Scarlet

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Capítulo 38

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Capítulo 38

SAINT MARTIN: EL CAMPO

A Will Scarlet le parecía que todo Elfael se había reunido para ver cómo lo colgaban. Un aire festivo y luminoso flotaba por encima de la pequeña ciudad, que estaba engalanada con las banderas y los coloreados pendones de la compañía ambulante, la misma que estaba actuando entre las risotadas de la multitud. De todos los que se habían congregado, solo Will no había conseguido disfrutar del júbilo de la ocasión. Tenía otras cosas en la cabeza mientras los soldados medio lo condujeron, medio lo arrastraron para cruzar la plaza abarrotada. Solo unos pocos de los habitantes de la ciudad dejaron a un lado su alborozo al ver al condenado dirigiéndose hacia su destino, y estos pocos eran galeses que se habían atrevido a acudir a la ciudad, arriesgándose al menosprecio y al escarnio por parte de sus habitantes, para acompañar a uno de aquellos que habían arriesgado su vida para evitar que en la Noche de Reyes ahorcaran a sus compatriotas.

Will Scarlet no vio a los britanos mirándolo en silencio, al margen de le celebración. No vio cuán brillante era la luz del sol ni lo suave e increíblemente fresca que era la brisa que soplaba sobre su semblante hirsuto. Qué triste, en verdad, que sus últimos momentos fueran a ser vividos en un día tan hermoso y esperanzador, tan opuesto a la negra congoja que llenaba su alma. Justamente así era su suerte, pensó lleno de tristeza, bajar a la tumba mientras el resto del mundo estaba sumergido en las canciones, los bailes y el alegre banquete que se preparaba en el fuego. No saborear ni un ápice de aquella apetitosa comida, ni una gota de la cerveza que se serviría en copas desbordantes. Era una auténtica pena.

Cuando la tétrica procesión sobrepasó el muro de piedra de la iglesia, vio que se había erigido una plataforma para los dignatarios visitantes, un pabellón con un espléndido dosel azul desde el que los nobles y sus invitados podrían verle colgar hasta morir mientras la cruel soga le arrebatara la vida. La idea de proporcionar un pasatiempo a esta basura de alta cuna encendió una fugaz llama de ira que, pensó, sería capaz de sostenerlo en sus últimos momentos. ¡Pero ay, eso no iba a ocurrir! Pues en el momento en que la fría soga de cuero trenzado tocó su cuello y los soldados empezaron a atarle las piernas, su ira desapareció y fue reemplazada por un miedo descarnado, vacío, infinito. «Señor, ten piedad —pensó, mirando el brazo de la horca y el cielo azul claro, infinito, que estaba más allá—. Cristo, ten piedad de mi alma».

Esta improvisada plegaria aún resonaba en su mente cuando se encontró al sheriff DeGlanville plantado ante él con sus finos rasgos contraídos en una expresión maliciosa.

—Desatadlo —ordenó a los soldados—. Parece que vamos a divertirnos un poco antes de que cuelgue.

Will, cuyo francés alcanzaba hasta este punto, entendió por lo que había dicho el sheriff que la muerte había sido pospuesta un poco, y estaba agradecido incluso por ese poco. Respiró hondo al ver que le retiraban el nudo y aflojaban sus ataduras. Tras el sheriff vio a dos figuras oscuras aproximándose: un sacerdote alto, esbelto, ataviado con unos hábitos negros, y un monje vestido de marrón junto a él. Tras ellos venía el conde, apresurándose tras las largas e impacientes zancadas del sacerdote.

—Este es tu día de suerte, traidor —le dijo De Glanville en voz baja y amenazadora—. Nuestros huéspedes desean una competición de tiro al arco. Tu vida es el premio. —El sheriff lo miró detenidamente—. ¿Lo entiendes?

A Will le costó unos segundos asimilar lo que el sheriff lehabía dicho. Iba a haber una competición, por su vida. Asintió.

—Lo entiendo —respondió en francés.

—Bien —dijo el sheriff. Cogiendo las manos atadas de Will entre las suyas, enguantadas, agarró los dedos de su mano derecha y empezó a estrujarlos.

»Así no habrá error posible —añadió De Glanville. Antes de que Will supiera qué estaba pasando, el sheriff retorció, repentina y maliciosamente, sus dedos. Hubo un crujido y un chasquido, como el de las ramas secas, cuando los huesos de sus dedos se partieron—. Nos aseguraremos de que entiendas quién va a ganar esta competición.

