Scarlet

Scarlet


Libro segundo » Capítulo trece

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Capítulo trece

Scarlet salió disparada a pesar de que la grava se le clavaba en las plantas de los pies. El viento le revolvió los rizos y le arrojó el pelo sobre la cara.

—¿Adónde ha ido? —preguntó, remetiéndoselo en la capucha.

El sol ya había salido por completo y salpicaba de oro los campos que cubrían el camino de entrada de sombras balanceantes.

—¿A dar de comer a las gallinas? —sugirió Lobo, al tiempo que señalaba en aquella dirección cuando un gallo rodeó uno de los lados de la casa picoteando el suelo, en dirección al huerto.

Haciendo caso omiso de los afilados guijarros que sentía bajo los pies, Scarlet dio la vuelta a la casa a la carrera. El viento estremecía las hojas del roble. El hangar, el establo y el gallinero continuaban en silencio en medio de aquel agitado amanecer. Ni rastro de su padre.

—Debe de haber estado buscando algo o… —Se le paró el corazón—. ¡Mi nave!

Echó a correr una vez más, sin reparar en los guijarros de aristas afiladas y las hierbas espinosas. Estuvo a punto de estamparse contra la puerta del hangar, pero se detuvo a tiempo de agarrar el tirador y abrirla de golpe, justo en el momento en que algo producía un gran estrépito que sacudía el edificio.

—¡Papá!

Pero no estaba en la nave, listo para despegar, como ella había temido, sino subido a los armarios que cubrían toda la pared del fondo, rebuscando en los que había sobre su cabeza y arrojando su contenido al suelo. Latas de pintura, alargadores, brocas de taladro.

Había volcado una caja de herramientas vertical, y el suelo de cemento estaba lleno de tornillos y tuercas. También había dos armarios metálicos abiertos de par en par, en los que su abuela guardaba varios uniformes militares de piloto, monos y un sombrero de paja olvidado en un rincón.

—¿Qué estás haciendo?

Scarlet se acercó con paso decidido, hasta que tuvo que agacharse para esquivar la llave inglesa que volaba en su dirección y que pasó junto a su cabeza. Se quedó inmóvil, a la espera del estruendo que produciría al estrellarse contra lo que fuera, pero al no oír nada, miró atrás y vio a Lobo con la llave en la mano, a menos de cuarenta centímetros del rostro, y con cara de sorpresa. Scarlet se volvió de inmediato.

—Papá, ¿qué…?

—¡Aquí hay algo! —dijo, abriendo otro armario sin miramientos.

Cogió una lata, le dio la vuelta y se quedó fascinado cuando cientos de clavos oxidados cayeron al suelo.

—¡Papá, para! ¡Aquí no hay nada! —Fue abriéndose camino entre la marea de tachuelas, poniendo más atención en las puntas oxidadas de la que había prestado a los guijarros afilados del camino—. ¡Para de una vez!

—Aquí hay algo, Scar.

El hombre se colocó un barrilete de metal bajo un brazo, saltó de la encimera, se puso en cuclillas y empezó tirar del tapón. Aunque también iba descalzo, el revoltijo de clavos y tornillos no parecía preocuparlo en lo más mínimo.

—Tu abuela esconde algo que ellos quieren. Tiene que estar aquí. En alguna parte…, pero ¿dónde…?

El olor acre a aceite de motor impregnó el aire cuando su padre volcó el barrilete y el líquido viscoso y amarillento empezó a borbotar y a derramarse sobre el revoltijo que había formado.

—¡Papá, suéltalo! —Scarlet recogió un martillo del suelo y lo sostuvo en alto—. ¡Te lo tiraré, te lo juro!

Por fin la miró, aunque con la misma enajenación de la noche anterior. Ese no era su padre. Ese hombre no era vanidoso, ni encantador, ni autocomplaciente, todo lo que había admirado en él de niña y despreciado de adolescente. Aquello era una piltrafa de hombre.

