdote y sentimos que a Dios le agradaban nuestras plegarias. Cuando estábamos cantando el último himno se levantó el viento; venía del oeste y traía con él aroma a humo.

—Sí, Odo —suspiro ante su interrupción—. No es inusual, no, oler a humo en el bosque. En la mayoría de los bosques siempre hay gente quemando cosas: ramas y troncos para hacer carbón o mantillo, despejar tierras para cultivarlas…, lo que sea. Pero el bosque de la Marca es distinto a cualquier otro bosque que haya conocido. Eso es así.

Mi monástico amigo no puede entender lo que estoy diciendo. Para él un bosque es un bosque. Un montón de árboles como cualquier otro.

—A ver —le digo—, Coed Cadw es antiguo y salvaje, oscuro y peligroso como una cueva llena de víboras. El bosque de la Marca nunca ha sido conquistado, y mucho menos domesticado.

—¿A qué llamas domesticar un bosque? —pregunta, rascándose la aleta de la nariz con la pluma.

—¡Oh, sí! La mayoría de los bosques de la Tierra han sido aplacados de un modo u otro, regidos desde hace años por los hombres: los han limpiado para hacer granjas, talado para conseguir leña y explotados para la caza. Pero Coed Cadw aún está intocado, ¿sabes? Y hay árboles que ya eran viejos cuando el rey Arturo reunió a los clanes bajo la insignia del dragón, y hay pozas que no han visto la luz del sol desde que José de Arimatea plantó su iglesia en esta isla. ¡Es verdad!

Puedo ver que no me cree.

—Odo, muchacho —le prometo con voz solemne—, hay sitios en ese bosque, tan oscuros, que dan tanto miedo, que hasta los lobos temen pisarlos, lo creas o no.

—No lo creo, pero empiezo a ver lo que quieres decir —responde, y avanzamos…

Bueno, como digo, todos nosotros estábamos de buen ánimo, inmersos en la hermosa celebración y estábamos a punto de sentarnos a disfrutar de un banquete que había corrido a cargo, en su mayor parte, del abad Hugo, cuando una de las mujeres señala que algo se está quemando. Por un momento, ella es la única que puede olerlo; luego lo percibimos unos pocos más, y antes de que nos demos cuenta, todos notamos el olor de madera quemada en nuestras narices. Muy pronto, el humo empezó a entrar en el claro desde el bosque circundante.

Llegaba en lenguas grises y retorcidas, abriéndose camino entre las copas de los árboles, deslizándose por encima de raíces y piedras, palpando, buscando y avanzando, como unos dedos fantasmagóricos. Los que estábamos en la mesa nos levantamos como un solo hombre y miramos hacia el oeste, donde vimos una gran masa de humo negro elevándose, en jirones, en el cielo invernal. Mientras estábamos observándolo, boquiabiertos ante semejante visión, empezaron a caernos cenizas y carbonilla.

Alguien gritó y Bran se subió a la mesa. De pie, con las manos en alto, ordenó que guardáramos silencio.

—¡Paz! —dijo—. Permaneced tranquilos. No nos aterrorizaremos hasta que haya algo por lo que temer, y entonces, llenaremos de coraje nuestros corazones y resistiremos. —Dirigiéndose a los hombres, ordenó—: Iwan, Siarles, traed los arcos. Will, Tomas, Rhoddi, seguidme. Iremos a ver qué es lo que está ocurriendo. —A los demás, les dijo—: Los que quedáis atrás, reunid provisiones y estad preparados para partir en caso que debamos hacerlo.

—Ten cuidado, Will —me susurró Nóin, mordiéndose los labios.

—Solo es un poco de trabajo antes de la cena —respondí, intentando que mi voz sonara alegre y confiada a pesar de que el humo era cada vez más espeso y de que las cenizas que caían sobre nuestras cabezas me llenaban de terror—. Estaré de vuelta antes de que te des cuenta.

Iwan y Siarles regresaron y nos pasaron los arcos y unas cuantas flechas. Me colgué el arco con la cuerda por encima del pecho y até un haz de flechas a mi cinto. Dejando a la gente al cuidado de Angharad y el fraile, partimos a toda velocidad. Seguimos el rastro del humo que el viento traía desde el incendio, y a cada paso la oscuridad crecía y las nubes de humo se espesaban. Al poco, tuvimos que pararnos y humedecer los bordes de nuestras capas, y nos los pusimos sobre la cara para evitar respirar aquel vapor asfixiante.

Seguimos avanzando a través de aquel extraño crepúsculo y pronto empezamos a ver los destellos de las llamas, naranjas y amarillas, entre los árboles que estaban delante. El fuego levantaba grandes ráfagas de aire ardiente, y sentimos el calor lamiendo nuestras caras y nuestras manos. El rumor del incendio, como el batir de las olas encrespadas en la orilla, ahogaba cualquier otro sonido.

—¡Por aquí! —apremió Bran, apartándose del sendero y torciendo hacia el muro de fuego.

Avanzando rápidamente y en silencio, llegamos a un punto en el que el fuego ya casi se había extinguido, y allí, en la tierra quemada y aún humeante, había toda una compañía de soldados francos: ocho de ellos holgazaneando junto a una carreta tirada por dos mulas y cargada con barriles de aceite. Algunos llevaban antorchas. El resto portaba lanzas y escudos. Todos estaban equipados para la batalla, con yelmos redondos y espadas en el cinto; sus escudos descansaban apoyados en el remolque.

Nos agachamos y nos arrastramos para ocultarnos tras la pantalla de fuego y llamas.

—Los hombres del sheriff— dijo Siarles con desprecio.

—Intentan quemarnos —observó Tomas—. Y el día de Navidad, los muy canallas. No es muy amigable, que digamos.