El dolor ascendió por todo su brazo y estalló en una violenta explosión que dejó a Will sin aliento. Las lágrimas se le agolparon instantáneamente en los ojos, nublándole la visión. Cayó de rodillas, llorando a causa del dolor y esforzándose por permanecer consciente.

—Bien —dijo De Glanville asintiendo con satisfacción—. Ahora no habrá sorpresas.

El condenado miró con ira al sheriff, murmurando entre dientes una maldición mientras se llevaba los dedos heridos al pecho, con las lágrimas aún cayendo de sus ojos.

Le hicieron ponerse de pie a empujones y marchó entre dos caballeros hacia el centro del campo. Allí permaneció erguido como pudo, temblando por el esfuerzo. Luchó por contener el llanto que surgía de la humillación de ser vencido tan fácilmente por sus enemigos y también del dolor físico.

Mientras Will estaba intentando recuperar una pequeña parte de su compostura, el alguacil Guy de Gysburne apareció con un arco largo y un carcaj de flechas. La visión del arco sumió a Will en una oscura y absoluta desesperación. Ahí estaba el instrumento de su salvación, ahora inútil para él a causa de la sucia treta del sheriff. Tenía tantas posibilidades de tensar el arco con sus dedos rotos como de ir a Irlanda andando sobre el mar.

Pero ¿y esto? Guy estaba entregándole el arco a un sacerdote alto y moreno.

Intentando expulsar el dolor de su mente, Will se concentró en captar lo que se estaba diciendo. Como las instrucciones del alguacil tenían que ser repetidas al clérigo visitante, Will comprendió lo que estaba ocurriendo. Cada uno iba a disparar tres flechas, y el que se aproximara más a la marca sería declarado vencedor. El sacerdote dio señales de que entendía y aceptaba los términos de la competición. Nadie le preguntó a Will si entendía o aceptaba nada.

Luego, mientras un espantapájaros armado a toda prisa se instalaba a unos cien pasos, en el otro extremo de la explanada, los dos contendientes se dirigieron a ocupar sus posiciones, seguidos por una gran y excitada multitud de espectadores. Dos soldados se quedaron junto a Will, vigilando cada uno de sus movimientos. Guy, que iba supervisar el concurso, entregó el arco al sacerdote.

—Ambos usaréis el mismo arco, eminencia. Aquí está el arma —dijo.

El joven sacerdote tomó el arco que le ofrecían y probó la cuerda, doblando el arco, tanteándolo, la espada recta, los codos doblados. La acción, aunque no era totalmente desmañada, carecía de la confianza que otorga una gran habilidad. Will, incluso en medio de su dolor, no tardó en darse cuenta de ello, y el gesto despertó una chispa de esperanza en su afligido corazón.

Aquella esperanza se elevó hasta lo más alto cuando el sacerdote se volvió hacia él y le ofreció el arco, indicándole que también lo probara.

—Gracias —murmuró Will con los dientes apretados para contener el dolor de sus magullados dedos.

Aunque había pasado algún tiempo desde la última vez que empuñara un arco, Will encontró el arma bastante bien equilibrada; no obstante, cuando tanteó la cuerda con el pulgar vio que estaba demasiado floja. Claramente, esto era un juguete que los francos habían fabricado o que habían encontrado en alguna parte; no era el arco de guerra de un galés. Aun así, serviría para un simple concurso. Si ambos iban a usarlo, no habría ventaja para ninguno de los contendientes.

Will devolvió el arco a su sonriente adversario, quien le hizo un gesto, rechazándolo, y cogiendo una de las flechas que le tendía Guy, se la pasó al cautivo y se hizo atrás para permitirle el honor del primer tiro.

Sudando, con la mandíbula tan apretada que pensó que los dientes se le partirían, Will intentó colocar la flecha en la cuerda. Pero sus dedos destrozados no respondían, y la flecha se deslizó de entre sus manos y cayó a sus pies. En un instante, el sacerdote estaba allí y la recuperó para devolvérsela. Con una floritura de su mano y una sonrisa al sheriff y al alguacil Guy, que estaban mirando con absoluta malicia, el enviado indicó que iba a permitir al condenado otra oportunidad de disparar.

