Scarlet

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Libro tercero » Capítulo veintinueve

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Capítulo veintinueve

La celda en la que retenían a Scarlet había sido un camerino en sus orígenes. El fuego había dibujado en las paredes los contornos indefinidos de espejos y tocadores cuyo marco de bombillas había quedado reducido a una hilera de portalámparas vacíos. Habían retirado la alfombra que antes abrigaba el frío suelo de piedra y habían sacado la puerta de roble macizo de sus goznes y la habían relegado a un rincón para sustituirla por barras de hierro soldadas y una cerradura que se accionaba mediante un lector de identidad.

La rabia le había impedido descansar y se había pasado toda la noche, y buena parte del día siguiente, paseando arriba y abajo por la habitación, pateando las paredes y maldiciendo los barrotes. Tenía la sensación de que había transcurrido todo un día —o incluso meses—, pero al estar encerrada en los pisos inferiores del teatro no tenía otro modo de saberlo que las dos comidas que le habían llevado. El «oficial» que se las suministraba no había querido contestar cuando le había preguntado cuánto tiempo iban a retenerla allí, ni cuando le había exigido que la llevara a ver a su abuela de inmediato. El tipo se había limitado a sonreír burlonamente a través de los barrotes de una manera que a Scarlet le había dado escalofríos.

La chica había acabado desplomándose sobre el camastro desnudo, físicamente agotada. Con la mirada perdida en el techo. Odiándose a sí misma. Odiando a los hombres que la tenían prisionera. Odiando a Lobo.

Le rechinaron los dientes y clavó las uñas en el colchón, desgastado y roto.

«Alfa Kesley».

Si volvía a verlo alguna vez, le arrancaría los ojos. Lo estrangularía hasta que los labios se le volvieran azules. Lo…

—¿Ya te has cansado?

Se incorporó de un salto. Uno de los hombres que la había llevado hasta la celda la observaba desde el otro lado de los barrotes. Rafe o Troya, no sabía cuál de los dos.

—No tengo hambre —contestó ella, con sequedad.

El hombre la miró con desprecio. Era como si todos hubieran aprendido a esbozar la misma sonrisita desdeñosa, como si lo llevaran en la sangre.

—No vengo a traerte comida —dijo, y pasó la muñeca por el escáner. A continuación, asió los barrotes y deslizó la puerta a un lado—. Voy a llevarte a ver a tu querida grand-mère.

Scarlet se levantó del camastro como pudo; todo el cansancio se esfumó al instante.

—¿En serio?

—Son las órdenes que tengo. ¿Voy a tener que atarte o piensas venir por voluntad propia?

—Iré. Llévame con ella.

El tipo la miró de arriba abajo y, tras decidir que no suponía ninguna amenaza, retrocedió un paso y señaló el largo y tenebroso pasillo.

—Después de ti.

En cuanto Scarlet puso un pie en el corredor, el tipo la asió por la muñeca e inclinó la cabeza hacia ella de modo que rodaba el calor de su aliento en el cuello.

—Haz una tontería y me ensañaré con la vieja bruja, ¿entendido?

Scarlet se estremeció.

Sin esperar una respuesta, la soltó y le dio un empujón entre los omóplatos que la hizo avanzar a trompicones.

Scarlet tenía el pulso acelerado. Estaba a punto de desmayarse a causa del cansancio y de ver a su abuela, aunque ello no le impidió estudiar su prisión. Media docena de puertas enrejadas se abrían a ambos lados de aquel pasillo subterráneo, todas a oscuras. El hombre le indicó que doblara una esquina, subiera una estrecha escalera y cruzara una puerta.

