Scarlet

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Capítulo ocho

Efectivamente, todos los Morel habían muerto. La granja llevaba siete años vacía desde que, uno tras otro, en cuestión de un solo mes habían trasladado a los padres y a sus seis hijos a las cuarentenas de Toulouse. Atrás había quedado una colección de edificios que se venían abajo —la casa, el granero, un gallinero—, junto con varias hectáreas de campos de cultivo abandonadas a su suerte. Un establo de techo acampanado, que en su tiempo había albergado tractores y balas de heno, continuaba intacto y se alzaba solitario en medio de un campo de trigo descuidado.

Una funda de almohada vieja y polvorienta, teñida de negro, seguía ondeando en el porche delantero de la casa a modo de advertencia para que los vecinos se mantuvieran alejados del hogar infectado. Durante años, había cumplido su cometido, hasta que los matones que organizaban las peleas habían dado con ella y habían decidido agenciársela.

Las peleas ya habían empezado cuando Scarlet llegó. La chica envió una com apresurada a la comisaría de Toulouse desde su nave, calculando que, con lo inútiles que eran, pasarían al menos veinte o treinta minutos antes de que respondieran. El tiempo justo para obtener la información que necesitaba antes de que Lobo y el resto de aquellos marginados fueran detenidos.

Inspiró profundamente el aire helado de la noche varias veces, lo cual no consiguió calmar su pulso acelerado, y se dirigió con paso decidido hacia el establo abandonado.

Una multitud crispada gritaba hacia un cuadrilátero construido sin demasiado esmero donde un hombre golpeaba la cara de su oponente, descargando el puño una y otra vez con una tenacidad espeluznante. La sangre empezó a manar de la nariz del rival. El público rugió, animando al luchador que parecía llevar las de ganar.

Scarlet rodeó a los asistentes, manteniéndose cerca de las paredes inclinadas. Todas las superficies que quedaban al alcance estaban cubiertas de grafiti de colores vivos, y un manto de paja, tan pisoteada que casi había quedado reducida a polvo, alfombraba el suelo. Varias ristras de bombillas baratas pendían de cables de un color naranja chillón, aunque muchas parpadeaban y amenazaban con fundirse. El caldeado ambiente estaba impregnado del olor a sudor, a humanidad y a un aroma de campo que desentonaba.

Scarlet no esperaba encontrarse con tanta gente. Calculaba que habría más de doscientas personas, y no conocía a nadie. Aquella gente no era de la pequeña ciudad de Rieux, de modo que supuso que muchos procederían de Toulouse. Vio varios piercings, tatuajes y modificaciones quirúrgicas. Pasó junto a una chica con el pelo teñido como una cebra y junto a un hombre con una correa de la que tiraba una escoltandroide curvilínea. Incluso había varios ciborgs entre el público, una rareza acentuada por el hecho de que ninguno de ellos se molestaba en ocultar su condición. Había de todo, desde brillantes brazos metálicos a relucientes ojos negros que sobresalían de las cuencas. Scarlet tuvo que mirar dos veces al pasar junto a un hombre con una pequeña telerred implantada en el bíceps flexionado que iba riéndose del estirado presentador de noticias que aparecía en la pantallita.

De pronto, el público lanzó un rugido, gutural y satisfecho. Un hombre, que llevaba tatuada la espalda con una columna vertebral y una caja torácica, había quedado en pie en el cuadrilátero. Desde donde estaba, Scarlet no veía a su oponente, el cual quedaba oculto tras la densa multitud de espectadores.

La chica se metió las manos en los bolsillos de la sudadera y continuó buscando entre aquellos rostros desconocidos de gustos tan estrafalarios. Iba llamando la atención con sus sencillos vaqueros de rodillas desgastadas y la andrajosa sudadera roja que su abuela le había regalado hacía años. Por lo general, su atuendo le servía de camuflaje en una ciudad donde poca gente daba importancia a lo que uno llevaba puesto, pero en ese momento parecía disfrazada de camaleón en una habitación llena de dragones de Komodo. Fuese a donde fuese, la gente se volvía con curiosidad, aunque, con una terquedad inquebrantable, ella les devolvía la mirada y continuaba buscando.

Alcanzó el otro extremo del edificio, donde seguían apilados los cajones de plástico y metal, sin haber visto a Lobo. Retrocedió hasta un rincón para poder observar mejor lo que ocurría a su alrededor y se puso la capucha, que le tapaba la cara. La pistola se le clavaba en la cadera.

