Scarlet

Scarlet


Libro primero » Capítulo seis

Página 9 de 54

Capítulo seis

CARSWELL THORNE

ID #0082688359

NACIDO 22 MAYO DE 106 T.E., REPÚBLICA AMERICANA

SS 437 APARICIONES EN LOS MEDIOS, CRONO INVERSA

PUBLICADO EL 12 DE EN. DE 126 T.E.: EL EX CADETE DE LAS FUERZAS AÉREAS, CARSWELL THORNE, HA SIDO DECLARADO CULPABLE Y CONDENADO A SEIS AÑOS DE CÁRCEL TRAS UN BREVE JUICIO DE DOS SEMANAS…

El texto verde avanzó poco a poco ante la visión de Cinder, documentando los delitos de un tal Carswell Thorne, que había llevado una vida muy productiva infringiendo la ley a pesar de haber cumplido los veinte hacía apenas unos meses: un cargo por deserción, dos cargos por robo internacional, un cargo por intento de robo, seis cargos por posesión de bienes robados y uno más por robo de propiedad gubernamental.

La última sentencia ni siquiera hacía justicia al delito cometido. Había robado una nave espacial del ejército de la República Americana.

De ahí la nave espacial de la que estaba tan orgulloso.

Aunque en ese momento cumplía una pena de seis años en la Comunidad Oriental por el intento de sustracción de un collar de jade de la Segunda Era, también se lo buscaba en Australia y, por descontado, en su propia tierra, América, por lo que acabaría siendo procesado y cumpliendo condena en ambos países por los delitos que había cometido.

Cinder se dejó caer contra un cuadro de interruptores, arrepintiéndose de haberlo comprobado. Ya era bastante malo escapar de la cárcel, pero ¿ayudar a fugarse a un delincuente —un delincuente de verdad—, y hacerlo en una nave espacial robada?

Tragó saliva y volvió a mirar por el agujero que había abierto entre la sala de calderas y la celda del preso. Carswell Thorne seguía sentado en su camastro, con los codos apoyados en las rodillas, jugando con los pulgares.

Cinder se limpió la mano empapada de sudor en el mono blanco. Aquello no tenía nada que ver con Carswell Thorne, aquello tenía que ver con la reina Levana, el emperador Kai y la «princesa Selene», la niña inocente a la que Levana había intentado asesinar hacía trece años y que había sido rescatada y trasladada a escondidas a la Tierra. La que seguía siendo la persona más buscada del mundo. Y que resultaba ser la propia Cinder.

Hacía menos de veinticuatro horas que se había enterado de aquello último. El doctor Erland, que lo sabía desde hacía semanas, había decidido informarla acerca de las pruebas de ADN que le había realizado y que demostraban su sangre real justo después de que la reina Levana la hubiera reconocido en el baile anual y hubiera amenazado con atacar la Tierra si no enviaban a Cinder a la cárcel por ser una emigrante lunar ilegal.

De modo que el doctor Erland había conseguido colarse en su celda y le había dado un pie nuevo (el suyo se había quedado en los escalones de palacio), una mano biónica que incorporaba lo último en tecnología, equipada con artilugios increíbles con los que todavía tenía que familiarizarse, y la noticia más impactante de su vida. A continuación, le había pedido que se fugara y que se reuniera con él en África, como si fuera tan fácil como instalar un procesador nuevo en un Jard 3.9.

Al menos la orden, tan sencilla como imposible, le había servido para mantener la mente ocupada en algo y dejar de darle vueltas a su identidad recién descubierta. Cosa que era de agradecer, ya que, cada vez que lo pensaba, su cuerpo tendía a sufrir un ataque que la dejaba fuera de combate, y no era el mejor momento para andarse con titubeos. Independientemente de lo que hiciera cuando saliera, había algo indudable: quedarse allí y esperar a que la reclamara la reina Levana significaba una muerte segura.

Volvió a echar un vistazo a su compañero de celda. Si hubiera tenido claro un primer destino no muy alejado y allí la esperara una nave espacial que funcionara, tal vez la fuga incluso podría tener un final feliz.

