Scarlet

Scarlet


Capítulo 39

Página 40 de 49

Capítulo 39

MUELLES DE HAMTUN

Mérian ató con suavidad los cabos de la venda que cubría la mano herida de Will Scarlet y metió los bordes por debajo.

—Si Angharad estuviera aquí —se disculpó—, sabría mejor qué hacer. Había enderezado cuidadosamente sus dedos lívidos y magullados, atándolos a dos tablillas de madera de avellano que Iwan había cortado y tallado para que se adaptaran a sus dedos. Ella supervisó el trabajo con una sonrisa esperanzada—. ¿Duele mucho?

—No mucho —respondió Will, con el rostro contraído en una mueca de dolor incluso mientras lo decía—. Casi me alegro de poder sentir algo, al fin y al cabo. Me recuerda que estoy vivo.

—Y de vuelta con los que te quieren —dijo ella, rozando con los labios las yemas de sus dedos antes de soltarlos.

—Os lo agradezco, milady —dijo, con la voz embargada por una repentina emoción.

Alzó la mano y contempló sus dedos vendados, asombrado por el hecho de que algo tan pequeño pudiera doler tanto. A pesar del dolor punzante e insistente, se sentía perplejo ante su rescate y ante los continuos engaños de sus amigos. Lo habían arriesgado todo por él, y su gratitud era inconmensurable.

—Mi corazón no tiene palabras suficientes para agradecéroslo lo bastante.

—Solo desearía que hubiéramos podido venir antes —afirmó Siarles, que había estado husmeando tras los hombros de Mérian.

—Y gracias a ti, Siarles —respondió Will, agradeciendo la presencia del guardabosques—. Verte de nuevo vale lo que no está escrito. La pura verdad es que no os reconocí, a ninguno de vosotros. Por supuesto tenía otras cosas en la cabeza en aquel momento.

—Cuando Bran nos explicó lo que íbamos a hacer —respondió Siarles— le dije que nunca funcionaría, que no conseguiríamos embaucar al perspicaz sheriff. —Rio entre dientes—. Pero no había modo de que Bran cambiara de opinión. Estaba decidido a rescatarte, sano y salvo, ante sus mismísimas narices francesas. Recogimos al hermano Jago en San Dyfrig, y todos nos vestimos como sacerdotes —volvió a sonreír—, aquí estamos.

Iwan, que había estado vigilando el pequeño cenador, corrió a unirse con ellos.

—Ya vuelven —anunció—. Estad todos alerta. Aún no estamos a salvo en casa.

Tras la competición de tiro con arco, el padre Dominic había agradecido al conde y al abad su inestimable hospitalidad y les había expuesto su deseo de proseguir su viaje. Al preparar su partida, a la mañana siguiente, el enviado papal recibió con sorpresa la noticia de que el conde había decidido enviar una escolta de caballeros y hombres de armas para que los llevaran sanos y salvos hasta su barco, amarrado en los muelles de Hamtun. Pese a las protestas del enviado, que arguyó que no era, en ningún modo, necesario, el conde — con su resolución reafirmada por la insistencia de un sheriff cadavez más suspicaz— no iba a permitir que sus huéspedes partieran solos—. Es lo menos que puedo hacer por nuestra Madre Iglesia —insistió—. Si algo os ocurriera en el camino, ¡que el cielo no lo permita!, no me lo perdonaría, especialmente siendo algo que es tan fácil evitar.

—Maldito entrometido —murmuró Iwan cuando se enteró del plan—. No hay ningún barco esperándonos. Ni siquiera hemos estado cerca de los muelles de Hamtum.

—Ellos no lo saben —respondió Bran—. Continuaremos con lo que hemos empezado y buscaremos la primera oportunidad para deshacernos de ellos.

—¿Y si no encontramos esa oportunidad? —preguntó Iwan—. ¿Entonces qué?

—Siempre podemos desaparecer en el bosque —respondió Bran—. Déjamelo a mí. Vosotros, no apartéis la vista de los soldados y permaneced alertas. Si algo va mal, os quiero preparados para romper algunas cabezas.

—Oh, sí —corroboró Iwan alegremente—, si eso pasa, estaré perfectamente preparado.

