Scarlet

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Capítulo nueve

—¡Por favor, qué asco, quítamela, quítamela!

Cinder se volvió en redondo, apoyándose en las curvas y resbaladizas paredes de cemento, y dirigió el haz de luz hacia atrás. Thorne estaba retorciéndose como un poseso en el angosto túnel, dándose palmadas en la espalda mientras lanzaba una serie de maldiciones y grititos muy poco varoniles.

Enfocó la linternita hacia el techo y vio una marabunta de cucarachas correteando en todas direcciones. Se estremeció, pero se dio la vuelta y continuó avanzando.

—No es más que una cucaracha —dijo, a su espalda—. No va a matarte.

—¡Se me ha metido en el uniforme!

—¿Quieres bajar la voz? Hay una boca de alcantarilla justo ahí arriba.

—Por favor, dime que vamos a salir por ahí.

Cinder resopló con sorna, más preocupada por el mapa del sistema de alcantarillado que tenía en la cabeza que por los remilgos de su compañero. A pesar de que la idea de llevar una cucaracha por dentro del uniforme le daba repelús, pensó que era preferible a caminar por las aguas residuales que le llegaban al tobillo con un pie descalzo, y ella no se quejaba.

Al pasar por debajo de la boca de alcantarilla, Cinder se percató de que el rumor constante del agua se hacía más audible.

—Casi hemos llegado a la unión del conducto principal —dijo, impaciente por alcanzarlo.

En aquel túnel tan estrecho hacía más calor que en Marte y las piernas le ardían de caminar agachada tanto rato. Sin embargo, en ese momento un olor hediondo llegó hasta ella y se le revolvió el estómago. Era tan fuerte que estuvo a punto de tener arcadas.

No tardarían en avanzar por algo más que el agua de lluvia que se filtraba hasta allí.

—Oh, genial —rezongó Thorne—, dime que eso no es lo que creo que es.

Cinder arrugó la nariz y se concentró en respirar de manera superficial aquel aire asfixiante.

A medida que avanzaban por las aguas estancadas, el hedor se hacía más insoportable, hasta que por fin llegaron al colector general.

Cinder inspeccionó el túnel que corría por debajo de ellos con la linterna que llevaba incorporada en la mano, dirigiendo el haz hacia las viscosas paredes de cemento. El conducto principal era lo bastante amplio para que pudieran caminar erguidos. La luz se reflejó en un estrecho pasillo de rejilla metálica que corría a lo largo de la pared opuesta, lo bastante firme para aguantar a los empleados de mantenimiento y cubierto de excrementos de rata. Entre ellos y el pasillo fluía un río revuelto de aguas residuales de al menos dos metros de ancho.

Combatió una nueva arcada cuando el olor acre y hediondo de la alcantarilla le embotó la nariz, la garganta y los pulmones.

—¿Preparado? —preguntó, al tiempo que se adelantaba.

—Espera… ¿qué vas a hacer?

—¿A ti qué te parece?

Thorne se quedó atónito y bajó la vista hacia las aguas residuales, que apenas distinguía en la oscuridad.

—¿No llevas ninguna herramienta en esa mano llena de sorpresas con la que podamos cruzar?

Cinder lo fulminó con la mirada, ligeramente mareada a causa de las inspiraciones cortas y agitadas que su cuerpo hacía de manera instintiva.

—Ay, vaya, ¿cómo he podido olvidar mi garfio de escalada?

Se dio la vuelta con brusquedad, respiró de nuevo aquel aire hediondo y descendió hasta el riachuelo. Despachurró algo entre los dedos de los pies. La corriente batía contra sus piernas a medida que avanzaba; el agua le llegaba a los muslos. Encogiéndose de asco por dentro, Cinder atravesó el canal todo lo rápido que pudo, reprimiendo una arcada refleja. El peso del pie metálico la mantenía pegada al suelo e impedía que la corriente la tirara, por lo que no tardó en llegar al otro lado y subirse a la rejilla. Pegó la espalda contra la pared del túnel y se volvió hacia el supuesto capitán.

Thorne le miraba las piernas con un asco nada disimulado.

Cinder bajó la vista. El mono, de un blanco nuclear, estaba teñido de un color marrón verdoso y se le adhería a los muslos.

—¡Mira, puedes venir aquí o puedes volver y cumplir el resto de tu condena, como prefieras —le gritó, dirigiendo la linterna hacia él—, pero tienes que decidirte ya!

