Scarlet

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Libro segundo » Capítulo quince

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Capítulo quince

Cinder cerró el grifo de la ducha y se apoyó contra la pared de fibra de vidrio mientras la alcachofa goteaba sobre su cabeza. Le habría gustado demorarse un poco más, pero temía acabar con las reservas de agua y, a juzgar por la ducha de media hora que Thorne se había dado, era evidente que no podía contar con su contribución a la causa.

Sin embargo, estaba limpia. El olor a alcantarilla había desaparecido, y el sudor salado se había escurrido por el desagüe. Salió de la ducha común, se frotó el pelo con una toalla apergaminada y se dispuso a secarse las hendeduras y articulaciones de los miembros biónicos para que no se oxidaran. Lo hacía por costumbre, aunque las últimas incorporaciones disponían de una capa protectora. Por lo visto, el doctor Erland no había escatimado en nada.

El mono sucio de la prisión estaba hecho un ovillo, tirado en un rincón del suelo embaldosado. Había encontrado un uniforme militar olvidado en las dependencias de la tripulación: unos pantalones de color gris marengo que le iban grandes y que debía sujetarse con un cinturón y una camiseta blanca, una indumentaria que apenas se diferenciaba de los pantalones y las camisetas que solía vestir antes de haberse convertido en una fugitiva de la ley. Lo único que le faltaba eran sus característicos guantes. Se sentía desnuda sin ellos.

Metió la toalla y el uniforme de la cárcel en el conducto de la ropa sucia y salió de las duchas. En el estrecho pasillo se veía una puerta a la derecha, que daba a la cocina, y el muelle de carga atestada de cajones de plástico a la izquierda.

—Hogar, dulce hogar —musitó, escurriéndose el pelo mientras se dirigía sin prisa hacia el muelle de carga.

No había ni rastro del presunto capitán. Solo estaban encendidas las débiles luces de posición que señalizaban el camino, y la oscuridad, el silencio y la consciencia de la inmensidad del espacio que rodeaba la nave, extendiéndose hacia el infinito, le produjeron a Cinder la extraña sensación de ser un espíritu vagando por una nave a la deriva. Se abrió paso entre los cajones de almacenaje que obstaculizaban el paso y se dejó caer en el asiento del piloto cuando llegó a la cabina de mando.

Vio la Tierra a través de la ventana, las costas de la República Americana y gran parte de la Unión Africana asomaban bajo el manto de nubes que se arremolinaban sobre la superficie terrestre. Y más allá, estrellas, millones de estrellas arracimándose y creando nebulosas en innumerables galaxias. Eran hermosas y aterradoras al mismo tiempo, a miles de millones de años luz de allí y, aun así, tan brillantes y próximas que casi resultaba asfixiante.

Lo único que Cinder siempre había anhelado era la libertad. Alejarse de su madrastra y su despotismo. Alejarse de una vida de trabajo constante sin obtener nada a cambio. Alejarse de los comentarios hirientes y de las palabras ingratas de los extraños que no confiaban en una joven ciborg que era demasiado fuerte, demasiado lista y demasiado buena con las máquinas para llegar a ser normal alguna vez.

Por fin tenía su ansiada libertad…, pero no se parecía en nada a como lo había imaginado.

Cinder lanzó un suspiro, apoyó el pie izquierdo sobre la rodilla, se arremangó la pernera y abrió el compartimento de la pantorrilla. Lo habían registrado y vaciado cuando ingresó en prisión —una invasión más que añadir a la lista—, pero habían pasado por alto el contenido más valioso. Sin duda, el guardia que la había cacheado había pensado que los chips integrados en el cableado formaban parte de la programación de Cinder.

Tres chips. Los arrancó, uno tras otro, y los dejó en los brazos del asiento.

El reluciente chip blanco de comunicación directa. Era un chip lunar, hecho de un material que Cinder no había visto nunca. Levana había ordenado que lo instalaran en Nainsi, la androide de Kai, y lo había utilizado para recopilar información confidencial. La chica que había programado el chip, supuestamente la programadora personal de la reina, lo había utilizado más tarde para ponerse en contacto con Cinder y contarle que Levana había planeado casarse con Kai… y luego matarlo y usar el potencial de la Comunidad Oriental para invadir el resto de la Unión Terrestre. Aquella información era la que había obligado a Cinder a salir corriendo en dirección al baile pocos días atrás, aunque en ese momento tuviera la sensación de que hiciera una eternidad de aquello.

