Scarlet

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Capítulo 25

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Capítulo 25

COED CADW

Richard de Glanville contemplaba el bosque que se alzaba ante él, como el baluarte de una vasta fortaleza verde cuyos colores han mutado y palidecido bajo la tenue luz del invierno. Justo delante corría el río que fluía por lodo el valle, al pie de la vereda que llevaba hasta el bosque. Alzando la mano, indicó al hombre que cabalgaba tras él que se adelantara hasta llegar a su lado.

—Nos pararemos para abrevar a los caballos, bailiff —dijo—. Di a los hombres que estén alerta.

—Por supuesto —respondió el bailiff conun tono de voz que sugería que había oído esa orden mil veces y que no soportaba que se la repitieran.

El tono de seca irritación del hombre intrigó a su superior.

—Dime, Antoin —inquirió el sheriff—, ¿crees que hoy atraparemos al fantasma?

—No, sheriff —respondió el bailiff—, no creo que sea probable.

—Entonces ¿por qué has venido a esta batida?

—Vine porque así se me ordenó, señor.

—Por supuesto —admitió el sheriff De Glanville—. Aun así, crees que es una misión inútil.

—Yo no he dicho eso —replicó el soldado. Estaba acostumbrado al talante oscuro e impredecible del sheriff, y había aprendido a ser precavido—. Digo, sencillamente, que el bosque de la Marca es un lugar muy grande. Supongo que el fantasma habrá ido a otro sitio.

El sheriff consideró esta sugerencia.

—No hay ningún fantasma, bailiff. Solo un hatajo diabólico de rebeldes galeses.

—Sea lo que sea —respondió Antoin displicentemente—, no me cabe duda de que vuestra persistencia y vigilancia los ha hecho huir.

De Glanville contempló a su bailiff conbenevolente desdén.

—Como siempre, Antoin, tu perspicacia no tiene precio.

—Algún día atraparemos al Rey Cuervo, Dios mediante.

—Pero no hoy. ¿Eso es lo que crees?

—No, sheriff, hoy no —confesó el soldado—. Aun así, es un buen día para cabalgar por el bosque.

—Desde luego —reconoció el sheriff, refrenando a su caballo cuando llegaron al vado.

El cauce estaba bajo y el hielo cubría las piedras y bancos de la corriente, que fluía con lentitud. Sir Richard no desmontó; permaneció en la silla, envuelto en su capa y sus guantes de cuero, con los ojos fijos en la pared natural de árboles desnudos que se alzaba sobre las lomas de las colinas, ante él. Coed Cadw, lo llamaban los nativos; el nombre significaba «Bosque Guardián» o «El refugio del bosque» o algo así, que no acababa de saber con certeza. Como quiera que se llamara, el bosque era un bastión, un bastión tan poderoso e impenetrable como si fuera de piedra. Quizá Antoin tenía tazón. Quizá el Rey Cuervo había volado a algún otro lugar en el que los robos fueran más sustanciosos.

Cuando los caballos acabaron de beber y los soldados volvieron a montar, el sheriff tomó las riendas y hostigó a su montura para cruzar el vado y subir la larga vertiente. En poco tiempo, él y los cuatro caballeros que lo acompañaban pasaron bajo las ramas desnudas y cubiertas de nieve de los olmos que se alzaban a cada uno de los lados del camino y entraron en el bosque como si atravesaran un arco.

El silencioso rumor del bosque cubierto de nieve cayó sobre él y la luz invernal se hizo más débil. Al avanzar por el sombrío camino que se adentraba en el bosque, los sentidos del sheriff se pusieron alerta, desconfiando de una presencia oculta; su vista se hizo más penetrante, su oído más agudo. Podía oler un aroma acre, apenas perceptible en la tierra, lo que indicó que un venado rojo había pasado poco antes o que yacía en una madriguera oculta en algún lugar de los alrededores.

