Scarlet

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Libro primero » Capítulo cinco

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Capítulo cinco

Las ideas bullían en la cabeza de Scarlet mientras sacaba las cajas vacías de la parte posterior de la nave y las introducía por las puertas del hangar. Había encontrado su visor en el suelo de la nave y, ahora que lo llevaba en el bolsillo, el mensaje recibido desde las oficinas de la policía quemaba contra su pierna mientras iba de aquí para allá de manera mecánica, acabando el trabajo de todas las noches.

Aunque, tal vez, con quien más enfadada estaba era consigo misma por haberse dejado distraer, aunque solo fuera un minuto, por una cara bonita con aire peligroso, poco después de haberse enterado que habían cerrado el caso de su abuela. La curiosidad que el luchador despertaba en ella conseguía que tuviera la sensación de estar dándole la espalda a lo que verdaderamente importaba.

Además, también estaban Roland, Gilles y aquellos perros rastreros de Rieux. Todos creían que su abuela estaba loca y así se lo habían dicho a la policía. No que era la granjera más trabajadora de la provincia. No que hacía los mejores éclairs a este lado del Garona. No que había servido a su país como piloto de naves militares durante veintiocho años y que seguía llevando una medalla al mérito civil en su delantal de cuadros preferido.

No. Le habían dicho a la policía que estaba loca.

Y ahora la policía había dejado de buscarla.

Aunque no sería por mucho tiempo. Su abuela estaba en alguna parte, y Scarlet pensaba encontrarla aunque tuviera que desenterrar trapos sucios y chantajear hasta al último inspector de Europa.

El sol se ponía a marchas forzadas y alargaba la sombra de Scarlet sobre el camino de entrada. Donde terminaba la grava, los susurrantes campos de maíz y frondosas remolachas azucareras se extendían en todas direcciones hasta que se unían con el primer ramillete de estrellas. Una casa de piedra interrumpía el paisaje al oeste, con dos ventanas que proyectaban una luz anaranjada. Sus únicos vecinos en varios kilómetros a la redonda.

La granja había sido el paraíso personal de Scarlet durante gran parte de su vida. Con los años, había llegado a amarla más de lo que jamás hubiera creído que una persona fuera capaz de amar la tierra y el cielo, y sabía que a su abuela le ocurría lo mismo. A pesar de que no le gustaba pensar en ello, era consciente de que algún día la heredaría, y a veces fantaseaba con la idea de envejecer allí. Feliz y satisfecha, siempre con tierra bajo las uñas y una casa vieja que necesitaba reparaciones constantes.

Feliz y satisfecha, como su abuela.

No se habría ido sin decir nada. Scarlet lo sabía.

Arrastró las cajas hasta el granero, las apiló en un rincón para que los androides pudieran volver a llenarlas por la mañana y cogió el cubo del pienso para las gallinas. Scarlet caminaba mientras lo esparcía, arrojando por el camino grandes puñados de lo que había sobrado en la cocina mientras las gallinas correteaban sin cesar entre sus tobillos.

Al doblar la esquina del hangar, se detuvo en seco.

Había una luz encendida en la casa, en el segundo piso.

En el dormitorio de su abuela.

El cubo le resbaló de los dedos. Las gallinas lanzaron un cacareo irritado y se alejaron a toda prisa antes de volver a apiñarse alrededor del pienso que se había derramado.

Scarlet las esquivó y echó a correr sobre la grava, que resbalaba bajo sus pies. Abrió la puerta de un tirón creyendo que el corazón, el pecho estaban a punto de estallarle después de aquella carrera que había incendiado sus pulmones. Subió los escalones de dos en dos mientras la vieja madera protestaba bajo sus pies.

La puerta del dormitorio de su abuela estaba abierta, y cuando llegó junto a esta se quedó helada en la entrada, sin aliento, agarrada al marco.

Era como si hubiera pasado un huracán por la habitación. Habían sacado todos los cajones de la cómoda y los habían vaciado en el suelo, que ahora estaba repleto de ropa y artículos de tocador. La colcha estaba hecha un guiñapo al pie de la cama, habían desplazado el colchón y habían arrancado los marcos digitales que había junto a la ventana, los cuales habían dejado unos recuadros más oscuros allí donde la luz del sol no había conseguido desteñir el yeso pintado.