Tras una salva de maldiciones y escupitajos, Thorne empezó a vadear poco a poco las aguas residuales, con los brazos en alto. Continuó haciendo muecas de asco mientras avanzaba hasta que llegó junto a Cinder y se subió a la rejilla.

—Me está bien empleado por quejarme del jabón —masculló entre dientes, pegándose a la pared.

Cinder empezaba a clavarse la rejilla en el pie descalzo, de modo que traspasó todo su peso a la pierna biónica.

—De acuerdo, cadete. ¿Por dónde?

—Capitán.

Abrió los ojos y escudriñó el túnel en ambas direcciones, pero los conductos desaparecían en la oscuridad más allá de la escasa luz que se colaba por la boca de alcantarilla más próxima. Cinder reguló la intensidad del brillo de la linterna y la dirigió hacia la superficie espumosa del agua y las húmedas paredes de cemento.

—Está cerca del viejo parque Beihai —dijo Thorne, rascándose la barba—. ¿Por dónde se va?

Cinder asintió con la cabeza y se volvió hacia el sur.

Su reloj interno le informó de que no llevaban caminando más que veinte minutos, pero a ella le parecieron horas. La rejilla se le clavaba en el pie a cada paso. Los pantalones mojados se le pegaban a las pantorrillas, y había momentos en que el sudor que le corría por la espalda le hacía creer que se trataba de una araña que se le había colado dentro del uniforme y entonces se sentía culpable por haber sido tan dura antes con Thorne. A pesar de que no habían visto ninguna rata, las oía corretear por la infinita red de túneles que se extendía bajo la ciudad, ahuyentadas por la luz de la linterna.

Thorne iba hablando solo, tratando de engrasar su memoria oxidada. La nave estaba cerca del parque Beihai, de eso no había duda. En el polígono industrial. A menos de seis manzanas al sur de las vías de levitación magnética… bueno, tal vez a ocho manzanas.

—Estamos más o menos a una manzana del parque —anunció Cinder, deteniéndose junto a una escalera de mano metálica. En lo alto se veía un punto de luz—. Esto lleva a Yunxin Oeste.

—Yunxin me suena. Creo.

Cinder se armó de paciencia y empezó a subir.

Las barras metálicas de la escalera de mano se le clavaban en el pie, pero el aire se volvía dichosamente respirable a medida que ascendía. El zumbido de las vías de levitación magnética sustituyó el rumor del río subterráneo. Al alcanzar la tapa de registro, Cinder se detuvo un momento y prestó atención por si oía a alguien cerca de allí antes de darle un empujón y apartarla a un lado.

Un levitador pasó volando por encima de ellos.

Cinder se agachó, con el corazón desbocado. Cuando por fin se atrevió a asomar la cabeza, apenas un centímetro, vio unas luces silenciosas en lo alto del vehículo blanco. Era un levitador de emergencias. Recuerdos de androides armados con pistolas eléctricas de bloqueo de interfaz neuronal hicieron que se estremeciera de pies a cabeza antes de que el vehículo doblara una esquina y ella pudiera comprobar que llevaba una cruz roja en uno de los laterales. Era un levitador médico, no de la policía. La joven estuvo a punto de desplomarse del alivio.

Se encontraban en la antigua zona de almacenaje de la ciudad, cerca de las cuarentenas, así que era de esperar que se toparan con algún levitador médico.

Echó un vistazo en ambas direcciones a la calle desierta. Aunque todavía era temprano, ya empezaba a hacer calor, y caprichosos espejismos se elevaban de la calzada tras olvidar la torrencial tormenta de verano de dos noches atrás.

—Despejado.

Cinder se impulsó para salir a la carretera e inspiró profundamente el aire húmedo de la ciudad. Thorne la siguió. El uniforme blanco lanzaba destellos cegadores al sol, salvo las perneras, que seguían de un verde sucio y olían a alcantarilla.

—¿Por dónde?

Thorne se hizo visera con el antebrazo y escudriñó los edificios de cemento mientras daba una vuelta completa. Se volvió hacia el norte. Se rascó el cogote.

El optimismo de Cinder flaqueó.

—Dime que al menos te suena.

—Sí, claro, por supuesto —le aseguró, restándole importancia con un ademán de la mano—. Es que hace mucho tiempo que no venía por aquí.

—Pues esfuérzate un poco más y rapidito, porque yo diría que no pasamos precisamente desapercibidos.

Thorne echó a andar tras asentir con la cabeza.

—Por ahí.

Al cabo de cinco pasos, se detuvo, lo reconsideró y dio media vuelta.

—No, no, por aquí.

—Estamos muertos.

—No, ahora me acuerdo. Es por aquí.

