Scarlet

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Libro tercero » Capítulo treinta y tres

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Capítulo treinta y tres

Cinder lanzó una maldición y se volvió hacia Thorne, aunque este se limitó a encogerse de hombros. Miró de nuevo a la chica desmayada. Tenía la cabeza apoyada en un ángulo extraño contra las patas de la mesita del recibidor, y los pies separados delante de la puerta de entrada.

—¿Es la nieta? —preguntó Cinder, mientras su escáner ya estaba comparando las medidas del rostro de la chica con la base de datos de su cerebro y no obtenía ningún resultado. De haberse tratado de Scarlet Benoit, la habría reconocido—. Da igual —dijo, y se acercó poco a poco al cuerpo, que yacía boca abajo. Empujó la mesa a un lado, y la cabeza de la chica se golpeó contra las baldosas del suelo.

Inclinándose sobre ella, muy despacio, Cinder echó un vistazo por la puerta. Un levitador bastante destartalado esperaba en el patio.

—¿Qué haces? —preguntó Thorne.

—Echo un vistazo. —Cinder se volvió y vio que Thorne bajaba el último peldaño y observaba a la chica con cierta curiosidad—. Parece que está sola.

Una sonrisa traviesa se dibujó en el rostro de Thorne.

—Deberíamos llevárnosla con nosotros.

Cinder lo fulminó con la mirada.

—¿Estás loco?

—Loco de amor. Es una belleza.

—Y tú eres idiota. Ayúdame a llevarla al salón.

Thorne no protestó, y un segundo después había levantado a la chica en brazos sin la ayuda de Cinder.

—Aquí, en el sofá.

Cinder pasó por delante de él y recolocó varios cojines.

—Así estoy bien.

Thorne movió los brazos para que la cabeza de la chica reposara contra su pecho. Los rizos rubios se enredaron en la cremallera de su cazadora de piel.

—Thorne. Bájala. Ya.

Mascullando algo entre dientes, la dejó en el sofá, se apresuró a recomponerle la camisa para taparle la barriga y estaba a punto de colocarle las piernas en una posición más cómoda cuando Cinder lo atrapó por el cuello de la chaqueta y tiró de él para que se pusiera en pie.

—Salgamos de aquí cuanto antes. Nos ha reconocido y enviará una com a la policía en cuanto se despierte.

Thorne sacó un portavisor del bolsillo de su cazadora y se lo tendió a Cinder.

—¿Qué es esto?

—Su visor. Se lo he quitado mientras tú estabas ocupada perdiendo los nervios.

Cinder le arrancó el portavisor y se lo metió en uno de los bolsillos laterales de los pantalones militares.

—Aun así, no tardará en contárselo a alguien. Y ese alguien vendrá a investigar y averiguará que estábamos buscando a Michelle Benoit y entonces también empezará a buscar a Michelle Benoit y… creo que tendría que inutilizar su levitador antes de irnos.

—Pues yo creo que deberíamos quedarnos y hablar con ella. Tal vez sepa dónde encontrar a Michelle.

—¿Quedarnos y hablar con ella? ¿Y darle aún más pistas para saber cómo localizarnos? Eso es lo más estúpido que he oído en mi vida.

—Eh, a mí me gustaba la idea de llevárnosla con nosotros, pero tú ya la has rechazado, así que no me queda más remedio que echar mano del plan B, que es interrogarla. La verdad es que me apetece mucho. Solía jugar a un juego llamado interrogatorio con una de mis antiguas novias en el que…

—No necesito saber más. —Cinder levantó una mano para que se callara—. Es una mala idea. Yo me voy, pero tú puedes quedarte aquí con tu novia, si quieres.

Pasó junto a él con paso decidido.

Thorne salió detrás de ella.

—Vaya, ahora estoy seguro: lo que acabo de oír son celos.

Un gemido hizo que se detuvieran a medio camino de la puerta y, al volverse, vieron que la joven abría los ojos con un leve parpadeo.

Cinder volvió a maldecir en voz alta y tiró de Thorne para que la siguiera hasta la puerta, pero él no se movió. Al cabo de un instante, se zafó de ella y regresó al salón. La joven lo miró aterrorizada, se incorporó y retrocedió hasta el brazo del sofá.

—No te asustes —trató de tranquilizarla Thorne—, no vamos a hacerte daño.

—Sois los de las telerredes. Los fugitivos —dijo ella, con un encantador acento europeo. Se volvió hacia Cinder, boquiabierta—. Tú eres la… la…

—¿Presa lunar ciborg fugada? —intentó ayudarla Thorne.

La chica empalideció aún más si cabía, y Cinder rezó para tener paciencia.

—¿Va… vais a matarme?

—¡No! No, no, no, claro que no. —Thorne se sentó en el otro extremo del sofá con suma delicadeza—. Solo queremos hacerte unas preguntas.

La chica tragó saliva.

—¿Cómo te llamas, cielo?

La chica se mordió el labio, mirando a Thorne con cierta desconfianza, aunque un poco más tranquila.

—Émilie —contestó con un hilo de voz.

—Émilie. Un nombre precioso para una chica preciosa.