Carswell seguía dándoles vueltas a los pulgares, obedeciendo la orden que ella le había dado de dejarla en paz. Las palabras habían ardido en sus labios al pronunciarlas, le bullía la sangre bajo la piel en llamas. La sensación de sobrecalentamiento era un efecto secundario de su don lunar, un poder que el doctor Erland había conseguido liberar después de que un dispositivo que llevaba implantado en la columna vertebral le hubiera impedido utilizarlo durante muchos años. A pesar de que seguía pareciéndole cosa de magia, en realidad se trataba de un rasgo genético característico de los lunares, que les permitía controlar y manipular la bioelectricidad de otros seres vivos. Podían hacer que la gente viera cosas que no eran reales o experimentar emociones falsas. Podían lavarles el cerebro y obligarles a hacer cosas que de otro modo nunca harían. Sin discusión. Sin resistencia.

Cinder todavía estaba aprendiendo a utilizar ese «don» y no acababa de entender del todo cómo había conseguido controlar a Carswell Thorne, igual que tampoco estaba segura de cómo se las había arreglado para persuadir a uno de los guardias para que la trasladara a una celda más conveniente. Lo único que sabía era que había sentido deseos de estrangular a aquel compañero de celda al ver que no callaba y que el don lunar había nacido en la base del cuello, espoleado por el estrés y los nervios. Había perdido el control de la situación un solo segundo y, en ese suspiro, Thorne había hecho exactamente lo que ella deseaba que hiciera.

Había cerrado la boca y la había dejado en paz.

Los remordimientos habían aparecido al instante. Desconocía los efectos que tenía en la otra persona, teniendo en cuenta que se trataba de una manipulación mental. Y, lo más importante, no quería ser uno de esos lunares que se aprovechaba de sus poderes solo porque tenía la posibilidad de hacerlo. En realidad, no quería ser lunar.

Resopló y se apartó un mechón de la cara de un bufido antes de asomarse al agujero que había quedado al arrancar el urinario de la pared.

Thorne levantó la vista cuando vio que la joven se detenía delante de él, con los brazos en jarras. Seguía aturdido y, aunque Cinder odiaba admitirlo, era bastante atractivo. Siempre que a una le gustaran los tipos de mandíbula cuadrada, ojos azules y hoyuelos picarones. Aunque le hacían falta un corte de pelo y un buen afeitado.

Cinder tomó aire.

—Te he obligado a hacer lo que quería que hicieras, y eso no está bien. He abusado de ti y te pido disculpas.

Thorne parpadeó y miró la mano metálica y el destornillador que asomaba por la punta de un dedo.

—¿Eres la misma chica que estaba antes aquí? —preguntó, con una voz sorprendentemente clara, a pesar del fuerte acento americano.

No sabía por qué, pero Cinder había imaginado que arrastraría las palabras después de la manipulación mental.

—Pues claro.

—Ah. —Frunció el ceño—. Antes parecías bastante más guapa.

Irritada por el comentario, Cinder sopesó si retirar sus disculpas, aunque al final cruzó los brazos sobre el pecho.

—Cadete Thorne, ¿no?

—Capitán Thorne.

—Tu expediente dice que eras cadete cuando desertaste.

Thorne frunció el ceño, confuso, instantes antes de que se le iluminara la cara y la señalara con un dedo.

—¿Portavisor en la cabeza?

Cinder se mordió la mejilla por dentro.

—Bueno, en sentido estricto, sí —admitió Thorne—, pero ahora soy capitán. Me gusta cómo suena. A las chicas les impresiona más.

Cinder, nada impresionada, señaló la sala de calderas, que quedaba al otro lado de la pared.

—He decidido que puedes venir conmigo si logramos llegar hasta tu nave. Pero… intenta estar calladito.

Thorne se había levantado del camastro antes de que Cinder hubiera terminado de hablar.

—Ha sido mi encanto irresistible lo que te ha convencido, ¿verdad?

La joven suspiró y se coló por el agujero, procurando evitar las cañerías arrancadas.

—Entonces, esa nave de la que hablas, es la robada, ¿verdad? ¿Al ejército americano?

—Prefiero no usar la palabra «robada». No tienen pruebas de que no fuera a devolvérsela.

