Scarlet

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Libro cuarto » Capítulo cuarenta

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Capítulo cuarenta

Ran rebotó sobre sus pies, y Lobo y él saltaron a los lados, ambos forcejeando con la energía acumulada. Scarlet casi podía verla, bullendo bajo su piel. Lobo estaba cubierto de cortes, ensangrentado, pero no parecía acusarlo, ahí de pie, ligeramente encorvado, flexionando las manos.

Ran enseñaba los colmillos.

—Vuelve a tu puesto, Ran —le ordenó Lobo con un gruñido—. Esta es mía.

Su oponente resopló con gesto asqueado.

—¿Y dejar que me avergüences, que avergüences a tu familia, con toda esa compasión que acabas de descubrir? Eres una deshonra. —Escupió una gota de sangre al cemento resquebrajado—. Nuestra misión consiste en matar. Ahora apártate para que pueda acabar con ella, si no estás dispuesto a hacerlo tú mismo.

Scarlet miró por detrás de ella. La escalera era lo bastante baja para poder subir por la barandilla, pero le dolía el cuerpo solo de pensarlo. Tratando de librarse de la sensación de indefensión, se esforzó por arrastrarse hasta el borde de la fuente.

—Es mía —repitió Lobo, con un gruñido quedo.

—No quiero pelear contigo por una humana, hermano —dijo Ran, aunque el odio grabado en su rostro hacía que el apelativo cariñoso sonara a chiste.

—Entonces la dejarás.

—La han dejado bajo mi jurisdicción. No deberías haber abandonado tu puesto para venir a buscarla.

—¡Es mía! —El ánimo de Lobo se exaltó, cogió el candelabro más cercano y arrancó el brazo de bronce de la pared.

Scarlet se agachó cuando este chocó contra el suelo, arrojando velas de cera al interior de la fuente.

Los dos mantuvieron sus posturas encorvadas. Resollando. Mirándose con ferocidad.

Finalmente, Ran gruñó.

—Entonces ya has tomado una decisión.

Se abalanzó sobre Lobo.

Este le golpeó desde el aire con la palma de la mano abierta, arrojándolo contra la pared de la fuente.

Ran aterrizó con un aullido, pero volvió a levantarse rápidamente. Lobo arremetió de nuevo contra él y le hundió los dientes en el antebrazo.

Ran profirió un grito de dolor y arañó a Lobo en el pecho con sus afiladas uñas, dejándole marcas carmesíes. Lobo soltó su presa y le golpeó en la cara con el dorso de la mano, y Ran se tambaleó hasta la estatua de la fuente.

Scarlet chilló, retrocedió con un traspié y chocó contra una columna en la base de las escaleras.

Ran atacó de nuevo, y Lobo, expectante, le cogió del cuello y aprovechó el impulso para lanzarlo por los aires. Ran cayó de pie con elegancia. Ambos jadeaban, la sangre les empapaba la ropa, hecha ya jirones. Se movían lentamente, esperando, buscando puntos débiles.

De nuevo fue Ran quien hizo el primer movimiento. Arremetió con todo su peso contra Lobo y consiguió derribarlo. Chasqueó los dientes hacia su cuello, pero Lobo le contuvo rodeándole la garganta con las manos. Gruñó bajo el peso de Ran, luchando por evitar sus colmillos ensangrentados, cuando este le hundió el puño en el hombro, en la herida de bala que había causado la pistola de Scarlet.

Lobo aulló y flexionó las piernas para coger impulso, y se deshizo de Ran con una patada en el estómago.

Ran rodó sobre sí mismo, y ambos volvieron a levantarse tambaleantes. Scarlet podía ver cómo se disipaba su energía mientras permanecían ahí de pie, temblorosos, lanzándose miradas asesinas. Ninguno de los dos se movió para cubrirse las heridas.

Ran se pasó un brazo desnudo por la boca, surcándose la barbilla de sangre.

Lobo se agachó y saltó, arrojando a Ran de espaldas y aterrizando sobre él. Un puño arremetió contra él. Lobo agachó la cabeza, con lo que recibió la mayor parte del impacto en el oído.

Empujó a su oponente contra el mármol, alzó el rostro al techo y aulló.

Scarlet constriñó la espalda contra la columna, petrificada. El aullido reverberó en las paredes y a través de su cráneo y sus articulaciones, adentrándose en todos los huecos de su cuerpo.

Cuando paró de aullar, Lobo se dejó caer sobre Ran y cerró la mandíbula en torno a la garganta de este.

Scarlet se tapó con los brazos, pero no consiguió mirar para otro lado. La sangre borbotaba, cubría la barbilla y el cuello de Lobo, y descendía hasta el suelo de mosaico.

Pese a que Ran se agitó y sacudió, no tardó en quedarse sin fuerzas. Un momento después, Lobo le soltó, dejando que el cuerpo inerte cayera al suelo con un ruido sordo.

Scarlet rodeó la columna, se agarró a la barandilla de la escalera y se arrastró por ella. Subió los escalones a toda prisa, avanzando con dificultad.

El vestíbulo estaba desierto. Sus pies chapotearon en el charco del centro de la estancia cuando corrió hacia las puertas. Puertas que la llevarían a la calle. A la libertad.

Entonces oyó a Lobo, que iba tras ella.

Dio un empujón y salió. El aire frío de la noche la asaltó al bajar los escalones hasta la calle vacía, examinando la plaza abierta en busca de ayuda.

No vio a nadie.

A nadie.