Aparecieron entre bastidores. Decorados viejos y polvorientos llenaban las vigas, y unos telones negros colgaban como fantasmas en la oscuridad. La única luz procedía de las lucecitas que señalaban los pasillos del auditorio, por lo que Scarlet tuvo que entrecerrar los ojos para ver algo cuando el oficial la hizo salir al escenario y le señaló los cortos peldaños que lo separaban del auditorio vacío. Habían arrancado toda una sección de butacas, de las que solo quedaban los agujeros en los que habían estado atornilladas al suelo inclinado. Allí los esperaba otro grupo de soldados, entre las sombras, como si hubieran estado manteniendo una conversación distendida antes de que Scarlet y su carcelero los hubiera interrumpido. Scarlet no desvió la mirada del final del pasillo ni un solo momento. No creía que Lobo estuviera entre ellos, pero tampoco deseaba averiguar si se equivocaba.

Alcanzaron las últimas filas, y Scarlet empujó una de las gigantescas puertas.

Salieron a una de las galerías que daban al vestíbulo y la gran escalinata. Seguía sin filtrarse luz a través de la claraboya del techo, de modo que era evidente que había pasado un día entero.

El carcelero la asió por un codo y la apartó de la escalera. Pasaron junto a más estatuas de querubines y ángeles inquietantes. Scarlet se zafó de su mano de un tirón e intentó memorizar el trayecto dibujando un plano del teatro en su mente, aunque no le resultó sencillo sabiendo que estaba a punto de ver a su abuela. Por fin.

La idea de que aquellos monstruos la hubieran tenido retenida cerca de tres largas semanas le revolvió el estómago.

El oficial la acompañó hasta una escalera que conducía a la primera galería y, al llegar a esta, continuaron hacia la segunda. Las puertas de aquellos pasillos daban al interior del teatro, a las graderías de butacas, pero el soldado las dejó atrás y enfilaron un nuevo pasillo. Finalmente se detuvo ante una puerta cerrada, agarró el picaporte y la abrió de un empujón.

Habían llegado a uno de los palcos privados que daban al escenario y en el que solo había cuatro butacas de terciopelo rojo dispuestas en dos hileras.

Su abuela estaba sentada, sola, en la primera fila. Su gruesa trenza gris colgaba sobre el respaldo del asiento. Las lágrimas que Scarlet había estado conteniendo durante tanto tiempo la asaltaron de pronto, incapaz de retenerlas.

Grand-mère!

Su abuela dio un respingo, pero Scarlet ya había echado a correr hacia ella. Se dejó caer a sus pies, en el espacio que quedaba entre las butacas y la barandilla, se arrojó sobre su regazo y lloró contra sus vaqueros. Los mismos vaqueros sucios de tierra que siempre llevaba en el huerto. La ropa seguía conservando aquel olor tan familiar a tierra y heno, lo que consiguió redoblar los sollozos de Scarlet.

—¡Scarlet! ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó su abuela, descansando las manos sobre la espalda de Scarlet. Había sonado dura y disgustada, aunque no carente de cierta ternura—. Venga, no llores más, te estás poniendo en evidencia. —Apartó a Scarlet de su regazo—. Ya, ya está, tranquila. ¿Qué haces aquí?

Scarlet se echó hacia atrás y miró a su abuela con los párpados hinchados. Los ojos enrojecidos de la mujer delataban su cansancio, por mucho que se empeñara en fingir, y también estaba al borde de las lágrimas, aunque todavía no había sucumbido a ellas. Scarlet le tomó las manos y se las apretó. Las tenía suaves, como si tres semanas alejada de la granja hubieran limado años de callos.

—He venido a buscarte —contestó—. Después de que papá me contara lo que había sucedido, lo que estaban haciéndote, tenía que encontrarte. ¿Estás bien? ¿Te han hecho algo?

—Estoy bien, estoy bien. —Le acarició los nudillos—. Pero no me gusta verte aquí. No tendrías que haber venido. Esos hombres… Ellos… No deberías estar aquí. Es peligroso.

