Scarlet

Scarlet


Capítulo 34

Página 35 de 49

Capítulo 34

Me desperté en plena noche, enfebrecido, con la extraña convicción de que sabía todo lo que aquello significaba. La carta, el anillo, los guantes… Sé lo que significa ese extraño tesoro y por qué ha venido a Elfael. Por primera vez, tengo miedo. Si tengo razón, he descubierto un modo de salvar Elfael, y temo que no viva lo bastante como para comunicar ese valioso conocimiento a aquellos que pueden usarlo. Oh, Virgen Santísima, Pedro y Pablo, ruego que no sea demasiado tarde.

Me siento en la fría y húmeda penumbra de mi celda, esperando a que llegue el alba y esperando que Odo llegue pronto, y ruego a Dios que mi escriba tenga un corazón verdaderamente compasivo.

Rezo y espero, y rezo un poco más, lo que me hace la espera mucho más fácil.

Estoy ocupado con esto durante un buen rato y por fin percibo la suave luz de la mañana deslizándose lentamente por el estrecho corredor que conduce a mi celda. Oigo a Gulbert, el carcelero, dando tumbos, encendiendo la pequeña chimenea de su habitación. Me consuela el triste hecho de saber que nuestro carcelero apenas vive un poco mejor que sus prisioneros. Es tan prisionero del abad como yo, si no más. Al menos, yo dejaré algún día este nido de ratas, pero el pobre tipo se quedará.

Odo tarda en venir. Llamo a Gulbert, preguntándole si ha visto al escriba, pero mi guardián no me contesta. Raramente lo hace, y yo me quedo hecho un manojo de nervios y preocupación hasta que oigo un murmullo de voces y luego el chirrido de la puerta de hierro rozando los adoquines del corredor. En seguida oigo aquel modo de arrastrar los pies que me resulta tan familiar, y el corazón me salta en el pecho.

«Tranquilízate, Will, muchacho —me digo a mí mismo—. No quieres asustar al escriba; ya es bastante asustadizo como para que le pongas nervioso. Así que hago ver que no he estado esperándolo; me tumbo en mi mohoso catre y cierro los ojos».

Oigo el tintineo de una llave y la puerta de mi celda se abre con un chirrido.

—¿Will? ¿Estás dormido?

Abro un ojo y miro a mi alrededor.

—Oh, eres tú, Odo. Pensé que eras el rey de Inglaterra que venía a concederme el perdón.

Odo sonríe y menea la cabeza.

—Hoy no ha habido suerte, me temo.

—No estés tan seguro, amigo mío. —Me incorporo—. ¿Y si te digo que conozco un secreto que podría salvar a nuestro soberano de una terrible traición o asesinato o algo peor?

Odo niega con la cabeza.

—Pensaba que a estas alturas me habría acostumbrado a tus bromas… —Mi mirada lo hace parar en seco—. Empiezo a creer que estás hablando en serio.

—Sí, estoy hablando en serio, muchacho.

Me complace ver que está de buen humor esta mañana, y se sienta, pesadamente, en el lugar acostumbrado.

—¿Y cómo vas a salvar al rey William?

—Te lo diré, amigo mío, pero debes jurar solemnemente, por lo más sagrado de este mundo, que lo que te voy a decir no va a traspasar tus labios. No puedes escribir, ni repetir de palabra lo que yo te diga a ninguna otra alma viviente.

Eleva la mirada rápidamente.

—No puedo.

—Lo harás, o no diré una palabra.

—Por favor, Will, tú no entiendes lo que me estás pidiendo.

—Verás, Odo, estoy pidiéndote que te unas a mi destino, ni más ni menos. —Aparta la mirada pero lo sostengo con la fuerza de mi convicción—. Escúchame —continúo tras unos instantes—, si me equivoco, no pasará nada, pero si tengo razón, se evitará una gran traición y cientos, quizá miles de vidas se salvarán.

Busca en mi rostro una respuesta a este inesperado dilema. Toda su timidez natural lo inunda. Puedo notar como nada en ella, intentando evitar que lo arrastre.

«Lucha, Odo, muchacho. Es el momento de que te comportes como un hombre».

—El abad Hugo… —empieza, y al momento se calla—. Nunca podría…

Descubriría cualquier cosa que me digas…, lo sabría.

—¿Ahora tiene las orejas del diablo? A menos que se lo digas nunca lo sabrá.

—Lo descubrirá.

—¿Cómo? —replico. Aquí es donde va a librarse la batalla. ¿Será su deseo de hacer lo correcto más fuerte que su miedo al siniestro abad?

—Solo nosotros dos lo sabremos. Si no le dices nada, no consigo ver cómo Hugo sabrá lo que quiero contarte —digo, tras unos segundos.

Me mira, con su cara redonda contraída en una expresión de profundo dolor.

—Es a vida o muerte, Odo —insisto, serenamente. Está a punto de echar a correr—. La vida y la muerte en tus manos.

Se levanta bruscamente, tirando la pluma y el pergamino y derramando el contenido del tintero —¡No puedo! —grita, y sale de la celda.

Oigo sus pies golpeando en las piedras del corredor; llama a Gulbert para que le deje salir; se ha ido.

Bueno, era un riesgo desde el principio. Debería haber sabido que no me ayudaría. Ahora, escapar es mi única esperanza, y es una esperanza tan débil y minúscula que hace que mis ojos se llenen de lágrimas. Tiro de la cadena que aprisiona mi pierna y siento un nudo en la garganta, fruto de la frustración. Tener la única respuesta al misterio del tesoro del barón, tener confiada la llave que puede liberar a Elfael y ser incapaz de usarla, hace que las lágrimas se deslicen por mis demacradas mejillas.

Me tumbo en mi miserable lecho y pienso en cómo conseguir hablar con Bran, y siento que mi cabeza —embotada por todas estas semanas y meses de cautividad— es como un leño inútil. Pienso y pienso… y siempre llego al mismo lugar. No lo puedo hacer solo. Necesito ayuda.

Oh Dios, si es cierto que las plegarias más sinceras son agradables a tus oídos, escucha esta y, por favor, haz que Odo vuelva.

Ir a la siguiente página

Report Page