—¿No tienes una dirección?

—Un capitán siempre sabe dónde está su nave. Es como un vínculo psíquico.

—Pues lástima que no haya ningún capitán por aquí.

Thorne obvió el comentario y echó a andar con absoluta seguridad. Cinder iba tres pasos por detrás de él, dando respingos cada vez que oía algo: la basura que cruzaba la calle empujada por el viento, un levitador que atravesaba una intersección a dos calles de allí… La luz del sol se reflejaba en las ventanas polvorientas de los almacenes.

Tres manzanas desiertas después, Thorne aminoró el paso y empezó a estudiar con atención la fachada de todos los edificios que iban dejando atrás, frotándose la barbilla.

Desesperada, Cinder decidió estrujarse los sesos en busca de un plan B.

—¡Allí!

Thorne atravesó la calle a la carrera, en dirección a un almacén idéntico a todos los que habían pasado, con puertas de persiana gigantescas y años de grafiti coloridos. Dobló la esquina del edificio e intentó abrir la puerta principal.

—Cerrada.

Cinder lanzó una maldición al ver el escáner de identidad junto al marco.

—Obviamente. —Se arrodilló y arrancó el panel frontal de plástico del escáner—. Puede que consiga desactivarlo. ¿Crees que tendrán alarma?

—Eso espero. No llevo pagando el alquiler todo este tiempo para que mi nena descanse en un almacén desprotegido.

Cinder acababa de descargarse el manual de programación correspondiente al número de serie del escáner cuando la puerta se abrió y un hombre orondo, de perilla negra y afilada, salió a la luz del sol. Cinder se quedó helada.

—¡Carswell! —exclamó el hombre—. ¡Acabo de ver las noticias! Supuse que te pasarías por aquí.

—Alak, ¿cómo estás? —Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Thorne—. ¿De verdad hablan de mí en las noticias? ¿Qué tal salgo?

Alak no contestó, desvió rápidamente su atención hacia Cinder, y su cordialidad desapareció, enterrada bajo cierta incomodidad. Cinder tragó saliva, cerró el panel del escáner y se puso en pie. Su conexión de red ya había enlazado con la actualización de noticias, que había pausado durante la fuga, y, efectivamente, bajo su fotografía, la que le habían tomado cuando había ingresado en prisión, se desplazaba un texto de advertencia: PRESA FUGADA. VA ARMADA Y SE LA CONSIDERA PELIGROSA. SI LA VEN, COMUNIQUEN CON ESTE ENLACE DE INMEDIATO.

—A ti también te he visto en las noticias. —Alak miró el pie metálico de reojo.

—Alak, he venido a recoger mi nave. Tenemos algo de prisa.

Al hombre se le formaron unos plieguecitos en las comisuras de los labios y empezó a sacudir la cabeza, como si lo lamentara.

—No puedo ayudarte, Carswell. Los federales ya me tienen muy vigilado. Guardar una nave robada es una cosa, siempre puedo alegar que no lo sabía, pero ayudar a un fugitivo… y a… uno de ellos… —Arrugó la nariz en dirección a Cinder, aunque también retrocedió un paso, como si temiera sus represalias—. No puedo arriesgarme a meterme en el tipo de problemas en que me metería si te siguieran hasta aquí y descubrieran que te he ayudado. Lo mejor sería que estuvieras fuera de la circulación una temporadita, no les diré que te he visto, pero no puedes llevarte la nave. Ahora no. Al menos hasta que las aguas se calmen. Lo entiendes, ¿verdad?

Sin dar crédito a lo que oía, Thorne estalló de indignación.

—Pero… ¡es mi nave! ¡Soy un buen cliente! No puedes negármela.

—Cada uno tiene que cuidar de sí mismo. Ya sabes cómo funciona esto. —Alak volvió a mirar a Cinder de reojo mientras su miedo se transformaba poco a poco en asco—. Volved por donde habéis venido, y no llamaré a la policía. Si vienen por aquí, les diré que no te he visto desde que el año pasado me dejaste la nave. Pero si seguís merodeando por este lugar, puedes estar seguro de que los llamaré yo mismo.

No había acabado de hablar cuando Cinder oyó un levitador al final de la calle. El corazón le dio un vuelco al ver el vehículo blanco de emergencias —este sin la cruz roja en el lateral—, pero la nave desapareció por otra calle. Cinder se volvió hacia Alak de inmediato.

—No tenemos ningún otro sitio a donde ir. ¡Necesitamos esa nave!

El hombre se alejó de ella un poco más. Su cuerpo se recortaba en la entrada.