Habían partido con el conde de Braose, el sheriff DeGlanville y diez soldados normandos —cuatro caballeros y seis hombres de armas— para protegerlos del Rey Cuervo y su banda de proscritos, que amenazaban el bosque y asaltaban a los viajeros desprevenidos. El enviado papal y su pequeña comitiva —lady Ghisella y su doncella, el hermano Jago, su intérprete y los dos hermanos legos, se vieron rodeados por francos armados hasta los dientes, y se mostraron bastante poco sociables durante buena parte del trayecto. Exteriormente, se comportaban igual, alegres, si bien silenciosos, y apreciando la generosidad con que habían sido tratados por sus siempre vigilantes anfitriones.

—No me fío de ese sacerdote —había dicho el sheriff mientras se preparaban para partir—. Es tan embajador del papa Clemente como mi caballo. Escuchadme bien, hay algún engaño en todo esto, y somos idiotas si dejamos que se marchen aún sabiéndolo.

—Quizá tengáis razón —concedió el conde De Braose—. Pero no nos arriesgaremos a un enfrentamiento abierto hasta que estemos más que seguros. De este modo, al menos, podemos mantener una estrecha vigilancia sobre ellos.

—De eso podéis estar seguro —gruñó el sheriff—. En cuanto uno de ellos se delate lo más mínimo, lo pillaré.

—No debéis enfrentaros a ellos —le advirtió Falkes—. Si una sola palabra de tratamiento inapropiado llegara a los oídos de mi tío —por no mencionar los del papa Clemente— seríamos desollados y hervidos en nuestra propia sangre.

—No temáis milord —respondió el sheriff—. Seré la cortesía en persona con nuestros queridos huéspedes. Pero los vigilaré, ¡voto a bríos que los vigilaré!

Así pues, una amabilidad forzada y desconfiada se estableció entre los viajeros. Debido al pequeño carruaje en el que viajaban lady Ghisella y su doncella, y en el que también se cargaban las tiendas usadas por el enviado y su compañía, no podían viajar tan rápidamente como los normandos habrían deseado. Por la noche acamparon separados, vigilándose mutuamente, cautelosos y suspicaces, a través de la distancia. El único momento que los extranjeros tenían para hablar con plena confianza era cuando los francos estaban ocupados atendiendo a los caballos y estableciendo la guardia para la noche.

Fue durante uno de esos momentos cuando Bran se movió entre los miembros de su disfrazado grupo, alentándolos con palabras de ánimo y esperanza. También se disculpó con Will y rogó al guardabosque que lo perdonara.

—Lo siento, Will. Fue culpa mía que te capturaran y lamento que hayas sufrido a causa de ello.

—He sufrido, es cierto —admitió Will—. Pero Gwion Bach habría sufrido más, imagino. Con todo, te perdono de corazón. No diré que aquella noche no pensara mal, la verdad. —Sonrió—. Pero habéis hecho lo imposible para salvar mi escuálido pescuezo de la horca. Y por eso estoy profundamente agradecido, mi señor.

—Aún no estamos fuera de peligro —dijo Bran—. Así que deberías esperar hasta que digamos adiós a nuestros entrometidos amigos antes de darme las gracias.

La expedición duró cuatro días más de tensa vigilancia, hasta que finalmente divisaron los promontorios que se alzaban junto al estuario del río, en Hamtun.

—¿Y qué pasa si no hay ningún barco? —preguntó Iwan—. ¿Qué vamos a hacer?

—Deberías rezar para que no haya ningún barco —observó Siarles—. Así al menos podríamos decir que se han ido a buscar provisiones o algo así. Los francos no van a estar dispuestos a esperar muchos días para vernos partir.

—Pero ¿y si hay un barco? —preguntó Iwan, visiblemente preocupado.

—Embarcaremos en él —concluyó Bran—. No hay otra opción, no puede ser más simple.

Por simples que pudieran ser las decisiones, llevarlas a cabo era algo ligeramente más difícil. Cuando al día siguiente, mientras seguían avanzando por las colinas y empezaron a descender hacia el valle del río, divisaron los muelles, al sur de la ciudad, los viajeros pudieron ver que, en efecto, había un barco esperando allí, un navío sólido y amplio construido para transportar hombres y animales por el mar. Toda su apariencia era justo la del tipo de nave que el patriarca de Roma proporcionaría a su embajador personal.

—Bueno, ahí tienes tu bote —murmuró Iwan—. ¿Y ahora qué?

