Scarlet

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Libro cuarto » Capítulo treinta y ocho

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Capítulo treinta y ocho

Los aullidos llenaban el sótano del teatro. Desde el rincón de su camastro, en la semioscuridad de la celda, Scarlet contenía el aliento y escuchaba. Los gritos solitarios se oían amortiguados y distantes, en algún lugar de las calles. Pero el volumen de los mismos debía de ser muy alto para alcanzar su mazmorra.

Y parecían docenas. Animales que se buscaban unos a otros en la noche, que acechaban, espeluznantes.

No debería haber animales salvajes en la ciudad.

Scarlet salió de la cama y se arrastró hacia los barrotes. Una luz se filtraba por el pasillo desde las escaleras que subían hasta el escenario, pero era tan tenue que apenas distinguía los barrotes de hierro de su propia puerta. Se asomó al corredor. No había movimiento. Ni ruidos. Una señal de SALIDA que probablemente no se había encendido en cien años.

Miró en la otra dirección. Solo negrura.

Tenía el mal presentimiento de que estaba atrapada sola. De que la habían dejado para que se muriera en esa prisión subterránea.

Otro aullido reverberó en lo alto, esta vez más fuerte, aunque todavía amortiguado. Quizá en la misma calle del teatro.

Scarlet se pasó la lengua por los dientes.

—¿Hola? —comenzó, con vacilación. No hubo respuesta, ni siquiera un aullido lejano; lo intentó de nuevo, más alto—: ¿Hay alguien ahí fuera?

Cerró los ojos y prestó atención. No oyó pasos.

—Tengo hambre.

Ni pies que se arrastrasen.

—Necesito ir al baño.

Ni voces.

—Voy a escaparme.

Pero a nadie le importaba. Estaba sola.

Apretó los barrotes con fuerza, preguntándose si se trataba de una trampa. Quizá querían que cayera en una falsa seguridad, poniéndola a prueba para ver qué haría. Quizá querían que intentase escapar para poder usarlo en su contra.

O quizá —solo quizá— la intención de Lobo había sido ayudarla de verdad.

Emitió un gruñido. Si no hubiese sido por él, para empezar no se encontraría en ese lío. Si le hubiese dicho la verdad y le hubiese explicado lo que estaba pasando, ella habría dado con otro plan para liberar a su abuela, en lugar de verse conducida como un cordero al matadero.

Empezaron a arderle las articulaciones de los dedos de agarrarse a los barrotes con demasiada fuerza.

Entonces, desde el vacío del sótano, le llegó su nombre.

Débil e inseguro, formulado como una pregunta delirante.

«¿Scarlet?».

Con un nudo en el estómago, Scarlet acercó la cara a los barrotes, cuyo frío le presionó los pómulos.

—¿Hola?

Se echó a temblar mientras esperaba.

«¿Scar… Scarlet?».

Grand-mère? Grand-mère?

La voz guardó silencio, como si hablar la hubiese dejado agotada.

Scarlet se apartó bruscamente de los barrotes y volvió corriendo a la cama para recuperar el pequeño chip que había metido debajo del colchón.

Regresó a la puerta desesperada, suplicante, esperanzada. Si Lobo la había engañado acerca de eso…

Extendió el brazo a través de los barrotes y pasó el chip por el escáner. Sonó con el mismo pitido asquerosamente alegre que había emitido cuando los guardias le habían llevado la comida, un sonido que hasta entonces había despreciado.

La puerta se abrió sin resistencia.

Scarlet se quedó en la entrada abierta, con el pulso acelerado. Se volvió a encontrar esforzándose por oír cualquier sonido de sus guardias, pero el teatro de la ópera parecía abandonado.

Se alejó tambaleándose de la escalera y se adentró en la negrura del pasillo. Solo podía guiarse tanteando las paredes con las manos a cada lado. Cuando llegó a otra puerta de barrotes de hierro, se detuvo y se apoyó contra esta.