—Escúchame bien, jovencita —dijo con tono resuelto, a pesar de que cada dos por tres se le iban los ojos hacia la mano metálica—. Solo os ayudo porque Carswell ha sido un buen cliente, y yo no delato a mis clientes, pero no te lo tomes como un favor. No me lo pensaría dos veces antes de entregarte para que te pudrieras en la cárcel. Es lo menos que se merecen los de tu especie. Y ahora, salid de mi almacén si no queréis que cambie de opinión.

La desesperación se apoderó de Cinder, que cerró los puños en el instante en que sintió una sobrecarga eléctrica que la cegó un instante. Un dolor mortificante se inició en la base de su cuello y le inundó el cráneo, aunque por fortuna fue breve. Cuando abrió los ojos, veía lucecitas.

Jadeando, consiguió dominar la energía abrasadora justo a tiempo de ver a Alak poner los ojos en blanco. El hombre se desplomó en los brazos de Thorne.

Cinder retrocedió tambaleante hasta la pared, mareada.

—Por todos los astros… ¿está muerto?

Thorne gruñó a causa del peso.

—¡No, pero creo que está teniendo un ataque al corazón!

—No es un ataque al corazón —musitó Cinder—. No… no le pasará nada.

Lo dijo tanto para convencer a Thorne como a sí misma, confiando en que aquellas descargas accidentales de su don lunar no fueran peligrosas y que no estuviera convirtiéndose en ese peligro para la sociedad que todo el mundo parecía creer que era.

—Buf, pesa una tonelada.

Cinder cogió a Alak por los pies y juntos lo arrastraron al interior del edificio. Había dos telerredes en la oficina que encontraron a la izquierda. Una de ellas pertenecía a la cámara de seguridad y emitía imágenes del exterior del almacén en las que se veía cómo se cerraba la puerta detrás de dos fugitivos vestidos de blanco y un hombre inconsciente. En la otra aparecía un presentador de noticias, aunque el sonido estaba apagado.

—Puede que el tipo sea un capullo egoísta, pero tiene buen gusto para las joyas.

Thorne levantó la mano de Alak por el pulgar mientras toqueteaba una pulsera de plata que el hombre llevaba en la muñeca: un cronovisor en miniatura.

—¿Quieres concentrarte?

Cinder tiró de Thorne para que se pusiera en pie. Luego se dio la vuelta y escudriñó el gigantesco almacén. Ocupaba toda la manzana y estaba abarrotado de decenas de naves, grandes y pequeñas, nuevas y viejas. Naves de carga, cápsulas espaciales, lanzaderas privadas, naves de carreras, transbordadores, cruceros.

—¿Cuál es?

—Eh, mira, alguien más ha escapado de la cárcel.

Cinder echó un vistazo a la pantalla, en la que se veía al presidente de Seguridad Nacional hablando ante una multitud de periodistas. En la parte inferior, se desplazaba el siguiente texto:

 

 

—¡Esto es genial! —exclamó Thorne, a punto de derribarla de la palmada que le arreó en la espalda—. Gracias a esa lunar, ahora seguro que nos dejarán en paz.

Cinder apartó la vista de la pantalla al tiempo que la sonrisa de Thorne se desvanecía.

—Un momento. ¿Eres lunar?

—¿Y tú eres un cerebro criminal? —Cinder giró en redondo y echó a andar con paso decidido por el almacén—. ¿Dónde está esa nave?

—Espera un momento, pequeña traidora. Fugarse de la cárcel es una cosa, pero ayudar a una lunar chiflada me viene un poco grande.

Cinder se volvió hacia él.

—Primero, no estoy chiflada. Y segundo, si no fuera por mí, todavía estarías sentado en esa celda comiéndote el portavisor con los ojos, así que me lo debes. Además, ya te han identificado como mi cómplice y, por cierto, en esa foto pareces idiota.

Thorne se volvió hacia la pantalla que le indicaba. La fotografía que le habían tomado al ingresar en prisión aparecía junto a la de ella.

—Pues yo creo que no estoy nada mal…

—Thorne. Capitán. Por favor…

El joven parpadeó y borró la sonrisilla satisfecha con un breve gesto de cabeza.

—De acuerdo. Salgamos de aquí.

Cinder lanzó un suspiro de alivio y siguió a Thorne a través del laberinto de naves.

—Espero que no sea de las que está justo en medio.

—No importa —aseguró él, señalando hacia arriba—. El techo se abre.

Cinder miró la junta donde se unían las cubiertas del tejado.

—Muy práctico.

