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LIBRO SEGUNDO. El coturno » X. Contrición

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Contrición

A señorita de Kercadiou paseaba al sol de un domingo de marzo, en compañía de su tía, por la terraza del castillo de Sautron.

A pesar de su dulzura, de un tiempo a esta parte Aline estaba bastante irritable, rezumando cinismo. Lo cual hizo pensar a la señora de Sautron que su hermano Quintín había descuidado un poco su educación. Parecía que estaba muy instruida acerca de todo lo que una muchacha debía ignorar e ignoraba todo lo que una señorita debía conocer. Al menos eso pensaba la señora Sautron.

—Dígame, señora —le preguntó Aline—, ¿por qué los hombres son tan mujeriegos?

A diferencia de su hermano, la condesa era alta y sus modales, majestuosos. Antes de casarse con el caballero de Sautron, las malas lenguas del pueblo la definían como el único hombre en su familia. Desde su elevada estatura, miró azorada a su pequeña sobrina.

—Francamente, Aline, haces preguntas que no sólo son desconcertantes sino también indecentes.

—Quizá se deba a que la vida es desconcertante e indecente.

—¿La vida? Una señorita nunca debe opinar sobre la vida.

—¿Por qué no, si una tiene que vivir? A menos que vivir también sea una indecencia.

—Lo que es indecente es que una jovencita soltera quiera saber demasiado acerca de la vida. En cuanto a tu absurda pregunta sobre los hombres, debo recordarte que el hombre es la más noble creación de Dios, y supongo que así queda suficientemente contestada.

La señora de Sautron no estaba dispuesta a extenderse sobre el tema. Pero la señorita de Kercadiou era muy testaruda.

—Entonces —dijo Aline—, ¿quiere decirme por qué los hombres buscan irresistiblemente lo impúdico de nuestro sexo?

La condesa se detuvo alzando las manos al cielo y miró a su sobrina muy enfadada.

—A veces, y más de la cuenta, mi querida Aline, quieres saber demasiado. Le escribiré a Quintín para que te case enseguida, y eso será lo mejor para todos.

—El tío Quintín me ha dado permiso para que yo decida sobre eso —le recordó Aline.

—Ése es el último y más torpe de sus errores —afirmó la señora convencida—. ¿Dónde se ha visto que una jovencita decida cuándo será su matrimonio? Es hasta… indelicado exponerla a pensar en semejantes cosas. Pero Quintin es un patán. Su conducta es inadmisible. ¡Que el señor de La Tour d’Azyr tenga que esperar a que tú decidas! —y de nuevo se enojó—. ¡Eso es una ordinariez… es casi una obscenidad! ¡Dios mío! Cuando yo me casé con tu tío, nuestros padres lo arreglaron todo. Le vi por primera vez cuando vino a firmar el contrato. Y de haber sido de otro modo, me hubiera muerto de vergüenza. Ésa es la única manera de resolver estos asuntos.

—No dudo que tenga razón, señora. Pero ya que en mi caso no es así, trataré el asunto de otra forma. El señor de La Tour d’Azyr quiere casarse conmigo. Le he permitido que me corteje, y me gustaría que alguien le informara que no quiero que lo siga haciendo.

La condesa se quedó petrificada. Su largo rostro se puso blanco como el papel y respiraba con dificultad.

—Pero… pero ¿qué dices, Aline? —tartamudeó.

Serenamente, Aline reiteró su firme deseo.

—¡Pero eso es horrible! No puedes jugar así con los sentimientos de un caballero de la calidad del marqués. ¿Por qué hace menos de una semana me permitiste que le dijera que accederías a ser su esposa?

—Lo hice en un momento de… precipitación. Pero después la conducta del marqués me ha convencido de mi error.

—¡Pero, Dios mío! —exclamó la condesa—. ¿Estás ciega para no ver el gran honor que te hace? El marqués hará de ti la primera dama de Bretaña, ¿y eres tan tonta, mucho más incluso que Quintin, que desprecias esa enorme suerte? Déjame advertirte —dijo alzando un dedo admonitorio— que si continúas portándote tan estúpidamente, el señor de La Tour d’Azyr romperá definitivamente contigo y se alejará indignado, y con razón.

—Es justamente lo que más deseo, querida tía, y espero que me ayudéis a conseguirlo.

—¡Oh, estás loca, sobrina!

—Es posible que en este momento lo único sensato sea dejarme guiar por mi instinto. Mi resentimiento está justificado porque el hombre que aspira a ser mi esposo corteja al mismo tiempo a una vulgar actriz del Teatro Feydau.