Grand-mère?

Todas las celdas estaban vacías.

Tres, cuatro, cinco celdas vacías.

Grand-mère? —susurró.

En la sexta puerta, un gemido.

—¿Scarlet?

Grand-mère! —De la emoción, se le cayó el chip y se arrojó inmediatamente al suelo para buscarlo—. Grand-mère, está bien, estoy aquí. Voy a sacarte… —Sus dedos dieron con el chip y lo pasó por delante del escáner. La invadió una oleada de alivio cuando se oyó el pitido, aunque su abuela emitió un sonido de dolor, de terror, al oírlo.

Scarlet abrió los barrotes y entró en la celda precipitadamente sin preocuparse de la posibilidad de tropezarse por accidente con su abuela en la oscuridad. La celda apestaba a orina, sudor y aire viciado.

Grand-mère?

La encontró acurrucada en el suelo polvoriento de piedra, contra la pared negra.

Grand-mère?

—¿Scar? ¿Cómo…?

—Soy yo. Estoy aquí. Voy a sacarte de aquí. —Sus palabras se deshicieron en sollozos. Cogió los frágiles brazos de su abuela y la atrajo hacia sí.

Su abuela chilló, un sonido terrible, lastimoso, que hendió los oídos de Scarlet. La chica dio un grito ahogado y la dejó de nuevo donde estaba.

—No —gimió su abuela, mientras su cuerpo resbalaba sin fuerzas hasta el suelo—. Oh, Scar… no deberías estar aquí. No deberías estar aquí. No soporto que estés aquí. Scarlet… —Se echó a llorar, con unos sollozos húmedos y sofocantes.

Scarlet se inclinó sobre el cuerpo de su abuela; el miedo le atenazaba cada músculo. No recordaba haberla oído llorar jamás.

—¿Qué te han hecho? —susurró, apoyando las manos en los hombros de su abuela. Por debajo de una camisa fina y hecha jirones, se notaban los bultos de vendajes y algo húmedo y pegajoso.

Conteniendo sus propias lágrimas, le palpó el pecho y las costillas. Las vendas estaban por todas partes. Le acarició los brazos y las manos, que se hallaban tan cubiertas de vendajes que tenían más forma de porras.

—No, no las toques. —Su abuela trató de apartarse, pero solo consiguió retorcer los miembros de un modo incontrolable.

Con toda la delicadeza que pudo, Scarlet le acarició las manos con el pulgar. Lágrimas calientes le resbalaban por las mejillas.

—¿Qué te han hecho?

—Scar, tienes que salir de aquí. —Pronunció cada palabra penosamente hasta que apenas pudo hablar, respirar.

Scarlet se arrodilló junto a su abuela, apoyó la cabeza en su pecho y le acarició el pelo pegajoso de la frente.

—Todo va a salir bien. Voy a sacarte de aquí y vamos a ir al hospital y vas a ponerte bien. Vas a ponerte bien. —Se obligó a incorporarse—. ¿Puedes andar? ¿Te han hecho algo en las piernas?

—No puedo andar. No puedo moverme. Tienes que dejarme aquí, Scarlet. Tienes que escapar.

—No pienso dejarte. Se han ido todos, grand-mère. Tenemos tiempo. Solo necesitamos buscar la forma… puedo cargar contigo. —Las lágrimas se deslizaban por su barbilla.

—Ven aquí, amor mío. Acércate. —Scarlet se secó la nariz y hundió el rostro en el cuello de su abuela. Los brazos de la anciana trataron de rodearla, pero no consiguieron más que golpearle débilmente en los costados—. No quería meterte en esto. Lo siento.

Grand-mère.

—Chissst. Escucha. Necesito que hagas algo por mí. Algo importante.

Ella negó con la cabeza.

—Para. Vas a ponerte bien.