—Vamos a salir juntas de aquí. Te lo prometo. Por todos los astros, cuánto te he echado de menos. —Descansó la frente sobre los dedos entrelazados, sollozando, sin importarle las lágrimas que le resbalaban por la barbilla—. Te he encontrado, grand-mère, te he encontrado.

Su abuela consiguió liberar una mano de entre las de Scarlet y le apartó unos rizos de la frente.

—Sabía que lo harías. Sabía que vendrías. Ven, siéntate a mi lado.

Conteniendo las lágrimas, Scarlet se apartó del regazo de su abuela. Había una bandeja en la butaca contigua, dispuesta con una taza de té, media baguette y un pequeño cuenco de uvas rojas que parecía intacto. La mujer levantó la bandeja y se la tendió al soldado de la puerta. El tipo torció el gesto, pero la cogió y se fue, cerrando la puerta tras sí. Scarlet se animó de pronto, no había oído que la hubiera cerrado con llave. Estaban solas.

—Siéntate aquí, Scarlet. Te he echado mucho de menos… pero estoy muy enfadada contigo. No tendrías que haber venido. Es demasiado peligroso… aunque ahora ya estás aquí. Ay, cariño, estás agotada.

Grand-mère, ¿no te vigilan? ¿No temen que intentes escapar?

La expresión de la anciana se suavizó y acarició el asiento vacío.

—Por supuesto que me vigilan. Aquí nunca estás completamente solo.

Scarlet se fijó en la pared que las separaba del palco privado contiguo, cubierta por un papel rojo medio despegado. Tal vez había alguien al otro lado, escuchándolas. O el grupo de soldados a los que había visto abajo, en el auditorio de la primera planta. Si tenían unos sentidos aunque solo fuera la mitad de afinados que Lobo, era muy probable que pudieran oírlas incluso desde allí. Scarlet reprimió el deseo repentino de gritar obscenidades al vacío, tomó asiento y volvió a buscar las manos de su abuela, que estrechó con fuerza entre las suyas. Puede que se hubieran vuelto muy suaves, pero también las tenía heladas.

—¿Estás segura de que estás bien? ¿No te han hecho nada?

Su abuela sonrió, con cansancio.

—No me han hecho nada. Todavía no. Aunque ignoro qué me tienen preparado, y no me fío de ellos ni un pelo, sobre todo después de lo que le hicieron a Luc. Además, te han mencionado. Tenía miedo de que también fueran a por ti, cariño. Ojalá no hubieras venido. Tendría que haber estado más preparada para esto. Tendría que haber sabido que pasaría.

—Pero ¿qué es lo que quieren?

Su abuela volvió el rostro hacia el oscuro escenario.

—Quieren una información que no les puedo dar, aunque si pudiera no me lo pensaría dos veces. Se la habría dado hace semanas. Cualquier cosa con tal de volver a estar en casa contigo. Cualquier cosa con tal de que estuvieras a salvo.

—¿Información sobre qué?

Su abuela respiró hondo.

—Sobre la princesa Selene.

A Scarlet le dio un vuelco el corazón.

—Entonces, ¿es cierto? ¿De verdad sabes algo de ella?

Su abuela enarcó las cejas.

—Entonces, ¿te lo han explicado? ¿Te han dicho por qué sospechan que puedo saber algo?

Scarlet asintió con la cabeza, sintiéndose culpable por conocer un secreto que su abuela había escondido durante tanto tiempo.

—Me hablaron de Logan Tanner. Me dijeron que creen que fue él quien trajo a Selene a la Tierra y que tal vez podría haber solicitado tu ayuda. Que creen que él es mi… mi abuelo.

La preocupación acentuó las arrugas de la frente de su abuela, que echó un rápido vistazo a la pared que quedaba a espaldas de Scarlet, la que la separaba del otro palco, antes de devolverle su atención.

—Scarlet, cariño mío…

La miró con dulzura, pero no dijo nada más.

Scarlet tragó saliva, preguntándose si, después de todos esos años, su abuela no se veía con fuerzas para desenterrar el pasado. El romance que, a pesar de su brevedad, la había acompañado durante tanto tiempo.