Un poco más allá, llegaron a un lugar en el que las finas huellas de un animal se cruzaban en su camino. El sheriff separó. Se quedó allí sentado unos momentos, mirando al suelo, a uno y otro lado. Las huellas de los jabalíes y los ciervos se entrecruzaban sobre la nieve, y aquí y allá se veía el rastro de los lobos; ninguno de ellos era reciente. Justo cuando iba a ponerse en movimiento, sus ojos captaron la señal que sin duda había causado que se parara allí en primer lugar: la esbelta huella de la pezuña de un ciervo y detrás, hacia un lado, una ligera depresión en forma de media luna. Sin decir una palabra, bajó de la silla y se arrodilló para verlo mejor. La huella en forma de media luna estaba seguida de otra, a poca distancia.

—¿Habéis encontrado algo, sir? —preguntó el bailiff Antoin al cabo de unos instantes.

—Parece que hoy nuestra salida va a ser recompensada —respondió De Glanville.

—¿Ciervo?

—Cazador furtivo.

Antoin alzó los ojos y miró detenidamente el túnel formado por las ramas.

—Aún mejor —respondió.

El sheriff volvió a su silla, y haciendo un gesto a los soldados para que callaran, fijó su atención en el estrecho rastro y empezó a seguir a su presa. Las huellas conducían a una angosta subida y luego descendían a una vaguada; en lo más hondo, entre las rocas, fluía un pequeño riachuelo. Allí, en el blando lodo, había media docena de depresiones, incluyendo la marca de una rodilla, allí donde un hombre se había agachado para beber.

De Glanville levantó un guantelete para dar el alto a los que venían detrás. Captó un húmedo destello donde el agua había salpicado una roca.

—Ha estado aquí no hace mucho —señaló el sheriff. Sin bajar de la silla se volvió y llamó a dos de sus hombres—. Quedaos aquí, y estad listos por si vuelve antes de que le atrapemos.

Cogió las riendas y hostigó a su montura. Cruzó el manantial, subió por el talud opuesto y se adentró en una espesura de saúcos que formaban un tosco seto a lo largo del lecho del río. Pasado el seto, el sendero se aclaraba ligeramente, permitiendo que el sol penetrara en la densa maraña que se extendía sobre sus cabezas. Unos cien pasos más allá, el sheriff pudo ver que las huellas se adentraban en un claro cubierto de nieve. Tiró de las riendas. Señaló el claro que estaba delante e hizo un gesto para que Antoin y los demás caballeros desmontaran y lo rodearan a pie. Cuando desaparecieron, sir Richard avanzó en solitario, parándose a la entrada del claro. Allí, al otro lado de la explanada nevada, de rodillas junto al opulento y hermoso ciervo que acababa de abatir, había un galés. Cuchillo en mano, se disponía a descuartizar la pieza. De un solo vistazo, el sheriff divisóal cazador, al cuchillo y al arco largo apoyado contra el tronco de un abedul caído, unos pocos pasos más allá de donde estaba acuclillado el hombre.

Desenvainando silenciosamente la espada con su mano izquierda, De Glanville descolgó su escudo con la derecha. Asiendo fuertemente la empuñadura de su espada, respiró hondo y lanzó un grito en dirección al claro:

—¡En nombre del rey!

El gritó resonó, alto y claro en el aire helado, rompiendo el silencio del bosque.

El sorprendido galés se levantó precipitadamente y dio media vuelta.

—¡Depón tus armas! —gritó De Glanville. El cazador corrió a buscar su arco y en el tiempo que tardó el sheriff en parapetarse tras su escudo, el cazador ya tenía una flecha colocada en la cuerda—. ¡Alto! —gritó otra vez el sheriff al tiempo que el furtivo tensaba y disparaba.

La flecha impactó en su objetivo con tal sacudida que zarandeó al sheriff aún en su resistente silla. El proyectil perforó las sólidas planchas de madera de fresno que formaban el cuerpo del escudo y la punta de hierro quedó apenas un centímetro por debajo del ojo del sheriff.

