Scarlet

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Capítulo 31

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Capítulo 31

Bien, allí estaba yo, entre la espada y la pared, ya lo creo. No tenía más elección que lidiar con la situación como mejor pudiera, esperando mientras tanto que cuando alcanzáramos el punto de encuentro en el bosque pudiera alertar a Bran del desastre, antes de que se evidenciara el engaño. Nuestro plan de capturar al sheriff cuandollegara para escoltar las carretas de mercancías dependía completamente de la ansiedad de De Glanville por atrapar al Rey Cuervo. Ninguno de nosotros había previsto la posibilidad de que prefiriera quedarse en casa. Mientras guiaba a aquellos soldados y caballeros hacia el bosque, en aquel brillante y claro día, me sentí como si los estuviera conduciendo a mi propio funeral…

Odo cree que todo esto es divertido. Ahoga una risita pero puedo ver su disimulada sonrisa de suficiencia.

—Dime monje —le suelto—, puesto que sabes tanto, ¿qué es más divertido, un hombre a punto de morir hablando de funerales o un sacerdote riéndose de la muerte mientras el diablo le tira del brazo?

—Lo siento, mi sen… —Se sorprende de nuevo a sí mismo y corrige sus palabras—. Lo siento, Will, no quería decir nada… Lo encontré divertido, eso es todo.

—Sí, claro, vivo para divertir a los que son mejor que yo —bufo—. Los condenados debemos de ser una constante fuente de placer para ti y tu maldito abad Hugo.

—Hugo no es mi abad. —Esto lo dice desafiando crudamente los hechos objetivos—. Es una deshonra para todos los que llevamos hábito.

¡Vaya! Ahí hay una pequeña herida infectándose, y hurgo un poco, esperando abrirla un poco más.

—Odo —le digo, negando con cabeza—, ¿es ese el modo de hablar de tu jefe espiritual?

—El abad Hugo no es mi jefe espiritual —resopla—. Hasta el perro más miserable es mejor que él.

Esta es la primera vez que lo oigo hablar mal del abad, y no puedo evitar preguntarme qué habrá ocurrido para que este cachorro obediente se haya vuelto contra su amo. ¿Fue por algo que dije?

—Creo que tienes muy mal genio, amigo mío —afirmo—. ¿Qué ha pasado para que saques los dientes?

Odo suspira y cierra los ojos.

—No es nada —refunfuña, y se niega a decir nada más. Yo intento sonsacarle información, pero cabezota como es, Odo no va a cambiar de opinión. Así que seguimos…

Seguimos el Camino del Rey desde el valle de Elfael ascendiendo hasta el bosque desnudo bajo los rigores del invierno. El bailiff Antoinera más que precavido. No era idiota, me parece a mí. Sabía muy bien lo que le esperaba si el Rey Cuervo aparecía de entre las sombras. Pero, concedámosle esto, mostró coraje y buen talante cabalgando hacia el bosque para ofrecer protección a los mercaderes. Todos los soldados lo mostraron, creo, y la mayoría de ellos estaban ansiosos por poder empuñar las armas contra el fantasma.

Yo era el señuelo que guiaba a estas ovejas confiadas hacia el matadero.

La verdad es que no sabía que haría Bran cuando viera que el sheriff no estaba con nosotros. El bailiff se dio cuenta de mi inquietud e intentó tranquilizarme.

—Te preocupas por nada —dijo—. Ese cuervo no atacará a la luz del día. Solo sale de noche.

De dónde había sacado esta conclusión, no tengo ni idea.

—Vos lo sabréis mejor, sir —le respondí, intentando sonreír.

El camino ascendía por la larga vereda que conducía al bosque. Finalmente recorrimos un pequeño trecho en la cima de la colina antes de iniciar el largo descenso al valle del Wye. Los soldados mantenían una admirable cautela; hablaban poco y no dejaban de mirar a uno y otro lado. Estaban aprendiendo: si no temían al bosque y su oscuro fantasma, al menos mostraban un cierto respeto.

