Scarlet

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Libro tercero » Capítulo veinticuatro

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Capítulo veinticuatro

—Desaparece. —Cinder pronunció la palabra despacio. Con sumo cuidado. Con una súplica susurrante en la última y suave sílaba—. Desaparece. Rampion, desaparece. Desaparece, Rampion. Desaparece… Desvanécete… No existes… No pueden verte…

Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre su camastro, en la oscuridad, visualizando la nave que la rodeaba. Las paredes de acero, el motor, los tornillos y las soldaduras que mantenían todas sus partes unidas, el ordenador central, el grueso cristal de la cabina de mando, la rampa de la zona de carga, la plataforma de acoplamiento bajo sus pies.

Y luego imaginó que era invisible.

Que se abría paso entre radares, y que los radares permanecían mudos.

Que se fundía en negro ante el ojo atento de los satélites.

Que danzaba grácilmente entre las demás naves que congestionaban el sistema solar. Sin llamar la atención. Sin existir.

Sintió un hormigueo en la columna vertebral, que se inició en la base del cuello y fue extendiéndose hasta la rabadilla. Empezó a desprender calor, un calor que saturaba sus músculos y articulaciones, rezumaba por sus dedos y regresaba a las rodillas. Recirculando.

Soltó el aire que retenía en sus pulmones, relajó los músculos y volvió a entonar el cántico.

—Desaparece, Rampion. Rampion, desaparece. Desaparece.

—¿Funciona?

Abrió los ojos de golpe. En la oscuridad, lo único que vio fueron los brillantes puntitos de las estrellas al otro lado de la ventana. Estaban en la cara de la Tierra que quedaba oculta al Sol, lo que dejaba la nave al amparo de las sombras y la inmensidad del espacio.

Al amparo de las sombras. Oculta. Invisible.

—Buena pregunta —dijo Cinder, desviando su atención al techo, lo que, aunque sabía que era absurdo, había acabado convirtiéndose en costumbre. Iko no era un punto en el techo, ni siquiera los altavoces que proyectaban su alegre voz. Era todos los cables de ordenador, chips y sistemas de aquella nave. Lo era todo salvo el acero y los tornillos que la mantenían unida.

Resultaba un poco desconcertante.

—No tengo ni idea de qué estoy haciendo —confesó Cinder. Se volvió hacia la ventana. No se veía ninguna nave a través del pequeño portal, solo estrellas, estrellas y más estrellas. A lo lejos, una bruma morada, tal vez los gases dejados por la cola de un cometa—. ¿Te sientes distinta?

Algo retumbó bajo sus pies, suave como el ronroneo de un gatito, y le recordó el modo en que el ventilador de Iko se aceleraba cuando procesaba información.

—No —admitió Iko al cabo de un minuto, y la vibración cesó—. Sigo siendo gigantesca.

Cinder desdobló las piernas, y la sangre volvió a circularle por el pie.

—Eso es lo que me preocupa. Tengo la sensación de que no puede ser tan fácil. El ejército de la Comunidad Oriental en pleno anda detrás de nosotros y, por lo que sabemos, a estas alturas podrían haber solicitado la ayuda de otros ejércitos de la Unión. Eso sin mencionar a los lunares y a los cazarrecompensas. ¿Cuántas naves has localizado en nuestros radares?

—Setenta y una.

—De acuerdo, ¿y ninguna de ellas nos ha detectado o ha desconfiado de nosotros? Me parece un poco raro.

—Quizá funcione lo que estás haciendo. Igual esa cosa lunar te sale de manera natural.

Cinder negó con la cabeza, olvidando que Iko no podía verla. Quería creer que se debía a ella, pero sabía que era imposible: los lunares controlaban la bioelectricidad, no las ondas de radio. Tenía la ligera sospecha de que todos aquellos cánticos y visualizaciones no eran más que una soberana pérdida de tiempo.