—Y aquí la tenemos.

La joven se volvió hacia donde señalaba Thorne. La nave era más grande de lo que había esperado, mucho más grande. Una Rampion 214, una nave de carga de clase 11.3. Cinder activó el escáner de retina y, tras descargar los planos, se quedó estupefacta al comprobar todo lo que podía hacer. La sala de máquinas y una plataforma de acoplamiento con dos cápsulas espaciales ocupaban la panza, mientras que en la planta principal se encontraban el muelle de carga, la cabina de mando, la cocina, seis dependencias para la tripulación y un baño compartido.

La rodeó hasta llegar a la puerta levadiza principal, y vio que alguien había pintado deprisa y corriendo una mujer desnuda sobre el distintivo de la República Americana, tumbada y en una pose relajada.

—Bonito detalle.

—Gracias. Lo hice yo.

A pesar de que temía que el dibujo los hiciera más fácilmente identificables, no le quedó más remedio que admitir que estaba ligeramente impresionada.

—Es más grande de lo que esperaba.

—En su día, llegó a llevar a doce tripulantes —dijo Thorne, acariciando el fuselaje.

—Entonces debe de ser lo bastante amplia para que no os molestarais.

Cinder se paseó bajo la puerta trasera, esperando a que Thorne la abriera, pero cuando echó la vista atrás, lo encontró con la sien apoyada contra la parte inferior de la nave en actitud cariñosa mientras le susurraba lo mucho que la había echado de menos.

Cinder estaba a punto de poner los ojos en blanco cuando una voz desconocida resonó en el almacén.

—¡Por aquí!

Se volvió y descubrió a alguien agachado junto al cuerpo de Alak, enmarcado en un cuadrado de luz. Llevaba el uniforme inconfundible del ejército de la Comunidad Oriental.

Cinder lanzó una maldición.

—Hora de irse. Ya.

Thorne se agachó y se dirigió a la puerta trasera.

—Rampion, contraseña: El capitán es el rey. Abrir puerta trasera.

Esperaron, pero no ocurrió nada.

Cinder enarcó las cejas, aterrada.

—El capitán es el rey. ¡El capitán es el rey! Rampion, despierta. Soy Thorne, el capitán Carswell Thorne. Pero ¿qué…?

Cinder le pidió que bajara la voz. Más allá de la nave, cuatro hombres se abrían paso a través del almacén abarrotado. Los haces de las linternas se reflejaban en los distintos sistemas de aterrizaje.

—Puede que se haya quedado sin energía —dijo Cinder.

—¿Cómo, si no se ha movido de aquí?

—¿Te dejaste las luces encendidas?

Thorne se aclaró la garganta y se puso en cuclillas junto a la nave. Las pisadas se oían cada vez más cerca.

—O puede que sea el sistema de control automático —dijo Cinder, pensativa, estrujándose los sesos. Nunca se las había tenido que ver con nada más grande que una cápsula, pero tampoco serían tan diferentes, ¿no?—. ¿Tienes la clave de anulación?

Thorne la miró, incrédulo.

—Sí, espera, que la llevo aquí, en el bolsillo del uniforme de presidiario, y ya nos ponemos en marcha.

Cinder lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada, pues vio a un agente a dos pasillos de allí.

—Quédate aquí —le susurró—. Sigue intentando entrar y despegar lo antes posible.

—¿Adónde vas?

Cinder no contestó, se deslizó con sigilo por uno de los costados de la nave, con el plano todavía cargado en el visor retinal. Encontró la puerta de acceso trasera y la forzó, intentando hacer el menor ruido posible, antes de colarse en el compartimento del tren de aterrizaje, retorciéndose para pasar entre los cables que embutían el habitáculo. Atrajo la puerta hacia sí y la cerró. Esta hizo un pequeño clic al encajar en su sitio, y Cinder de pronto se encontró encerrada a oscuras. No resultó tan sencillo abrir la segunda puerta interior, pero entre la linterna y el destornillador, no tardó en asomar por la cámara aislante y salir a la sala de máquinas.

El haz de la linterna zigzagueó sobre el gigantesco motor. Localizó la placa base del ordenador en las líneas azules superpuestas en su campo de visión y llegó hasta ella como pudo. Sacó el conector universal de la mano y lo acopló en un terminal del ordenador central.

La luz de la linterna se atenuó cuando Cinder empezó a desviar la potencia al tiempo que un mensaje en letras verdes aparecía ante su visión.

INICIANDO DIAGNÓSTICO DE SISTEMA, MODELO 135v8.2

5%… 12%… 16%…

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