Scarlet

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Libro cuarto » Capítulo cuarenta y tres

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Capítulo cuarenta y tres

Kai estaba sudando a causa del esfuerzo para no vomitar. Le escocían los ojos, pero no podía apartar la vista de la telerred. Era como ver una producción de miedo terrible, demasiado espantosa y fantástica para ser real.

El enlace de vídeo estaba siendo retransmitido desde la plaza del centro de la ciudad, donde se habían celebrado el mercado semanal y el festival anual tan solo unos días antes, el día de su coronación. El suelo de la plaza se hallaba cubierto de cuerpos; la sangre derramada era negra bajo las parpadeantes vallas publicitarias. La mayoría de los cadáveres se concentraban cerca de la entrada de un restaurante, uno de los pocos negocios que había abiertos y llenos de gente a medianoche, cuando había comenzado el ataque.

Le habían dicho que no había habido más que un asaltante en el restaurante, pero con esa carnicería estaba seguro de que serían más. ¿Cómo iba a causar tanto daño un solo hombre?

La imagen pasó a un hotel de Tokio justo cuando un hombre de mirada enloquecida arrojaba un cuerpo sin vida contra una columna. Kai se encogió al ver el impacto y se volvió.

—Apágalo. No puedo seguir viéndolo. ¿Dónde está la policía?

—Están haciendo todo lo que pueden para detener los ataques, Majestad —respondió Torin, que se encontraba detrás de él—, pero se tarda tiempo en movilizar a la policía y efectuar un intento organizado de respuesta. Ha sido un ataque sin precedentes. Muy… anómalo. Esos hombres se mueven rápido, rara vez se quedan en el mismo lugar más de unos minutos; únicamente lo suficiente para matar a cualquiera que tengan al alcance antes de trasladarse a otra zona de la ciudad… —Torin fue bajando el tono, como si percibiera el pánico que se alzaba en su propia voz y tuviera que dejar de hablar antes de verse abrumado. Se aclaró la garganta—. Pantalla, muestra las noticias globales más importantes.

Se oyó un zumbido en la habitación, seis presentadores de noticias informaban de las mismas historias: ataque repentino, psicópatas asesinos, monstruos, víctimas mortales desconocidas, caos a escala planetaria…

Dentro de la Comunidad habían sufrido ataques cuatro ciudades: Nueva Pekín, Mumbái, Tokio y Manila. Diez más habían caído víctimas en los otros cinco continentes terrestres: Ciudad de México, Nueva York, São Paulo, El Cairo, Lagos, Londres, Moscú, París, Estambul y Sidney.

Catorce ciudades en total y, aunque era imposible calcular el número exacto de atacantes, según las declaraciones de los testigos no parecía haber más de veinte o treinta hombres tras cada ataque.

Kai se esforzó para hacer las cuentas mentalmente. Trescientos hombres, quizá cuatrocientos.

Parecía imposible, el número de muertos seguía aumentando, y las ciudades atacadas empezaban a solicitar ayuda de sus vecinas, desviando a los heridos a otros hospitales.

Hasta diez mil muertos, decían algunos, en el transcurso de menos de dos horas, y a manos de tan solo trescientos o cuatrocientos hombres.

Trescientos o cuatrocientos lunares. Porque él lo sabía, detrás de aquello se encontraba Levana. En dos de las ciudades atacadas, los supervivientes aseguraban haber visto a un taumaturgo real entre la bruma. Aunque ambos testigos prácticamente deliraban a causa de la pérdida de sangre, Kai los creyó. Tenía sentido que los subalternos más preciados de la reina estuviesen involucrados en aquello. También tenía sentido que ellos mismos hubiesen permanecido al margen del baño de sangre, limitándose a orquestar los ataques a través de sus títeres.

Kai se alejó de la pantalla, frotándose los ojos con los dedos.

Aquello era por él. Levana había hecho aquello por él.

Por él, y por Cinder.

—Esto es la guerra —aseguró la reina Camilla del Reino Unido—. Nos ha declarado la guerra.

Kai se dejó caer sobre su mesa. Todos habían permanecido tan callados, hipnotizados por las grabaciones, que había olvidado que seguía en una conferencia global con el resto de los líderes de la Unión.

La voz del primer ministro de África, Kamin, sonó por los altavoces, furiosa.