Lo que planteaba la siguiente cuestión: ¿por qué todavía no los habían descubierto?

—Cinder, ¿cuánto tiempo tendré que seguir así?

Cinder suspiró.

—No lo sé. Hasta que podamos instalar otro sistema de control automático.

—Y hasta que me encuentres otro cuerpo.

—Eso también. —Se frotó las manos. El leve calor que había invadido los dedos de la mano derecha se había disipado, y por una vez los notaba más fríos que los metálicos.

—No me gusta ser una nave. Es un asco. —Había un evidente tono quejumbroso en la voz de Iko—. Me hace sentir menos viva que nunca.

Cinder volvió a recostarse en el camastro, con la mirada perdida en las sombras de la litera. Sabía muy bien cómo se sentía Iko: en el breve lapso de tiempo que había ejercido de sistema de control automático, había tenido la sensación de que tiraban de su cerebro en todas las direcciones. Como si hubiera perdido el contacto con su cuerpo físico, su mente se hubiera separado de él y levitara en un espacio inexistente entre el real y el digital. Se compadeció profundamente de Iko, quien lo único que deseaba era ser un poco más humana.

—Es solo temporal —le aseguró, retirándose el pelo de la frente—. En cuanto sea seguro volver a la Tierra, iremos…

—¡Eh, Cinder! ¿Estás viendo la telerred? —gritó Thorne asomando la cabeza por la puerta, que quedó recortada contra las luces atenuadas del pasillo—. Pero ¿esto que es? ¿La hora de la siesta? Enciende alguna luz.

A Cinder se le agarrotaron los músculos de los hombros.

—¿Es que no ves que estoy ocupada?

Thorne recorrió la pequeña y oscura habitación con la vista.

—Sí, esa ha sido buena.

Cinder sacó las piernas de la cama y se incorporó.

—Estoy intentando concentrarme.

—Bien, sigue así, colega. Mientras tanto, deberías venir a ver esto. Hablan de nosotros en todos los canales. Somos famosos.

—No, gracias. Prefiero no verme actuando como una loca en el evento social más importante del año.

Solo había visto las imágenes del baile una vez —las de cuando había perdido el pie y se había caído por la escalera para acabar en el suelo, en medio de un revoltijo de seda arrugada y guantes manchados de barro— y había tenido más que suficiente.

Thorne hizo un gesto de rechazo con la mano.

—Eso ya lo han puesto. Y ahora has alcanzado el sueño de toda plebeya menor de veinticinco años.

—Sí, mi vida es un sueño hecho realidad.

Thorne enarcó una ceja.

—Puede que no, pero al menos tu príncipe azul sabe quién eres.

—Emperador, y se llama Kai —lo corrigió, frunciendo el entrecejo.

—Exacto. —Thorne señaló la parte delantera de la nave con la cabeza—. Está a punto de empezar la rueda de prensa que han organizado para informar sobre ti y pensé que no querrías perderte —Thorne se abanicó, fingiendo que se desmayaba— esos divinos ojos color chocolate, ese pelo tan cuidadosamente alborotado, esas…

Cinder saltó de la cama y apartó a Thorne de un empujón para abrirse paso.

—Ay —se quejó este, frotándose el brazo—. ¿Por qué se te cruzan los cables?

—Estoy sintonizando el canal. —La voz de Iko acompañó a Cinder por el muelle de carga hasta la cabina de mando, cuya pantalla principal mostraba al emperador Kai tras un atril situado delante de los periodistas convocados—. La conferencia acaba de empezar, ¡y hoy está guapísimo!

—Gracias, Iko —dijo Cinder, que se sentó en el asiento del piloto.

—Eh, ese es mi…

Hizo callar a Thorne con un gesto de la mano y subió el volumen de la pantalla.

—… lo que esté en nuestras manos para encontrar a los fugitivos —decía Kai. Las ojeras sugerían que hacía mucho que no dormía como era debido.

