Scarlet

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Libro segundo » Capítulo dieciséis

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Capítulo dieciséis

Scarlet llamó a un levitador para que los llevara a Toulouse, que pagó con el último depósito que Gilles había hecho en su cuenta. Se sentó frente a Lobo todo el viaje, sin quitarle el ojo de encima, mientras la pistola se le clavaba en la espalda. Sabía que el arma no le serviría de nada en distancias tan cortas; después de todo, había visto lo rápido que podía ser Lobo. La habría inmovilizado y medio asfixiado antes de que a ella le hubiera dado tiempo a sacar el arma de la cinturilla.

Sin embargo, le resultaba imposible sentirse amenazada por el extraño que tenía delante. Lobo parecía hipnotizado por los campos interminables que pasaban ante la ventanilla y miraba boquiabierto los tractores, el ganado y los establos decrépitos y medio desmoronados que salpicaban el paisaje. Continuaba con aquel extraño tic en las piernas, aunque Scarlet dudaba de que fuera consciente de ello.

La fascinación casi infantil estaba reñida con él en todos los aspectos. El ojo cada vez menos amoratado, las cicatrices, los anchos hombros, la calma y la compostura que demostró cuando había estado a punto de estrangular a Roland, la mirada fiera y cruel cuando había estado a punto de matar a su rival sobre el cuadrilátero.

Scarlet se mordía el interior de la mejilla, preguntándose qué parte de todo aquello era fachada y qué parte era auténtica.

—¿De dónde eres? —le preguntó.

Lobo volvió la vista hacia ella, y su curiosidad se desvaneció. Como si hubiera olvidado que Scarlet lo acompañaba.

—De aquí, de Francia.

Scarlet frunció los labios.

—Interesante. Parece que no hayas visto una vaca en tu vida.

—Ah, no, no de aquí. No de Rieux. Soy de la ciudad.

—¿De París?

Lobo asintió y el tic nervioso de las piernas adoptó un nuevo ritmo, alternando entre ambas. Incapaz de soportarlo ni un minuto más, Scarlet acercó la mano y la posó con decisión sobre una de sus rodillas, obligándolo a detenerla. Lobo dio un respingo cuando lo tocó.

—Estás volviéndome loca —dijo la joven, echándose hacia atrás. Lobo dejó quietas las piernas, al menos por el momento, pero Scarlet no consiguió olvidar el gesto sorprendido del chico—. ¿Y, cómo acabaste en Rieux?

Lobo volvió la cara de nuevo hacia la ventanilla.

—Al principio solo quería escapar. Cogí un tren magnético a Lión y empecé a seguir las peleas desde allí. Rieux es pequeño, pero reúne a bastante gente.

—Ya me he dado cuenta. —Scarlet echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra el asiento—. De pequeña, viví una temporada en París, antes de trasladarme con mi grand-mère. —Se encogió de hombros—. Nunca lo he echado de menos.

Habían dejado atrás granjas y plantaciones de olivos, viñedos y zonas residenciales, y se adentraban en el corazón de Toulouse a toda velocidad cuando oyó contestar a Lobo.

—Yo tampoco.

La excesiva iluminación de la estación subterránea del tren magnético dañaba la vista cuando descendieron por las escaleras mecánicas, como si hubieran querido compensar con los fluorescentes la falta de luz solar. Dos androides y un detector de armas esperaban al pie de la escalera, y uno lanzó un pitido en cuanto el pie de Scarlet tocó la plataforma.

—Detectado revólver personal Leo 1272 TCP 380. Por favor, extienda su chip de identidad y espere comprobación.

—Tengo permiso —replicó Scarlet, alargando la muñeca.

Un destello rojizo.

—Arma limpia. Gracias por utilizar el Tren Magnético de la Federación Europea —dijo el androide, que regresó a su puesto.

Scarlet rozó a los androides al pasar junto a ellos y, después de echar un vistazo, encontró un banco libre frente a las vías. A pesar de la media docena de cámaras esféricas y diminutas que giraban cerca del techo, las paredes estaban cubiertas por años de grafiti elaborados y vestigios de pósters de conciertos arrancados.

Lobo se sentó a su lado y, al cabo de un instante, el tic nervioso había vuelto a apoderarse de sus piernas. A pesar del espacio que Lobo había dejado entre ellos, Scarlet se descubrió siguiendo el ritmo de sus dedos inquietos, rodillas nerviosas y hombros descoyuntados. Su energía resultaba casi palpable.