—Primero quince años de peste, ¡y ahora esto! ¿Y para qué? ¿Levana está enfadada porque una sola prisionera ha logrado huir? ¿Una simple chica? No, lo está utilizando como excusa. Pretende burlarse de nosotros.

—Voy a evacuar las ciudades más importantes inmediatamente —anunció el presidente Vargas, de América—. Al menos podemos intentar contener el derramamiento de sangre…

El primer ministro europeo, Bronstad, tomó la palabra:

—Antes de que vayáis por ese camino, me temo que tengo más noticias perturbadoras.

Kai hundió la barbilla en el pecho, derrotado. Sintió la tentación de taparse los oídos para no escuchar. No quería oír nada más, pero en lugar de eso se rodeó con los brazos.

—El ataque no solo se está produciendo en las metrópolis más importantes —prosiguió—. Me acaban de informar de que, además de París, Moscú y Estambul, también nos han atacado en una pequeña localidad. Rieux, una comunidad granjera del sur de Francia. Con una población de tres mil ochocientos habitantes.

—¡Tres mil ochocientos! —exclamó Camilla—. ¿Por qué iba a atacar una ciudad tan pequeña?

—Para confundirnos —intervino el gobernador general Williams, de Australia—. Para hacernos creer que los ataques no tienen sentido, para hacernos temer que pueda atacar en cualquier parte, en cualquier momento. Es precisamente el tipo de cosa que haría Levana.

El presidente Huy irrumpió en el despacho de Kai sin llamar. Kai se sobresaltó, por un momento pensó que el presidente era un lunático que pretendía matarle, antes de que su pulso se ralentizara de nuevo.

—¿Alguna noticia?

Huy asintió. Kai se dio cuenta de que su rostro había envejecido años en la última semana.

—Han divisado a Linh Cinder.

Kai ahogó un grito y se retiró de la mesa.

—¿Qué? ¿Quién ha hablado? —dijo Camilla—. ¿Qué pasa con Linh Cinder?

—Debo atender a otros asuntos —dijo Kai—. Finalizar conferencia.

Las protestas se vieron silenciadas inmediatamente, y Kai se concentró en el presidente, con todos los nervios a flor de piel.

—¿Y bien?

—Tres oficiales del ejército han conseguido rastrearla mediante una identificación positiva de su hermana fallecida, Linh Peony, como su tutora legal dijo que haríamos. La hemos encontrado en una pequeña localidad del sur de Francia, minutos antes del ataque.

—Del sur de… —Kai miró a Torin justo cuando su consejero cerraba los ojos, abrumado por la misma idea—. ¿En un pueblo llamado Rieux?

Huy abrió los ojos como platos.

—¿Cómo lo habéis sabido?

Kai gimió y dio la vuelta hasta el otro lado de la mesa.

—Los hombres de Levana han atacado Rieux, la única población menor en la que han actuado. Ellos también deben de haber sido capaces de rastrearla. Por eso estaban allí.

—Debemos alertar a los demás líderes de la Unión —dijo Torin—. Al menos sabemos que no está atacando aleatoriamente.

—Pero ¿cómo la han encontrado? El chip de identidad de su hermana era nuestra única pista. ¿Cómo si no podría estar…? —Su voz se fue apagando, y se pasó las manos por el pelo—. Por supuesto. Ella sabía lo del chip. Soy un completo idiota.

—¿Majestad?

Kai se volvió hacia Huy, pero fue Torin quien captó su atención.

—No me digas que estoy siendo paranoico. Nos está escuchando. No sé cómo lo hace, pero nos está espiando. Probablemente este mismo despacho tenga micros. Así fue como se enteró de lo del chip, así fue como supo cuándo estaba abierto mi despacho y podría irrumpir aquí sin anunciarse, ¡así fue como supo que mi padre había muerto!

El rostro de Torin se ensombreció, pero por una vez no hizo ningún comentario sarcástico sobre Kai y sus ridículas teorías.

—Entonces… ¿la hemos encontrado? ¿A Cinder?

Huy frunció el entrecejo con gesto avergonzado.