Sin embargo, Cinder sintió tanto una punzada de añoranza como una honda desdicha al pensar en los últimos instantes en que lo había visto. Ella, postrada en el camino de grava, con el tobillo desencajado en los escalones del jardín, y todos los cables a la vista y lanzando chispas.

Él… asqueado, desconcertado, decepcionado.

Traicionado.

—Hemos destinado las naves más rápidas, equipadas con la tecnología de localización más avanzada y los mejores pilotos a localizar a los fugitivos. Hasta el momento, los presos fugados han tenido suerte, pero estamos convencidos de que esa suerte no durará. El tipo de nave en la que han huido no está preparada para mantenerse en órbita durante períodos de tiempo prolongados, por lo que tarde o temprano tendrán que regresar a la Tierra, y les estaremos esperando.

—¿En qué tipo de nave viajan? —preguntó una mujer de la primera fila.

Kai consultó sus notas.

—Se trata de una nave de carga militar robada perteneciente a la República Americana, una Rampion 214, clase 11.3. Han inutilizado los dispositivos de localización, lo que explica en gran parte las dificultades para detenerlos.

Thorne, muy ufano, le dio un ligero codazo a Cinder en la espalda.

En la pantalla, Kai asintió con la cabeza hacia un periodista que estaba al fondo.

—Habéis dicho que el ejército estará esperándolos cuando regresen a la Tierra. ¿Cuánto tiempo se calcula que tardarán en hacerlo? ¿Y se abandonará la búsqueda espacial mientras tanto?

—Por supuesto que no. Nuestro principal objetivo es encontrarlos lo antes posible y tenemos la intención de continuar la búsqueda espacial hasta dar con ellos. Sin embargo, los expertos calculan que la nave podría regresar a la Tierra en cualquier momento comprendido entre dos días y un máximo de dos semanas, dependiendo de sus reservas de carburante y energía, y en caso de ser necesario, estaremos preparados para ese regreso. ¿Sí?

—Mis fuentes me han informado de que la ciborg, esa tal Linh Cinder…

—Esa eres tú —susurró Thorne, golpeándola de nuevo con el codo.

Cinder le dio un manotazo.

—… recibió una invitación VIP para el baile anual y que, de hecho, se trataba de una de vuestras invitadas especiales, Majestad. ¿Deseáis desmentir dicha información?

—¿Una qué? —preguntó Thorne.

—¿Una invitación VIP? —lo coreó Iko.

Cinder se encogió de hombros, sin hacerles caso.

En la pantalla, Kai se apartó ligeramente del atril, sin soltarlo, como si necesitara espacio para tomar aire antes de aclararse la garganta y volver a acercarse al micro.

—La información es cierta. Conocí a Linh Cinder dos semanas antes del baile. Como muchos de ustedes sabrán, era una mecánica de renombre en la ciudad y contraté sus servicios para que reparara una androide que había dejado de funcionar. Y, sí, la invité a venir al baile en calidad de invitada personal.

—¿Qué?

Cinder se encogió al oír el chillido desgarrador que surgió de los altavoces de la cabina de mando.

—¿Cuándo ocurrió eso? Espero que ocurriera después de que Adri me desmontara, porque si te invitó a ir al baile y no me lo contaste…

—¡Iko, estoy intentando oír! —protestó Cinder, revolviéndose en el asiento.

Kai la había invitado a ir al baile antes de que el cuerpo de Iko hubiera sido desarmado y vendido por piezas. Cinder había tenido ocasión de decírselo, pero había decidido no aceptar la invitación, por lo que no le había parecido tan importante.

Cuando Kai cedió la palabra a otro periodista, Cinder comprendió que se había perdido una pregunta.

—¿Sabíais que era una ciborg? —preguntó una mujer, con evidente desdén.

Kai se la quedó mirando, con aire confundido, y a continuación paseó la vista entre los asistentes. Acercó ligeramente los pies al atril mientras se le formaba una arruga en el puente de la nariz.