¿Sabría siquiera que Logan Tanner estaba muerto?

Grand-mère, recuerdo a ese hombre que vino a casa. El hombre de la Comunidad Oriental.

Su abuela levantó la cabeza y la ladeó ligeramente, a la espera.

—Creí que había ido a llevárseme, pero no era así, ¿verdad? Estabais hablando de la princesa.

—Muy bien, Scarlet, cariño.

—¿Por qué no les dices cómo se llama? Seguro que lo recuerdas, así podrán acudir a él. Él tiene que saber dónde está la princesa, ¿no?

—Esa información ya no les interesa.

Scarlet se mordió el labio, frustrada. Temblaba de pies a cabeza.

—Entonces, ¿por qué no nos dejan ir?

Su abuela le apretaba los dedos. A pesar de la edad, después de pasarse tantos años arrancando malas hierbas y picando hortalizas, tenía unas manos fuertes.

—No pueden controlarme, Scarlet.

La chica escrutó el rostro ajado de su abuela.

—¿Qué quieres decir?

—Son lunares. El taumaturgo… tiene el don lunar, pero no funciona conmigo. Por eso me retienen aquí: quieren saber por qué.

Scarlet rebuscó en su memoria las historias que se contaban sobre los lunares; era imposible adivinar cuáles eran ciertas y cuáles cuentos exagerados. Se decía que la reina los gobernaba mediante el control mental que ejercía sobre ellos y que sus taumaturgos eran casi tan poderosos como ella. Que podían manipular los pensamientos y los sentimientos de la gente. Que incluso eran capaces de controlar sus cuerpos si querían, como si se tratara de marionetas movidas por hilos.

Scarlet tragó saliva.

—¿Hay mucha gente a la que no puedan… controlar?

—Muy pocos. Algunos lunares nacen así, los llaman caparazones. Sin embargo, nunca habían encontrado a un terrestre que se les resistiera. Soy la primera.

—¿Cómo es posible? ¿Es genético? —Titubeó—. ¿Pueden controlarme?

—Sí, querida, me temo que sí. Lo que sea que me haga tan peculiar, tú no lo tienes, pero lo usarán en nuestra contra, ya lo verás. Supongo que querrán experimentar con nosotras para averiguar la causa de esta anomalía y determinar si debe preocuparles o no que otros terrestres puedan tenerla. —A pesar de la oscuridad, Scarlet vio cómo se le tensaba la mandíbula—. No debe de ser hereditario porque tu padre también era débil.

Aquellos cálidos ojos castaños, siempre tan entrañables, la desconcertaron con su repentina dureza en medio de la penumbra del teatro. De pronto, algo empezó a inquietar su subconsciente. Una levísima sospecha.

Su padre era débil. Sentía debilidad por las mujeres, sentía debilidad por el alcohol… Un padre débil, un hombre débil.

Sin embargo, nada había sugerido que su abuela pudiera pensar lo mismo de ella. «Te pondrás bien», eso era lo que siempre le decía cuando se raspaba una rodilla o se rompía un brazo, o cuando le partieron el corazón por primera vez. «Te repondrás porque eres fuerte, como yo».

Con el pulso acelerado, Scarlet bajó la vista hacia sus dedos entrelazados, hacia las arrugadísimas, delicadísimas y suavísimas manos de su abuela.

Y sintió una opresión en el pecho.

Los lunares sabían cómo manipular los pensamientos y los sentimientos de la gente. Sabían cómo tergiversar el modo en que experimentaban todo lo que los rodeaba.

Scarlet tragó saliva y se apartó de ella. Los dedos de su abuela trataron de retenerla un instante, pero enseguida cedieron.