Will, con grandes dificultades y manejándose torpemente, consiguió finalmente colocar la flecha en la cuerda y sostenerla con su mano izquierda mientras intentaba colocar los dedos destrozados y tumefactos de un modo parecido al de un arquero. Sudando y temblando por el esfuerzo, no pudo ni mucho menos tensar la cuerda, sino más bien sostenerla mientras impulsaba el arco hacia delante. La flecha salió disparada con poca convicción y describió un deslucido arco para acabar clavando su punta en la turba, a muchas yardas de la diana de paja.

El herido le pasó el arco al sacerdote y se inclinó, con los brazos en las rodillas, jadeando, intentando permanecer consciente mientras el dolor recorría su brazo como si fuera una serpiente escupiendo fuego. Mientras tanto, su rival cogió el arco y con bastante más aplomo encordó la flecha. El alguacil Guy dio a De Glanville un codazo de complicidad y sonrió mientras el dignatario visitante tensaba y lanzaba su primera flecha. De algún modo, lo que parecía un tiro sencillo se convirtió, de repente, en algo salvajemente errado: el proyectil no voló como debería sino que avanzó, en línea recta, girando en espiral sobre sí mismo para aterrizar tras los espectadores, en campo abierto.

Algunos de los habitantes de la villa congregados allí se rieron. El sacerdote, aún sonriente, se encogió de hombros y tendió la mano para coger otra flecha. El alguacil Guy se la entregó y le aconsejó que se tomara su tiempo y apuntara bien. Asintiendo, el sacerdote hizo un gesto de rechazo y le pasó el arco y las flechas a su oponente.

Will, con el rostro lívido y empapado en sudor, volvió a coger el arma y la tensó con toda su alma; el blanco flotaba ante sus ojos mientras se esforzaba en sostener la cuerda entre su pulgar y su índice. Cuando ya no pudo más, disparó el proyectil, que salió hacia delante trazando un arco bajo, deslizándose sobre la hierba y alcanzando, casi, el pie de la diana.

Lleno de confianza y exudando cierta bravuconería, el sacerdote cogió el arco y recibió una flecha de manos de Guy, quien volvió a aconsejarle que se tomara su tiempo, tensara y apuntara adecuadamente. El sacerdote le dio una contestación, que el traductor transmitió diciendo:

—Su eminencia es consciente del problema y ajustará su postura del modo más apropiado.

Cogiendo la flecha, la colocó en la cuerda y, observando detenidamente el blanco, entrecerró los ojos, tiró de la cuerda hasta llevarla junto a su mejilla, manteniendo el arco recto frente a él. Disparó tras una brevísima pausa y los ojos de la multitud siguieron la trayectoria de la flecha, que parecía volar hacia su objetivo. Pero, maravilla de las maravillas, la flecha no llegó. Al mirarlo con más atención, se confirmó que, en efecto, no se había soltado de la cuerda en absoluto, sino que estaba allí, colgando, atrapada sin saberse muy bien cómo mientras que una de las plumas se había desgajado y había volado por el campo, quedándose a medio camino. La flecha había caído a los pies del avergonzado sacerdote, y la punta de hierro estaba clavada en el suelo.

Ahora reía mucha más gente.

—¡Idiota! —rezongó el sheriff—. Esto no es una competición. Ninguno de ellos puede tirarse ni un pedo.

—Tiraré yo en lugar del sacerdote —sugirió el alguacil Guy—. No puedo hacerlo peor que él.

El sheriff leclavó la mirada.

—No seas estúpido. La competición ya ha empezado —refunfuñó—. Ahora no podemos cambiar; no sería correcto.

—¿Por qué no? —preguntó el alguacil—. Rompisteis los dedos de ese desgraciado; eso tampoco era correcto. En cualquier caso, ¿cómo habéis accedido a que rehiciera semejante concurso?

—¡Dijo que sabía tirar al arco! —respondió el sheriff. Esbozó una amarga y forzada sonrisa y saludó al enviado.

—No hay nada que hacer con él —insistió Guy—. Dejadme ocupar su lugar.

—Demasiado tarde —respondió el sheriff—. Ahora está mirando todo el mundo. No nos pueden ver forzando el resultado. —Echando un vistazo al pabellón, divisó al conde Falkes y al abad Hugo, ambos con una expresión de furia ante el desastre que lentamente se estaba desplegando ante ellos—. Una flecha más —dijo—. Asegúrate de que el enviado entienda lo que está en juego aquí.