La rapidez del hombre era impresionante, pero definitivamente inútil. Antes de que pudiera preparar otra flecha, dos caballeros irrumpieron en el claro, uno desde cada lado. El cazador se volvió al instante y disparó al que estaba más cerca, pero el proyectil apenas rozó la parte superior del escudo que portaba el soldado y siguió su trayectoria. Desesperado, el galés tiró el arco al segundo caballero y se dio la vuelta para huir. Los soldados lo capturaron inmediatamente, reduciéndole a base de unos cuantos golpes en la cabeza y arrastrándolo hacia el lugar en el que el sheriff estaba observándolo todo desde su caballo.

—Un cazador furtivo en el bosque del rey —dijo el sheriff, su voz sonó alta y clara—. Este es un crimen castigado con la muerte. ¿Tienes algo que decir antes de que te colguemos?

El cazador, que sin duda no entendía la lengua de los francos, comprendió, no obstante, el destino que tenía que afrontar. Gritó, y con un poderoso empujón intentó zafarse de los soldados que lo agarraban. Resistieron, sin embargo, y le asestaron más golpes en la cabeza hasta que volvieron a reducirlo.

El bailiff, que asía el brazo derecho del hombre, le informó del cargo que había contra él. El galés luchó y gritó, suplicando y maldiciendo, mientras se removía inútilmente, intentando librarse de sus captores, hasta que lo hicieron callar a base de nuevos golpes en la cabeza y en el estómago.

—Parece que no tiene ninguna defensa —declaró el bailiff Antoin.

—No, creo que no —señaló el sheriff. Los tres caballeros restantes irrumpieron en el claro justo entonces—. La soga, bailiff —ordenó De Glanville, y Antoin cogió la bolsa que colgaba de la silla del sheriff y sacó un rollo de cuerda de cuero trenzado.

El galés vio la cuerda y volvió a gritar y a luchar. El sheriff ordenó a sus caballeros que llevaran al hombre al árbol más próximo. Engancharon la cuerda a una fuerte rama y el nudo, hecho a la antigua usanza, fue colocado alrededor del cuello del pobre desgraciado.

—Por orden de su majestad, el rey William de Inglaterra, a cuya autoridad presto servicio, te sentencio a muerte por el crimen de cazar furtivamente un ciervo del rey — anunció el sheriff con voz baja y lánguida, como si pronunciar tal sentencia fuera una siniestra y habitual rutina de su profesión. Ordenó que el bailiff Antoin repitiera estas palabras en galés. El bailiff seesforzó, pasando constantemente de una lengua a otra, y acabó con un ademán de indiferencia.

El sheriff, satisfecho porque todo se había hecho del modo adecuado dijo:

—Ejecutad la sentencia.

Al caballero que sostenía el extremo de la soga se le unieron dos más y los tres empezaron a tirar. El cuero se estiraba y crujía conforme el peso de la víctima era alzado del suelo. El pobre galés agitaba las manos mientras el nudo se cerraba sobre su cuello y sus pies se elevaban, balanceándose, removiendo y levantando terrones de nieve.

Luego, cuando empezaron los estertores de la asfixia, el sheriff pareció reconsiderarlo.

—¡Basta! —ordenó—. Bajadle.

Al momento, la cuerda se aflojó y los pies del hombre volvieron a tocar el suelo. El desgraciado cayó de rodillas y sus manos arrancaron la tira de cuero que le constreñía el cuello, su aliento se convirtió en un profundo y ronco jadeo.

Cuando el color volvió al rostro del galés, el sheriff se dirigió al bailiff —Informa al prisionero que le daré otra oportunidad para vivir.

Antoin, vigilando al sofocado galés, transmitió las palabras del sheriff. El desdichado lo miró con los ojos llenos de esperanza y se agarró a la pierna del bailiff como si fuera un mendigo suplicando a un posible benefactor.

—Dile —continuó De Glanville— que le dejaré ir si me dice dónde puedo encontrar al Rey Cuervo.

El bailiff repitió obedientemente la oferta mientras el galés se incorporaba. Hablando lentamente y con cuidado, consciente de las graves consecuencias de su respuesta, el cazador juntó las manos, suplicando al sheriff, y se entregó a un apasionado discurso.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el sheriff cuando el cazador acabó.

