Scarlet

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Libro primero » Capítulo siete

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Capítulo siete

El grupo de iconos que aparecía en el portavisor del emperador Kai crecía por momentos, y no solo porque hubiera toneladas de documentos que el nuevo monarca debía leer y firmar, sino porque no estaba poniendo demasiado interés en leer o firmar ninguno de ellos. Con los dedos enterrados en el pelo y observando sin entender la pantalla que se había alzado de la mesa, contemplaba con angustia creciente cómo se multiplicaban los iconos.

Debería haber estado durmiendo, pero, tras incontables horas con la mirada perdida en las sombras del techo, al final se había dado por vencido y había decidido sentarse ante la mesa de despacho para hacer algo productivo. Necesitaba distraerse. Con lo que fuera.

Tanto daba mientras consiguiera apartar de su mente los pensamientos a los que no paraba de dar vueltas.

Sin embargo, de nada le valían sus buenas intenciones.

Inspiró profundamente y echó un vistazo a la habitación vacía. Se suponía que era el despacho de su padre, aunque a él le parecía demasiado extravagante para trabajar. Tres farolillos recargados y adornados con borlas colgaban de un techo rojo y dorado, decorado con elegantes dragones pintados a mano. En la pared de la izquierda había una chimenea holográfica y, en el otro extremo de la habitación, varios muebles tallados en ciprés creaban una zona de descanso alrededor de una pequeña barra. Junto a la puerta podían verse varios marcos de fotos donde se proyectaban vídeos mudos en los que aparecía su madre, unas veces acompañada por el propio Kai en distintos momentos de su vida y, otras, los tres juntos.

Nada había cambiado desde la muerte de su padre, salvo el dueño de la habitación.

Y tal vez el olor. Kai recordaba la fragancia de la loción para después del afeitado de su padre, pero ahora lo único que se percibía era el fuerte tufo a productos químicos y lejía, residuos del equipo de limpieza que había estado desinfectando la habitación después de que su padre hubiera contraído la letumosis, la peste que ya se había cobrado cientos de miles de vidas en toda la Tierra solo en la última década.

Kai desvió su atención de las fotos al pequeño pie metálico que descansaba en la esquina del escritorio, con las articulaciones manchadas de grasa, y que parecía atraerlo como un imán. Igual que en una ruleta, sus pensamientos volvieron a dar un giro completo.

Linh Cinder.

Con un nudo en el estómago, dejó el lápiz táctil que había estado empuñando y alargó la mano hacia el pie, pero sus dedos se detuvieron antes de tocarlo.

Le pertenecía a ella, a la joven y guapa mecánica del mercado. A la chica con quien le resultaba tan fácil hablar. Una persona tan auténtica que no fingía ser algo que no era.

O eso era lo que él había creído.

Sus dedos se cerraron en un puño y se echó hacia atrás, deseando tener a alguien con quien poder hablar.

Sin embargo, su padre ya no estaba. Y el doctor Erland tampoco, puesto que había presentado su dimisión y se había marchado sin despedirse.

Estaba Konn Torin, el consejero de su padre y ahora también el suyo. Pero Torin, con su diplomacia y lógica irrenunciables, no lo entendería. Ni siquiera él mismo estaba seguro de saber lo que sentía cuando pensaba en Cinder. Linh Cinder, que le había mentido en todo.

Una ciborg.

Kai era incapaz de apartar de su mente el recuerdo de la joven tirada en el suelo al pie de la escalera que daba al jardín, con un pie separado de la pierna y una mano metálica al rojo vivo que había fundido los restos de un guante de seda… unos guantes que él le había regalado.

Tendría que haberle repugnado. Y cada vez que lo recordaba, intentaba sentirse repugnado por los cables, de los que saltaban chispas, o por los nudillos cubiertos de grasa, o por saber que los receptores neuronales que enviaban y recibían mensajes a su cerebro eran artificiales. Era antinatural. Lo más probable era que se tratara de una obra de caridad, y se preguntó si su familia habría costeado la operación o si la habría financiado el gobierno. Se preguntó quién se había compadecido de ella hasta el punto de decidirse a darle una segunda oportunidad en la vida después de los estragos que debió de haber sufrido su cuerpo. Se preguntó qué habría causado aquellos estragos o si ya había nacido así.