—¡Aline!

—¿Acaso no es verdad? ¿O es que encontráis justificable la conducta del marqués?

—Aline, eres muy ambigua. A veces me asombra el atrevimiento de tus palabras, y otras, lo que me deja pasmada es tu excesiva gazmoñería. Te han educado como a una pequeña burguesa. La culpa la tiene Quintin, que en el fondo siempre ha tenido alma de tendero.

—No le preguntaba su opinión sobre mi conducta, sino sobre la del señor de La Tour d’Azyr.

—Pero es una indelicadeza fijarse en esas cosas. Deberías ignorarlas por completo, y no concibo quién tiene la crueldad de enseñártelas. Pero ya que estás informada, al menos deberías tener la discreción de cerrar los ojos ante asuntos que están fuera del… del ambiente apropiado para una señorita educada como Dios manda.

—¿Estarán también fuera de mi ámbito cuando esté casada?

—Si eres juiciosa, sí. No tendrías por qué enterarte. Son cosas que… que marchitan tu inocencia. Dios no quiera que el señor de La Tour d’Azyr sepa que lo sabes. Si te hubieran educado correctamente en un convento, nada de esto sucedería.

—Pero sigue sin contestar a mi pregunta —exclamó desesperada Aline—. No es mi castidad la que está en tela de juicio, sino la del señor de La Tour d’Azyr.

—¡Castidad! —los labios de la señora de Sautron temblaron de horror, un horror que se extendió a todo su rostro—. ¿Dónde aprendiste tan espantosa e indebida palabra?

Entonces la señora de Sautron controló sus emociones, pues se dio cuenta de que lo mejor era actuar con calma y prudencia.

—Puesto que sabes tanto, querida niña, sobre lo que deberías ignorar, te diré que no hay nada malo en que un caballero tenga esas pequeñas distracciones.

—Pero ¿por qué, señora? ¿Por qué tiene que ser así?

—¡Oh, Dios mío! Me haces preguntas que son un misterio de la Naturaleza. Es así porque es así. Porque los hombres son así.

—Porque son unos mujeriegos, querrá decir, o sea, lo que yo decía al principio.

—Eres estúpidamente incorregible, Aline…

—Usted piensa eso porque no vemos las cosas de la misma manera. Sin embargo, tengo derecho a exigir que mientras el marqués me haga la corte, no se la haga al mismo tiempo a una gris actriz. Siento que me está comparando con esa incalificable criatura y, por tanto, me insulta. El marqués es un zoquete, cuyos cumplidos son tan imbéciles como poco originales. Además, todo lo que salga de sus labios me contamina, porque están manchados por los besos de esa pelandusca.

Tan escandalizada estaba la señora que por un momento enmudeció, y luego exclamó:

—¡Dios mío! ¡Nunca hubiera creído que tenías una imaginación tan poco delicada!

—No puedo soportarlo, señora. Cada vez que sus labios tocan mis dedos, pienso en el último objeto que han tocado y corro a lavarme las manos. La próxima vez, a no ser que sea tan buena que le transmita antes mi mensaje, pediré un aguamanil y me las lavaré en su presencia.

—Pero ¿cómo voy a decírselo? ¿Cómo?… ¿Con qué palabras? —la dama estaba realmente demudada.

—Con franqueza. Es lo más sencillo. Dígale que si su vida ha sido impura en el pasado, y si ha de ser impura en el porvenir, por lo menos debe prepararse con pureza para casarse con una muchacha pura, virgen e inmaculada.

La condesa retrocedió espantada, llevándose las manos a la cabeza y haciendo una mueca de horror:

—¿Cómo puedes? —jadeó—. ¿Cómo puedes decir cosas tan terribles? ¿Dónde las aprendiste?

—En la Iglesia.

—¡Ah! Pero en la Iglesia se dicen muchas cosas con… con las que no se debe soñar en este mundo. Mi querida niña, ¿cómo quieres que le diga al marqués todo eso?

—Entonces se lo diré yo.

—¡Aline!

—Tengo que salvarme de su insulto. Estoy profundamente disgustada con el marqués, y por muy distinguido que sea convertirme en marquesa de La Tour d’Azyr, prefiero casarme con un zapatero que sea decente.

Era tal su vehemencia y tan firme su determinación que la señora de Sautron decidió una vez más recurrir a la persuasión. Aline era su sobrina, y un matrimonio así era un honor para toda la familia. Tenía que evitar que se frustrara a cualquier precio.