El camino es antiguo y discurre entre altos taludes durante buena parte del trayecto; aquí y allá cruza ríos y manantiales que fluyen atropelladamente desde la espesura. Pequeños montículos de nieve ocupan aún las umbrías y los lugares en los que no toca el sol. La marcha es lenta, en el mejor de los casos, y en aquel día de invierno, bajo la débil luz del sol que se filtraba y se abría paso entre el ramaje desnudo, y con las pequeñas nubes de niebla que se elevaban de las rocas y las raíces caldeadas por el sol, entre cada paso parecía pasar una eternidad. Los hombres estaban cada vez más inquietos conforme nos íbamos adentrando en el bosque. Estaba pensando que debíamos de estar a punto de encontrar las carretas cuando oí el sordo mugido de un buey y el crujido de unas ruedas de madera. Me levanté sobre la silla para escuchar mejor.

Poco después se divisó la primera carreta. Vi a Iwan andando junto a los bueyes portando una larga picana. Con sus ropas de mercader —una larga capa de lana, botas altas y un ancho cinto al que estaba atada una gruesa faltriquera— no parecía mucho más civilizado de lo habitual. Se había afeitado y llevaba el pelo trenzado para que pareciera un mercader, o el guardia de un vendedor ambulante. La otra carreta estaba a poca distancia por detrás; la distinguí mientras avanzaba pesadamente hacia nosotros, traqueteando por el surcado camino.

No esperé a que el bailiff Antointomara la iniciativa.

—¡Aquí están! —grité—. ¡Por aquí!

Sacudiendo las riendas, cabalgué hacia delante, dejando que los francos se acercaran a su paso. Quería hablar con Bran antes de que llegaran.

Rhi Bran estaba sentado en la segunda carreta, que era guiada por Siarles. Cabalgué directamente hacia él. Sonrió al verme y levantó la mano para saludarme, pero su sonrisa pronto se esfumó.

—¿Problemas?

—De Glanville no está con nosotros —dije—. No ha querido venir y ha enviado a su bailiff ensu lugar.

Bran entrecerró los ojos mientras su mente empezaba a darle vueltas al problema. Iwan se unió a nosotros justo entonces y le expliqué lo mismo que le acababa de contar a Bran.

—¿Crees que sospecha que es una trampa?

Negué con la cabeza.

—Está enfermo, creo; tal vez por la herida que recibió la Noche de Reyes. No abandonó su habitación.

Iwan echó una ojeada a los soldados que se aproximaban. Apenas teníamos unos minutos para tomar una decisión.

—No podemos hacerles volver, supongo —dijo Siarles.

—Quizá podríamos explicarles que ya no los necesitamos más —añadí yo. Siarles frunció el ceño y resopló, mofándose; luego miró a Bran para ver qué decía.

Por entonces todos estábamos mirando a Bran. Era hora de decidir.

—¿Y bien, milord? —pregunté—. ¿Qué haremos?

—Seguiremos. —Bran sonrió y alzó la mano en el momento en que el bailiff llegabaal galope—. Cuando lleguemos a la ciudad, vuelve y habla conmigo.

—Todo está bien —le dije a Antoin con mi rudimentario francés—. Dicen que no hay signo ninguno del fantasma del bosque.

—No veremos a ese negro cobarde hoy —declaró el bailiff, pero me di cuenta de que lanzaba una fugaz mirada a su alrededor para asegurarse de que no había hablado demasiado pronto. Dio órdenes a algunos de sus hombres para que se situaran tras la última carreta y protegieran la retaguardia.

—Si estáis listos —dijo, espoleando su caballo—, avanzaremos juntos. Debemos darnos prisa si queremos alcanzar Saint Martin hacia el anochecer.

—Abrid la marcha, mi señor —dije, y lo acompañé hasta llegar al frente de la caravana.

—¿Solo dos carretas? —preguntó Antoin cuando iniciamos el viaje de vuelta.

—Solo dos —confirmé—. ¿Por qué lo preguntáis?

Se encogió de hombros.

—Pensé que habría más. ¿De dónde vienen? —preguntó.

—Del norte —le respondí. El franco, del sur, poco sabía de nada de lo que estuviera más allá del Gran Ouse—. El invierno es duro allí. El comercio es más fácil en el sur en esta época del año.

Antoin asintió, como si esto fuera una cosa bien sabida, e iniciamos de nuevo nuestro ascenso por la vereda hasta alcanzar la cima de la colina; las carretas venían tras nosotros traqueteando y avanzando lentamente. A cada momento, el bailiff se hacía a un lado y miraba hacia atrás para asegurarse de que todo estuviera como debía. Cuando empezamos a descender al valle de Elfael, me pregunté qué debía de estar maquinando Bran, y cómo conseguiríamos que nuestro engaño saliera adelante. Habíamos pasado como mercaderes, tal y como pretendíamos, pero no teníamos bienes que vender. Llevábamos unas pocas pieles y algunos cachivaches, pero solo para mostrar. Una vez que llegáramos a la plaza del mercado, seríamos descubiertos como los bribones que éramos.