—Me tomas el pelo, ¿no?

Se encogió de hombros.

—Tú tampoco las tienes.

Cinder se volvió y lo miró de reojo.

—¿Se la ibas a devolver o no?

—Puede.

Una luz anaranjada parpadeó en el límite de su campo de visión: su programación ciborg detectaba cuando alguien mentía.

—Lo que imaginaba —musitó—. ¿Pueden rastrear la nave?

—Claro que no. Extraje el equipo de rastreo hace siglos.

—Bien. Lo que me recuerda… —Levantó la mano, escondió el destornillador y, tras un par de intentos, apareció el estilete—. Hay que extraerte el chip de identidad.

Thorne retrocedió medio paso.

—No me digas que eres aprensivo.

—Claro que no —aseguró, soltando una risita incómoda y empezando a arremangarse—. Es solo que… ¿esa cosa está esterilizada?

Cinder lo fulminó con la mirada.

—Quiero decir que… Bueno, estoy convencido de que eres muy limpia y todo eso, pero es solo que… —Su voz se fue apagando, vaciló y acabó tendiéndole la mano—. No importa. Procura no tocar nada vital.

Cinder se inclinó sobre el brazo y colocó la hoja sobre la muñeca con tanto cuidado y delicadeza como pudo. Carswell ya tenía una pequeña cicatriz en el mismo sitio, seguramente de haberse sacado un chip de identidad anterior, la primera vez que había huido de la justicia.

Thorne contrajo los dedos en el momento de la incisión, pero por lo demás permaneció completamente quieto. Cinder extrajo el chip ensangrentado y lo arrojó al amasijo de cables que había en el suelo, antes de cortar un trozo de tela de la manga del uniforme y dársela para que se vendase el pequeño corte.

—¿Solo me lo parece a mí o este es un momento muy especial en nuestra relación?

Cinder resopló en tono de burla antes de dar media vuelta y señalar una rejilla que había cerca del techo. Estaba rodeada de manojos de cables que escapaban del cuadro de interruptores de control de potencia y desaparecían por decenas de agujeros a lo largo de la pared.

—¿Podrías ayudarme a subir ahí?

—¿Qué es eso? —preguntó Thorne, que ya había empezado a entrelazar las manos.

—Un conducto de ventilación.

Cinder apoyó un pie en las palmas machihembradas del chico e hizo caso omiso de sus gruñidos cuando la izó. No le sorprendía, consciente de que, debido a la pierna metálica, pesaba bastante más de lo que parecía.

Gracias a la ayuda adicional, consiguió retirar la rejilla en cuestión de segundos. La dejó sin hacer ruido sobre las tuberías que corrían por encima de su cabeza y, dándose impulso, desapareció por la abertura sin vacilar.

Cargó los planos de la estructura interior de la cárcel para determinar la dirección que debían seguir mientras esperaba a que Thorne subiera detrás de ella. Cinder cambió el destornillador por la linterna incorporada y empezó a avanzar a gatas.

Arrastrar la pierna metálica, que arañaba el aluminio cada pocos centímetros, era un trabajo arduo y pesado. Incluso se detuvo en un par de ocasiones, creyendo haber oído unos pasos por debajo de ellos. ¿Darían la alarma cuando descubrieran que habían escapado? En realidad, le sorprendía que no hubiera saltado ya. Treinta y dos minutos. Había salido de su celda hacía treinta y dos minutos.

El sudor le resbalaba por la nariz, y el ritmo de sus pulsaciones hacía que el tiempo se alargara cada vez más, como si su reloj interno se hubiera encallado. La compañía de Thorne empezaba a plantearle muchas dudas. Si ya iba a ser complicado ella sola…, ¿cómo iba a conseguir sacarlo a él también de allí?

De pronto la asaltó una idea, clara e inesperada.

También lavarle el cerebro.

Podía convencerlo para que le dijera dónde estaba la nave y cómo llegar hasta ella y luego le haría decidir que, al final, no deseaba acompañarla. Lo haría volver a su celda. No le quedaría más remedio que escucharla.

—¿Va todo bien?

Cinder dejó escapar el aire que había retenido en sus pulmones.

