Scarlet

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Libro segundo » Capítulo dieciocho

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Capítulo dieciocho

Scarlet cerró la puerta tras sí, aliviada al ver que Lobo seguía allí, andando arriba y abajo. El chico se volvió hacia ella rápidamente.

—Acabo de oírlo —dijo Scarlet—. ¿Sabes qué ocurre?

—No. Me preguntaba si tú lo sabrías.

Scarlet cerró los dedos alrededor del portavisor que llevaba en el bolsillo.

Algún tipo de retraso. Aunque es extraño que haya que despejar los pasillos.

Lobo no contestó, pero de pronto frunció el entrecejo y le lanzó una mirada feroz, casi enojada.

—Hueles…

Al ver que no continuaba, Scarlet soltó una risotada cargada de indignación.

—¿Que yo huelo?

Lobo sacudió vigorosamente la cabeza, y el pelo alborotado le azotó la frente arrugada.

—No me refiero a eso. ¿Con quién has estado?

Scarlet se quedó pensativa y apoyó la espalda en la puerta. Si Ran llevaba colonia, era tan suave que no la había olido.

—¿Por qué? —preguntó con sequedad, molesta tanto por la acusación como por la inesperada punzada de culpabilidad que le había provocado—. ¿Acaso es asunto tuyo?

Lobo tensó la mandíbula.

—No, no es eso lo que… —Se interrumpió y clavó los ojos detrás de ella.

Alguien llamó a la puerta, y Scarlet se apartó de esta con un respingo y la abrió de un tirón.

Un androide entró en el compartimento con un escáner al final de su brazo cruzado de cables.

—Estamos llevando a cabo una comprobación de identidad por la seguridad de los pasajeros. Por favor, tienda la muñeca para proceder al escaneo.

Scarlet alzó la mano de manera automática. Ni se le pasó por la cabeza cuestionar la orden hasta que un haz de luz roja recorrió su piel, emitió un pitido y el androide se volvió hacia Lobo.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó la chica—. Ya han comprobado nuestros billetes cuando hemos embarcado.

Otro pitido.

—No abandonen el compartimento hasta nueva orden.

—Eso no contesta mi pregunta —protestó Scarlet.

Un panel se abrió en el torso del androide, por el que apareció un tercer brazo, este con una larga jeringuilla adaptada en el extremo.

—Debo realizar un análisis de sangre obligatorio. Por favor, extienda el brazo derecho.

Scarlet miró boquiabierta la brillante aguja.

—¿Están realizando análisis de sangre? Esto es absurdo. Solo vamos a París.

—Por favor, extienda el brazo derecho —repitió el androide—, o me veré obligado a informar de su negativa a acatar las normas de seguridad de los trenes de levitación magnética. Sus billetes dejarán de ser válidos y tendrán que abandonar el tren en la próxima estación.

Aquello indignó a Scarlet, que se volvió hacia Lobo, pero él solo tenía ojos para la jeringuilla. Por un segundo, Scarlet creyó que iba a hundirle el sensor de un puñetazo, hasta que vio que alargaba el brazo a regañadientes. Lobo tenía la mirada ausente cuando la aguja perforó su piel.

En cuanto el androide obtuvo la muestra de sangre y el brazo esquelético se escondió en el torso, Lobo retrocedió y dobló el suyo contra el pecho.

¿Miedo a las agujas? Scarlet lo miró de soslayo mientras le tendía el brazo al androide y este sacaba una nueva jeringuilla. Estaba segura de que aquella aguja no hacía tanto daño como las del tatuaje.

Con el ceño fruncido, observó cómo el tubito se llenaba con su propia sangre.

—¿Qué estáis buscando exactamente? —preguntó, mientras el androide terminaba y ambas jeringuillas desaparecían en el interior de su torso.

—Iniciando análisis de sangre —dijo el androide, a lo que siguió un estrépito de zumbidos y pitidos.

Lobo acababa de pegar el brazo a un costado cuando el androide anunció:

—Análisis completado. Por favor, cierren la puerta y permanezcan en este compartimento hasta nueva orden.

—Eso ya lo has dicho —protestó Scarlet, dirigiéndose a la espalda del androide, que ya había salido al pasillo. La chica presionó el diminuto pinchazo con un dedo y empujó la puerta con el pie para cerrarla de golpe—. ¿A qué ha venido eso? Estoy por enviar una com al servicio de atención al cliente del tren magnético y poner una queja.

Al darse la vuelta, vio que Lobo había regresado junto a la ventana, a pesar de que no lo había oído moverse.