El chorro de aceite se convirtió en un suave goteo.

—Papá, deja el barril en el suelo. Ya.

De pronto, el hombre desvió su atención hacia la pequeña nave de reparto aparcada a apenas un metro de él, con labios temblorosos.

—Le encantaba volar —musitó—. Adoraba sus naves.

—Papá. ¡Papá…!

Se levantó y lanzó el barril contra la luna trasera de la nave. Una pequeña fractura cubrió el cristal de un entramado de finas líneas que se asemejaba al dibujo de una telaraña.

—¡Mi nave no!

Scarlet soltó el martillo y corrió hacia él, tropezando con herramientas y estorbos.

El cristal se hizo añicos al segundo golpe y su padre se dio impulso para atravesar la ventanilla perfilada de pequeños cristales cortantes.

—¡Quieto! —Scarlet lo atrapó por la cintura y lo sacó de la nave—. ¡No la toques!

Su padre intentó librarse de Scarlet, y ambos cayeron al suelo cuando la alcanzó en un costado con un rodillazo. Una lata se le clavaba en el muslo, pero Scarlet solo podía pensar en sujetar a su padre con todas sus fuerzas, intentando inmovilizarle los brazos agitados a los lados. Su padre tenía las manos ensangrentadas de haberse agarrado al marco de la ventanilla rodeada de cristales rotos y un corte en un costado que ya estaba volviéndose carmesí.

—Suéltame, Scar. Voy a encontrarlo. Voy a…

Lanzó un grito al sentirse arrancado del lado de su hija. Scarlet se aferró a él por instinto, dispuesta a no dejarlo ir, hasta que comprendió que Lobo tiraba de su padre para que se pusiera en pie. La chica lo soltó, jadeando, y se frotó la cadera, dolorida, con una mano.

—¡Suéltame! —gritó su padre, adelantando la cabeza y dando una dentellada al aire.

Sin inmutarse ante sus forcejeos, Lobo le juntó las muñecas con una mano y le tendió la otra a Scarlet.

En cuanto la joven alargó la suya, su padre reanudó los gritos.

—¡Es uno de ellos! ¡Uno de ellos!

Lobo tiró de Scarlet para ayudarla a ponerse en pie y, tras soltarla, contuvo con ambos brazos a su padre que no dejaba de retorcerse. A Scarlet no le hubiera sorprendido que le saliera espuma por la boca.

—¡El tatuaje, Scar! ¡Son ellos! ¡Son ellos!

La chica se apartó el pelo de la cara.

—Lo sé, papá. ¡Cálmate! Puedo explicártelo…

—¡No me lleves allí otra vez! ¡Sigo buscando! ¡Necesito más tiempo! Por favor, ya no más. Ya no más…

Se deshizo en sollozos.

Lobo frunció el entrecejo, mirando con atención la nuca del hombre cabizbajo, hasta que localizó una fina cadena que este llevaba alrededor del cuello y se la arrancó de un tirón.

El hombre se estremeció y cayó al suelo como un saco de patatas cuando Lobo lo soltó.

Scarlet miró boquiabierta la cadena que colgaba del puño de Lobo y el pequeño y extraño dije que pendía de ella. No recordaba que su padre llevara aquel tipo de adornos, salvo el anillo de monogamia que se había quitado pocos días después de que su mujer, la madre de Scarlet, hubiera descubierto que la alianza no había cumplido su cometido y lo hubiera abandonado.

—Es un transmisor —dijo Lobo, sosteniendo el dije en alto, que lanzó un destello plateado cuando la luz se reflejó en él. Apenas era mayor que la uña del meñique del pie de Scarlet—. Han estado siguiéndolo y diría que también escuchándolo.

El padre de Scarlet se abrazó las rodillas y empezó a balancearse.

—¿Crees que están escuchándonos ahora mismo? —preguntó Scarlet.

—Lo más probable.