Bran miró a su alrededor. El sol estaba a punto de ponerse y soplaba un viento fresco del oeste. El conde y el sheriff habían acelerado el paso y estaban acercándose, con una expresión de profunda ansiedad brillando en sus vigilantes ojos.

—Cabalga hacia el barco y hazte con él. Llévate a Siarles y a Jago. Vete ahora mismo, antes de que los francos te lo impidan.

—¿Y qué sugieres que les diga cuando aborde su barco?

—Diles que el embajador del papa lo necesita —respondió Bran—. Diles que pagaremos nuestro pasaje. Diles lo que sea, pero hazte con él y asegúrate de que cuando lleguemos allí los marineros no estén a la vista.

Frunciendo el ceño con resolución, Iwan hizo una señal a Siarles y a Jago y los tres partieron al galope. Bran, volviéndose a Will, Mérian y Cinnia les explicó rápidamente que continuarían en el carruaje y que, cuando llegaran al barco, subirían a él como si hubiera estado planeado desde el principio.

—Pase lo que pase —advirtió apresuradamente—, vosotros dos refugiaos bajo la

cubierta y permaneced allí. Mérian —dijo, desmontando y ayudándola a bajar del carruaje—, tú te quedarás conmigo.

Will, desde su asiento en el carruaje, echó la vista atrás, mirando al sheriff, luego se volvió y fijó sus ojos en el río y en la libertad que le aguardaba allí.

Viendo que los monjes partían al galope, Falkes y el sheriff cabalgaron directamente hacia el padre Dominic en busca de una explicación.

—¿Adónde van? —preguntó De Glanville con suspicacia.

—¿Qué? —respondió el enviado con una sonrisa en el rostro, como si no comprendiera. Señaló el barco, haciendo gestos y asintiendo, como si quisiera indicar que habían llegado finalmente y que todo estaba bien.

—Han ido a cuidar de que todo esté preparado para navegar —intentó explicarles lady Ghisella con sus escasas nociones de francés.

—¿Queréis partir esta noche? —preguntó el conde.

—Por supuesto —respondió la dama educadamente—. Es el deseo de su eminencia partir cuanto antes.

El sheriff, incapaz de encontrar algún motivo por el que esto no fuera perfectamente razonable, miró al conde para poder aportar alguna objeción.

—¿Estáis seguros? —observó Falkes sin mucha convicción—. Pronto estará oscuro.

—Es el deseo de su eminencia —repitió la dama, como si esa fuera toda la explicación que el asunto requiriera.

—Bien —asintió el sheriff—. Os acompañaremos para asegurarnos de que todo va bien. Sacudió las riendas y siguió, de nuevo, camino abajo.

—Por favor, señor conde —dijo lady Ghisella—, no debéis preocuparos.

—No es preocupación en absoluto, milady —respondió el conde—. Si algo os sucediera mientras estáis a nuestro cuidado… —Permitió que el pensamiento quedara sin finalizar—. No temáis —recalcó con una risa envarada y un tanto condescendiente—. Os veremos a bordo sanos y salvos y con las velas desplegadas. No podemos hacer menos por el confidente personal del papa.

—Eso es un gran alivio, sin duda —respondió Ghisella secamente—. Se lo diré a su eminencia.

Aunque le resultaba incómodo hablar con el franco, su comportamiento reticente pero majestuoso ayudó mucho a suavizar las sospechas del conde.

Su atracción hacia ella, a pesar de su innegable fealdad, le hizo estar deseoso de poder dejar a un lado todas sus sospechas. Ella transmitió los sentimientos del conde al padre Dominic, quien asintió, aprobándolo.

—¿Qué hemos de hacer ahora? —preguntó ella en voz baja para evitar que la oyeran.

—Improvisaremos sobre la marcha —le dijo Bran—, y esperemos lo mejor. Dale las gracias y sigamos.

Sonrió, mostrando sus estropeados dientes.

—Su eminencia está complacida por vuestra diligencia y cuidado. Hablará de ello a su santidad.

—El placer es únicamente mío, milady —respondió el conde.

—Están fugándose, y aquí estamos, intercambiando galanterías —murmuró el sheriff entre dientes—. Esto no me gusta.

—No puedo prohibirles que se vayan; no han hecho nada malo.

—¡Todo en conjunto es malo! —gruñó el sheriff.