Una vez y otra buscaba una oportunidad para mirar atrás pero Bran estaba demasiado lejos y no podía verlo. Intenté aminorar el paso para que me alcanzaran y poder hablar con él, pero el bailiff controlaba todos los movimientos.

—¡Venga! ¡Venga! ¡No os quedéis atrás! —nos apremiaba—. Queremos llegar a la ciudad antes de que anochezca.

De hecho, el sol ya se había puesto hacía rato cuando dejamos el bosque. Las nubes se alzaban en el oeste y se estaba levantando viento. Amenazaba una noche salvaje. Llegamos a un vado, donde el camino cruzaba un riachuelo que discurre por el valle.

—Los animales necesitan beber —grité y antes de que el bailiff pudiera negarse salté de la silla y llevé a beber a mi caballo. Uno a uno, los otros fueron llegando al vado. Mientras los bueyes bebían me deslicé hasta llegar junto a Bran.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté, sonriendo y asintiendo como si no habláramos de natía más transcendente que del tiempo.

—Será casi de noche cuando lleguemos a la plaza —dijo—. Mucho mejor. Dile al bailiff quequeremos acampar detrás de la iglesia para pasar la noche y que montaremos los tenderetes por la mañana. Te explicaré el resto cuando estemos solos.

Asentí para hacerle ver que le había comprendido y luego sentí su mano en mi hombro.

—No temas, Will —dijo—. Aún tendremos que cabalgar un poco más antes de que podamos matar a De Glanville; nada más que eso. Todo irá bien.

Asentí de nuevo y volví junto a mí montura.

El bailiff Antoin ordenó a sus hombres que volvieran a poner en marcha las carretas y pronto todos estuvimos en movimiento otra vez; bajando y bajando hacia el valle, alejándonos de la protección del bosque, que dejábamos a nuestras espaldas. Las nubes eran cada vez más espesas y el viento soplaba más fuerte. El sol se puso justo cuando la primera carreta pasó ante Castle Truan, el viejo caer, el antiguo hogar de Bran. Aunque estábamos tan cerca que casi podíamos tocar la empalizada de madera, Bran no mostró signo alguno de conocer el lugar. Al pasar, uno de los hombres del conde De Braose salió a nuestro encuentro y temí que tuviéramos problemas. Él y Antoin conversaron un poco y volvió a la fortaleza. Continuamos hacia la ciudad, que ya divisábamos en la cercanía.

El viento soplaba mientras rodeábamos el pie de la colina donde se alzaba la fortaleza. Una capa de humo plateado flotaba sobre la ciudad. La gente esperaba una noche fría y habían encendido sus fuegos. Podía imaginar la calidez de aquellas llamas crepitando alegremente en el hogar, y deseé, con nostalgia, poder recostar mis viejos huesos bajo un sólido tejado. Los soldados, viendo que ya estábamos a la vista de la ciudad y que no había bandidos merodeando en las colinas, quedaron relevados de su deber.

—La ciudad está aquí delante. Ahora estáis seguros —dijo el bailiff, volviéndose hacia mí.

Le agradecí sus cuidados y añadí:

—Acamparemos tras la iglesia y mañana nos dedicaremos a vender. Os ruego que no os preocupéis por nosotros.

—En ese caso, os deseo buenas noches —declaró Antoin. No hizo ademán de marcharse hasta que eché mano a la faltriquera que llevaba al cinto y saqué un poco de plata. Puse las monedas en la palma de su mano, que se cerró sobre ellas. Sin mediar palabra, hizo una señal a los otros, espolearon sus monturas y galoparon de vuelta a casa.

Di media vuelta y corrí hacia la segunda carreta.

—Ya se han ido a casa —informé, mientras pasaba a Iwan, que estaba en el primer vehículo—. Sigamos.

Refrenando mi caballo junto a Bran dije—: Se han ido directos a la ciudad. Les he dado las gracias y les he explicado que acamparemos tras la iglesia. No creo que sospechen nada.