—No estoy seguro —respondió el bailiff— ,pero me parece que es un pobre hombre, con hijos hambrientos; son cinco. Su mujer está muerta, no, enferma, está enferma—. Dice que los soldados del alguacil mataron a su ganado. No tienen nada.

—Eso no es excusa —respondió De Glanville—. ¿Lo sabe? Pregúntale.

El bailiff repitióla observación del sheriff y el galés se deshizo en una súplica apasionada.

—Dice —tradujo Antoin— que se están muriendo de hambre. Que perder su ganado ha hecho que cazara el ciervo. Esto le da pena… ah, no, lo lamenta… pero siempre que tiene hambre va al bosque para cazar un ciervo, con la bendición de su señor.

El sheriff consideró esto y luego dijo:

—La ley es la ley. ¿Qué hay del Rey Cuervo? Hazle entender que lo liberaré y dejaré que se lleve el ciervo si me dice dónde encontrar a ese rebelde ladrón.

Todo se le comunicó al prisionero, que respondió con el mismo tono apasionado.

—El cazador furtivo dice que si es un crimen pasar hambre, entonces tenéis ante vos a un hombre culpable. Pero si existe la justicia en esta tierra os ruega, por Dios y la divina misericordia, que lo dejéis marchar. Dice que Cristo es testigo de que no sabe nada del Rey Cuervo ni de dónde podría encontrarse —tradujo el bailiff después de escucharlo.

El sheriff estabaimpresionado, como solía sucederle, por la I acuidad de expresión de los galeses. Si hablar podía salvarlos, no tendrían nada que temer. ¡Ay! Las palabras son cosas vacías, carentes de poder y que se rompen, se apartan y se olvidan con demasiada facilidad.

—Lo preguntaré por última vez —insistió el sheriff—. Dime lo que quiero saber.

Cuando las palabras del sheriff fueron traducidas, el prisionero britano se puso de pie y dio su respuesta.

—Liberadme, por el amor de Cristo, ante quien todos hemos de comparecer un día. Pero sabed esto, si estuviera en mi poder saber las tretas y los actos de esa criatura a la que llamáis Rey Cuervo, no me pararía siquiera a tomar aliento antes de decíroslo.

—En ese caso, guarda tu aliento para morir —respondió el sheriff cuandole transmitieron la respuesta del cautivo—. ¡Colgadlo!

Los tres caballeros empezaron a tirar del extremo de la soga. Los pies del galés pronto estuvieron en el aire, pataleando, y sus manos agarrándose al nudo una vez más. Sus gritos ahogados se apagaron rápidamente, y el rostro del moribundo, ahora morado e hinchado, contempló con odio al sheriff y a los invasores francos.

En pocos momentos, los forcejeos de la víctima cesaron y sus manos cayeron, rígidas sobre sus costados, primero una, luego la otra. El sheriff seinclinó sobre el arzón de su silla observando el cuerpo colgante del cazador, que se mecía suavemente de un lado a otro.

—Está muerto, sir —dijo el bailiff al cabo de un rato—. ¿Qué queréis que hagamos con el cuerpo?

—Que se quede colgado —declaró el sheriff—. Será un aviso para otros de su misma calaña.

Dicho esto, hizo dar la vuelta a su montura y salió del claro, moderadamente satisfecho por el trabajo del día. Cierto, no estaba más cerca de encontrar al Rey Cuervo, pero colgar a un cazador era siempre una buena manera de demostrar su autoridad y poder a los siervos locales. Poca cosa, quizá, podría pensar alguno, pero después de todo, era en el ejercicio de la vigilancia y la atención a los pequeños detalles como el poder se mantenía y multiplicaba.

Richard de Glanville, sheriff dela Marca, conocía muy bien los caminos y los usos del poder. Un día encontraría al rebelde conocido como Rey Cuervo, y aquel día todo Elfael vería cómo eran castigados los traidores a la Corona. La justicia quizá podía tardar en llegar, pero no podría escapar de ella. Atraparía al Rey Cuervo, y su muerte haría que lo del cazador ahorcado pareciera un juego de niños. No se limitaría a castigar al rebelde, lo destruiría y borraría su nombre para siempre. Y sería una delicia saborear ese momento.

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