Vio a un hombre arrodillado junto a la cama, revolviendo una caja en la que su abuela guardaba los viejos uniformes militares. El hombre se puso en pie de un salto al ver a Scarlet y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra la baja viga de roble que cruzaba el techo.

Scarlet creyó que se desmayaba. Le costó reconocerlo, habían pasado muchos años desde la última vez que lo había visto, aunque por lo que había envejecido podría haberse tratado de siglos. Una barba poblaba en ese momento una mandíbula que ella solo conocía perfectamente afeitada, y llevaba el pelo enmarañado y apelmazado por un lado y de punta por el otro. Estaba pálido y demacrado, como si no hubiera comido en semanas.

—¿Papá?

El hombre estrechó contra su pecho una chaqueta de vuelo de color azul.

—¿Qué haces aquí? —Scarlet volvió a mirar el caos que la rodeaba, con el pulso acelerado—. ¿Qué estás haciendo?

—Tiene que haber algo —dijo él, con la voz ronca por el desuso—. Lo ha escondido. —Miró la chaqueta detenidamente y la arrojó a la cama antes de volver a arrodillarse para rebuscar en la caja—. Tengo que encontrarlo.

—¿Qué tienes que encontrar? ¿De qué estás hablando?

—Se ha ido —musitó—. No va a volver. No lo sabrá nunca y yo… Tengo que encontrarlo. Tengo que saber por qué.

El olor a coñac llegó hasta ella, y el corazón se le endureció al instante. No sabía cómo se había enterado de la desaparición de su abuela, su propia madre, pero que asumiera con tanta facilidad, con tanta rapidez, que no quedaba ninguna esperanza, que pensara que tenía derecho a algo de su abuela después de haberlas abandonado, después de tantos años sin una sola com, y que apareciera así, de pronto, borracho, y empezara a revolver las cosas de su abuela…

De no haber estado también enfadada con la policía, Scarlet no habría dudado ni un segundo en llamarla.

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera de nuestra casa!

Sin dejarse amedrentar por sus gritos, su padre empezó a devolver el revoltijo de ropa a la caja.

Scarlet rodeó la cama con el rostro encendido, lo asió del brazo y tiró de él para que se pusiera en pie.

—¡Que te estés quieto!

El hombre siseó entre dientes y cayó hacia atrás sobre las viejas tablas de madera. Se alejó de ella como lo haría un perro rabioso, llevándose la mano al lugar por donde lo había agarrado, con la mirada de un demente.

Scarlet retrocedió, sorprendida, antes de cerrar los puños y ponerse en jarras.

—¿Qué te pasa en el brazo?

El hombre no contestó y continuó protegiéndoselo contra el pecho.

Scarlet apretó los dientes, se dirigió hacia él con paso decidido y lo asió por la muñeca. Su padre chilló e intentó zafarse, pero ella no tenía intención de soltarlo y le subió la manga hasta el codo de un tirón. Scarlet lo soltó con un grito ahogado, aunque él dejó el brazo colgando en el aire, como si se hubiera olvidado de apartarlo.

Tenía toda la piel cubierta de quemaduras. Círculos perfectos dispuestos en una hilera perfecta. Hileras y más hileras le cubrían el antebrazo desde la muñeca hasta el codo. Algunas brillaban debido al tejido cicatrizado, otras estaban calcinadas y ampolladas, y en la muñeca se veía una costra donde en su día le habían implantado el chip de identidad.

Scarlet sintió que se le revolvía el estómago.

Con la espalda contra la pared, su padre enterró el rostro en el colchón, lejos de Scarlet, lejos de las quemaduras.

—¿Quién te ha hecho eso?

El hombre dejó caer el brazo y se hizo un ovillo, pero no contestó.

Scarlet se separó de la pared y corrió al baño del pasillo, de donde regresó un instante después con un tubo de ungüento y una venda enrollada. Su padre no se había movido.

—Ellos me obligaron —susurró el hombre, algo más calmado.

Scarlet le apartó el brazo de la barriga con sumo cuidado y, a pesar de que le temblaban las manos, empezó a vendárselo con suma delicadeza.

—¿Quién te obligó a hacer qué?