—Bien —respondió Bran—. Eso nos dará tiempo para trabajar. Alzándose sobre su silla, echó la mirada atrás, al camino por el que habíamos venido. Pensé que estaba mirando la fortaleza, pero preguntó—: ¿Y adónde han ido los otros soldados?

—¿Los otros soldados? —me extrañé—. Todos han vuelto a Saint Martin.

—Todos menos tres —aseguró Bran—. Iban cinco detrás de nosotros y solo han pasado dos.

Yo también miré al camino para ver si podía atisbar a los tres restantes. No vi nada salvo una niebla gris, espesa, levantándose con la llegada de la noche.

—No veo nada.

—Sería bueno saber qué ha pasado con ellos.

—¿Se habrán parado en el caer? —pregunté.

Bran se encogió de hombros.

—Probablemente habrán parado a orinar. —Volvió a darse la vuelta y añadió—: Adelante, Will. Vamos a la iglesia.

Ya estaba bien oscuro cuando llegamos a la pequeña plaza de la ciudad. No había nadie. El fango que la cubría se había endurecido con el frío y crujía bajo las pesadas ruedas de las carretas—. Una solitaria antorcha ardía en el exterior de los cuarteles y oscilaba azotada bajo el viento cada vez más fuerte. De nuestra escolta de soldados no había ni rastro. Sin duda, habían dejado a sus caballos en los establos y habían ido a cenar. Al pensar en una cena caliente se me hizo la boca agua y mi estómago rugió.

Al pasar por el portal de piedra de los cuarteles oímos una sonora carcajada que resonó en toda la plaza. Era el ruido de los soldados bebiendo: un compadre solo necesita oírlo una vez para reconocerlo. Tras cruzar la plaza, sobrepasamos la iglesia y nos dirigimos al pequeño bosquecillo que había detrás. Dejamos las carretas en la arboleda, desuncimos los bueyes y los llevamos hasta el muro de la iglesia, donde estarían algo resguardados del viento. Los amarramos de modo que pudieran pacer y los dejamos.

—Venid —nos llamó Bran, y formamos un apretado círculo a su alrededor mientras explicaba cómo íbamos a proceder—. Pero antes de nada, debemos conseguir algunos caballos —concluyó.

—Dejadme eso a mí —dijo Iwan—. Siarles y yo los conseguiremos.

Bran asintió.

—Entonces, Will, tú y yo iremos a buscar al sheriff. Tomas —añadió, dirigiéndose al joven galés—, espera aquí con las armas preparadas. Rogad, todos vosotros, que no las necesitemos.

Nos deslizamos en grupo hasta la esquina de la iglesia y divisamos los establos.

—Que Dios os acompañe —dijo Bran.

—Y a vosotros —respondió Iwan. Luego, él y Siarles se dirigieron hacia la plaza. Andaban con rapidez, pero sin que pareciera que tenían prisa.

Una luna creciente lucía en el cielo, entre los resquicios que se abrían en las nubes bajas. Llegaron a los establos y entraron. Bran me miró. Su sonrisa era oscura, siniestra.

—¿Listo, Will?

Asentí, y le dije lo que íbamos a encontrar en la casa del sheriff.

—Quizá yo debería abrir el paso.

Nos apresuramos, resguardados por el muro de la iglesia, y luego paramos frente a la entrada. Me pareció oír a los monjes rezando en su interior mientras seguíamos nuestro avance hacia la casa del sheriff. Nos paramos en la puerta, y mientras ponía la mano en el pasador, Bran desenvainó su espada, que había llevado escondida bajo la capa.

—Enfermo o no, no creo que De Glanville venga con nosotros de buena gana — afirmó—. Aunque preferiría no tener que matarlo.

—Todo es posible —dije. Tras abrir la puerta, empezamos a subir las escaleras al piso superior tan silenciosamente como pudimos. Aun así, De Glanville nos oyó—. Cela vous, Antoin? —llamó, en francés; arrastraba las palabras.

Vacilé y miré a Bran —Contéstale —musitó.

—¿Antoin? —volvió a llamar el sheriff.

Oui, c’est —respondí, hablando lentamente, intentando que mi voz sonara como la del bailiff, lo cual era más fácil, como descubrí, en francés que en sajón.

Venir —dijo— le vin de boisson avec moi.

Un moment —contesté—. Creo que quiere que vayamos a beber con él —le susurré a Bran.

—Muy amigable por su parte —respondió este—. No lo hagamos esperar.

