Scarlet

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Capítulo 30

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Capítulo 30

OGOF ANGHARAD

Alcanzar la cueva le había costado más de lo que había previsto. La densa nieve que cubría el suelo la había hecho avanzar con lentitud, y ahora, mientras Angharad ascendía laboriosamente el largo y escarpado sendero que conducía a la cueva, deseaba haber dejado antes Cél Craidd. Las estrellas ya se vislumbraban entre las nubes, en el este; estaría oscuro antes de que pudiera preparar el fuego. Exhausta, se detuvo y se sentó en el tronco partido de un árbol caído para descansar un momento y recuperar el aliento antes de acometer la última parte del ascenso a la cueva.

Escuchó el silencio del bosque, sus finos oídos aguzados en busca de algún sonido inusual. Todo lo que oyó fue el rumor de las ramas meciéndose en el aire del anochecer y, más allá, el estridente graznido de un grajo volviendo al nido. El distante y solitario sonido la conmovió inesperadamente. Amaba el invierno y la noche. Amaba el bosque y todas sus maravillas: uno de los innumerables dones de un creador infinitamente benevolente.

—Que para siempre te reverencie, Amable Rey de Toda la Creación —musitó Angharad, elevando su plegaria, que se mezclaba con el vaho de su respiración. Y luego, apoyándose en su cayado, mucho más pesadamente que antes, continuó su camino.

Al alcanzar la pequeña llanura que estaba a mitad de la colina se detuvo de nuevo para tomar aliento. Llegaría el día en que no tendría suficiente fuerza para subir a su ogof, su cueva, su hogar.

La nieve se extendía, inmaculada, espesa, helada, blanca ante la boca negra de su cueva. Todo estaba como debería, así que entró rápidamente y tiró su saco y su capa en el umbral. Luego, reuniendo un poco de la leña seca que estaba en su habitual lugar en la entrada de la cueva, lo llevó a la chimenea. Trabajando en la oscuridad más absoluta, sus hábiles dedos encontraron la yesca y el pedernal y algunos trozos de corteza de haya, y pronto el cálido resplandor de un incipiente fuego brotó de entre el cúmulo de ramitas. Con paciencia nacida de una larga práctica, Angharad alimentó las llamas con ramas más grandes hasta que el fuego extendió su roja lumbre por todo el interior de la cueva.

Levantándose, se quitó los zapatos y la fría y mojada túnica y se despojó también de su camisa; luego, colgó las húmedas vestiduras de unos ganchos prendidos en los pétreos muros de la cueva para que se secaran. Desenrolló su piel de oso favorita, la extendió junto al fuego y se tumbó. Cerrando los ojos, se recreó en el bendito calor que penetraba en sus huesos de anciana.

Al cabo de un rato se levantó, envolviéndose en una capa seca que guardaba en una cesta, en la cueva, y empezó a preparar una comida sencilla, cantando mientras trabajaba.

Oh sabio Redentor, roca de mi vida

En mis hechos, en mis palabras, en mis deseos

En mi razón, en el cumplimiento de mis deseos estás tú.

En mi descanso, en mis sueños, en mi reposo,

En mis pensamientos, en mi alma y mi corazón, siempre, estás tú.

Que el Hijo de la Paz venidera habite

Sí, en mi corazón y mi alma para siempre.

Que el tan esperado Hijo de la Gloria habite en mí.

Quitó la tapa de piedra de una jarra y puso un puñado de cebada en un cuenco de madera, añadió un poco de agua al montón y un trozo de manteca que sacó de la bolsa de cuero que había traído con ella. Amasó la pasta y la dejó a un lado para que reposara mientras llenaba su tetera y la ponía en el fuego para que hirviera. Luego modeló la masa, formando pequeños pasteles y disponiéndolos en las losas que rodeaban el fuego.

Después, mientras esperaba que el agua hirviera y los pasteles se cocieran, continuó su canción.

En mi descanso, en mis sueños, en mi reposo,

En mis pensamientos, en mi alma y mi corazón, siempre, estás tú.

Tú, una llama brillante ante mí>.

Tú, una estrella que me guía por encima de mí,

Tú, el suave camino debajo de mí,

Y tú, el sólido escudo que tengo ante mí,

Hoy, mañana y por siempre jamás,

Hoy, mañana y por siempre jamás,

Ven a mí, Jesús.

Jesús, mi druida y mi paz.

Descansó, escuchando el fuego, el sonido de las llamas consumiendo la leña y el borboteo de la tetera. Cuando el agua rompió a hervir, dio la vuelta a los pasteles. Luego, se levantó y, tomando un puñado de hierbas secas y raíces de otra de sus muchas jarras y cestos, las lanzó al agua para que infusionaran, y apartó la tetera del fuego para que la mixtura macerara y se enfriara.