Scarlet se cansaba con solo mirarlo.

Sacó el portavisor del bolsillo tratando de concentrarse en otra cosa y comprobó si había recibido alguna com, aunque solo había entrado basura y propaganda.

Tres trenes llegaron y partieron. Lisboa. Roma. Múnich Occidental.

Scarlet estaba cada vez más nerviosa y no se dio cuenta de que su pie había empezado a seguir el compás del de Lobo hasta que este le puso un dedo en la rodilla.

Se quedó helada, y Lobo lo retiró de inmediato.

—Disculpa —dijo con un hilo de voz, entrelazando las manos en el regazo.

Scarlet no estaba segura de por qué se disculpaba, de modo que no contestó, incapaz de distinguir si a Lobo se le habían sonrosado las orejas o si eran las luces parpadeantes de un anuncio cercano.

La chica vio cómo soltaba el aire con toda calma cuando, de pronto, se puso tenso y volvió rápidamente la cabeza hacia la escalera mecánica.

Con los nervios de punta al instante, Scarlet alargó el cuello para ver qué lo había inquietado de aquella manera. Un hombre vestido con traje de oficina pasaba en ese momento por los detectores instalados al pie de la escalera. Le siguió otro hombre, con unos vaqueros raídos y jersey, y a continuación venía una madre que conducía un carrito levitante con una mano mientras miraba el portavisor que llevaba en la otra.

—¿Qué ocurre? —preguntó Scarlet, aunque sus palabras quedaron ahogadas por los estruendosos altavoces, que anunciaban el tren a París, vía Montpellier.

Lobo pareció relajar los hombros y se puso en pie de un salto. Los imanes de las vías empezaron a zumbar, y él se sumó al resto de los pasajeros que se acercaban al borde del andén. La inquietud que había tensado sus facciones había desaparecido por completo.

Scarlet se cargó la mochila al hombro y miró atrás una última vez antes de reunirse con él.

El morro en forma de bala del tren pasó deslizándose por delante de ella a una velocidad vertiginosa, antes de detenerse con suma suavidad. Los vagones produjeron un fuerte ruido metálico al descender hasta la vía con un movimiento armonioso; las puertas se abrieron con un susurro. Un androide bajó de cada vagón y todos se pusieron a hablar al unísono con su típico tono monotono.

—Bienvenidos a bordo del Tren Magnético de la Federación Europea. Por favor, muestren su chip de identidad para la comprobación del billete. Bienvenidos a bordo del Tren Magnéti…

Scarlet sintió que se quitaba un gran peso de encima cuando le pasaron el escáner por la muñeca y subió al tren. Por fin, por fin, estaba en camino. Se había acabado lo de esperar. Se había acabado lo de no hacer nada.

Encontró un compartimento privado libre, provisto de un par de literas, una mesita y una telerred atornillada a la pared. El vagón conservaba el olor a humedad de las habitaciones rociadas con demasiado ambientador.

—Va a ser un viaje muy largo —dijo, dejando la mochila en la mesa—. Podemos ver la red un rato. ¿Algún programa preferido?

Ya dentro del habitáculo, Lobo paseó la mirada por el suelo, la pantalla, las paredes, tratando de encontrar un lugar en que posar los ojos. Cualquier cosa menos ella.

—La verdad es que no —contestó, atravesando el compartimento en dirección a la ventanilla.

Scarlet se sentó en el borde de la cama, desde donde veía el reflejo de la telerred en el cristal, que además resaltaba las huellas que lo cubrían.

—Yo tampoco. Quién tiene tiempo para entrar en la red, ¿verdad?

Al ver que no respondía, se echó hacia atrás, apoyando las manos en la cama, y fingió no percatarse de la súbita incomodidad.

—Imagen.

Un panel de periodistas de la prensa del corazón se sentaba alrededor de una mesa. Con la cabeza en otra parte, Scarlet apenas prestaba atención a sus comentarios vacuos y maliciosos, hasta que comprendió que estaban hablando de la chica lunar del baile de Nueva Pekín: un peinado atroz, el estado lamentable del vestido, ¿y eso de los guantes eran manchas de grasa? Qué triste.

—¡Qué horror que no tengan grandes almacenes en el espacio, porque a esa chica no le vendría mal un buen cambio de look! —comentó una de las mujeres, riéndose a carcajada limpia.

Los demás periodistas la corearon tontamente.