La rabia estalló en el pecho de la chica, que se adelantó de pronto y asió el puño de Lobo con ambas manos.

—¡Aquí no hay nada! —le gritó al dije—. ¡No escondemos nada y tenéis a la mujer equivocada! Será mejor que me devolváis a mi abuela, y os juro por la casa en la que nací que si le habéis tocado un solo pelo, una sola arruga o una sola peca, os buscaré hasta dar con el último de vosotros y os retorceré el pescuezo como gallinas que sois, ¿me habéis entendido? ¡DEVOLVÉDMELA!

Con la voz ronca, la muchacha enderezó la espalda y soltó la mano de Lobo.

—¿Ya has acabado?

Scarlet asintió, temblando de rabia.

Lobo tiró el transmisor al suelo, cogió el martillo y lo aplastó con un golpe limpio. Scarlet dio un respingo cuando el cemento crujió bajo el metal.

—¿Crees que sabían que vendría aquí? —dijo Lobo, poniéndose en pie.

—Lo dejaron en el campo de maíz.

La voz del hombre los interrumpió, seca y vacía.

—Me ordenaron que lo encontrara.

—¿Que encontraras qué? —preguntó Scarlet.

—No lo sé. No me lo dijeron. Solo… que ella esconde algo. Algo valioso y oculto que ellos quieren.

—Espera… ¿lo sabías? —dijo Scarlet—. ¿Durante todo este tiempo sabías que llevabas un micro y no se te ha ocurrido decírmelo? Papá, ¿y si hubiera dicho o hecho algo que les hiciera sospechar de mí? ¿Y si la siguiente a por quién van soy yo?

—No tuve elección —protestó él—, era el único modo de conseguir que me soltaran. Dijeron que solo me dejarían libre si descubría lo que tu abuela escondía. Si encontraba cualquier pista que les sirviera… Tenía que salir de allí, Scarlet, no sabes lo que era aquello…

—¡Lo que sé es que todavía tienen a la abuela! Y sé que eres lo bastante cobarde para salvar el pellejo sin importarte lo que le pase a ella o lo que podría pasarme a mí.

Scarlet contuvo la respiración, esperando a que lo negara, a que le diera alguna excusa inverosímil como siempre hacía, pero no dijo absolutamente nada, se quedó callado.

La rabia encendió sus mejillas.

—Eres una vergüenza para ella… y para todo por lo que ha luchado. ¡Ella arriesgaría su vida para protegernos a cualquiera de los dos! Arriesgaría su vida por un extraño si tuviera que hacerlo. Pero tú solo te preocupas de ti mismo. No puedo creer que seas su hijo. No puedo creer que seas mi padre.

El hombre le dirigió una mirada atormentada.

—Te equivocas, Scarlet. Ella vio cómo me torturaban. A mí. Y aun así decidió seguir guardándose sus secretos. —Y a continuación añadió, en actitud ligeramente desafiante—: Hay algo que tu abuela nunca nos contó, Scarlet, y que nos ha puesto en peligro a ambos. Ella es la egoísta.

—¡No sabes nada de ella!

—¡No, quien no sabe nada eres tú! ¡Llevas idolatrándola desde que tenías cuatro años, y eso te impide ver la verdad! Nos ha traicionado a ambos, Scarlet.

Con la sangre golpeándole las sienes, Scarlet señaló la puerta a su padre.

—Fuera. Vete de mi granja y no vuelvas. Espero no tener que volver a verte nunca más.

El hombre empalideció y se le marcaron las ojeras. Despacio, se levantó del suelo.

—¿Tú también me abandonas? Mi propia hija y mi propia madre, ¿me dan la espalda?

—Tú nos abandonaste primero.

Scarlet vio que había alcanzado su misma altura en los cinco años que hacía que no lo veía y, en esos momentos, lo miraba directamente a los ojos; ella, consumida por la rabia; él, con el ceño fruncido, como si quisiera disculparse y no consiguiera encontrar el modo de hacerlo.