—¿Los atacamos, Bran? —preguntó Rhoddi.

—Aún no —decidió Bran—. No hasta que sepamos cuántos más hay con ellos. — Volviéndose hacia Rhoddi y hacia mí, dijo—: Vosotros dos, con Iwan. Siarles y Tomas, conmigo. Id hasta el final y echad una buena ojeada. —Señaló la maleza, donde el muro de fuego ardía más intensamente—. Luego volved aquí. Nosotros haremos lo mismo.

Rhoddi y yo empezamos a seguir a Iwan, y los tres anduvimos junto al abrasador muro hasta que, unos cien pasos más allá, llegamos al punto en el que acababa. Agachados para evitar el humo, nos arrastramos apoyándonos en rodillas y manos, tratando de ver algo entre las llamas. Diez soldados francos estaban trabajando en este extremo del incendio: dos con antorchas y tres con barriles de aceite que vertían en el húmedo sotobosque. Cinco más estaban en guardia, con las armas preparadas.

Iwan señaló al que parecía ser el líder de la compañía y nos retiramos, apresurándonos para volver al punto de reunión. Bran e Iwan hablaron brevemente.

—Atacaremos al primer grupo aquí y ahora —decidió Bran, descolgando su arco—. Luego nos encargaremos de los otros.

Iwan sacó tres flechas del carcaj.

—Sacad las vuestras —nos dijo, indicando que las repartiéramos con tres sacudidas de su mano— y disparad a mi señal.

Los tres preparamos las flechas y nos arrastramos hasta nuestra posición, deteniéndonos en el borde del muro de fuego. Los francos aún estaban vigilando las llamas, sus rostros brillaban. Cuando vi a Iwan colocar la flecha en la cuerda, hice lo mismo. Cuando se levantó, me levanté. Tensó el arco y yo también…

—¡Ahora! —ordenó en voz baja pero clara.

Seis proyectiles salieron disparados como un rayo desde el bosque, cruzando el terreno quemado en un abrir y cerrar de ojos. Cuatro soldados cayeron al suelo.

Los dos hombres de armas que aún quedaban no tuvieron ni tiempo de preguntarse qué les había ocurrido a los otros compañeros. Antes de que pudieran cubrirse con sus escudos o mirar a su alrededor, la muerte alada los atrapó y los elevó y los hizo caer de espaldas, atravesados por dos flechas cada uno.

Luego se oyó el sonido de unos pies corriendo a toda velocidad hacia el extremo más alejado del muro de llamas. El fuego ardía cada vez más intensamente cuanta más maleza y árboles prendían, absorbiendo el aire y expulsándolo en ráfagas intensas. El humo era denso. Apretamos las capas a nuestras caras y nos abrimos paso lo mejor que pudimos, trastabillando, medio cegados, a través de la oscuridad, para ocupar nuestras nuevas posiciones.

Ahora las llamas estaban entre nosotros y los francos. Podíamos ver a los soldados moviéndose, como si los observáramos a través de una cortina ondulante. Imagina su sorpresa cuando de esa misma cortina no salieron huyendo unas perdices con las que adornar la mesa de Navidad, sino seis proyectiles silbando, rematados con un aguijón mortífero.

Cuatro de las flechas dieron en el blanco y tres marchogi se desplomaron en la nieve. Una quinta atravesó el brazo de un soldado para acabar clavándose en el barril que, uno de sus camaradas, tras él, sostenía entre las manos. El atónito soldado dejó caer el barril y arrastró a su compañero.

—Preparaos… —dijo Iwan, colocando otra flecha en la cuerda e inclinándose sobre

el arco, mientras lo tensaba y apuntaba—. ¡Ahora!

Seis flechas volaron entre las altas llamas y cuatro francos más se unieron a los cuatro que ya estaban en el suelo. Sin embargo, los dos que quedaban reaccionaron rápidamente y se tiraron al suelo cubriéndose con sus escudos, pensando que de ese modo se protegerían. Pero Iwan y Siarles, avanzando hasta donde las llamas lo permitían, enviaron rápidamente a cada uno un proyectil dirigido al centro de los escudos; uno de ellos pasó de largo, llevándose el borde del escudo con él. El otro impactó justo por encima del broquel y atravesó de parte a parte el cuello del soldado que se agazapaba aterrorizado tras él.

El último tipo, agachándose tras el escudo, intentó retroceder. Bran se arrodilló con rapidez y, sosteniendo el arco oblicuamente, soltó un proyectil que pasó centelleando entre las llamas, aminorando su velocidad al acercarse al suelo. Dio al soldado, que se batía en retirada, justo bajo el borde inferior del escudo, atravesándole las dos piernas. Cayó, gritando, sobre la nieve y quedó allí tirado, gimoteando y lloriqueando.

Contuvimos el aliento y esperamos.

Al no aparecer más soldados empezamos a pensar que ya era seguro marcharse.

—¿Qué vamos a hacer con el fuego? —pregunté.

—No podemos combatirlo —respondió Siarles—. Tenemos que dejar que siga su curso y cruzar los dedos.

—Lo vigilaremos —dijo Iwan—. Si se extiende o cambia de dirección, lo sabremos.

Bran volvió a mirar a través de la cortina de fuego a los soldados caídos.

—No he visto al sheriff. —Y volviéndose hacia nosotros, preguntó—: ¿Alguien ha visto al sheriff?

Nadie lo había visto, por supuesto, pero justo cuando la pregunta había sido respondida se oyó un grito y del oscuro bosque que teníamos a nuestra espalda surgieron caballeros montados, con las lanzas en ristre, pisoteando la maleza en la que habían estado escondidos.

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