—No pude escapar —prosiguió el hombre, como si no la hubiera oído—. Me hicieron muchas preguntas, y yo no sabía. No sabía qué querían. Intenté contestar, pero no sabía…

Scarlet levantó la vista cuando su padre ladeó la cabeza hacia ella y se quedó mirando fijamente las mantas desordenadas. Tenía los ojos anegados en lágrimas. Su padre… llorando. Aquello le resultó incluso más impactante que las quemaduras, y la opresión que sintió en el pecho la obligó a detenerse a mitad del antebrazo. En ese momento comprendió que no conocía a aquella piltrafa de hombre. Lo que tenía delante no era más que el envoltorio de su padre, su carismático, egoísta y ruin padre.

La rabia y el odio que la habían embargado hacía apenas unos minutos se había transformado en una profunda y sincera lástima.

¿Qué podía haberle ocurrido?

—Me dieron el atizador —insistió el hombre, con los ojos muy abiertos y la mirada perdida.

—¿Te lo… dieron? ¿Por qué…?

—Y me llevaron ante ella. Entonces comprendí que era ella quien tenía las respuestas. Ella tenía la información. Querían algo de ella. Pero se limitó a mirar… a mirar cómo me lo hacían y lloraba… y le hicieron las mismas preguntas, pero, aun así, se negó a contestar. —De pronto se interrumpió, con el rostro encendido por un arranque de ira repentina—. Les dejó que me hicieran esto.

Scarlet terminó de vendarle el brazo, haciendo grandes esfuerzos para tragar saliva, y se apoyó contra el colchón al notar que empezaban a temblarle las piernas.

Grand-mère? ¿La has visto?

Al instante, su padre se volvió hacia ella, otra vez como un demente.

—Me retuvieron una semana y luego me soltaron, sin más. Ya habían averiguado que yo no significaba nada para ella. Que no iba a claudicar por mí.

Sin previo aviso, adelantó el cuerpo y se acercó a Scarlet avanzando de rodillas. La asió por los brazos y, aunque ella intentó zafarse, su padre la tenía cogida con tanta fuerza que le clavaba las uñas.

—¿De qué se trata, Scar? ¿Qué es eso tan importante? ¿Qué es eso más importante que su propio hijo?

—Papá, tienes que calmarte. Dime dónde está. —Las preguntas se agolpaban en su mente—. ¿Dónde está? ¿Quién la tiene? ¿Por qué?

Su padre la escudriñó con atención, presa del pánico, tembloroso. Despacio, sacudió la cabeza y bajó la mirada al suelo.

—Esconde algo —masculló—. Quiero saber qué es. ¿Qué es lo que esconde, Scar? ¿Dónde está?

Se volvió para rebuscar en un cajón de viejas camisas de algodón que tenía todo el aspecto de haber sido registrado ya. Sudaba copiosamente, y tenía el pelo empapado alrededor de las orejas.

Scarlet se agarró al bastidor de la cama para levantarse y sentarse en el colchón.

—Papá, por favor. —Intentó que sus palabras sonaran tranquilizadoras, aunque el corazón le latía con tanta fuerza que le dolía el pecho—. ¿Dónde está la abuela?

—No lo sé. —Clavó las uñas en el espacio que quedaba entre el zócalo y la pared—. Yo estaba en un bar, en París. Debieron de echarme algo en la bebida, porque lo siguiente que recuerdo es que desperté en una habitación a oscuras. Olía a humedad, a moho. —Olisqueó el aire—. También me drogaron cuando me soltaron. Estaba en aquella habitación y, de pronto, aparecí aquí. Me he despertado en el maizal.

Scarlet se estremeció y se pasó las manos por el pelo hasta que se le trabaron en los rizos. Lo habían llevado hasta allí, al mismo lugar donde habían secuestrado a su abuela. ¿Por qué? ¿Esa gente sabía que Scarlet era el único familiar que aquel hombre tenía? ¿Acaso creían que era la persona idónea para cuidar de él?

Aquello no tenía sentido. Era evidente que no les importaba el bienestar de su padre, así que ¿qué ocurría? ¿Dejarlo allí era un mensaje para ella? ¿Una amenaza?

—Intenta recordar lo que puedas —dijo, con la voz ligeramente teñida de desesperación—. Sobre la habitación o sobre cualquier cosa que dijeran. ¿Llegaste a verlos? ¿Podrías describírselos a la policía? Lo que sea.

