Scarlet

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Libro cuarto » Capítulo treinta y cinco

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Capítulo treinta y cinco

—No va a pasarle nada, estate tranquila.

Cinder dio un respingo, sacada súbitamente de su ensimismamiento. Thorne pilotaba la pequeña cápsula hacia Rieux, Francia, aunque Cinder no sabía cómo era posible que todavía no se hubieran estrellado y hubieran muerto.

—¿A quién no va a pasarle nada?

—A esa chica, Émilie. No tienes que sentirte culpable por haberla dejado fuera de combate con tu truquito mental lunar. Seguro que se sentirá como una rosa cuando despierte.

Cinder cerró la boca. Estaba tan obsesionada con encontrar una célula de energía y regresar junto a Iko antes de que alguien apareciera por la granja que apenas había vuelto a pensar en la chica rubia a la que habían dejado en la casa. Por extraño que pareciera, una vez que hubo tomado la decisión de hechizarla para que confiara en ellos, todas las dudas y los remordimientos que había sentido se esfumaron. Le había parecido lo más natural, lo correcto.

En realidad, lo fácil que le había resultado le preocupaba más que la ausencia de culpabilidad. Si a ella le salía de un modo tan natural, después de haber estado practicando con su nuevo don tan solo unos días, ¿cómo iba a sobrevivir ante un taumaturgo? ¿O ante la propia reina?

—Solo espero que haga mucho que nos hayamos ido cuando se despierte —musitó.

Volvió la vista hacia la ventanilla una vez más y se arregló la coleta ayudándose de su reflejo, en el que distinguía vagamente sus ojos castaños y sus corrientes facciones. Ladeó la cabeza, preguntándose qué aspecto tendría con el hechizo; aunque nunca lo sabría, claro: los hechizos no podían engañar a los espejos. Sin embargo, Thorne parecía haberse quedado impresionado, y Kai…

«Me cuesta más mirarte a ti que a ella».

Sus palabras cayeron sobre ella como una losa.

La ciudad apareció a sus pies, y Thorne inició un brusco descenso. Con una sacudida, Cinder se aferró al arnés que le rodeaba la cintura.

Thorne enderezó la nave y carraspeó.

—Una ráfaga de viento.

—Sí, seguro.

Cinder descansó la cabeza contra el respaldo.

—Hoy estás más triste que de costumbre —dijo Thorne, dándole un suave pellizco en la barbilla—. Alegra esa cara, mujer. Puede que no hayamos encontrado a madame Benoit, pero ahora sabemos que dio alojamiento a la princesa y eso es bueno. Estamos haciendo progresos.

—Hemos encontrado una casa desvalijada y nos ha identificado la primera civil con que nos hemos topado.

—Sí, porque somos famosos —dijo, canturreando la última palabra con cierto orgullo. Al ver que Cinder ponía los ojos en blanco, le dio un codazo en el brazo—. Oh, venga, podría ser peor.

Cinder enarcó una ceja volviéndose hacia él, que la miró con una sonrisa aún más radiante.

—Al menos nos tenemos el uno al otro.

Thorne estiró los brazos, como si le hubiera dado un abrazo de no haber estado atados a los asientos. El morro de la nave se desvió hacia la derecha, y Thorne se apresuró a hacerse nuevamente con los mandos para enderezarla, gracias a lo cual pudo esquivar una bandada de palomas en el último momento.

Cinder reprimió la risa tapándose la boca con la mano metálica.

No fue hasta que Thorne no hubo aterrizado como pudo en una callejuela adoquinada cuando Cinder empezó a comprender hasta qué punto aquello no era una buena idea. Sin embargo, no tenían elección: necesitaban una célula de energía nueva si querían devolver la Rampion al espacio.

—Nos van a ver —dijo, mirando a su alrededor mientras salía de la cápsula.

La calle estaba desierta, a la tranquila sombra de edificios de piedra centenarios y arces de hojas plateadas. Sin embargo, la calma que se respiraba en el ambiente no ayudó a atemperar sus nervios.

—Y tú vas a utilizar esa magia lavacerebros tan práctica con ellos y nadie va a saber que nos está viendo. Bueno, es decir, supongo que sí nos verán, pero no nos reconocerán. O, ¡eh!, ¿podrías hacer que fuéramos invisibles? Porque eso sí que sería práctico de verdad.