Reprimiendo las ganas de vomitar, Cinder apoyó la cabeza contra el marco de la puerta con un topetazo, lo que atrajo la atención de la chica, que volvió a encogerse de miedo.

—Lo siento —dijo Cinder, levantando las manos—. Esto… es un placer conocerte…

Émilie rompió a llorar como una histérica, incapaz de apartar los ojos de la mano metálica de Cinder.

—Por favor, no me matéis. ¡No le diré a nadie que os he visto! ¡Lo prometo, pero, por favor, no me matéis!

Boquiabierta, Cinder observó un momento su desagradable extremidad antes de caer en la cuenta de que no era su mitad ciborg lo que la chica temía, sino su condición de lunar. Se volvió hacia Thorne, que la miraba como si quisiera asesinarla, y alzó los brazos.

—De acuerdo, te ocupas tú —dijo Cinder, y salió de la habitación.

Se sentó en la escalera, desde donde podía oír a Thorne intentando tranquilizarla al tiempo que vigilaba la carretera a través de la ventana. Se apoyó los codos en las rodillas y escuchó los arrullos de Thorne y los sollozos de Émilie mientras se frotaba las sienes intentando detener el inminente dolor de cabeza.

Antes la gente la miraba con asco. Ahora la gente la miraba con terror.

No sabía qué era peor.

Deseaba gritarle al mundo que ella no tenía la culpa de ser así. Ella no había hecho nada.

Desde luego, si le hubieran dado a escoger, no era lo que habría elegido.

Lunar.

Ciborg.

Fugitiva.

Proscrita.

Marginada.

Cinder enterró el rostro en sus manos y trató de alejar de sus pensamientos aquella serie de injusticias. No era momento de compadecerse de sí misma, tenía demasiadas cosas de las que preocuparse.

En la sala contigua, oyó que Thorne mencionaba a Michelle Benoit y le suplicaba a la joven que le dijera algo, cualquier cosa que pudiera serles útil; sin embargo, lo único que obtuvo fueron disculpas balbucientes.

Cinder suspiró, deseando que hubiera algún modo de convencer a la chica de que no tenían intención de hacerle daño, de que, en realidad, ellos eran los buenos.

Se puso tensa.

Sí que podía convencerla. Y muy fácilmente.

Los remordimientos hicieron acto de presencia al instante, aunque no consiguió eliminar del todo la tentación. Cinder volvió la vista hacia el horizonte, hacia los campos en los que seguía sin verse señal de vida.

Entrelazó los dedos y empezó a darle vueltas a la idea.

—Conoces a Michelle Benoit, ¿verdad? —dijo Thorne, en cuya voz empezaba a atisbarse la desesperación—. Vamos a ver, estás en su casa. Porque esta es su casa, ¿no?

Cinder se masajeó las sienes con los pulgares.

Ella no era como la reina Levana y sus taumaturgos y todos esos lunares que abusaban de su don y que manipulaban y engañaban y controlaban a los demás en beneficio propio.

Sin embargo, si lo hacía por una buena causa… y solo un ratito…

—Émilie, por favor, deja de llorar. En realidad es una pregunta muy sencilla.

—De acuerdo —musitó Cinder, dándose impulso para ponerse en pie—. Después de todo, es por su propio bien.

Respiró hondo para ahuyentar los remordimientos y entró de nuevo en la sala de estar.

La joven se volvió hacia ella de inmediato, con los ojos hinchados, y se encogió.

Cinder se obligó a relajarse, dejando que el suave hormigueo recorriera sus terminaciones nerviosas, invocando pensamientos amables, amistosos, cordiales.

—Somos amigos —dijo—, estamos aquí para ayudarte.

A Émilie se le iluminó la mirada.

—Émilie, ¿puedes decirnos dónde está Michelle Benoit?

Una última lágrima resbaló inadvertida por la mejilla de la joven.

—No sé dónde está. Desapareció hace tres semanas, pero la policía no tiene ninguna pista.

—¿Sabes algo sobre su desaparición?

—Ocurrió de día, mientras Scarlet estaba fuera haciendo el reparto. No tenía levitador, ni nave, y no parecía que se hubiera llevado nada. De hecho, encontraron su chip de identidad en la casa, junto con el portavisor.

Cinder necesitó de toda su concentración para mantener el aura de cordialidad y confianza cuando la decepción empezó a hacer mella en ella.

—Pero creo que Scarlet podría saber algo.

Cinder se animó.

—Pensaba ir a buscarla. Se fue hace un par de días y me pidió que cuidara de la granja. Parece ser que tenía una pista, pero no me dijo de qué se trataba. Lo siento.

—¿Has vuelto a tener noticias de Scarlet desde entonces? —preguntó Thorne, adelantando el cuerpo.

Émilie negó con la cabeza.

—Nada. Estoy un poco preocupada por ella, pero es una chica dura. Seguro que estará bien. —Su rostro se iluminó como el de un crío—. ¿Os he ayudado? Quiero ayudar.

Cinder se estremeció ante el entusiasmo de la chica.

—Sí, nos has ayudado. Gracias. Si se te ocurre algo…

—Una pregunta más —intervino Thorne, levantando un dedo—. Nuestra nave necesita algunas reparaciones. ¿Hay alguna tienda de repuestos por aquí cerca que sea de confianza?

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