No. No se aprovecharía de él; ni de él ni de nadie. Hasta la fecha, se las había arreglado bien sin el don lunar y se las arreglaría igual de bien en esos momentos.

—Disculpa —musitó—, solo estaba comprobando los planos. Casi hemos llegado.

—¿Los planos?

Cinder no contestó. Minutos después, dobló un recodo y vio un cuadrado de luz que se proyectaba en el conducto del techo a través de una rejilla. Esperanzada, y lanzando un suspiro de alivio, se acercó y asomó la cabeza poco a poco para echar un vistazo.

Vio un suelo de cemento con un pequeño charco de agua estancada debajo de ella y, a menos de seis pasos del charco, otra rejilla, esta más grande y redonda.

Una alcantarilla. Justo donde los planos decían que estaría.

La altura era considerable, pero si conseguían llegar al suelo sin romperse una pierna, casi podía decirse que iba a resultar fácil.

—¿Dónde estamos? —preguntó Thorne en un susurro.

—En un área de descarga subterránea, por donde entran los alimentos y los suministros.

Con toda la elegancia que le permitían las reducidas dimensiones del conducto, salvó la rejilla y se dio la vuelta para que Thorne y ella pudieran mirar.

—Tenemos que llegar hasta ahí, hasta esa alcantarilla.

Thorne frunció el entrecejo y señaló algo con el dedo.

—¿Eso de ahí no es la rampa de salida?

Cinder asintió con la cabeza, sin mirar.

—Y, entonces, ¿por qué no intentamos llegar hasta allí?

Lo escudriñó con atención; la rejilla proyectaba sombras extrañas sobre su rostro.

—¿Y vamos paseando tranquilamente hasta tu nave? ¿Con estos uniformes de presidiarios que dañan la vista de lo blancos que son?

Thorne volvió a fruncir el entrecejo, pero unas voces ahogaron su respuesta. Retrocedieron.

—Yo no la vi bailando con él, pero mi hermana sí —dijo una mujer. Las palabras venían acompañadas de pasos, a lo que siguió el estruendo que producía una puerta de persiana al levantarse y deslizarse por unos raíles metálicos—. Llevaba el vestido empapado y arrugado como una bolsa de basura.

—Pero ¿por qué iba el emperador a bailar con una ciborg? —replicó el hombre—. Y que luego ella se fuera y atacara a la reina lunar de esa manera… Venga ya. Tu hermana se lo inventa. Me apuesto lo que quieras a que la chica no era más que una chiflada que se había colocado en el baile. Seguramente solo quería denunciar las injusticias que se cometen con los ciborgs.

La conversación se vio bruscamente interrumpida por el ruido ensordecedor de una nave de reparto.

Cinder se arriesgó a atisbar por la rejilla y vio que un vehículo entraba marcha atrás en la zona de descarga, en dirección al muelle que se encontraba debajo de ellos, y se detenía justo entre Cinder, Thorne y la alcantarilla.

—Buenas, Ryu-jun —dijo el hombre, cuando el piloto descendió de la nave.

El silbido del sistema hidráulico de una plataforma ahogó el intercambio de saludos.

Cinder aprovechó el ruido y utilizó el destornillador para retirar la rejilla. A continuación, le hizo un gesto con la cabeza a Thorne y este la levantó con sumo cuidado.

El sudor corría por el cuello de Cinder, y el corazón le latía con tanta fuerza que pensó que acabaría contusionándose el interior de la caja torácica. La chica asomó la cabeza por la abertura y echó un vistazo al muelle en busca de alguna otra señal de vida cuando vio, a menos de un brazo de distancia, una cámara rotatoria atornillada al techo de cemento.

Se apartó de inmediato, con el zumbido de la sangre en los oídos. Por suerte, la cámara estaba enfocada en dirección contraria, pero aun así era imposible salir de allí sin que los descubrieran. Además, también tenían que ocuparse de los tres empleados que estaban descargando la nave, y cada minuto que pasaba los acercaba más al momento en que un guardia encontraría las celdas vacías.