—Adiós, Luc.

El hombre la miró boquiabierto.

—Vendrán a por mí, Scarlet. Y pesará sobre tu conciencia.

—¿Cómo te atreves? Tú eres el que llevaba el transmisor, tú eres el que estaba dispuesto a traicionarme.

Su padre le sostuvo la mirada durante largo rato, como si estuviera esperando a que cambiara de opinión, a que volviera a abrirle las puertas de su casa y de su vida. Sin embargo, lo único que Scarlet oía era el crujido del transmisor bajo el martillo. Recordó las quemaduras del brazo de su padre y en ese momento supo que la habría entregado para que la torturaran si con ello hubiera podido salvar el pellejo.

Finalmente, el hombre bajó la vista y, sin mirarla, sin mirar a Lobo, se abrió paso entre todo lo que había tirado por el suelo y salió del hangar arrastrando los pies.

Scarlet apretó los puños contra los costados. Tendría que esperar. Su padre entraría en casa para recoger los zapatos. Lo imaginó revolviendo la cocina en busca de comida antes de irse… o intentando encontrar alguna botella de alcohol olvidada. No quería arriesgarse a que sus caminos volvieran a cruzarse antes de que se fuera para siempre.

Cobarde. Traidor.

—Te echaré una mano.

Scarlet cruzó los brazos, protegiendo la rabia que sentía de la cálida voz de Lobo. Echó un vistazo a su alrededor, pensando en las semanas que tardaría en poner orden en aquel caos.

—No necesito tu ayuda.

—Me refería a que te echaré una mano con lo de tu abuela.

Lobo se encogió, como si le sorprendiera haberse ofrecido.

Scarlet tardó un buen rato en redirigir el rumbo de sus pensamientos hacia lo que implicaba el ofrecimiento de Lobo y apartarlos de la reprimenda interna que seguía descargando sobre el traidor de su padre. Lo miró confusa y contuvo el aliento, imaginando sus palabras encerradas en una burbuja que podía estallar en cualquier momento.

—¿En serio?

Lobo hizo un ademán brusco con la cabeza que podría considerarse como un sí.

—El cuartel general de los Lobos está en París y es muy probable que la tengan allí.

«París». Aquella palabra de repente lo significaba todo. Una pista. Una promesa.

Miró la nave y la luna destrozada. Un odio renovado prendió en su interior, aunque no tardó en consumirse; no había tiempo. En ese momento, no. No cuando veía el primer rayo de esperanza en dos semanas interminables.

—París —murmuró—. Podemos tomar el tren en Toulouse. Está… ¿a cuánto? ¿Ocho horas? —No le gustaba la idea de tener que prescindir de su nave, pero aun en aquel tren tortuga llegarían antes que si esperaban a que le reparasen la luna—. Alguien tendrá que encargarse de la granja mientras esté fuera. Tal vez Èmilie, después de su turno. Le enviaré una com, luego solo tengo que coger algo de ropa y…

—Scarlet, espera. No debemos precipitarnos. Hay que planearlo todo con calma.

—¿Precipitarnos? ¿Que no debemos precipitarnos? ¡Hace más de dos semanas que la tienen retenida! ¡Yo a esto no lo llamo precipitarse!

La mirada de Lobo se ensombreció, y Scarlet se detuvo, reparando por primera vez en su desasosiego.

—Mira, tenemos ocho horas de tren para pensar en algo —insistió Scarlet, tragando saliva—, pero no puedo quedarme aquí ni un segundo más.

—¿Y si tu padre tiene razón? —Lobo continuaba tenso—. ¿Y si tu abuela escondía algo aquí? ¿Y si vienen a buscarlo?

Scarlet sacudió la cabeza con brusquedad.

—Pueden buscar todo lo que quieran, que no van a encontrar nada. Mi padre se equivoca. Grand-mère y yo no tenemos secretos.

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