No se arrepentía. Sabía que volvería a hacerlo, a pesar de que su vida se había ido al garete después de haber tomado aquella decisión sin detenerse a pensárselo dos veces.

Después estaba el chip de personalidad de Iko. Era el más grande de los tres y el que en peor estado se encontraba. Uno de los lados llevaba impresa una huella dactilar grasienta, seguramente de Cinder, y tenía una pequeña grieta en una esquina; sin embargo, confiaba en que siguiera funcionando. Hacía años que Iko, una androide sirviente, propiedad de su madrastra, era una de sus mejores amigas. No obstante, en un arrebato de rabia y desesperación, Adri la había desmontado y la había vendido por partes, menos las que había considerado poco valiosas. Entre ellas, el chip de personalidad.

A Cinder se le encogió el corazón cuando sacó el tercer chip de su escondite.

El chip de identidad de Peony.

No hacía ni dos semanas que su hermanastra pequeña había muerto. La peste se había cobrado su vida porque Cinder no había logrado suministrarle el antídoto a tiempo. Porque Cinder había llegado demasiado tarde.

¿Qué opinión le merecería Cinder en esos momentos? ¿Qué pensaría de que fuera lunar? De que fuera la princesa Selene. De que hubiera bailado con Kai, de que lo hubiera besado…

—Ay, por favor, ¿eso es un chip de identidad?

Cinder dio un respingo y cerró la mano en torno al chip cuando Thorne se dejó caer en el asiento de al lado.

—No vuelvas a presentarte así, de repente.

—¿Por qué tienes un chip de identidad? —preguntó él, mirando con cierto recelo los otros dos chips que había en el brazo del asiento—. Espero por tu bien que no sea tuyo, después de que me hayas obligado a sacarme el mío.

Cinder negó con la cabeza.

—Es de mi hermana. —Tragó saliva y fue abriendo los dedos. Unas escamas de sangre seca se habían desprendido del chip.

—No me digas que también es una fugitiva. ¿No lo necesita?

Cinder contuvo la respiración, esperando que remitiera el agudo dolor que le atravesaba el pecho, y se quedó mirando fijamente a Thorne.

Él no apartó sus ojos hasta que, poco a poco, pareció caer en la cuenta.

—Ah. Lo siento.

Cinder jugueteó con el chip, haciéndolo rodar por encima de los nudillos metálicos.

—¿Cuánto hace?

—Un par de semanas. —Ocultó el chip en el puño—. Solo tenía catorce años.

—¿La peste?

Cinder asintió.

—Los androides que trabajan en las cuarentenas se dedican a recuperar los chips de los fallecidos. Creo que se los dan a presidiarios y lunares fugitivos… gente que necesita una nueva identidad. —Dejó el chip junto a los otros—. No podía permitir que se lo quedaran.

Thorne se arrellanó en la butaca. Se había aseado a conciencia: se había cortado el pelo, iba bien afeitado y olía a jabón caro. Vestía una cazadora de piel raída, con una medalla prendida en el cuello con el grado de capitán.

—Pero ¿los androides que trabajan en las cuarentenas no son propiedad del gobierno? —preguntó, contemplando la Tierra por la ventana.

—Sí, eso creo.

Cinder frunció el entrecejo. No se había detenido a pensarlo, pero al decirlo en voz alta, la asaltaron las sospechas.

Thorne fue el primero en poner palabras a sus pensamientos.

—¿Por qué iba el gobierno a programar a los androides para recuperar chips de identidad?

—Tal vez no sea para venderlos en el mercado negro —dijo Cinder, clavando el chip de Peony en el brazo del asiento—. Puede que se limiten a limpiarlos y vuelvan a utilizarlos.

Aunque lo dudaba. No eran caros de fabricar y, si la gente llegaba a descubrir que estaban borrando las identidades de sus seres queridos, las protestas no se harían esperar.

Se mordió el labio. Entonces, ¿qué otra razón habría? ¿Para qué estaría el gobierno utilizando los chips? ¿O es que alguien había conseguido reprogramar a los androides de las cuarentenas a espaldas del gobierno?