Cinder cerró los ojos y visualizó mentalmente dónde estaba la cámara antes de sacar el brazo, con sumo cuidado. La mano avanzaba a ciegas, pegada al techo —la cámara estaba más lejos de lo que le había parecido a primera vista—, hasta que los dedos encontraron algo. Cinder atrapó la lente y apretó. El plástico opuso la misma resistencia que una ciruela en su puño de titanio y produjo un crujido tranquilizador, aunque ensordecedoramente alto para su gusto.

Prestó atención y le alivió comprobar que el movimiento y la charla no se habían interrumpido por debajo de ellos.

Había llegado el momento. No tendrían más de un minuto antes de que alguien se diera cuenta de que una de las cámaras había dejado de funcionar.

Levantó la cabeza, le hizo un gesto a Thorne y se deslizó por la abertura.

Cayó sobre el techo de la nave de reparto con un sonoro golpetazo metálico que hizo estremecer el vehículo. Thorne la siguió y aterrizó con un gruñido apagado.

Las voces enmudecieron.

Cinder se dio la vuelta en el momento en que los tres empleados salían del muelle con el ceño fruncido, desconcertados, y se quedaban helados al ver aquellas dos figuras en lo alto de la nave. Cinder vio que reparaban en los uniformes blancos. En la mano biónica.

Uno de los hombres hizo ademán de coger el portavisor que llevaba en el cinturón.

Apretando los dientes, Cinder alargó el brazo en su dirección y se concentró en que no pudiera alcanzar el visor y dar la alarma. En la mano petrificada a apenas unos centímetros del cinturón.

El hombre detuvo el brazo obedeciendo la voluntad de Cinder y lo dejó suspendido en el aire, inmóvil.

La miraba con ojos desorbitados por el miedo.

—Quietos —dijo Cinder con voz ronca. Los remordimientos le atenazaban la garganta. Sabía que estaba tan aterrada como las tres personas que tenía delante y, aun así, el pánico que se reflejaba en sus rostros era inconfundible.

La sensación de quemazón regresó, se inició en lo alto de la nuca y se propagó por la columna vertebral, los hombros y las caderas, estallando cuando topaba con las prótesis. No fue dolorosa ni repentina, como lo había sido cuando el doctor Erland liberó su don lunar por primera vez. Al contrario, casi resultaba reconfortante… placentero.

Podía sentir a las tres personas que había en la plataforma; la bioelectricidad se desprendía de ellas en impulsos ondulados que electrizaban el aire, lista para someterse a su control.

«Daos la vuelta».

Al unísono, los tres empleados se volvieron con movimientos rígidos y torpes.

«Cerrad los ojos. Tapaos los oídos». Vaciló antes de añadir: «Tararead».

Al instante, el zumbido de tres personas tarareando con la boca cerrada inundó lo que hasta entonces había sido un silencioso muelle de descarga. Esperaba que aquello bastara para impedirles oír que abrían la alcantarilla del suelo y rezó para que asumieran que Thorne y ella habían huido por la puerta de la zona de descarga o que habían subido a escondidas a otra nave de reparto.

Thorne contemplaba la escena boquiabierto cuando Cinder se volvió hacia él.

—¿Qué les pasa?

—Obedecen —contestó ella con gran pesar, odiándose por lo que había hecho. Odiando el tarareo que inundaba sus oídos. Odiando aquel don tan antinatural, poderoso e injusto.

Sin embargo, ni siquiera se le pasó por la cabeza liberarlos de su control.

—Vamos —dijo, al tiempo que saltaba y se deslizaba para descender de la nave.

Se arrastró bajo el vehículo y vio que la alcantarilla quedaba justo entre las ruedas de aterrizaje. Aunque le temblaban las manos, consiguió girar un cuarto la tapa y la levantó.

Un charco poco profundo de agua estancada lanzó un destello apagado en la oscuridad.

No había demasiada distancia hasta el suelo, pero al sumergir los pies descalzos en el agua aceitosa se le revolvió el estómago. Thorne la siguió un segundo después y volvió a colocar la tapa en su sitio.

En la pared se abría un pestilente túnel circular de cemento que apenas le llegaba a la cintura y que olía a desperdicios y moho. Arrugando la nariz, Cinder se agachó y empezó a avanzar a gatas.

Ir a la siguiente página

Report Page