Cinder se metió las manos en los bolsillos.

—No sé si estoy preparada para engañar a toda una ciudad. Además, no me gusta. Me hace sentir… mala.

Sabía que si su detector de mentiras interno pudiera verla, habría activado la lucecita anaranjada. En realidad la hacía sentir bien, muy, muy bien, y puede que eso fuera precisamente lo que la hacía sentir tan mal.

Thorne se enganchó los pulgares en el cinturón con un brillo malicioso en sus ojos azules. Estaba un poco ridículo con su estrafalaria cazadora de piel en aquel pintoresco pueblecito rural, y aun así tenía el paso decidido y arrogante de alguien que se sentía como en su casa. De alguien que se sentía en su hogar allí donde fuera.

—Puede que seas una lunar chiflada, pero no eres malvada. Mientras utilices tu poder para ayudar a la gente o, lo que es más importante, para ayudarme a mí, no hay nada de lo que debas sentirte culpable.

Se detuvo para comprobar qué tal llevaba el pelo en el sucio escaparate de una zapatería mientras Cinder lo miraba boquiabierta detrás de él.

—Espero que eso no haya sido lo que entiendes tú por animar a la gente.

Satisfecho, Thorne volvió la cabeza hacia la tienda contigua.

—Ya hemos llegado —dijo, y abrió una vieja y quejumbrosa puerta de madera.

El tintineo apagado de unas campanillas digitales les dio la bienvenida, mezclado con el olor a aceite de motor y goma quemada. Cinder inspiró hondo el aroma del hogar. Mecánica. Maquinaria. Allí era donde ella se sentía como en casa.

A pesar de que la tienda tenía un aire encantador vista desde fuera, con su fachada de piedra y sus viejos antepechos de madera, de pronto descubrieron que era inmensa y que ocupaba toda la planta baja del edificio, hasta la parte de atrás. Cerca de la entrada, unas altísimas estanterías metálicas contenían piezas de recambio para androides y pantallas. Hacia el fondo, Cinder entrevió piezas para máquinas más grandes: levitadotes, tractores y naves.

—Perfecto —musitó, dirigiéndose a la pared de la trastienda.

Pasaron junto a un dependiente joven y granujiento sentado detrás de un mostrador, y aunque Cinder invocó su hechizo al instante y los ocultó bajo la apariencia de lo primero que le vino a la cabeza —unos jornaleros sucios y roñosos— dudaba de que la estratagema fuera necesaria. El chico ni siquiera se molestó en saludarlos, concentrado como estaba en un portavisor del que surgía la alegre melodía de un juego.

Cinder rodeó el pasillo de conversores de potencia y vio a un hombre fornido apoyado contra una grúa elevadora de motores, el único otro cliente de la tienda. Parecía estar más concentrado en sacarse la roña de debajo de las uñas que en prestar atención a los estantes y, cuando se topó con la mirada de Cinder, la saludó con una sonrisita burlona.

Cinder se metió la mano metálica en el bolsillo, sintió las vibraciones de los pensamientos de aquel tipo en el aire e intentó darles la vuelta. «No te interesamos».

Sin embargo, su sonrisa no hizo más que ensancharse, y la joven se estremeció.

Cuando el tipo se volvió un instante después, Cinder enfiló el pasillo tratando de mantener el hechizo mientras rebuscaba entre el batiburrillo de piezas de recambio hasta que encontró la célula de energía que estaban buscando. La arrancó del estante, ahogando un grito ante su inesperado peso, y regresó rápidamente al mostrador.

Thorne volvió a respirar tranquilo en cuanto perdieron al extraño de vista.

—Me ha dado escalofríos.

Cinder asintió con la cabeza.

—Deberías poner la cápsula en marcha, por si tenemos que salir corriendo.

Dejó la célula de energía sobre el mostrador del dependiente con un golpe sordo.

El joven ni siquiera se molestó en levantar la vista cuando tendió el lector hacia Cinder con una mano y mantuvo la otra en el portavisor, jugando con un solo pulgar. El láser rojo parpadeó sobre la superficie de la mesa.

El terror atenazó el estómago de Cinder.