Se le encogió el estómago. Ojalá pudiera hablar con Kai…

—¿Para qué son esos otros dos?

Cinder los miró.

—Uno es un chip de comunicación directa, y el otro, un chip de personalidad que pertenecía a una androide, una amiga.

—¿Eres una especie de coleccionista de chips o algo por el estilo?

Cinder frunció el ceño.

—Solo los guardo hasta que sepa qué hacer con ellos. Cuando pueda, le buscaré un cuerpo nuevo a Iko, algo que ella… —Su voz se fue apagando y de pronto ahogó un grito—. ¡Eso es!

Volvió a guardar los otros dos chips en la pantorrilla a toda prisa, cogió el de Iko y salió disparada hacia el muelle de carga. Thorne la siguió: salió al muelle de carga, bajó por la escotilla que los llevaba al nivel inferior, entró en la sala de máquinas y se quedó junto a la puerta mientras Cinder se arrastraba bajo el sistema de conductos y aparecía junto al ordenador central.

—Necesitamos un sistema de control automático nuevo —informó Cinder mientras abría un panel y pasaba el dedo por las inscripciones—, e Iko es un sistema de control automático, ¡como todos los androides! De acuerdo, está acostumbrada a la funcionalidad de un cuerpo mucho más pequeño, pero… ¿qué diferencia puede haber?

—Déjame adivinar… ¿muchísima?

Cinder sacudió la cabeza e introdujo el chip en el ordenador central.

—No, no, funcionará. Solo necesita un adaptador.

Trabajaba mientras hablaba, arrancando cables de sus conexiones, reordenándolos y volviéndolos a conectar.

—¿Y tenemos un adaptador?

—Lo tendremos.

Cinder se volvió y echó un vistazo al panel de control que tenía detrás.

—No vamos a utilizar el módulo de aspiración de polvo, ¿verdad?

—¿El qué del polvo?

Arrancó un cable de un tirón y conectó uno de los extremos al ordenador central y el otro a la entrada del sistema de control automático, el mismo que había estado a punto de freír sus propios circuitos.

—Con esto debería bastar —anunció, poniéndose en cuclillas.

El panel se iluminó, y Cinder oyó cómo se iniciaba una comprobación de diagnósticos interna que le era muy familiar. El corazón le latía con fuerza. Y pensar que no volvería a estar sola, que podía estar a punto de recuperar al menos a una de las personas que le importaban…

El ordenador central enmudeció.

Thorne alzó la vista hacia el techo de la nave, como si esperara que se le cayera encima de un momento a otro.

—¿Iko? —dijo Cinder, hablándole al ordenador. ¿Los altavoces estaban encendidos? ¿Los ajustes de sonido eran correctos? ¿Había introducido bien los datos? Había conseguido comunicarse con Thorne sin problemas cuando estaban en el almacén, pero…

—¿Cinder?

El grito de alivio estuvo a punto de hacerla caer hacia atrás.

—¡Iko! ¡Sí, soy yo, soy Cinder!

La chica se aferró a un conducto de refrigeración que colgaba sobre su cabeza, una parte del motor, una parte de la nave.

Porque Iko estaba en todas.

—Cinder. No sé qué le ocurre a mi sensor visual. No te veo, y además me siento rara.

Con la punta de la lengua asomando entre los labios, Cinder se inclinó hacia delante para analizar la ranura en que el chip de personalidad de Iko había encontrado su nuevo hogar. Parecía encajar a la perfección, estaba protegido y daba la impresión de ser operativo. No había indicios de problemas de incompatibilidad. Sonrió de oreja a oreja.

—Lo sé, Iko. Las cosas serán un poco distintas a partir de ahora. He tenido que instalarte en el sistema de control automático de una nave espacial. Una Rampion 214, clase 11.3. ¿Tienes conexión de red? Deberías poder descargarte las especificaciones.

—¿Una Rampion? ¿Una nave espacial?

Cinder se encogió. A pesar de que solo había un altavoz en la sala de máquinas, la voz de Iko resonaba con fuerza.

—¿Qué estamos haciendo en una nave espacial?

—Es una historia muy, muy larga, pero es lo único que se me ocurrió hacer con tu…

—¡Oh, Cinder! ¡Cinder! —La voz lastimera de Iko hizo estremecer a Cinder, que sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda—. ¿Dónde te habías metido? Adri está furiosa, y Peony… Peony.