—Has venido.

Scarlet dio un respingo. Lobo había aparecido repentinamente a su lado, surgido del grafiti como por arte de magia. Los parpadeos polvorientos de las bombillas se reflejaban en sus ojos verdes.

—Disculpa —dijo, y retrocedió un paso arrastrando los pies—. No pretendía asustarte.

Scarlet no contestó. Entre las sombras, solo conseguía distinguir el contorno de ese tatuaje al que tan poca importancia había dado pocas horas antes y que en esos momentos ardía en su memoria.

«El que me dio el atizador tenía un tatuaje…».

Sintió que se le encendía el rostro; la rabia que había enterrado en aras de una calma mucho más provechosa afloraba a la superficie. Acortó la distancia que los separaba y lo golpeó en el pecho con el puño cerrado, sin importarle que el tipo le sacara una cabeza. El odio la hizo sentir capaz de aplastarle el cráneo entre las manos.

—¿Dónde está?

Lobo no se inmutó y continuó con los brazos colgando a ambos lados.

—¿Quién?

—¡Mi abuela! ¿Qué habéis hecho con ella?

Pestañeó, confuso e intrigado, como si la chica estuviera hablándole en un idioma que le costaba traducir.

—¿Tu abuela?

A Scarlet le rechinaron los dientes, y volvió a hundir el puño en su pecho, esta vez con más fuerza. Lobo torció el gesto, aunque parecía que más por la sorpresa que por el dolor.

—Sé que fuiste tú. Sé que te la llevaste y que la retienes en algún sitio. ¡Sé que fuiste tú quien torturó a mi padre! No sé qué intentas demostrar, pero quiero que vuelva y lo quiero ya.

Lobo lanzó una mirada furtiva por encima de la cabeza de la chica.

—Lo siento… Me esperan en el cuadrilátero.

Con el pulso palpitándole en las sienes, Scarlet lo asió por la muñeca y sacó la pistola con un solo movimiento. A continuación, le apoyó el cañón contra el tatuaje.

—Mi padre vio el tatuaje, a pesar de que intentasteis mantenerlo drogado, y me cuesta creer que exista otro idéntico a este y que tú aparecieras en mi vida por casualidad el mismo día que los secuestradores de mi padre lo soltaran después de haberlo torturado toda una semana.

Por su mirada, por fin dio la impresión de saber de qué le hablaba, pero a su expresión le siguió un profundo ceño que acentuó la pálida cicatriz que tenía junto a la boca.

—Alguien secuestró a tu padre… y a tu abuela —dijo, despacio—. Alguien con un tatuaje como el mío. ¿Y hoy han soltado a tu padre?

—¿Crees que soy imbécil? —chilló Scarlet—. ¿De verdad quieres hacerme creer que no tienes nada que ver?

Lobo volvió a echar un vistazo al cuadrilátero, y ella le apretó la muñeca, aunque él no dio muestras de tener la intención de echarse a andar.

—Hace semanas que voy a diario a la Taberna Rieux, pregunta a los camareros, y me paso aquí todas las noches. Habla con quien quieras.

Scarlet frunció el entrecejo.

—Perdona si la gente de por aquí no acaba de parecerme demasiado digna de confianza.

—No lo es, pero me conoce —contestó él—. Mira, ya lo verás.

Lobo intentó zafarse de ella dando medio giro, pero Scarlet se volvió con él y la capucha le cayó hacia atrás. Le clavó las uñas.

—No vas a irte hasta que…

Se interrumpió, vuelta hacia toda la gente que había junto al cuadrilátero.

Todo el mundo los miraba, algunos incluso repasaban a Scarlet de arriba abajo con evidente satisfacción.

El hombre que se apoyaba en las cuerdas del cuadrilátero, sonriendo con socarronería, enarcó las cejas al ver que había llamado la atención de Lobo y Scarlet.

—Parece que esta noche el lobo ha encontrado un tierno bocado —comentó. Los altavoces colgados en alguna parte amplificaron su voz.

Detrás de él esperaba otro hombre, que miraba a Scarlet con lascivia. Le sacaba una cabeza y doblaba en anchura al tipo que había hablado, y estaba completamente calvo. Dos hileras de dientes de oso implantados en su cuero cabelludo como si se tratara de una mandíbula abierta reemplazaban el pelo.

—¡Creo que me la llevaré a casa después de haberle destrozado la cara bonita a su perro!