Cinder se mordió la cara interna de la mejilla y se preparó para una respuesta indignada. ¿Quién la había invitado al baile de saber que era ciborg?

Sin embargo, Kai se limitó a contestar:

—No veo que su condición de ciborg sea relevante. ¿Siguiente pregunta?

Cinder movió los dedos metálicos.

—Majestad, ¿sabíais que era lunar cuando le enviasteis la invitación?

Kai lo negó con la cabeza; daba la impresión de estar a punto de desplomarse de cansancio.

—No. Por descontado que no. Creía, ingenuamente por lo que parece, que no había lunares en la Comunidad, salvo los invitados diplomáticos que se alojaban en el palacio, claro está. Ahora que se me ha informado de lo sencillo que les resulta mezclarse con la población, tomaremos medidas de seguridad adicionales tanto para evitar las inmigraciones de lunares como para encontrar y expulsar a quienes ya se encuentren dentro de nuestras fronteras. Tengo la firme intención de cumplir los estatutos del Acuerdo Interplanetario de 54 T.E. sobre este asunto. Sí, segunda fila.

—En cuanto a Su Majestad, la reina Levana, ¿sabéis cuál es su opinión, o la de su séquito lunar, acerca de la fuga de la presidiaria?

Kai tensó la mandíbula.

—Pues sí, tiene una opinión muy clara al respecto.

Detrás de Kai, un funcionario del Estado se aclaró la garganta. La irritación que delataba el semblante del emperador fue rápidamente sustituida por una diplomática seriedad.

—La reina Levana desea que encontremos a Linh Cinder y que se la lleve ante la justicia —se corrigió.

—Majestad, ¿creéis que lo sucedido podría perjudicar la relaciones diplomáticas entre la Tierra y Luna?

—No creo que las mejoren.

—Majestad. —Un hombre situado tres filas más atrás se puso en pie—. Las declaraciones de los testigos parecen indicar que la detención de Linh Cinder formaba parte de un acuerdo entre la reina y vos, y que su fuga podría motivar una declaración de guerra. ¿Existe alguna razón para creer que la fuga de la ciborg podría acabar convirtiéndose en una seria amenaza para nuestra seguridad nacional?

Kai hizo ademán de rascarse la oreja, pero consiguió reprimir el tic nervioso y apoyó la mano en el atril.

—La palabra «guerra» se ha esgrimido durante generaciones, y me corresponde a mí, igual que en su día le correspondió a mi padre, evitar por todos los medios un conflicto armado entre la Tierra y Luna. Le aseguro que estoy haciendo todo lo que está en mi mano para no deteriorar aún más la ya de por sí delicada relación con Luna, empezando con la detención de Linh Cinder. Eso es todo, gracias.

Bajó de la tarima dejando atrás varias manos alzadas cuyas preguntas quedarían sin respuesta y se vio arrastrado hacia una conversación en voz baja con un grupo de funcionarios del Estado.

Thorne se desplomó en el asiento del copiloto con mohín.

—No me ha mencionado. Ni una sola vez.

—A mí tampoco —dijo Iko, sin lástima.

—Tú no eres un preso fugado.

—Cierto, pero Su Majestad y yo nos conocimos en el mercado, y tenía la impresión de que habíamos conectado. ¿Tú no lo creías también así, Cinder?

Las palabras se deslizaban sin sentido por su interfaz auditiva. No contestó, incapaz de apartar la atención de Kai.

Se veía obligado a asumir la responsabilidad de unas acciones que había cometido ella. Se veía injustamente obligado a enfrentarse a las repercusiones de unas decisiones que había tomado ella. Y, tras su fuga, tenía que enfrentarse él solo a la reina Levana.

Se frotó las palpitantes sienes y cerró los ojos para no tener que seguir mirándolo.

—Pero yo soy un fugitivo buscado por la ley, como Cinder —insistió Thorne—. Saben que yo también me he fugado, ¿no?