—Perdemos velocidad.

Tras un breve y angustioso instante, Scarlet también lo notó.

Al otro lado de la ventanilla vio un espeso manto forestal que impedía el paso de la luz del sol del mediodía. No había carreteras ni edificios. No iban a detenerse en una estación.

Abrió la boca, pero la expresión de Lobo contuvo la pregunta antes de que pudiera formularla.

—¿Oyes eso?

Scarlet se bajó la cremallera de la sudadera para que le diera un poco el aire y prestó atención. El zumbido de los imanes. El silbido del viento al colarse por la ventanilla abierta del vagón contiguo. El traqueteo del equipaje.

Un gemido. Tan lejano que recordaba el despertar de un sueño agitado.

Se le puso la piel de gallina.

—¿Qué ocurre ahí fuera?

El altavoz de la pared crepitó.

«Pasajeros, les habla el conductor. Hemos sufrido una emergencia médica a bordo del tren, que se retrasará a la espera de las autoridades sanitarias. Rogamos a todos los pasajeros que permanezcan en sus compartimentos privados y sigan las indicaciones de los androides del personal. Gracias por su paciencia».

Cuando el altavoz enmudeció, Scarlet y Lobo se miraban fijamente.

A la chica se le hizo un nudo en la garganta.

Un análisis de sangre. Sollozos. Un retraso.

—La peste.

Lobo no dijo nada.

—Van a cerrar el tren —insistió—. Van a ponernos a todos en cuarentena.

En el pasillo se oían portazos y pasajeros que preguntaban a gritos a sus vecinos qué ocurría o que lanzaban especulaciones sin reparos, haciendo caso omiso de la petición del conductor de que permanecieran en sus compartimentos. El androide debía de encontrarse en el siguiente vagón.

Scarlet oyó las palabras «brote de letumosis» a toda prisa, pronunciadas como con temor.

—No —dijo, en tono interrogante—. No pueden retenernos aquí. ¡Mi abuela…! —El pánico le impidió continuar.

Alguien aporreó una puerta al final del pasillo. El gemido distante se hizo más audible.

—Recoge tus cosas —dijo Lobo.

Ambos se pusieron en movimiento a la vez. Scarlet arrojó el portavisor dentro de su mochila mientras Lobo se acercaba a la ventanilla y la abría de un tirón. El suelo pasaba a toda velocidad por debajo de ellos. Al otro lado de las vías se extendía un espeso bosque que se perdía entre las sombras.

Scarlet comprobó que llevaba la pistola en la cinturilla.

—¿Vamos a saltar?

—Sí, pero es posible que lo hayan previsto, así que debemos hacerlo antes de que el tren aminore demasiado. Seguramente estarán preparando a los androides de seguridad para que detengan a quien pretenda escapar.

Scarlet asintió.

—Si se trata de la letumosis, es probable que ya nos hayamos convertido en una cuarentena.

Lobo asomó la cabeza por la ventanilla y miró a ambos lados del tren.

—Este es el mejor momento.

Volvió a meter la cabeza y se echó la mochila al hombro. Scarlet miró el suelo, que pasaba volando bajo sus pies, mareada momentáneamente por el vértigo. Era imposible concentrarse en un punto, cegada por los destellos intermitentes del sol, que lograba colarse entre los árboles.

—Vaya, parece un poco peligroso.

—No nos pasará nada.

Scarlet se volvió hacia él, imaginando que se toparía con el enajenado al que había visto sobre el cuadrilátero, pero Lobo permanecía frío y sereno. Estaba concentrado en el paisaje que pasaba ante ellos como una exhalación.

—Están frenando —dijo—. La velocidad empezará a reducirse cada vez más rápido.

De nuevo transcurrieron unos instantes antes de que Scarlet también fuera capaz de percibir el cambio sutil en el movimiento, la desaceleración que anticipaba una parada brusca.

Lobo inclinó la cabeza.

—Sube a mi espalda.

—Puedo hacerlo solita.

—Scarlet…

Ella le sostuvo la mirada. La curiosidad infantil de antes había desaparecido, sustituida por una dureza que no esperaba.

—¿Qué? Será como saltar del establo a una pila de paja. Lo he hecho cientos de veces.

—¿Una pila de paja? En serio, Scarlet, no se parece en nada.

Antes de que la chica pudiera replicar, antes de que pudiera continuar cerrándose en banda, Lobo se inclinó hacia ella y la cogió en volandas.