Cuando estuvo a punto, vertió parte de la poción en un cuenco de madera y lo bebió, disfrutando del efecto calmante y relajante del brebaje, que aliviaba la rigidez de sus viejos músculos. Comió unos pocos pasteles y sintió que sus fuerzas volvían. El calor del fuego y la comida, combinados con el esfuerzo de los últimos días, la adormecieron.

Bostezando, se levantó y trajo un poco más de leña junto al luego, para poder tenerla a mano. Luego, preparando el fuego para la noche, se tumbó para dormir. Se estiró en la piel de oso y se tapó con la capa y con un cobertor hecho con el suave pelaje de un gamo. Nada de esto tenía un significado especial, pero como las sabias mujeres de antaño, que estimaban las pieles rojas de buey porque atraían sueños y visiones, Angharad siempre había tenido buena suerte con esta combinación en especial.

En seguida, la fatiga por la larga caminata la sobrepasó y la arrastró a las profundidades de lo desconocido. Cayó dormida, con las palabras de su canción aún resonando en su mente y en su corazón…

En mi descanso, en mis sueños, en mi reposo,

En mis pensamientos, en mi alma y mi corazón, siempre, estás tú.

Tú, una llama brillante ante mí.

Tú, una estrella que me guía por encima de mí,

Tú, el suave camino debajo de mí,

Y tú, el sólido escudo que tengo ante mí,

Hoy, mañana y por siempre jamás.

Había venido a su cueva para soñar. Había venido para pensar, pasar un tiempo a solas, lejos de Bran y los otros, para discernir los posibles caminos que se abrían ante ellos en el futuro. Tras el último asalto, tenía la sensación de que Bran se encontraba en un cruce de caminos.

Quizá había sido la aparición de los extraños bienes del barón —el anillo de oro, los guantes bordados y la misteriosa carta— lo que la llenaba de una gran aprensión. Pero la rápida represalia del conde, incendiando el bosque, indicaba que el robo era mucho más dañino de lo que ellos habían sospechado.

Ese parecía ser el caso. Cualquiera que fuera el valor que aquellos objetos particulares poseían, estaba más allá del oro y la plata; se medía por la vida y la muerte. Esto era lo que preocupaba a Angharad por encima de todo. Desde la llegada del Rey Cuervo al bosque no había ocurrido nada parecido a esto; no sabía qué significaba y no saberlo la inquietaba. Así que había venido a su acogedor ogof para buscar una respuesta.

Durante el trayecto, mientras avanzaba a duras penas por el espeso manto de nieve, le había estado dando vueltas en la cabeza. Mientras su anciano cuerpo avanzaba, renqueante, su ágil mente podía llegar mucho más allá, a través del tiempo y de los reinos antiguos, y descubrir los más oscuros caminos del conocimiento y del saber, ahora largamente olvidados.

Cuando era niña, sentada en los pies de Delyth, la sabia hudolion de su gente, la pequeña Angharad había visto cómo la anciana había tirado un pellizco de polvos de hierbas secas a las llamas mientras removía el caldero. Tras suspirar profundamente, había anunciado que la partida de caza que había estado fuera tres días iba a regresar.

—Ve, abejita —ese era el apodo de la pequeña Angharad—. Dile a la reina que llene el barril de cerveza y disponga el asador, porque su marido pronto va a volver. — Angharad sabía bien que no debía cuestionar a su banfáith, así que se levantó de un salto y corrió a entregar el mensaje—. Tres jabalíes y cuatro venados —gritó Delyth mientras la pequeña se alejaba—. Dile que habrá invitados forasteros, también.

Antes de que el sol hubiera recorrido la cuarta parte del cielo, la partida de caza llegó al asentamiento, guiando a los animales de carga que portaban los cuerpos de tres grandes jabalíes y cuatro venados rojos. Con ellos, como la banfáith había dicho, había forasteros: tres hombres y dos muchachos de Penllyn, un cantref delnorte, que iban a ser sus invitados.

No fue la primera ni la última vez que fue testigo de tales presagios, pero llegó el tiempo en que preguntó a la banfáith cómo alcanzaba ese conocimiento.

—El conocimiento es fácil —le dijo la anciana—. La sabiduría es difícil.

—Pero ¿cómo lo supiste? —insistió—. ¿Estaba en el humo?

La banfáith Delyth sonrió y negó con la cabeza.