—Lo siento, Majestad. Una vez ha comenzado el ataque, ha conseguido escapar en medio del caos. Hemos encontrado el chip de identidad en una granja a las afueras de Rieux, cerca de señales del despegue de una nave. Estamos trabajando para hablar con cualquiera que pudiera haberla visto, pero por desgracia… los tres agentes que la habían identificado han muerto en el ataque.

Kai empezó a temblar, le ardía todo el cuerpo desde dentro. Alzó la mirada furiosa al techo, y prácticamente gritó:

—Bueno, ¿lo veis, Majestad? Si no hubiese sido por vuestro ataque, ¡la habríamos cogido! ¡Espero que estéis satisfecha!

Con un resoplido, cruzó los brazos a la altura del pecho y esperó a que volviera a bajarle la presión sanguínea.

—Ya basta. Suspende la búsqueda.

—¿Majestad? —dijo Torin.

—Quiero que todos los miembros del ejército y agentes de la ley se concentren en buscar a esos hombres que nos están atacando y que pongan fin a esto. Esa es nuestra nueva prioridad.

Como si se sintiera aliviado por la decisión, Huy hizo una leve reverencia y salió del despacho, dejando la puerta abierta tras sí.

—Majestad —dijo Torin—, pese a que no discrepo de vuestro curso de acción, tenemos que plantearnos cómo reaccionará Levana. Deberíamos considerar la posibilidad de que este ataque, si bien es terrible, no es más que una molestia comparado con lo que de verdad es capaz de hacer. Quizá deberíamos intentar aplacarla antes de que pueda causar más daños.

—Lo sé. —Kai se colocó frente a la pantalla y los mudos y asustados presentadores de noticias—. No he olvidado las imágenes que tenía la República Americana.

El recuerdo le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda: cientos de soldados en formación, cada uno un cruce entre un hombre y una bestia. Colmillos protuberantes y garras enormes, hombros encorvados y una fina capa de pelo en los brazos y anchas espaldas.

Los hombres que estaban atacando por toda la Tierra eran despiadados, salvajes y crueles, eso estaba claro. Pero seguían siendo solo hombres. Kai sospechaba que únicamente eran el anticipo de en qué podía convertirse el ejército de bestias de Levana.

Y había pensado que no podía odiarla más. No después de que ocultara el antídoto para la letumosis a propósito. O de que atacara a una de sus sirvientas para demostrar un argumento político. O de que le obligara a traicionar a Cinder, sin otro motivo que haber escapado de Luna años antes.

Pero no podría haber anticipado esa crueldad.

Razón por la cual se odiaría para siempre por lo que estaba a punto de hacer.

—Torin, ¿me disculpas un momento?

—¿Majestad? —Torin tenía arrugas en las comisuras de los ojos, como si estuvieran grabadas en su piel. Quizá todos habían envejecido injustamente esa semana—. ¿Queréis que me vaya?

Se mordió el interior de la mejilla y asintió.

Torin frunció los labios, pero pareció que pasaba mucho tiempo antes de que articulara ninguna palabra. Kai vio reconocimiento en el rostro de su consejero: Torin sabía lo que estaba planeando.

—Majestad, ¿estáis seguro de que no deseáis discutir esto? Dejad que os proporcione consejo. Dejadme ayudaros.

Kai intentó sonreír, pero no consiguió esbozar más que una mueca dolorosa.

—No puedo quedarme aquí, a salvo en este palacio, sin hacer nada. No puedo permitir que mate a nadie más. No con esos monstruos, no ocultando el antídoto para la letumosis, no… lo que sea que tenga planeado a continuación. Los dos sabemos qué quiere. Los dos sabemos qué detendrá esto.

—Entonces dejad que me quede y os apoye, Majestad.

Kai negó con la cabeza.

—Esta no es una buena opción para la Comunidad. Puede que sea la única opción, pero nunca será buena. —Jugueteó nervioso con el cuello de su camisa—. La Comunidad no debería culpar a nadie más que a mí. Por favor, vete.

Vio a Torin coger aire lenta y dolorosamente, antes de hacer una profunda reverencia.

—Estaré fuera si me necesitáis, Majestad. —Sumamente triste, se marchó, cerrando la puerta tras sí.

Kai se paseó por delante de la telerred, mientras se le formaba un nudo en el estómago a causa de la ansiedad. Se enderezó la camisa, arrugada del largo día, al menos aún se encontraba en su despacho cuando había llegado la alerta. Creía que jamás volvería a disfrutar de una noche entera de sueño después de aquello.