—Esto…

El crío logró despegar los ojos del juego y le dirigió una mirada irritada.

Cinder tragó saliva. Ninguno de ellos tenía chip de identificación ni ningún medio de pago. ¿Podría salir de aquella con el don lunar? Imaginó que a Levana no le habría supuesto ningún problema…

Sin embargo, antes de que pudiera hablar, detectó algo centelleando por el rabillo del ojo.

—¿Con esto será suficiente? —preguntó Thorne, tendiéndole al dependiente un cronovisor digital chapado en oro. Cinder lo reconoció, era el que llevaba Alak, el dueño del hangar de naves espaciales de Nueva Pekín.

—¡Thorne! —siseó.

—Esto no es una casa de empeños —dijo el chico, que dejó el lector en el mostrador—. ¿Vais a pagar o no?

Cinder fulminó a Thorne con la mirada, pero entonces vio que el extraño asomaba con paso pesado por el pasillo del fondo de la tienda y echaba a andar hacia ellos, silbando una animada melodía, mientras se sacaba un par de gruesos guantes de trabajo de uno de los bolsillos y se ponía el izquierdo con gran ceremonia.

Cinder se volvió hacia el chico con el corazón desbocado.

—Quieres el cronovisor —dijo—. Es un buen trato a cambio de esta célula y no vas a informar sobre nosotros por habérnosla llevado.

Los ojos del chico se pusieron vidriosos. Había empezado a asentir con la cabeza cuando Thorne dejó el cronovisor en su mano y Cinder cogió la célula de energía del mostrador. Salieron de la tienda a toda prisa, dejando atrás el tintineo de las falsas campanillas.

—¡Se acabó lo de robar! —le advirtió Cinder, cuando Thorne la alcanzó.

—Eh, ese cronovisor acaba de sacarnos de un apuro.

—No, he sido yo quien nos ha sacado del apuro y, por si lo habías olvidado, ese es exactamente el tipo de truco mental que no quiero utilizar con la gente.

—¿Ni para salvar el pellejo?

—¡No!

En el ojo de Cinder una lucecita se encendió que avisaba de que tenía una com entrante. Un instante después, las palabras empezaron a deslizarse por su campo de visión.

NOS HAN DESCUBIERTO: LA POLICÍA. LOS MANTENDRÉ TODO LO ALEJADOS QUE PUEDA.

Cinder dio un traspié en medio de la calle.

—¿Qué pasa? —preguntó Thorne.

—Es Iko. La policía ha encontrado la nave.

Thorne empalideció.

—Entonces no hay tiempo para ir a comprar ropa.

—O un cuerpo de androide. Vamos.

Cinder echó a correr, y Thorne la siguió de cerca, hasta que doblaron la esquina. Ambos se detuvieron en seco.

Dos policías se interponían entre ellos y la cápsula, y uno de ellos estaba comparando el modelo de la nave con algo que tenía en el portavisor. El cinturón del otro agente emitió un pitido, y mientras lo atendía, Cinder y Thorne retrocedieron y se agacharon al torcer la esquina del edificio.

Con el pulso acelerado, Cinder levantó la cabeza para mirar a Thorne y vio que este tenía la suya vuelta hacia el escaparate del negocio contiguo, en medio de cuyo ventanal se leía: TABERNA RIEUX.

—Por aquí —dijo, y la arrastró consigo mientras sorteaba dos mesas de forja y atravesaba la puerta.

La taberna apestaba a alcohol y fritanga, y el rumor de los deportes que emitían las telerredes y las risotadas escandalosas inundaban el ambiente.

Cinder avanzó dos pasos, contuvo la respiración y dio media vuelta para salir de allí cuando Thorne la detuvo estirando el brazo.

—¿Adónde vas?

—Hay demasiada gente. Tenemos más posibilidades con la policía. —Le dio un empujón para que la dejara pasar, pero se quedó helada cuando vio que un levitador verde se posaba suavemente sobre los adoquines de la calle, con el emblema del ejército de la Comunidad Oriental en uno de los laterales—. Thorne.

El brazo del chico se puso rígido, y en ese momento la taberna enmudeció. Cinder se volvió lentamente hacia la gente. Decenas de extraños la miraban boquiabiertos.

Una ciborg.