—Cuando algo ocurre, pequeña, es como tirar una piedra a un estanque: genera ondas en las sutiles corrientes del tiempo y del ser. —Movía sus dedos ligeramente, como si resiguiera esas ondas—. Si sabes cómo, puedes seguir los círculos hasta donde empezaron y ver la roca que los ha causado.

—¿Puedes enseñarme? —había dicho, felizmente ignorante de lo que estaba pidiendo.

La banfáith Delyth había cogido su pequeña carita entre sus arrugadas manos y la había mirado profundamente a los ojos durante un buen rato.

—Sí, sí, abejita. Creo que puedo. —En aquel momento, la vida y el destino de Angharad quedaron decididos.

La cueva había sido el ogof deDelyth, y el de la hudolion que la había precedido, y el de la anterior. Ahora, mucho tiempo después, estaba a punto de invocar aquellas mismas habilidades que había aprendido de su sabia maestra hacía tantos, tantos años.

Se requería una experiencia y habilidad considerables para conseguirlo. Los hechos que ocurrían tan lejos eran mucho más difíciles de discernir; las ondas —todavía lo pensaba de ese modo— serían difusas, apenas perceptibles cuando alcanzaran la cueva de Angharad en el bosque. Tendría que hacerlo lo mejor posible para lograr saber algo que fuera útil. Pero si estaba en lo cierto al pensar que la aparición de los curiosos bienes del barón señalaba un hecho de gran relevancia, las marcas de las ondas en el estanque del tiempo y del ser serían más violentas y aún sería posible que consiguiera averiguar algo sobre qué o quién las había causado.

Se durmió y se despertó pronto, pero descansada. El brebaje de hierbas había sido reparador y sentía la cabeza despejada y lista para proceder. Había avivado el fuego a partir de las brasas casi consumidas de la noche anterior, y se dispuso a preparar unas gachas con las que desayunar. Fuera estaba todavía oscuro; el sol aún tardaría en salir. Así que encendió algunas de las palmatorias de arcilla que había repartidas por toda la cueva, y pronto el oscuro interior quedó iluminado por una luz suave, vacilante. Había traído un poco de carne asada, y decidió calentarla también. Si todo iba bien, necesitaría un poco de carne para que la sustentara hasta que pudiera volver a comer.

Después de desayunar, Angharad salió al exterior, se arrodilló en la nieve y mientras la pálida y rosada luz del sol asomaba en el este, elevó sus manos al cielo e inició una plegaria matutina de acción de gracias, guía y protección. Cuando acabó, se dirigió a una estancia en lo más profundo de la cueva y cogió el fardo cuidadosamente envuelto que había allí: su arpa. Volvió junto al fuego, se sentó en su taburete de tres patas y empezó a tocar, acariciando las cuerdas, pulsándolas del modo adecuado, tanteándolas con unos dedos que no eran, ni de lejos, tan ágiles como antaño.

Al cabo de un rato, la música empezó a obrar su antigua magia. Podía sentir cómo su cuerpo se relajaba y su mente empezaba a dejarse llevar por la música, como una hoja que se mece en la corriente de un río. Se sintió envuelta por la inmensidad y los remolinos del tiempo, que como los suaves aleteos de las alas de una mariposa, causaban pequeños torbellinos en el aire. Se imaginó a sí misma hundida hasta los muslos en una amplia corriente que fluía lentamente, rozando ligeramente con sus dedos la superficie del agua, de modo que sentía todas y cada una de las olas y ondulaciones al pasar. Cada una de ellas, lo sabía, era algo pequeño que estaba ocurriendo en Elfael o más allá.

Siempre había esa misma imagen en su mente: la ancha y fluida corriente de agua, densa a causa de la miríada de partículas de casualidad y azar que refulgían como oro pálido bajo el cielo de un atardecer broncíneo en un tiempo fuera del tiempo. Se adentró en las cálidas aguas y sintió que estas la envolvían, golpeando suavemente sus piernas y su vestido mientras estaba allí de pie —la cabeza ladeada como si estuviera escuchando, el rostro abstraído pero sereno —tocando la piel escurridiza del río que fluía.

Al cabo de un rato, sus manos dejaron las cuerdas del arpa y se posaron en una pequeña jarra que había colocado junto a su taburete. Tomó un pellizco de una hierba acre y lo tiró a las llamas, tal y como Delyth había hecho tanto tiempo atrás. El humo ascendió instantáneamente: un aroma limpio, seco, fragante que parecía agudizar su visión interior y sus sentidos. Imaginó que ahora podía sentir las olas más fácilmente mientras sus dedos jugueteaban con ellas.