Tomando la última flecha, Guy de Gysburne se la tendió al hermano Alfonso diciendo:

—Esta es la última oportunidad para ganar el concurso. Hacédselo entender.

El hermano Alfonso hizo una reverencia y se volvió para consultar con el emisario papal, quien frunció el ceño y agarró la flecha que le ofrecían con altanería e impaciencia. Como antes, el enviado del papa se acercó y le pasó la flecha a Will Scarlet, quien respiró hondo mientras cogía el arma.

—Una más Will —susurró el clérigo—. Ya casi ha terminado. No te abandonaré.

Scarlet tuvo que hacer todo lo que pudo para contenerse y evitar gritar —¿Bran?— por primera vez miró el rostro del hombre contra el que había estado compitiendo y reconoció a su amigo y señor.

—Shhh… —le dijo el sacerdote, guiñándole el ojo.

—Ese maldito De Glanville me ha roto los dedos —murmuró Will; su voz era tensa y lastimera a causa del dolor.

—Hazlo lo mejor que puedas, Will —susurró Bran—. Intenta disparar con la izquierda.

El condenado cogió el arco, y con un gemido y rechinando los dientes, agarró con sus lívidos dedos el cuerpo del arco y cogió la cuerda entre el pulgar y la palma de la otra mano. Después, a pesar de que el dolor lo hostigaba con olas de negra pesadumbre que flotaban ante sus ojos, tensó con la izquierda, sujetó temblorosamente el arma, y disparó. La flecha se elevó, centelleando en el aire, cada vez más arriba, y pareció detenerse unos momentos antes de caer, acabado el impulso, en el suelo, a los pies del espantapájaros.

Esto arrancó un murmullo de la multitud, gran parte de la cual aún no había asimilado lo que estaba sucediendo ante sus ojos.

El sacerdote, aún de buen talante, cogió el arco y esperó a que le entregaran la última flecha junto con la severa advertencia del alguacil de que tuviera cuidado y acertara esta vez. Asintiendo, encordó la flecha y, mientras adoptaba la posición de tiro, Guy se situó tras él y colocó sus manos sobre las del clérigo, modificando la trayectoria en el mismo momento en que disparaba.

El enviado, conmocionado por esta atrevida intromisión, lanzó un aullido e intentó rectificar. Pero la flecha ya estaba en el aire. Y esta vez el vuelo era certero, pero la distancia había sido tristemente mal calculada, pues el proyectil pasó más allá de la cabeza del fantoche, desapareciendo al fondo del campo de juego. El condenado lo vio, se dio cuenta de que había ganado el concurso y cayó de rodillas mientras lágrimas de alivio y dolor se deslizaban por sus demacradas mejillas.

Antes de que nadie pudiera intervenir, el enviado llamó a su asistente, el hermano Alfonso, para que se hiciera cargo del criminal herido.

— ¡Estúpido! —bramó el sheriff a Gysburne—. ¿Qué has hecho?

—Solo intentaba ayudar —dijo el alguacil—. Habría funcionado si no hubiera tirado tan fuerte.

El sacerdote aceptó su derrota de buen talante. Radiante y complacido ofreció su mano al condenado para que se levantara. Colocando la otra mano sobre el hombro del criminal, el esbelto sacerdote proclamó en voz alta, para que todos pudieran oírlo:

—Declaro que la competición ha sido justa y el resultado es concluyente. ¡Este hombre es el ganador! —Se detuvo para que el hermano Alfonso pudiera traducir sus palabras a la multitud—. No sé qué ha hecho para merecer este castigo, pero que su ejemplo nos enseñe la humildad del perdón y la redención. Pues todos los hombres necesitan la salvación. Así pues, como vicario de Nuestro Señor en la tierra, aquí estoy para absolverlo de toda culpa y conducirlo por el camino de los justos. Asumo la plena responsabilidad de su vida, y haré todo lo que esté en mi poder para redimirlo por su réprobo comportamiento.

Mientras los perplejos francos contemplaban horrorizados lo que acababa de ocurrir, musitó:

—No temas, Will, ahora te tengo y no te dejaré escapar.

Will Scarlet, enjugándose los ojos con el dorso de la mano, se abrazó al enviado como si fuera un pariente perdido durante largo tiempo.

—Que Dios te bendiga, milord —murmuró—. Que Dios te bendiga.

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