Cinder no contestó.

—Ha muerto, Cinder. Adri recibió una com de las cuarentenas.

Cinder continuó en silencio, con la mirada perdida.

—Lo sé, Iko. Eso fue hace dos semanas. Hace dos semanas que Adri te desmontó. Este es el primer… cuerpo… que he podido encontrar.

Iko se quedó callada. Cinder miró a su alrededor, sintiendo a Iko en todas partes. El motor rotó más rápido unos instantes y luego recuperó su velocidad habitual. La temperatura apenas descendió. Una luz parpadeó en el pasillo, detrás de Thorne, que estaba tenso e incómodo en la puerta, con cara de que un espíritu se hubiera adueñado de su amada Rampion.

—Cinder —dijo Iko tras unos silenciosos minutos de exploración—. Soy enooorme. —Su voz metálica delataba un inconfundible lamento.

—Eres una nave, Iko.

—Pero soy… ¿Cómo voy a…? Sin manos, sin sensor visual, con un tren de aterrizaje tremendo… ¿Se supone que son mis pies?

—Bueno, no. Se supone que es un tren de aterrizaje.

—¡Ay, qué va a ser de mí! ¡Soy espantosa!

—Iko, es solo tempor…

—Un momento, quieta ahí, voz de señorita incorpórea. —Thorne entró en la sala de máquinas con paso decidido y cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Qué significa eso de espantosa?

Esta vez, la temperatura se disparó.

—¿Quién es ese? ¿Quién está hablando?

—¡Soy el capitán Carswell Thorne, dueño de esta preciosa nave, y no pienso consentir que se la insulte en mi presencia!

Cinder puso los ojos en blanco.

—¿Capitán Carswell Thorne?

—Eso mismo.

Un breve silencio.

—La búsqueda en la red solo ha dado con un tal cadete Carswell Thorne, de la República Americana, encarcelado en la prisión de Nueva Pekín el…

—Es él —contestó Cinder, pasando por alto la mirada asesina de Thorne.

Un nuevo silencio mientras la temperatura de la sala de máquinas oscilaba un poco por encima de lo que se consideraba agradable.

—Es… bastante guapo, capitán Thorne —comentó Iko, al cabo de un momento.

Cinder gruñó.

—Y usted, señora mía, es la nave más hermosa de estos cielos. No permita que jamás le digan lo contrario.

La temperatura continuó ascendiendo, hasta que Cinder bajó los brazos con un suspiro.

—Iko, ¿estás sonrojándote a propósito?

La temperatura volvió a ser agradable.

—No —aseguró Iko—, pero ¿de verdad soy guapa? ¿Incluso siendo una nave?

—La más bella de todas —afirmó Thorne.

—Llevas una mujer desnuda pintada a babor —añadió Cinder.

—La pinté yo mismo.

Una serie de luces encastradas en el techo parpadearon y emitieron un brillo apagado.

—Además, Iko, esto es solamente temporal. Buscaremos otro sistema de control automático y encontraremos un cuerpo nuevo para ti. Finalmente. Pero ahora necesito que te ocupes de la nave, que repases los informes de errores. Tal vez podrías también ejecutar los diagnósticos…

—La célula está bajo mínimos.

Cinder asintió.

—De acuerdo. Eso ya lo sabía. ¿Algo más?

El motor zumbó a su alrededor.

—Creo que podría ejecutar una comprobación del sistema…

Sonriente, Cinder salió a gatas de debajo del motor en dirección a la puerta y se topó con un complacido Thorne al ponerse en pie.

—Gracias, Iko.

Las luces volvieron a apagarse con un parpadeo cuando Iko desvió la energía.

—Pero ¿podrías explicarme por qué estamos en esta nave? ¿Y con un presidiario? No se ofenda, capitán Thorne.

Cinder torció el gesto, demasiado exhausta para ponerse a explicar en ese momento todo lo que había sucedido, aunque era consciente de que, tarde o temprano, tendría que contarles la verdad a sus compañeros.

—De acuerdo —contestó, esquivando a Thorne para salir al pasillo—. Regresemos a la cabina de mando. Será mejor que nos pongamos cómodos.

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