El público rio la fanfarronada, acompañándola de silbidos y chiflidos. Alguien próximo a ellos le preguntó a Lobo si tenía miedo de poner su suerte a prueba.

Imperturbable, Lobo se volvió hacia Scarlet.

—Está invicto —dijo, a modo de explicación—, pero yo también.

Molesta porque pudiera pensar que le importaba en lo más mínimo, Scarlet inspiró hondo.

—He llamado a la policía y llegará de un momento a otro. Si me dices dónde está mi abuela, podrás irte, incluso podrás avisar a tus amigos si quieres. No te dispararé ni le diré nada de ti a la policía. Solo… solo dime dónde está. Por favor.

Lobo la miró, tranquilo a pesar de la creciente agitación del público, que había empezado a corear algo, aunque la sangre que se agolpaba en los oídos de Scarlet amortiguaba las palabras. Por un segundo, pensó que Lobo se desmoronaría. Iba a decírselo, y ella cumpliría su promesa hasta que encontrara a su abuela y la alejara de esos monstruos que se la habían llevado.

Luego, iría a por él. En cuanto su abuela estuviera a salvo en casa, daría con él, con él y con quien lo hubiera ayudado, y les haría pagar muy caro lo que habían hecho.

Tal vez Lobo advertía el rencor que le ensombrecía el rostro porque le tomó la mano y le soltó los dedos con delicadeza. Llevada por el instinto, Scarlet le hundió el cañón en las costillas, aunque sabía que no iba a disparar. No sin respuestas.

Lobo no parecía inquieto. Tal vez él también lo sabía.

—Creo que tu padre vio un tatuaje como el mío. —Inclinó la cabeza hacia ella—. Pero no era yo.

Se alejó de ella. Scarlet bajó el arma y dejó el brazo colgando a un lado mientras veía cómo la muchedumbre, que no había parado de gritar, se apartaba de su camino. Los espectadores parecían intimidados, aunque también entretenidos. La mayoría sonreía y se daban empujones unos a otros. Vio a varias personas moviéndose entre el público, escaneando muñecas mientras recogían las apuestas.

Tal vez nadie hubiera conseguido derrotarlo hasta entonces, pero estaba claro que casi todo el mundo confiaba en la victoria de su rival.

Scarlet cerró la mano con fuerza hasta que el dibujo impreso en la culata metálica le dejó una marca en la palma.

«Un tatuaje como el mío…».

¿Qué había querido decir?

Solo había intentado confundirla, decidió, viendo a Lobo saltar ágilmente las cuerdas del cuadrilátero, igual que un acróbata de circo. Demasiadas coincidencias.

¿Qué más daba? Le había dado una oportunidad, pero la policía no tardaría en llegar y lo detendría. Ella obtendría las respuestas que quería, de un modo u otro.

Superada por la frustración, devolvió la pistola a la cinturilla del pantalón. El latido de las sienes empezaba a debilitarse, y por fin consiguió distinguir lo que coreaba la gente.

«Hunter. Hunter. Hunter».

Mareada por el calor y la descarga de adrenalina, se volvió hacia la enorme puerta del edificio, cubierta de malas hierbas y tallos de trigo iluminados por la luna. En ese momento reparó en una mujer que llevaba el pelo muy corto y que parecía querer asesinarla, como una novia celosa. Scarlet le sostuvo la mirada antes de devolver su atención al cuadrilátero. Sin moverse del sitio, se puso la capucha y relegó su rostro a las sombras.

De pronto, todo el mundo se abalanzó hacia delante, y Scarlet se vio arrastrada por la marea, que la acercó al ring.

Hunter se había arrancado la camiseta y exhibía musculatura al tiempo que arengaba a la concurrencia. La hilera de dientes incrustados en la cabeza lanzaba destellos mientras corría de un lado al otro del cuadrilátero.

Lobo era alto, pero parecía un crío al lado de Hunter. Sin embargo, ahí estaba, impasible en su rincón, irradiando arrogancia con un pie sobre las cuerdas, como si estuviera holgazaneando.

Hunter caminaba de un lado al otro como un animal enjaulado sin prestarle atención. Gruñía. Maldecía. Llevaba al público al éxtasis.

«El que me dio el atizador…».

A Scarlet se le hizo un nudo en el estómago. Necesitaba a Lobo. Necesitaba respuestas. Aun así, en ese momento no le hubiera importado ver cómo lo hacían trizas sobre el cuadrilátero.