—Estaba drogado —insistió él, aunque frunció el entrecejo, como si intentara concentrarse. Hizo el ademán de ir a tocarse las quemaduras, pero luego dejó caer la mano sobre el regazo—. No podía verlos.

Scarlet tuvo que reprimir las ganas de zarandearlo y gritarle que se esforzara un poco más.

—¿Te vendaron los ojos?

—No. —Entornó la mirada—. No me atrevía a abrirlos.

La chica empezó a sentir el escozor de las lágrimas de frustración y echó la cabeza hacia atrás, tratando de calmarse. Sus peores temores, el horrible pálpito, eran ciertos.

Habían secuestrado a su abuela. Y no solo la habían secuestrado, sino que sus captores eran gente despiadada y cruel. ¿Estarían haciéndole daño, como se lo habían hecho a su hijo? ¿Qué serían capaces de hacerle? ¿Qué querían?

¿Un rescate?

Pero ¿por qué todavía no le habían pedido nada? Además, ¿por qué se habían llevado a su padre además de a su abuela y luego lo habían soltado? Nada de todo aquello tenía sentido.

El terror enturbió sus pensamientos al imaginar las posibilidades: tortura, quemaduras, habitaciones oscuras…

—¿Qué querías decir con eso de que ellos te obligaron? ¿A qué te obligaron?

—A quemarme —susurró su padre—. Me dieron el atizador.

—Pero ¿cómo…?

—Muchas preguntas. No lo sé. No conocí a mi padre. Ella no habla de él. No sé qué hace aquí, en esta casa tan antigua. Ni qué ocurrió en la luna. No sé qué esconde… esconde algo.

Levantó las mantas que había sobre la cama, sin fuerzas, y miró desganado bajo las sábanas.

—Lo que dices no tiene sentido —dijo Scarlet, con voz entrecortada—. Tienes que esforzarte más, tienes que recordar algo.

Un largo, interminable silencio. Fuera, las gallinas volvían a cloquear mientras sus patas escamosas arañaban la grava.

—Un tatuaje.

Scarlet frunció el ceño.

—¿Qué?

El hombre se llevó un dedo a una de las quemaduras de la cara interior del brazo, justo por debajo del codo.

—El que me dio el atizador tenía un tatuaje. Aquí. Letras y números.

Scarlet empezó a ver lucecitas y se cogió a la colcha arrugada, creyendo por un momento que iba a desmayarse.

Letras y números.

—¿Estás seguro?

—O… Ele… —Sacudió la cabeza—. No lo recuerdo. Había más.

A Scarlet se le secó la boca sintiendo que el odio sustituía al mareo. Conocía ese tatuaje.

Había fingido que era amable con ella. Había fingido que solo necesitaba un trabajo decente.

Cuando —¿qué?, ¿horas?— antes había estado torturando a su padre mientras retenía a su abuela.

Y ella había estado a punto de confiar en él. El tomate, las zanahorias… creía estar ayudándolo. Por todas las estrellas del firmamento, incluso había tonteado con él cuando él sabía lo que ocurría desde el principio. También recordó esos instantes en que algo parecía divertirlo, el brillo en su mirada, y sintió que se le revolvía el estómago. Había estado riéndose de ella.

Le zumbaban los oídos. Miró a su padre, que estaba dándoles la vuelta a los bolsillos de unos pantalones que su abuela seguramente no llevaba desde hacía veinte años.

La sangre se le subió a la cabeza al ponerse en pie, pero hizo caso omiso y se dirigió con decisión a un extremo de la habitación para recoger el portavisor de su abuela, que su padre había tirado al suelo.

—Ten —dijo, lanzando el visor a la cama—. Voy a la granja de los Morel. Si de aquí a tres horas no he vuelto, llama a la policía.

Confuso, su padre alargó la mano y cogió el aparato.

—Creía que los Morel habían muerto.

—¿Estás escuchándome? Quiero que cierres las puertas con llave y que no salgas. Tres horas y luego llamas a la policía. ¿De acuerdo?

Una vez más, el hombre sucumbió a esa expresión infantil y asustada.

—No salgas ahí fuera, Scar. ¿No lo entiendes? Me utilizaron de cebo con ella, y tú serás la siguiente. También irán a por ti.

Scarlet apretó los dientes y se subió la cremallera de la sudadera hasta la barbilla.

—Eso si no los encuentro yo antes.

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