Scarlet sacudió la cabeza.

—Van a ejecutar a esa pobre chica y a la gente no se le ocurre otra cosa que hacer chistes sobre ella.

Lobo le echó un vistazo a la pantalla.

—Es la segunda vez que te oigo defenderla.

—Sí, bueno, de vez en cuando no está tan mal pensar por uno mismo en lugar de tragarse esa propaganda absurda con que pretenden inundarnos los medios de comunicación. —Frunció el entrecejo, cayendo en la cuenta de que había sonado exactamente igual que su abuela, y trató de contener su irritación con un suspiro—. La gente enseguida se lanza a acusar o a criticar, pero no sabe por lo que ha pasado esa chica o qué la condujo a hacer las cosas que hizo. De hecho, ¿sabemos seguro que hizo algo?

Una voz automatizada anunció que las puertas del tren estaban cerrándose, y segundos después oyó el silbido que producían al deslizarse. El tren se alzó sobre las vías y abandonó la estación, sumergiéndolos en una oscuridad que únicamente interrumpían las luces del pasillo y el resplandor azulado de la telerred. El tren bala planeaba sobre los raíles, ganando velocidad poco a poco, hasta que de pronto salió al exterior y la luz del sol inundó el compartimento.

—Hubo disparos en el baile —dijo Lobo, mientras los bustos parlantes de la pantalla seguían enfrascados en su debate—. Hay quien dice que la chica pretendía provocar una masacre y que es un milagro que nadie saliera herido.

—También hay quien dice que había ido a asesinar a la reina Levana, ¿y acaso eso no la habría convertido en una heroína? —Scarlet fue cambiando de canal de manera mecánica—. Lo único que digo es que no deberíamos juzgarla, ni a ella ni a nadie, sin tratar de entender por qué hizo lo que hizo. Tal vez deberíamos conocer toda la historia antes de sacar conclusiones precipitadas. Una idea alocada, lo sé.

Resopló, molesta al notar que se le encendían las mejillas. Los canales iban pasando. Anuncios. Anuncios. Noticias. Cotilleos sobre famosos. Un reality show sobre un grupo de niños que trataban de gobernar su propio país. Más anuncios.

—Además —musitó, medio para sí—, la chica solo tiene dieciséis años. Yo diría que la gente está reaccionando de manera exagerada.

Rascándose la oreja, Lobo se dejó caer en la cama, lo más alejado posible de Scarlet.

—Ha habido casos de lunares condenados por asesinato con solo siete años.

Scarlet frunció el entrecejo.

—Por lo que yo sé, esa chica no ha matado a nadie.

—Yo tampoco maté a Cazador anoche, pero eso no me hace inofensivo.

Scarlet vaciló.

—No, supongo que no.

Tras un incómodo silencio, regresó al reality show y fingió que le interesaba.

—Empecé a pelear con doce años.

Scarlet le devolvió su atención. Lobo miraba fijamente la pared, la nada.

—¿Por dinero?

—No. Por estatus. Llevaba pocas semanas en el grupo, pero muy pronto me quedó claro que si no luchas, si no sabes defenderte, no eres nada. Te acosan y te ridiculizan… Prácticamente te conviertes en un siervo y no puedes hacer nada para cambiarlo. El único modo de evitar convertirse en un omega es luchar. Y ganar. Por eso lo hago. Por eso soy tan bueno.

Scarlet fruncía el entrecejo con tanto ahínco que empezó a dolerle la frente, pero no podía relajarlo.

—Omega —musitó—. Como una verdadera manada de lobos.

Lobo asintió, hurgándose las uñas desafiladas.

—Vi el miedo en tus ojos… Aunque no era solo miedo, sino también asco. Y tenías motivos. Pero has dicho que te gusta saber toda la historia antes de juzgar, que hay que tratar de entender por qué la gente hace lo que hace. Esa es mi historia. Así es como aprendí a pelear. Sin compasión.

—Pero ya no estás en la manada. Ya no tienes que pelear.

—¿Y qué otra cosa iba a hacer? —repuso, riendo con amargura—. No sé hacer nada más, lo único que se me da bien. Hasta ayer, ni siquiera sabía qué era un tomate.

Scarlet reprimió una sonrisa. La frustración de Lobo casi le parecía entrañable.

—Pues ahora ya lo sabes —dijo—. Con un poco de suerte, puede que mañana descubras el brécol. Y la semana que viene podrías haber aprendido a distinguir una calabaza de un calabacín.