Había muchas, muchísimas. Se hizo atrás para poder ver cuántas había y cómo estaban conectadas unas con otras. Era imposible saber cuál de todas aquellas olas en movimiento tendría significado. Llevó sus dedos a las cuerdas y empezó a tañer el arpa de nuevo, reteniendo en su mente la imagen del anillo y los guantes, pidiendo a la corriente que le trajera solo las olas y turbulencias en las que guantes y anillos pudieran sentirse.

Necesitó una paciencia monumental y una feroz concentración, pero finalmente el río pareció cambiar su flujo, como cuando la marea, que ha estado subiendo todo el tiempo, repentinamente empieza a retroceder. Esto ocurre entre una ola y la siguiente y, si bien no hay nada que señale el cambio, es definitivo, inexorable, profundo. El flujo del tiempo y el ser cambió, al igual que la marea, y sintió la ineludible fuerza de los hechos a su alrededor; algunos claros y fijos, otros a medio formar y maleables, y aún otros cuyo potencial se había extinguido hacía mucho tiempo. Y puesto que nada de lo que ocurría en el mundo era fijo y cierto, algunos hechos perduraban, desde hacía largo tiempo, como potencialidades, influyendo todo lo que estaba a su alrededor, y otros eran, en cambio, pasajeros, simples destellos de una posibilidad abierta.

Igual que los niños mueven los dedos en el agua para atraer a los pequeños peces, Angharad deslizó los suyos en la corriente de todo lo que ha sido, es y será. Se imaginó a sí misma paseando dentro de las aguas, sintiendo los suaves cantos bajo sus pies desnudos, la orilla cambiando, moviéndose mientras andaba, hasta que llegó a un lugar familiar. Ella había recalado allí otras veces. Respirando hondo, alargó las manos, sintiendo el cosquilleo de una remota posibilidad.

¡Ahí!

Sintió el tacto de algo pasajero, como el de un pez que ha chocado con un obstáculo y ha huido. Una imagen cobró forma en su mente: una hueste de caballeros que no podía ni contar, todos en marcha; abalanzándose en tropel sobre la tierra, quemándolo todo conforme avanzaban, destrozando y asesinando todo lo que se cruzaba en su camino. Un humo negro llenaba el cielo allí por donde pasaban. A la cabeza de este ejército vio un estandarte —rojo sangre, con dos leones dorados recostados, con las garras extendidas—, y portando el estandarte, un hombre a horcajadas sobre un enorme corcel. El hombre era fornido y empuñaba en una mano el estandarte y en la otra una espada ensangrentada; montaba en su caballo como un campeón entre los hombres. Pero no era un hombre cualquiera, sus cabellos eran llamas y allí donde deberían estar sus ojos solo había vacío. El vasto ejército se alineaba tras este pavoroso e implacable señor, con las lanzas en ristre. Todo un bosque de esbeltos astiles cuyas puntas de hierro atrapaban el lívido resplandor de los rayos del sol poniente.

Interiormente, esta visión la hizo retroceder, casi se apartó de ella. Al instante, otra imagen surgió en su mente: un barco de gran envergadura se agitaba entre el oleaje de una tormenta, y allá en el este se veía la costa de un oscuro país azotada por la lluvia. I labia caballos britanos en el barco, y sacudían las cabezas aterrorizados en la cubierta que se movía salvajemente. Esta imagen se desvaneció y fue reemplazada por otra: Bran, arco en mano, huyendo hacia el bosque a lomos de un caballo robado. Podía sentir su ira y su miedo; ardía, en la distancia, como una llama. Había matado. Tras de sí había sangre y una oscuridad cerrándose rápidamente tras él, una oscuridad que no podía penetrar pero que tenía la vaga forma de un animal; y ella sintió un imponente, primitivo y salvaje júbilo.

La imagen la impactó de tal modo que abrió los ojos.

La cueva estaba oscura. El fuego se había apagado. Miró a la entrada de la cueva para ver si en el exterior también estaba oscuro. Había transcurrido todo el día, quizá más de un día. Se levantó y empezó a ponerse sus vestiduras, ya secas, preparándose para partir. Deseó haber pensado en dejar algo para comer; pero en cierto modo había descansado y eso debería bastarle hasta que llegara a Cél Craidd.

Sí partía ahora mismo y caminaba toda la noche, podría estar allí antes del atardecer. Consciente de que ya era demasiado tarde para evitar lo que fuera que había tenido lugar —algo terrible, podía sentirlo como un cuchillo clavado en sus entrañas— debía, no obstante, marcharse ahora, aunque solo fuera para atender a los heridos y recomponer los platos rotos.

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