La chica se levantó del asiento con movimientos inseguros y retrocedió, tambaleante, hasta la barandilla, mirando fijamente a su abuela. Los típicos mechones que siempre asomaban de una trenza medio torcida. Aquellos ojos que conocía tan bien y que la miraban con creciente frialdad a medida que los alzaba hacia ella. Cada vez más grandes.

Parpadeó varias veces, tratando de ahuyentar la alucinación, y vio que a su abuela le crecían las manos.

Una intensa repulsión se apoderó de Scarlet, que se aferró a la barandilla para mantenerse en pie.

—¿Quién eres tú?

La puerta del palco se abrió, pero en lugar del guardián, vio la silueta del taumaturgo recortada contra el pasillo.

—Muy bien, omega. Ya sabemos todo lo que tenía que decirnos.

Scarlet se volvió de nuevo hacia su abuela, y la visión le arrancó un grito de espanto.

La mujer había desaparecido y la había sustituido el hermano de Lobo. El omega Ran Kesley estaba allí sentado, mirándola, la mar de tranquilo. Llevaba la misma camisa que la última vez que lo había visto, arrugada y manchada de barro seco.

—Hola, cariño. Me alegro de volver a verte.

Scarlet lanzó una mirada de odio al taumaturgo. A pesar de la oscuridad, adivinaba el blanco de sus ojos, las ondulaciones de su estrambótica casaca.

—¿Dónde está?

—Está viva, de momento, y por desgracia continúa siendo un misterio para nosotros. —Entrecerró los ojos—. Su mente sigue siendo impenetrable, pero, sea cual sea su secreto, no se lo ha confiado ni a su hijo ni a su nieta. Tenía la esperanza de que, si se trataba de un truco mental, al menos se lo hubiera enseñado a usted, ya que no lo había hecho con ese pobre borracho. Por otro lado, si fuera genético, ¿podría tratarse de un carácter aleatorio? ¿O puede que haya un caparazón entre sus antepasados? —Se llevó un dedo a los labios, estudiando a Scarlet como si fuera una rana que estuviera a punto de diseccionar—. Al final, puede que no nos resulte usted del todo inútil. Me pregunto cuánto tardaría en soltársele la lengua a la anciana si tuviera que ver cómo usted se clava agujas en la piel con un martillo.

La rabia se apoderó de Scarlet, que se abalanzó hacia él con un grito estrangulado, dispuesta a arrancarle los ojos con las uñas.

Se quedó paralizada, con las puntas de los dedos a escasos milímetros de las córneas. La ira desapareció de inmediato, al tiempo que se desplomaba en el suelo y se echaba a llorar de manera incontrolable, preguntándose qué le ocurría. Trató de volver a despertar su odio, pero este se escurría entre los recovecos de su mente, como si intentara atrapar una anguila. Cuanto más empeño ponía, con mayor rapidez la asaltaban las lágrimas. Ahogándola. Cegándola. Toda su furia se apagaba y se convertía en desesperanza y desconsuelo.

Solo podía pensar en lo despreciable que era, en su propia inutilidad. Débil, estúpida e insignificante.

Se dobló sobre sí misma; su llanto casi ahogaba la risita sosegada del taumaturgo.

—Qué lástima que su abuela no haya sido tan fácil de manipular. Todo esto sería mucho más sencillo.

De pronto, su mente se sumió en el silencio, las palabras destructivas retrocedieron hasta un rincón alejado y silencioso de sus pensamientos, y las lágrimas desaparecieron con ellas. Como abrir y cerrar un grifo.

Como jugar con una marioneta.

Scarlet se desplomó en el suelo, jadeando. Se limpió los mocos de la cara.

Hundió las manos en la alfombra, trató de detener el temblor que estremecía su cuerpo y se puso en pie, apoyándose en el marco de la puerta. El rostro del taumaturgo adoptó una expresión excesivamente encantadora muy propia de él.

—Haré que la acompañen de vuelta a sus aposentos —dijo, con voz almibarada—. Muchísimas gracias por su cooperación.

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