Lobo la miró de reojo, como si hubiera percibido su arranque de ira, y le cambió el semblante. La fanfarronería y la mofa desaparecieron.

Scarlet esperaba que su cara lo dijera todo para que a Lobo no le quedaran dudas de a quién apoyaba.

Un holograma se encendió con un parpadeo sobre la cabeza del locutor. Las palabras empezaron a rotar lentamente, sin dejar de titilar.

—Esta noche, nuestro campeón imbatido, ¡Hunter! —gritó el locutor. La gente rugió a su alrededor—, se enfrenta al recién llegado, también invicto, ¡Lobo!

Mezcla de abucheos y vítores. Resultaba evidente que no todo el mundo había apostado en su contra.

Scarlet apenas prestaba atención a lo que decían, concentrada en el holograma. Lobo [11]. Once victorias, supuso. Once peleas.

¿Once noches?

Su abuela llevaba diecisiete días desaparecida, pero su padre… ¿no había dicho que solo lo habían retenido una semana? Frunció el ceño, desconcertada por los cálculos.

—¡Esta noche hay lobo para cenar! —bramó Hunter.

Cientos de manos golpearon la plataforma como si hubiera estallado un trueno.

La concentración que delataba el rostro de Lobo se transformó en algo anhelante pero paciente.

El holograma emitió unos intensos destellos rojos y desapareció al tiempo que sonaba un bocinazo ensordecedor.

El mediador bajó de la plataforma y se inició la pelea.

Hunter lanzó el primer puñetazo. Scarlet ahogó un grito, casi no había podido seguir el movimiento, pero Lobo se agachó sin problemas y esquivó la sombra de Hunter.

Su oponente era extraordinariamente ágil para su tamaño, pero Lobo lo superaba en velocidad. El chico consiguió desviar una tanda de golpes, hasta que el puño de Hunter logró acertar y se oyó un crujido sobrecogedor. Scarlet retrocedió.

La gente estalló en gritos y empujones a su alrededor. El frenesí era palpable, la multitud pedía sangre.

Como si sus movimientos estuvieran coreografiados, Lobo dirigió una patada contundente al pecho de Hunter, y el suelo se estremeció con un golpe sordo y rotundo cuando este cayó de espaldas, aunque no tardó en levantarse de un salto. Lobo retrocedió poco a poco, a la espera. Un hilillo de sangre le caía de la boca, pero no parecía preocuparlo. Le brillaban los ojos.

Hunter atacó con renovado vigor. Lobo recibió un puñetazo en el estómago y se dobló sobre sí mismo con un gruñido antes de encajar un golpe que lo envió dando tumbos a las cuerdas del cuadrilátero hasta que clavó una rodilla en el suelo y se puso en pie antes de que a Hunter le hubiera dado tiempo a acercarse.

Sacudió la cabeza de un modo muy extraño, como si fuera un perro, y a continuación se agachó y plantó las poderosas manos en el suelo, a ambos lados, mirando fijamente a Hunter con una sonrisa siniestra.

Scarlet estrujó la cremallera de la sudadera entre sus dedos, preguntándose si aquel gesto era el que le había valido el apodo.

Cuando Hunter atravesó el cuadrilátero, abalanzándose sobre él como una locomotora, Lobo se apartó rápidamente y le propinó una patada en la espalda. Hunter cayó de rodillas. El público lo abucheó. Una patada circular, esta vez en la oreja, acabó derribándolo de costado.

Hunter hizo ademán de levantarse, pero Lobo lo golpeó en las costillas y volvió a caer al suelo. La gente estaba como loca, gritaba y lo acusaba de comportamiento antirreglamentario.

Lobo retrocedió para dar tiempo a que Hunter se pusiera en pie ayudándose de las cuerdas y recuperara su posición de ataque. Había un nuevo brillo en la mirada de Lobo, como si estuviera disfrutando, y al ver que se relamía la sangre que le caía de la boca, Scarlet hizo una mueca de asco.

Hunter volvió a la carga como un toro enfurecido. Lobo detuvo un puñetazo con el antebrazo y encajó otro en el costado, pero entonces lanzó el codo y alcanzó a Hunter en la mandíbula. En ese momento, Scarlet supo que había recibido el golpe anterior a propósito. Hunter trastabilló hacia atrás. Una patada en el pecho estuvo a punto de volver a derribarlo. Lobo le acertó en la nariz con el puño, y un chorro de sangre corrió por la barbilla de su adversario, que se dobló sobre sí mismo, con un gruñido, tras recibir un rodillazo en el costado.

