Scarlet

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Capítulo 22

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Capítulo 22

Estoy hablando del prior Asaph y nuestra visita al monasterio de San Tewdrig y aquí está Odo, frunciendo el ceño. Es del anillo de lo que quiere oír hablar, solo del anillo.

—¿Qué pasa ahora, monje? —le pregunto, con la dulzura e inocencia de una doncella—. Parece que hayas bebido vinagre pensando que era cerveza.

—Estoy seguro de que ese prior tuyo es, en todo, tan amable y santo como dices — se queja, con el irritante gañido que usa cuando cree que lleva demasiado tiempo soportándome.

—¿Y bien?

—¿Cómo es que el prior sabía lo del anillo robado?

—¿Cómo lo sabía? Odo, eres tonto, el buen prior no sabía un carajo de él. —Entonces ¿por qué fuisteis a verlo?

—Fuimos para ver si sabía algo —le replico— y mostrarle la carta, y entregarle los bienes robados para que los protegiera. —Gesticulo con vehemencia—. Al final, no sabía nada del anillo, no podía leer la carta y no accedió a guardarnos el tesoro.

—Así que no descubristeis absolutamente nada —concluye Odo—. Un viaje en balde.

—El molino de Dios gira lentamente, mi monástico amigo, pero gira excelentemente bien. Nuestros caminos no son los suyos, y eso es un hecho extraño.

El rostro de Odo se contrae en un mohín.

—Entonces ¿por qué dices…?

—Todo llegará en su debido momento —digo, cortando en seco sus objeciones.

El hermano escriba resopla como un fuelle roto y seguimos…

Bien, estando a solas en los aposentos privados del prior, pronto le mostramos la carta al clérigo. Confirmó que estaba escrita en franco.

—¿Podéis decirnos lo que pone? —preguntó Siarles, esperanzado.

—Lo siento, amigo mío —dijo el clérigo, sonriendo levemente—. Esa habilidad sobrepasa a esta vieja cabeza, me temo.

—¿No podéis decirnos nada? —inquirí, molesto y algo más que decepcionado tras haber arriesgado tanto yendo a un lugar tan lejano para nada.

El anciano inclinó su cabeza sobre el trozo de pergamino y lo estudió una vez más; su nariz casi tocaba la superficie.

—¡Ah sí! Aquí —dijo, señalando una palabra en medio de la hoja—. Aquí pone carpe diem.

—¿Latín? —pregunté.

Asaph asintió.

—Significa «atrapa el momento», o sea, una exhortación a que te concentres en tu tarea, quizá, o que aproveches tu oportunidad. —Se encogió de hombros—. Algo así, en cualquier caso.

Así pues, salvo uno o dos fragmentos en latín, no habíamos resuelto nuestro problema excepto en una sola cosa: sabíamos que el conde De Braose ansiaba tanto el retorno de los bienes robados que había amenazado con colgar a la población de Elfael para recuperarlos.

—¿Hay algo más que podáis decirnos? —preguntó Siarles.

—Lo siento —contestó el anciano en el momento en que la campana llamaba a las plegarias del atardecer—. Nadie aquí sabe leer franco. Su rostro se iluminó con un pensamiento—. Quizá uno de los monjes de San Dyfrig pueda ayudaros.

Pero tras conocer los crueles planes del barón respecto a los hombres y muchachos de Elfael, Siarles y yo no estábamos dispuestos a desperdiciar un día en una búsqueda que quizá no tuviera éxito.

—Debemos volver ahora mismo —declaró mi compañero—. ¿Podéis quedároslo, padre?

Al anciano no le gustaba la idea. ¿Quién podría culparlo? Era una tarea peligrosa y arriesgada la que pedíamos. Pero le debía demasiado a su benefactor como para negarse de plano. Sus pálidos ojos suplicaban que lo excusáramos, y mi corazón se compadeció del viejo compadre. Pero no había otro modo. Aun cuando hubiéramos tenido tiempo que perder, ninguno de los dos conocíamos el camino a San Dyfrig, ni sabíamos si se podía confiar en aquellos monjes. El prior Asaph también se dio cuenta de esto, creo, porque finalmente accedió a llevar la carta en nuestro lugar. Pero habiendo aceptado esto, no podía, de ningún modo, aceptar que dejáramos el resto del tesoro depositado en el monasterio.

Esto es lo que había decidido, aun cuando no le habíamos mostrado el paquete que contenía el anillo y los guantes. No importaba; el anciano no iba a cambiar de opinión.

—No sé qué es lo que tenéis, ni de dónde lo habéis sacado. —Siarles abrió la boca para contárselo, pero Asaph alzó la mano para evitar que dijera una palabra—. Ni deseo saberlo. Pero si algunas de estas cosas llegaran a ser encontrada aquí, mis monjes y estas pocas almas desamparadas que están a mi cuidado sufrirían por ello. —Negó con la cabeza, la boca contraída en un gesto de firmeza—. Como pastor de mi rebaño, no puedo, en conciencia, permitirlo.

Eso fue todo.

Así que comimos una reconfortante cena, dormimos un poco y descansamos, nosotros y nuestros caballos. Nos despertamos a la media noche y partimos bajo una gélida luna de invierno hacia Cél Craidd. Faltaban seis días para la celebración de la Noche de Reyes. Solo teníamos ese tiempo, y nada más, antes de que empezaran las ejecuciones.

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