—Escúchame, Scarlet. —El volumen ya apenas perceptible de su voz pareció bajar aún más—. La princesa Selene está viva.

Scarlet cerró los ojos con fuerza.

—Deja de hablar, por favor. Ahorra energías.

—Se fue a vivir a la Comunidad Oriental con una familia de apellido Linh. Con un hombre llamado Linh Garan.

Un suspiro triste, frustrado.

—Lo sé, grand-mère. Sé que te quedaste con ella, y sé que se la entregaste a un hombre de la Comunidad. Pero ya no importa. Ya no es problema tuyo. Voy a sacarte de aquí y a mantenerte a salvo.

—No, cariño, debes encontrarla. Ya será una adolescente… una ciborg.

Scarlet pestañeó, deseando poder ver a su abuela en la oscuridad.

—¿Una ciborg?

—A menos que se haya cambiado de nombre, ahora se llama Cinder.

En algún recoveco de su mente, el nombre le resultó ligeramente familiar, pero estaba demasiado ofuscada para ubicarlo.

Grand-mère, por favor, deja de hablar. Tengo que…

—Debes encontrarla. Logan y Garan son los únicos que lo saben, y si la reina me ha encontrado a mí, podría encontrarlos a ellos. Alguien tiene que decirle a la chica quién es. Alguien tiene que encontrarla. Debes encontrarla.

Scarlet sacudió la cabeza.

—Esa estúpida princesa no me importa. Me importas tú. Pienso protegerte a ti.

—No puedo irme contigo. —Le acarició los brazos a Scarlet con sus manos vendadas—. Por favor, Scarlet. Ella podría cambiarlo todo.

Scarlet retrocedió.

—No será más que una adolescente —consiguió decir entre sollozos renovados—. ¿Qué puede hacer ella?

En ese momento recordó el nombre. Le vinieron las noticias a la cabeza: una chica que bajaba los escalones de palacio corriendo, que se caía y yacía desplomada sobre un camino de grava.

Linh Cinder.

Una adolescente. Una ciborg. Una lunar.

Tragó saliva. Entonces Levana ya había encontrado a la chica. La había encontrado y la había vuelto a perder.

—No importa —murmuró, apoyando la cabeza en el pecho de su abuela de nuevo—. No es problema nuestro. Voy a sacarte de aquí. Vamos a escapar.

Su mente buscó desesperadamente una manera de que pudiesen escapar juntas. Algo que usar como una camilla o una silla de ruedas o…

Pero no había nada.

Nada que pudiese subir las escaleras. Nada con lo que cargar. Nada que su abuela fuese a soportar.

Se le partió el corazón, y un lamento de dolor brotó de su garganta.

No podía dejarla así. No podía dejar que siguieran haciéndole daño.

—Mi dulce niña.

Scarlet volvió a cerrar los ojos con fuerza, con lo que cayeron dos lágrimas calientes más.

Grand-mère, ¿quién es Logan Tanner?

Su abuela le acarició la frente con un leve beso.

—Es un buen hombre, Scarlet. Te habría querido. Espero que algún día lo conozcas. Salúdale de mi parte. Despídeme de él.

Un sollozo se abrió paso a través del corazón de Scarlet. Había empapado la camisa de su abuela con sus lágrimas.

No se vio capaz de decirle que Logan Tanner estaba muerto. Que se había vuelto loco. Que se había suicidado.

Su abuelo.

—Te quiero, grand-mère. Lo eres todo para mí.

Los miembros vendados le acariciaron las rodillas.

—Yo también te quiero. Mi niña testaruda y valiente.

Scarlet se sorbió la nariz, y se juró a sí misma que se quedaría hasta la mañana. Se quedaría para siempre. No la abandonaría. Si sus captores regresaban, las encontrarían juntas, las matarían juntas si era necesario.

No volvería a dejarla nunca.

La decisión estaba tomada, era una promesa, cuando oyó el eco de unos pasos por el pasillo.

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