Lobo le lanzó una mirada asesina.

—Lo digo en serio. No eres un caballo viejo que no pueda aprender trotes nuevos. Puedes llegar a ser bueno en otra cosa que no sea pelear. Ya encontraremos algo.

Lobo se pasó una mano por el pelo, alborotándolo incluso más de lo habitual.

—Esa no es la razón por la que te lo he contado —dijo, algo más calmado, aunque igual de desanimado—. Ni siquiera importará cuando lleguemos a París, pero creí necesario que supieras que no disfruto con lo que hago. No me gusta perder el control de esa manera. Nunca me ha gustado.

Las imágenes de la pelea cruzaron la mente de Scarlet a toda velocidad. El modo en que Lobo se había apresurado a soltar a su contrincante. La manera en que se había lanzado fuera del cuadrilátero, como si intentara escapar de sí mismo.

Scarlet tragó saliva.

—¿Fuiste alguna vez el… omega?

Su rostro delató un atisbo de indignación.

—Por supuesto que no.

Scarlet enarcó una ceja, y Lobo pareció percatarse demasiado tarde de la arrogancia con que había contestado. Era evidente que el afán por escalar posiciones todavía no lo había abandonado.

—No —repitió, esta vez más tranquilo—, me aseguré de no ser nunca el omega.

Se puso en pie y se acercó a la ventanilla una vez más para contemplar las colinas de viñedos que pasaban a toda velocidad.

Scarlet frunció los labios, asaltada por algo muy parecido a los remordimientos. Resultaba fácil olvidar el riesgo que Lobo había decidido asumir cuando ella solo era capaz de pensar en recuperar a su abuela. De acuerdo, puede que Lobo se hubiera apartado de la manada, pero ahora se dirigía derecho hacia ella.

—Te agradezco que hayas aceptado ayudarme —dijo, tras un largo silencio—. No había una cola de gente dispuesta a hacerlo, precisamente.

Lobo se encogió de hombros y, viendo que no iba a responder, Scarlet suspiró y empezó a cambiar de canal de nuevo. Se detuvo en un avance informativo.

Se incorporó de pronto.

—¿Fugitiva?

Lobo se volvió y leyó el texto que se deslizaba por la parte inferior de la pantalla antes de mirar a Scarlet, ceñudo.

—¿No lo sabías?

—No. ¿Cuándo?

—Hace uno o dos días.

Scarlet apoyó la barbilla en las manos, fascinada ante aquel giro inesperado de los acontecimientos.

—No tenía ni idea. ¿Cómo es posible?

Volvieron a retransmitir las imágenes del baile.

—Dicen que alguien la ayudó. Un empleado del gobierno. —Lobo dejó una mano en el alféizar—. Te hace plantearte qué harías en una situación así. Si una lunar necesitara ayuda y estuviera en tu mano ayudarla, aunque con ello pusieras tu vida y la de tu familia en peligro, ¿lo harías?

Scarlet frunció el entrecejo, ensimismada en la pantalla.

—No pondría a mi familia en peligro por nadie.

Lobo bajó la vista a la alfombra barata.

—¿Tu familia? ¿O tu abuela?

La rabia la inundó como si de pronto hubieran abierto una espita al máximo al pensar en su padre. Había ido a la granja con un transmisor. Había destrozado el hangar.

—Mi grand-mère es la única familia que me queda. —Se frotó las manos sudorosas en los pantalones y se puso en pie—. No me vendría nada mal un café.

Vaciló, sin estar del todo segura de qué quería que Lobo respondiera cuando preguntó:

—¿Te apetece venir al vagón restaurante?

Lobo miró hacia la puerta que había detrás de ella, como si se le presentara un dilema. Scarlet respondió a su indecisión con una sonrisa, tanto burlona como amistosa. Tal vez incluso un poco coqueta.

—Han pasado unas dos horas desde la última vez que comiste, debes de estar famélico.

Por un momento, en el rostro de Lobo pudo verse un atisbo de algo que rayaba en el pánico.

—No, gracias —se apresuró a contestar—. Me quedaré aquí.

—Ah. —Enseguida recuperó el pulso normal, después de habérsele acelerado un instante—. Vale. No tardaré.

Cuando cerraba la puerta tras sí, vio que Lobo se pasaba la mano bruscamente por el pelo y lanzaba un suspiro de alivio, como si se hubiera librado por los pelos de caer en una trampa.

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