La puerta se abrió tras ella antes de que tuviera tiempo de cerrarse del todo, y Scarlet cruzó la calle tambaleándose a tientas. A lo lejos vio a una mujer que corría hasta un callejón cercano. Esperanzada, Scarlet apretó el paso hasta coger gran velocidad. De repente se sintió como si pudiera despegar y elevarse por encima del cemento. Si conseguía alcanzar a la mujer y utilizar su portavisor para pedir ayuda…

Y entonces apareció otra figura. Otro hombre, que avanzaba a un paso extraordinariamente rápido. Aceleró hacia el callejón, y un momento después el grito de terror de la mujer hendió el aire de la plaza, y se vio segado.

Un aullido surgió del mismo callejón oscuro.

En la distancia, se alzó otro aullido en respuesta, y otro, y otro; el ocaso se llenó de gritos sedientos de sangre.

Scarlet se sintió de golpe asfixiada por el terror y la desesperanza, cayó al suelo, y el barro y el cemento se le hundieron en las palmas de las manos. Jadeando, empapada en sudor, rodó sobre su espalda. Lobo había dejado de correr, pero seguía avanzando hacia ella. La acechaba con pasos acompasados y pacientes.

Resollaba casi tanto como ella.

En algún lugar de la ciudad, se elevó otro coro de aullidos.

Lobo no se unió a ellos.

Tenía toda su atención centrada en Scarlet, frío y rudo y hambriento. Su dolor resultaba palpable. Su furia todavía más.

Scarlet se alejó gateando, le ardían las manos.

Lobo se detuvo al alcanzar el centro de la intersección. Su perfil se recortaba contra la luz de la luna, los ojos dorados y verdes y negros y llenos de ira.

Scarlet le vio pasarse la lengua por los colmillos. Le observó flexionar los dedos repetidas veces. Su boca se abrió como para coger más aire.

Podía ver su lucha. Su esfuerzo. Tan claro como podía ver al animal, al lobo, que llevaba dentro.

—Lobo. —Tenía la lengua acartonada. Trató de humedecerse los labios resecos y notó el sabor a sangre—. ¿Qué te han hecho?

—Tú. —Escupió la palabra, llena de odio—. ¿Qué me has hecho tú? TÚ.

Dio un traspié hacia ella, y Scarlet se alejó a toda prisa, empujándose con los talones en el suelo, pero fue inútil. En un instante, Lobo se cernió sobre ella, haciendo que cayera sobre los codos sin necesidad de tocarla siquiera, y apoyó las manos a ambos lados de su cabeza.

Scarlet miró boquiabierta a unos ojos que ahora parecían brillar en la oscuridad. Lobo tenía la boca de un rojo rubí, la parte delantera de la camisa negra a causa de la sangre. Percibió el olor de la misma en él, en su ropa, en su pelo, en su piel.

Si a ella le resultaba tan acre, no podía imaginar lo insoportable que sería para él.

Lobo gruñó y bajó la nariz a su cuello.

La olisqueó.

—Sé que no quieres hacerme daño, Lobo.

Él le golpeó el mentón con la nariz. Su aliento le acariciaba la clavícula.

—Me has ayudado. Me has rescatado.

Una lágrima caliente descendió por la mejilla de Scarlet.

Las puntas del pelo de Lobo, de nuevo sucio y alborotado, le rozaron los labios.

—Las cosas han cambiado.

Su corazón revoloteó como una mariposa a la que le faltase un ala. Le palpitaba el pulso en las venas; esperaba notar sus colmillos en la garganta en cualquier momento. Sin embargo, algo lo retenía. Podría haberla matado ya, pero no lo había hecho.

Scarlet tragó saliva.

—Me has protegido de Ran… no lo has hecho para poder matarme ahora.

—No sabes lo que se me está pasando por la cabeza.

—Sé que no eres como ellos. —Se quedó mirando la enorme luna por encima del perfil de los edificios. Se recordó a sí misma que él no era un monstruo. Era Lobo, el hombre que la había abrazado con tanta ternura en el tren. El hombre que le había entregado el chip de identidad para ayudarla a escapar—. Dijiste que nunca habías pretendido asustarme. Bueno, ahora me estás asustando.

Un aullido reverberó contra ella. Scarlet tembló, pero se obligó a no acobardarse. En lugar de eso, tragó saliva y le acercó las manos a la cara. Le acarició las mejillas con los pulgares y depositó un beso en su sien.

El cuerpo de Lobo se puso tenso, y ella fue capaz de inclinar la cabeza justo lo suficiente para verle los ojos. Él curvó los labios para gruñir; Scarlet, sin embargo, le sostuvo la mirada.

—Para esto, Lobo. Ya no eres uno de ellos.

Él arrugó la frente nervioso, aunque su resentimiento pareció desvanecerse. Su expresión reflejaba dolor y desesperación, y una ira muda, pero no hacia ella.

—Él está dentro de mi cabeza —se quejó con un murmullo—. Scarlet, no puedo…

Apartó la vista, con el rostro crispado.

Scarlet le recorrió la cara con los dedos. El mismo mentón, los mismos pómulos, las mismas cicatrices, todo salpicado de sangre. Le pasó los dedos por el cabello alborotado.

—Quédate conmigo. Protégeme, como dijiste que harías.

Algo pasó rozándole el oído y golpeó el cuello de Lobo con un ruido sordo.

Lobo se puso rígido. Alzó los ojos, muy abiertos e iluminados ya por la sed de sangre, pero entonces se le empañó la mirada. Con un gorgoteo ahogado, las fuerzas le abandonaron y se desplomó sobre ella.

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