Subimos las escaleras. Pisaba pesadamente los peldaños de madera para cubrir el sonido de los pasos más ligeros de Bran, que iba detrás de mí.

Llegamos juntos, y nos detuvimos en el umbral antes de entrar en la habitación, que estaba a oscuras; la única lumbre provenía del fuego de la chimenea, que casi se había apagado. El sheriff aúnestaba sentado ante ella, envuelto en la piel de ciervo. Sobre una mesa cercana se veían, esparcidos, los restos de una comida.

Remettre votre manteau, Antoin —dijo De Glanville—, et dessiner une chaise prés de le feu.

—¡A por él, ahora! —me susurró Bran al oído. Sentí su mano en mi espalda, urgiéndome a que avanzara mientras él irrumpía en la habitación detrás de mí.

De Glanville percibió la repentina incursión, pero no hizo gesto alguno para detenernos ni gritó. Simplemente volvió la cabeza para mirarnos mientras nos abalanzábamos sobre su silla, Bran por un lado y yo por el otro. No parecía especialmente sorprendido de vernos; pero cuando alzó lánguidamente la mano como si nos quisiera esquivar con un rápido movimiento de muñeca, vi que comprendía en parte el peligro que se cernía sobre él.

—Borracho como una cuba —afirmé—. Seguramente le ha estado dando a la botella todo el día.

Una indolente sonrisa se esbozó en delgada cara de rata del sheriff.

Vous n’étespas Antoin— dijo; su aliento apestaba a vino—. Ou est Antoin?

—Míralo —dije, negando con la cabeza con disgusto—. Ni siquiera sabe quiénes

somos.

—Bien —respondió Bran—. Eso hace nuestra tarea mucho más fácil. —Cogiendo a De Glanville por el brazo, tiró del sheriff hasta lograr que se incorporara, y ahí se quedó, plantado, meciéndose como una rama de sauce en medio de un vendaval.

—No puede andar —murmuré—. Tendremos que cargar con él.

—Cógelo por los pies. —Bran dejó que el sheriff cayera de espaldas, suavemente, y lo sostuvo por los brazos. Agachándome, lo cogí por las pantorrillas y entre los dos lo agarramos y empezamos a bajar por las escaleras. De Glanville, sin oponer resistencia, se dejaba llevar. Revivió un poco cuando salimos al exterior y el aire frío lo golpeó. Gimoteó y movió la cabeza de un lado a otro.

Nos apresuramos a cruzar la plaza y al pasar frente a la iglesia la puerta se abrió y un montón de monjes, pertrechados con antorchas, salió al exterior. Las plegarias se habían acabado. Supuse que volvían a la abadía y que estaban sorprendidos por la aparición de dos hombres llevando a cuestas un tercero.

—Diles que está borracho y que lo llevamos a casa —me urgió Bran—. ¡Rápido, Will, díselo!

Hice lo que me decía, y podría haber funcionado —como, de hecho, pensamos por unos momentos— de no haber sido por los caballeros que aparecieron en medio de la noche. Oímos el sonido de los cascos y al volvernos vimos a los tres soldados que faltaban precipitándose en la plaza.

Allí estábamos, Bran y Will Scarlet con el sheriff DeGlanville cogido como si fuera un saco de patatas: unos ladrones pillados con las manos en la masa.

Arrét! Vous, arrétez la—bas! —gritó el caballero más prominente.

—Dice que nos paremos —transmití a Bran.

—Eso lo he captado. Sigamos —apremió Bran—. Los perderemos en cuanto lleguemos a los caballos.

Ils ont tué le shérif! —gritó otro.

Quizá lo había entendido mal, pero aquello me dejó perplejo.

—Han reconocido al sheriff —susurré entrecortadamente—. Creen que lo hemos matado.

—Diles que se equivocan —dijo Bran—. Diles que es un amigo nuestro, que está borracho. Pero por el amor de Dios, ¡sigamos moviéndonos!

Les respondí tal y como Bran ordenaba, pero los caballeros siguieron avanzando como si tal cosa. Al acercarse, vi que uno de ellos cargaba un grueso fardo en la grupa del caballo. Al pasar el caballero junto a la luz de la antorcha, atisbé una mata de pelo oscuro y unos pequeños brazos colgando, y supe al momento qué habían capturado.

—¡Bran! —murmuré, soltando los talones del sheriff—. ¡Tienen a Gwion Bach!

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