—Entonces, encontrad un modo de detenerlos si podéis —dijo el conde Falkes—. Pero a menos que descubráis algo muy pronto, se irán con la próxima marea.

Los viajeros siguieron adelante, descendiendo por el estrecho camino que conducía al valle, atravesando rápidamente la ciudad y su única calle fangosa y rodeada de casas miserables y oscuras en dirección al gran embarcadero de madera sobre el río, donde el barco estaba atracado. Todo parecía tranquilo en el navío —no se oían gritos ni vocerío, ninguna evidencia de lucha o pelea—, aunque no había rastro de Iwan o de ninguno de los otros. Bran, con un nudo en el estómago que crecía a cada paso, rezó para que pudieran huir. Conforme se acercaban al muelle, apareció en la cubierta un hombre con un gorro rojo y una túnica marrón que le llegaba por debajo de las rodillas. Estaba descalzo y llevaba un rollo de cuerda en la mano. Contempló el embarcadero y rápidamente corrió a recibir a los recién llegados.

Mes seigneurs! J’offre vous accueille. Être bienvenu ici. S’il vous plaît, venir a bord et étre a l’aise. Tout estprét!

Al oír esto, los franceses se quedaron mudos. Lady Ghisella respiró aliviada.

—¡Santos y ángeles! —exclamó Bran—. ¿Cómo lo han conseguido? —Antes de que ella pudiera responderle, añadió—: Aprisa, sube a bordo. Envía a Jago para que me ayude a despedir a nuestros amigos y diles a Iwan y a Siarles que estén listos para irnos. — Al ver que Mérian dudaba, dijo—: ¡Rápido! Antes de que algo salga mal.

Bran, solo, se volvió hacia sus serviciales aunque suspicaces anfitriones y haciendo acopio de todos sus conocimientos de latín, intentó cortar las últimas ataduras y despedirse de ellos.

Vicis pro sententia Deus volo est hic, vae. Gratias ago vos vobis hospitium quod ignarus. Caveo, ut tunc nos opportunus.

Estas palabras podían carecer del refinamiento propio de un eclesiástico más experimentado, pero era, de lejos, mucho más de lo que el sheriff DeGlanville o el conde Falkes sabían. Los dos francos lo contemplaron, incapaces de comprender lo que acababa de suceder.

—Su eminencia dice que ha llegado el momento de despedirse —explicó el que conocían como hermano Alfonso, que acudía velozmente a reunirse con el padre Dominic en el muelle justo en aquel momento—. Su eminencia os agradece vuestra hospitalidad y os desea un agradable y tranquilo viaje de vuelta a casa. Sabed que la alabanza de vuestras atenciones y vuestra amabilidad llegarán a los oídos del papa.

El hombre del sombrero rojo, quien había resultado ser el capitán del barco corrió a recibir al emisario papal. Se arrodilló para recibir la bendición, que fue hábilmente administrada, y luego se levantó diciendo:

—Os ruego que me disculpéis, eminencia, pero si queremos aprovechar la marea, debemos partir en seguida. Los caballos deben ser instalados y hay que preparar el barco antes de partir.

—Pero veréis… —protestó el sheriff, aún negándose a ver cómo aquellos sospechosos extranjeros se escapaban tan fácilmente.

—¿Ocurre algo? —preguntó el capitán del barco.

—No —dijo el conde—. Ocúpate de tus asuntos. —Se volvió hacia él sheriff—. Vamos, De Glanville, no tenemos nada más que hacer aquí.

Cuando esto le fue comunicado a su eminencia, el padre Dominic bendijo a sus anfitriones normandos y con una última promesa de mencionar al papa sus cuidados y atenciones, los liberó del deber de protegerlo a él y a su séquito. Subió al barco y desapareció bajo la cubierta. Unos momentos después, los dos hermanos legos aparecieron y ayudaron al capitán del barco a soltar las amarras y, usando unas sólidas pértigas, empujaron la embarcación, alejándola del muelle e introduciéndola en la corriente. Luego, mientras entraban en el río, el padre Dominic, lady Ghisella y Will Scarlet volvieron a cubierta y dijeron adiós a los normandos, quienes, aunque no podían estar seguros, creyeron oír en el viento el sonido de una risa cuando el barco entró en el centro del canal y fue arrastrado por el lento fluir de la marea.

Ir a la siguiente página

Report Page