—Tal vez lo agradezcan —murmuró Cinder entre dientes.

Thorne masculló algo incomprensible, a lo cual siguió un largo silencio en el que Cinder continuó masajeándose la frente, tratando de convencerse de que había hecho lo correcto.

Thorne giró en su asiento y golpeó con los pies el apoyabrazos de la butaca de Cinder, con lo que a esta se le escurrió el codo.

—Ahora entiendo por qué te has mostrado inmune a mis encantos. No sabía que estuviera compitiendo con un emperador. Una mano difícil de ganar, incluso para mí.

Cinder lanzó un resoplido.

—No seas idiota. Apenas lo conozco, y ahora encima me desprecia.

Thorne se echó a reír y se pasó los pulgares por las presillas del cinturón.

—Tengo un sexto sentido en lo que se refiere al amore y te puedo asegurar que no te desprecia. Además, ¿le pidió a una ciborg que fuera al baile? Para eso se necesitan agallas. Por principio, no me gustan ni la realeza ni los funcionarios del gobierno, pero hay que reconocer que tiene mérito.

Cinder se puso en pie y apartó de un empujón los pies de Thorne de su asiento para abrirse paso hacia la puerta.

—No sabía que era una ciborg.

Thorne ladeó la cabeza para seguirla con la mirada cuando pasó por su lado.

—¿No lo sabía?

—Pues claro que no —contestó Cinder cuando salía de la cabina de mando.

—Pero ahora sí lo sabe y, aun así, le sigues gustando.

Cinder se volvió y señaló la pantalla.

—¿Y sabes todo eso después de una conferencia de diez minutos en la que ha dicho que está haciendo todo lo posible para detenerme y entregarme para que me ejecuten?

Thorne esbozó una sonrisita socarrona.

—«No veo que su condición de ciborg sea relevante» —repitió con una espantosa voz nasal con que Cinder supuso que pretendía imitar a Kai.

Cinder puso los ojos en blanco y dio media vuelta.

—¡Eh, no te vayas! —Las botas de Thorne golpearon el suelo detrás de ella—. Tengo algo más que enseñarte.

—Estoy ocupada.

—Te prometo que no volveré a burlarme de tu novio.

—¡No es mi novio!

—Es sobre Michelle Benoit.

Cinder soltó el aire poco a poco y se giró.

—¿Qué?

Thorne vaciló un instante antes de indicarle con un gesto de cabeza el cuadro de mandos que había detrás de él, como si temiera que Cinder volviera a irse ante el mínimo movimiento.

—Ven a echarle un vistazo a esto.

Cinder suspiró, desanduvo sus pasos a regañadientes y apoyó los codos en el respaldo del asiento de Thorne.

Thorne hizo desaparecer el canal de noticias.

—¿Sabías que Michelle Benoit tiene una nieta adolescente?

—No —admitió Cinder, aburrida.

—Bueno, pues así es. La señorita Scarlet Benoit. Supuestamente acaba de cumplir dieciocho años, pero, y prepárate, no existe ningún historial médico. ¿Lo pillas? Santas picas, soy un genio.

Cinder frunció el ceño.

—No lo pillo.

Thorne inclinó la cabeza hacia atrás y levantó la vista hacia ella.

—No existe ningún historial médico.

—¿Y?

Giró la silla para mirarla de frente.

—¿Conoces a alguien que no haya nacido en un hospital?

Cinder lo meditó unos instantes.

—¿Estás insinuando que ella podría ser la princesa?

—Eso es precisamente lo que insinúo.

En la pantalla aparecieron el historial y la foto de Scarlet Benoit. Era guapa, de curvas pronunciadas y rizos de un rojo intenso.

Cinder la estudió con los ojos entrecerrados. Una adolescente sin partida de nacimiento. Una pupila de Michelle Benoit.

Qué oportuno.

—Bueno, pues excelente trabajo detectivesco, capitán.

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