Después de lo que estaba a punto de hacer.

Entre sus pensamientos frenéticos no podía evitar acordarse de Cinder en el baile. De lo feliz que le había hecho verla descender las escaleras hasta el salón de baile. De la gracia inocente que le habían producido su pelo empapado por la lluvia y su vestido arrugado, pensando que aquel aspecto encajaba con la mecánica de mayor renombre de la ciudad. Había pensado que Cinder sería inmune a los caprichos de la sociedad en lo referente a la moda y el decoro. Que parecía tan cómoda en su propia piel que podría acudir a un baile real como invitada del emperador con el pelo alborotado y manchas de aceite en los guantes y mantener la cabeza alta como lo hizo.

Eso fue antes de enterarse de que había corrido al baile para advertirle.

Cinder había sacrificado su propia seguridad para rogarle que no aceptara la alianza. Que no se casara con Levana. Porque, después de celebrar la ceremonia y ascender al trono de la Comunidad Oriental, Levana tenía intención de matarle.

Se le revolvió el estómago, pues sabía que Cinder tenía razón. Levana no vacilaría en deshacerse de él en cuanto hubiera servido a su propósito.

Pero tenía que parar esos asesinatos. Tenía que parar esa guerra.

Cinder no era la única capaz de sacrificarse por algo más grande.

Inspiró y expiró delante de la pantalla.

—Establecer enlace de vídeo con reina Levana de Luna.

El pequeño globo de la esquina dio solo una vuelta más antes de abrirse con la imagen de la reina Lunar, cubierta con su velo de encaje blanco. Imaginó su cara vieja, demacrada y decrépita bajo la envoltura, y eso no ayudó.

Kai intuyó que Levana había estado esperando su com. Intuyó que había estado escuchándolo todo y ya sabía exactamente cuáles eran sus intenciones. Sintió que sonreía con suficiencia tras el velo.

—Mi querido emperador Kaito, qué agradable sorpresa. Debe de ser bastante tarde en Nueva Pekín. Cerca de las dos horas y veinticuatro minutos, ¿es correcto?

Kai se tragó su indignación como pudo y extendió las manos delante de ella.

—Majestad, os lo ruego. Detened este ataque. Por favor, replegad a vuestros soldados.

El velo se meció cuando inclinó la cabeza a un lado.

—¿Me lo rogáis? Qué delicia. Continuad.

El calor se le subió al rostro.

—Está muriendo gente inocente: mujeres y niños, transeúntes, gente que no os ha hecho nada. Habéis ganado, y lo sabéis. Así que, por favor, acabad con esto ya.

—Decís que he ganado, pero ¿cuál es mi premio, joven emperador? ¿Habéis capturado a la chica ciborg que empezó todo esto? Es a ella a quien deberíais estar apelando. Si se entrega, entonces retiraré a mis hombres. Esa es mi oferta. Avisadme cuando estéis preparados para negociar conmigo. Hasta entonces, buenas noches.

—¡Esperad!

Levana entrelazó las manos.

—¿Sí?

El pulso martilleaba dolorosamente en las sienes de Kai.

—No puedo entregaros a la chica; creíamos haberla cogido, pero ha vuelto a escaparse, como sospecho que ya sabéis. Sin embargo, no puedo permitir que sigáis asesinando a terrestres inocentes mientras encontramos otra forma de localizarla.

—Me temo que eso no es problema mío, Majestad.

—Hay algo más que queréis, algo que puedo ofreceros. Los dos sabemos lo que es.

—Estoy segura de que no sé de qué estáis hablando.

Kai no se dio cuenta de que estaba apretando los puños, prácticamente le estaba suplicando, hasta que empezaron a dolerle los nudillos.

—Si vuestra oferta de alianza matrimonial sigue en pie, la acepto. Vuestro precio por retirar a vuestros hombres será la Comunidad. —Se le quebró la voz con la última palabra y apretó la mandíbula.

Esperó, sin aliento, consciente de que cada segundo que pasaba significaba prologar el derramamiento de sangre en las calles de la Tierra.

Tras un angustioso silencio, Levana rio disimuladamente.

—Mi querido emperador, ¿cómo resistirme a una proposición tan encantadora?

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