—Por todas las estrellas —masculló—, tengo que encontrar unos guantes cuanto antes.

—No, tienes que tranquilizarte y empezar a usar la brujería esa de las ondas cerebrales.

Cinder se acercó a Thorne e intentó controlar el pánico creciente.

—Somos de aquí —murmuró. Gotas de sudor le resbalaban por la espalda—. No somos sospechosos, no nos reconocéis, no sentís interés, ni curiosidad…

Su voz se fue apagando a medida que la gente que abarrotaba el local devolvía su atención a sus platos, sus bebidas y las telerredes de detrás de la barra. Cinder continuó repitiendo el mantra mecánico en su cabeza, «Somos de aquí, no somos sospechosos», hasta que las palabras se desdibujaron y consiguieron crear una sensación de invisibilidad.

No eran sospechosos. Eran de allí.

Se obligó a creerlo.

Paseó la vista por la clientela y advirtió que solo un par de ojos seguían fijos en ella, infinitamente azules y burlones. Se trataba de un hombre musculoso sentado en una de las mesas del fondo, con una sonrisilla dibujada en los labios. Sin embargo, cuando la mirada de Cinder se encontró con la suya, el hombre se recostó en su asiento y volvió a concentrarse en las telerredes.

—Muy bien, vamos —dijo Thorne, conduciéndola hacia un reservado vacío.

El quejido de las bisagras al abrirse la puerta detrás de ellos hizo que el estómago de Cinder empezara a traquetear como un motor agónico. Ocuparon los asientos del reservado.

—Ha sido mala idea —susurró, al tiempo que dejaba la célula de energía a su lado, sobre el banco.

Thorne no dijo nada, y ambos bajaron la cabeza cuando tres tipos con uniformes rojos pasaron por su lado. Un escáner lanzó un pitido. A Cinder se le disparó el pulso y empezaron a palpitarle las sienes. El último oficial se detuvo.

Con la mano biónica bajo la mesa, Cinder abrió con destreza el cañón de la pistola de dardos tranquilizadores que llevaba ensamblada, la primera vez que activaba el dispositivo de ese dedo desde que el doctor Erland le había dado la mano.

El oficial se detuvo junto al reservado, y Cinder se obligó a volverse hacia él, pensando «inocencia, normal, imposible de distinguir de cualquier otra persona».

El hombre sujetaba un portavisor con un escáner de identidad incorporado. Cinder tragó saliva y alzó la vista. Era joven, de veintipocos quizá, y por su expresión parecía confundido.

—¿Hay algún problema, monsieur? —preguntó Cinder, asqueada al oír que su voz adoptaba un tono tan almibarado y empalagoso como el de la reina Levana.

El joven parpadeó de forma exagerada. También había llamado la atención de los otros dos oficiales, un hombre y una mujer, y Cinder los vio acercarse por el rabillo del ojo.

El calor se inició en la base del cuello y fue extendiéndose, poco a poco y de manera desagradable, hacia sus extremidades. Apretó los puños. La habitación estaba inundada de una energía palpitante, casi visible. Su optobiónica empezaba a ceder al pánico, y serias señales de advertencia sobre desequilibrios hormonales y químicos cruzaban su visión mientras se esforzaba por no perder el control de su don lunar. «Soy invisible. Alguien sin importancia. No me reconocéis. Por favor, no me reconozcáis».

—¿Oficial?

—Es usted… —El joven apartó los ojos del portavisor y la miró a la cara, sacudiendo la cabeza como si tratara de aclararse—. Estamos buscando a alguien, y según esto… ¿Por casualidad no será…?

Todo el mundo los miraba. Los camareros, los clientes, el tipo espeluznante de mirada turbia. Por muchas súplicas mudas que entonara, era imposible que pasara desapercibida cuando un agente militar de otro país se dirigía a ella. Empezaba a marearse del esfuerzo. Cada vez notaba más calor, gotas de sudor se le formaban en la frente.

Tragó saliva.

—¿Ocurre algo, oficial?

El joven frunció el entrecejo.

—Estamos buscando a una chica…, una adolescente de la Comunidad Oriental. ¿Por casualidad, usted no será… Linh…

Cinder enarcó las cejas, fingiendo inocencia.

—… Peony?

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