Se hacía las mismas preguntas una y otra vez, y sabía que lo normal hubiera sido que la falta de respuestas lo inquietara.

Sin embargo, no era así. Que fuera una ciborg no era lo que le había revuelto el estómago.

En realidad, su repugnancia había comenzado en el momento en que su imagen había parpadeado como si fuera una telerred estropeada. En un abrir y cerrar de ojos, Cinder había dejado de ser la ciborg desvalida y empapada por la lluvia, y se había convertido en la joven más hermosa que hubiera visto jamás. Era deslumbradora e increíblemente bella, con una piel tersa, morena, unos ojos vivaces y una expresión tan cautivadora que estuvieron a punto de fallarle las piernas.

El atractivo de su hechizo lunar había sido incluso más poderoso que el de la reina Levana, y su belleza era hiriente.

Kai sabía que solo había sido eso: el hechizo de Cinder, perdiendo y ganando intensidad mientras él la contemplaba desde allí arriba, intentando comprender lo que veía.

Lo que no sabía era cuántas veces lo había hechizado antes. Cuántas veces lo había engañado. Cuántas veces se había burlado de él y lo había hecho pasar por un tonto.

¿O era posible que la chica del mercado, sucia y despeinada, fuera la verdadera Cinder? La joven que había arriesgado su vida para ir al baile y advertir a Kai, a pesar del pie biónico que arrastraba…

—¿Qué más da? —dijo en voz alta, mirando el pie desconectado.

Quienquiera que fuera Cinder Linh, había dejado de ser su problema. La reina Levana no tardaría en regresar a Luna y se la llevaría consigo como prisionera. Era el trato al que habían llegado.

En el baile, se había visto obligado a elegir y había rechazado la propuesta de la alianza matrimonial de Levana de manera definitiva. No estaba dispuesto a permitir que su pueblo tuviera que someterse al yugo de una emperatriz cruel, y Cinder había sido su última baza. La paz a cambio de la ciborg. La libertad de su pueblo a cambio de la joven lunar que había osado desafiar a su reina.

Resultaba imposible saber cuánto tiempo duraría el acuerdo. Levana se había negado a firmar el tratado de paz que ratificaría la alianza entre Luna y la Unión Terrestre. El deseo de la reina de convertirse en emperatriz o conquistadora no se vería saciado con el sacrificio de una joven insignificante.

Además, la próxima vez, Kai dudaba de que tuviera algo más que ofrecerle.

Se estrujó el pelo con la mano y devolvió su atención a la enmienda que tenía en la pantalla. Leyó la primera frase tres veces, esperando que las palabras se le quedaran grabadas en la cabeza. Tenía que concentrarse en otra cosa, lo que fuera, con tal de olvidar esas preguntas interminables que estaban volviéndolo loco.

Una voz anodina interrumpió sus pensamientos, y dio un respingo.

—El consejero real Konn Torin y el presidente de Seguridad Nacional, Huy Deshal, solicitan permiso para entrar.

Kai consultó la hora: las 06.22.

—Permiso concedido.

La puerta del despacho se abrió con un susurro. Ambos vestían con propiedad, aunque Kai jamás los había visto tan desaliñados. Era evidente que acababan de levantarse, aunque, por las ojeras que Torin lucía, sospechaba que tampoco había conseguido descansar mucho más que él.

Kai se puso en pie para saludarlos, pulsando la esquina de la pantalla para que volviera a ocultarse en la mesa.

—Veo que los dos habéis madrugado.

—Su Majestad Imperial —dijo el presidente Huy, con una profunda reverencia—. Celebro encontraros levantado. Lamento informaros de que se ha registrado un fallo de seguridad que exige vuestra atención inmediata.

Kai se quedó helado, imaginando ataques terroristas, manifestantes fuera de control… La reina Levana declarando la guerra.

—¿Qué? ¿Qué ha ocurrido?

—Se ha producido una fuga en la cárcel de Nueva Pekín —contestó Huy—. Hace aproximadamente cuarenta y ocho minutos.

Kai sintió cómo se le contraían los músculos de los hombros y se volvió hacia Torin.

—¿Una fuga?

—Dos presos han escapado.

Kai apoyó las puntas de los dedos en la mesa.

—¿No disponemos de algún tipo de protocolo para este tipo de casos?