Scarlet ahogó un grito y apenas había abierto la boca para exigirle que la dejara en el suelo cuando se encontró encaramada al alféizar en brazos de Lobo, con el cuello azotado por los rizos que el viento le alborotaba.

Lobo saltó. Scarlet lanzó un chillido y se aferró a él, sintiendo que el estómago le daba un vuelco. Un instante después, el impacto contra el suelo le sacudió la columna vertebral.

Scarlet hundió los dedos en los hombros de Lobo temblando de pies a cabeza.

Lobo, que había aterrizado en un claro, a ocho pasos de las vías, avanzó tambaleante hasta la linde del bosque y se agachó entre las sombras.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Te lo dije —tomó aire—, como una pila de paja.

La carcajada que reverberó en el pecho de Lobo resonó también en el de Scarlet y, sin previo aviso, la dejó en pie sobre un manto de musgo mullido y húmedo. La muchacha se zafó de él como pudo, recuperó el equilibrio y, a continuación, le asestó un puñetazo en el brazo.

—No vuelvas a hacerlo.

Lobo casi parecía satisfecho de sí mismo cuando le señaló el bosque con un gesto de cabeza.

—Deberíamos adentrarnos entre los árboles, por si nos ha visto alguien.

Scarlet oyó pasar el tren como una bala, acompañado del martilleo irregular de su corazón, y se adentró en el bosque detrás de Lobo. No habían avanzado diez pasos cuando la vibración de las vías empezó a atenuarse hasta apagarse por completo.

Scarlet sacó el portavisor de la mochila que Lobo llevaba al hombro y comprobó dónde estaban.

—Genial. El pueblo más cercano se encuentra a treinta kilómetros al este de aquí. No nos queda de camino, pero a lo mejor alguien podría llevarnos hasta la siguiente estación de tren magnético.

—¿Porque parecemos de fiar?

Scarlet lo miró, fijándose en las múltiples cicatrices y en el ojo ligeramente morado.

—¿Qué propones?

—Quedarnos cerca de las vías. Tarde o temprano pasará otro tren.

—¿Y ellos sí que nos llevarán?

—Por supuesto.

Esta vez estaba segura de haber vislumbrado un brillo travieso en su mirada cuando echó a andar hacia los raíles. Sin embargo, no habían dado más de diez pasos cuando Lobo se detuvo en seco.

—¿Qué…?

Lobo se volvió hacia ella de repente, la agarró por la nuca con una mano, con fuerza, y con la otra le tapó la boca sin más miramientos.

Tensa, Scarlet intentó echarse hacia atrás para zafarse de un empujón, pero algo la detuvo. Lobo escudriñaba el bosque atentamente, con el ceño fruncido. A continuación, levantó la nariz y olisqueó el aire.

Una vez que se convenció de que Scarlet no haría ruido, apartó las manos con brusquedad, como si le quemaran. Scarlet trastabilló hacia atrás, pues no esperaba que la soltara de manera tan repentina.

Permanecieron inmóviles, en silencio. Scarlet, que se esforzaba por oír lo que había alarmado a Lobo de aquella manera, se llevó poco a poco las manos hacia atrás y sacó la pistola de la cinturilla. El chasquido que produjo al quitar el seguro resonó entre los árboles.

De pronto, oyeron un aullido en lo profundo del bosque. Una llamada solitaria que a Scarlet le produjo un escalofrío que le recorrió toda la espalda.

Lobo no pareció sorprenderse.

Un instante después, un nuevo aullido, este detrás de ellos, más lejano. Y luego, otro, al norte.

El silencio se instaló a su alrededor al tiempo que los aullidos se desvanecían lánguidamente en el aire.

—¿Amigos tuyos? —preguntó Scarlet.

Lobo recuperó su semblante tranquilo y la miró de reojo, primero a ella y luego la pistola. A Scarlet se le antojó curioso que el arma le sorprendiera cuando ni siquiera se había inmutado ante los aullidos.

—No nos molestarán —dijo al fin, dio media vuelta y echó a andar hacia las vías.

Scarlet soltó un resoplido y salió corriendo detrás de él.

—Ah, bueno, entonces no hay de qué preocuparse. Estamos atrapados en territorio de lobos salvajes, pero si tú dices que no van a molestarnos…

Volvió a ponerle el seguro al arma y estaba a punto de metérsela en la cinturilla cuando se detuvo a una indicación de Lobo.

—No nos molestarán —repitió este, con una media sonrisa—, pero no estaría de más que la llevaras en la mano, por si acaso.

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