Scarlet se estremecía con cada golpe, tenía el estómago revuelto. No lograba comprender cómo podía haber gente que soportara aquello y aún menos que disfrutara con ello.

Hunter cayó de rodillas, y Lobo apareció de pronto a su espalda, con el rostro crispado y las manos a ambos lados de la cabeza de Hunter.

«… me dio el atizador…».

Y ese hombre —ese monstruo— tenía a su abuela.

Scarlet se llevó las manos a la boca tratando de ahogar un grito, mientras sus oídos esperaban el crujido que certificaría que a Hunter le habían roto el cuello.

Lobo se quedó inmóvil y acto seguido se volvió hacia ella con un parpadeo. De pronto, la mirada asesina y despiadada se volvió confusa. Como si le sorprendiera verla allí. Sus pupilas se dilataron.

Scarlet ardía de indignación, repugnada. Deseaba apartar los ojos, salir corriendo, pero estaba clavada en el suelo.

En ese momento, Lobo retrocedió de un salto y dejó que Hunter se derrumbara sobre el cuadrilátero como un saco de patatas.

La bocina volvió a sonar. El público gritaba, una mezcla de vítores y abucheos, entusiasmo y rabia. Completamente entregado al ver al gran Hunter vencido. A nadie le importaba la crueldad gratuita o el hecho de haber estado a punto de presenciar un asesinato.

Cuando el mediador volvió a subir al cuadrilátero para anunciar a Lobo como el ganador, este desvió la mirada, le dio un empujón al hombre para que lo dejara pasar y salvó las cuerdas de un brinco. La gente se apartó a un lado, y Scarlet se vio arrastrada hacia el fondo. A duras penas consiguió mantener el equilibrio, a punto de ser arrollada por la gente que retrocedía arrastrando los pies.

Lobo bajó del cuadrilátero de un salto, impulsándose con las manos y los pies. A continuación, echó a correr hacia las puertas del recinto a toda velocidad y desapareció entre las hierbas plateadas.

Unos destellos rojizos y azulados se proyectaron en la distancia.

La gente volvió a cerrar filas, comentando lo que había sucedido entre confusa e intrigada. Por lo que se rumoreaba, todo el mundo estaba de acuerdo en que Lobo era un nuevo héroe, un tipo con el que había que tener mucho cuidado.

Poco después alguien más se percató de las luces, y el pánico hizo presa entre los asistentes a la pelea, que empezaron a lanzar amenazas a la policía antes de abalanzarse hacia la puerta y dispersarse por los campos de la granja abandonada.

Scarlet temblaba mientras se ponía la capucha y se unía a la desbandada general. No todo el mundo había echado a correr, alguien detrás de ella intentaba llamar al orden. Se oyeron un disparo y una risa demente. A unos pasos, la chica con el pelo teñido de cebra se había subido a una caja de transporte y apuntaba a los cobardes que pretendían huir de la policía, sin parar de reír.

Scarlet por fin logró salir y respirar un poco de aire limpio al tiempo que la reverberación de los gritos del almacén enmudecía. De pronto oyó las sirenas, mezcladas con el canto de los grillos. Ya en el camino de tierra, Scarlet giró en redondo, esquivando a la gente que intentaba abrirse paso a empujones.

No vio a Lobo por ninguna parte.

En ese momento creyó recordar que había doblado a la derecha, y ella había aparcado su nave a la izquierda. Tenía el pulso tan acelerado que le costaba respirar.

No podía marcharse. No había obtenido lo que había ido a buscar.

Intentó convencerse de que no había ningún problema: lo encontraría. Cuando pudiera concentrarse. Después de hablar con los inspectores y convencerlos para que siguieran a Lobo, lo encarcelaran y averiguaran adónde se había llevado a su abuela.

Se metió las manos en los bolsillos y se apresuró a rodear el edificio, en dirección a su nave.

De pronto, un aullido sobrecogedor la dejó helada. El rumor nocturno enmudeció, incluso las ratas de ciudad rezagadas se detuvieron a escuchar.

No era la primera vez que Scarlet oía un lobo salvaje merodeando por los campos que rodeaban las granjas, en busca de una presa fácil.

Sin embargo, nunca un aullido le había producido un escalofrío como aquel.

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