—Por regla general, así es. Sin embargo, se trata de un caso excepcional.

—¿Y cómo es eso?

Las arrugas se acentuaron alrededor de los labios de Huy.

—Uno de los fugados es Linh Cinder, Majestad. La fugitiva lunar.

El mundo se le vino encima. La mirada de Kai se vio atraída hacia el pie biónico, pero la apartó de inmediato.

—¿Cómo ha ocurrido?

—Tenemos un equipo analizando las grabaciones de seguridad para poder determinar exactamente el método empleado. Creemos que habría podido hechizar a un guardia y persuadirlo para que la trasladara a un ala distinta de la prisión. Desde allí, habría conseguido acceder al sistema de ventilación. —Súbitamente incómodo, Huy alzó dos bolsas transparentes. Una contenía una mano biónica y la otra un chip pequeño y manchado de sangre reseca—. Esto es lo que hemos encontrado en su celda.

Kai abrió la boca para decir algo, pero no encontró las palabras, mudo de asombro ante lo que veían sus ojos. El miembro amputado lo intrigaba y desconcertaba a partes iguales.

—¿Eso es su mano? ¿Por qué iba a hacer algo así?

—Todavía no disponemos de toda la información. Sabemos, sin embargo, que consiguió abrirse camino hasta la zona de carga de la prisión. Estamos trabajando para asegurar todas las posibles vías de escape.

Kai se acercó a las ventanas que cubrían la pared del suelo al techo y que daban a los jardines occidentales de palacio. La hierba susurrante resplandecía con el rocío de la mañana.

—Majestad —dijo Torin, interviniendo por primera vez—, si me permitís la sugerencia, deberíais destinar refuerzos militares a la localización y recuperación de los fugitivos.

Kai se masajeó la frente.

—¿Militares?

Torin habló con suma calma.

—Os conviene hacer todo lo que esté en vuestra mano para recuperarla.

A Kai le costó tragar saliva. Sabía que Torin tenía razón. Cualquier vacilación sería considerada una señal de debilidad y era posible que incluso diera a entender que estaba involucrado en la fuga. A la reina Levana no le haría ninguna gracia.

—¿Quién es el otro fugitivo? —preguntó, intentando ganar tiempo mientras trataba de hacerse una idea del verdadero alcance de la gravedad de la situación. Cinder… una lunar, una ciborg, una fugitiva a la que no había hecho otra cosa que condenar a muerte.

«Fugada».

—Carswell Thorne —dijo Huy—, un excadete de las fuerzas aéreas de la República Americana. Desertó de su puesto hace catorce meses tras robar una nave de carga militar. En estos momentos no se lo considera peligroso.

Kai regresó junto a la mesa y vio que el expediente de los fugados había sido transferido a la pantalla. Frunció el ceño algo más, si cabía. Tal vez no se lo considerara peligroso, pero sí era joven e indiscutiblemente atractivo. En la foto, el interno aparecía guiñando un ojo a la cámara con cierta frivolidad. Kai le cogió ojeriza de inmediato.

—Majestad, debéis tomar una decisión —insistió Torin—. ¿Dais vuestro permiso para enviar refuerzos militares con el fin de capturar a los fugitivos?

Kai se puso tenso.

—Sí, por supuesto, si crees que la situación lo exige.

Huy dio un taconazo y se dirigió a la puerta.

Kai estuvo tentado de hacerle dar media vuelta mientras miles de preguntas se agolpaban en su cabeza. Quería que el mundo aminorara el paso y le diera tiempo para procesar todo aquello, pero los dos hombres se habían ido antes de que un «esperad» vacilante abandonara sus labios.

La puerta se cerró y volvió a encontrarse solo. Le echó un breve vistazo al pie abandonado de Cinder antes de desplomarse sobre la mesa y apoyar la frente contra la fría pantalla de la telerred.

Sin poder remediarlo, se imaginó a su padre allí sentado, tomando las riendas de la situación, y supo que él ya estaría enviando coms en su lugar y haciendo todo lo posible para encontrar a la chica y detenerla, porque aquello era lo mejor para la Comunidad.

Sin embargo, Kai no era su padre. No era tan desinteresado.

Sabía que estaba mal, pero no pudo evitar desear que, donde fuera que Cinder hubiera ido, no la encontraran jamás.

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