—Escúchame, querida —le dijo—, razonemos un poco. El señor marqués está de viaje y no volverá hasta mañana.

—Es cierto. Y yo sé adónde ha ido o, por lo menos, con quién ha ido. ¡Dios mío! Y esa ramera tiene un padre, y hasta un novio que se va a casar con ella, y ninguno de los dos hace nada. Supongo que comparten su opinión, querida tía, ya que un gran caballero debe tener sus distracciones —dijo mordazmente, y añadió—: Perdón, ¿pero qué estaba diciendo, señora?

—Que pasado mañana regresarás a Gavrillac. El marqués te seguirá en cuanto pueda.

—Es decir, cuando se haya consumido su lujuria.

—Llámalo como quieras —la condesa estaba angustiada con la irreverencia verbal de su sobrina—. En Gavrillac no estará la señorita Binet. Será cosa del pasado. Es muy desagradable que la haya conocido en este momento. Pero no me negarás que es muy atractiva. Razón de más para disculpar a tu prometido.

—El señor marqués pidió formalmente mi mano hace una semana. En parte para satisfacer los deseos de la familia y, en parte… —se interrumpió titubeando un momento, para proseguir con tono quejumbroso—… en parte porque no tenía gran interés en casarme, di mi consentimiento. Por las razones que le he explicado, ahora deseo retirar definitivamente ese consentimiento.

La señora estaba fuera de sí.

—Aline, jamás te lo perdonaría. Tu tío Quintin se quedaría desolado. No sabes lo que dices, ni la cosa tan maravillosa que rechazas. ¿Acaso no te importa tu posición ni el comportamiento debido a una dama de tu clase?

—Si no fuera consciente de eso, señora, hace mucho que hubiera terminado con todo esto. Si he tolerado seguir con el marqués, es porque comprendo la importancia que ese matrimonio tiene a vuestros ojos. Pero yo exijo algo más del matrimonio, y el tío Quintin ha dejado la decisión en mis manos.

—¡Que Dios le perdone! —dijo la condesa—. Déjame guiarte. ¡Oh, sí! Déjame guiarte —su tono era de súplica—. Le pediré consejo al tío Charles. Pero no hagas nada definitivo hasta que este infortunado asunto haya terminado. Charles sabrá cómo arreglarlo todo. El marqués hará penitencia, ya que tu tiranía así lo exige, pero no se pondrá cilicio ni ceniza en la cabeza. No le pedirás más, ¿verdad?

Aline se encogió de hombros, y dijo indiferente:

—No pido nada.

Así las cosas, la condesa consultó el caso con su esposo, un caballero de mediana edad, aristocrático porte y con mucha mano izquierda. La dama adoptó con él el mismo tono que Aline había empleado con ella y que ella había calificado de desconcertante e indecente. Incluso hizo suyas algunas frases de su sobrina.

De resultas, el lunes por la tarde, cuando al fin el carruaje del marqués de La Tour d’Azyr se detuvo ante el castillo, fue recibido por el señor de Sautron, quien le dijo que quería hablar con él un momento antes de que se cambiara de ropa.

—Gervais, estás loco —fueron las primeras palabras del señor conde.

—Querido Charles, eso no es ninguna novedad —respondió el marqués—. ¿De qué particular locura me acusan ahora? —respondió el marqués echándose cuan largo era en un sofá y mirando a su amigo con una sonrisa que parecía desafiar el paso de los años sobre su rostro.

—De la última. La que has cometido con esa actriz de la Compañía Binet.

—¿Eso? ¡Bah! Es sólo un pequeño incidente. No es ninguna locura.

—Sí lo es en estos momentos —insistió el conde. El marqués le interrogó con la mirada, y el otro le explicó—: Aline lo sabe todo. Cómo se enteró, no lo sé. Pero lo sabe y está profundamente ofendida.

La sonrisa desapareció del rostro del marqués y se incorporó ansioso.

—¿Ofendida?

—Sí. Ya sabes cómo es. Sabes los ideales que se ha formado. Le ofende que mientras vienes aquí por ella, al mismo tiempo busques el amor de esa Binet.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó el señor de La Tour d’Azyr.

—Aline se lo contó a su tía. Y la pobre niña parece tener algo de razón. Dice que no tolerará que beses su mano con los labios manchados aún de… vamos, ya sabes a qué me refiero. Piensa en la impresión que esas cosas causan en un alma pura y sensible como la de Aline. Dice cosas horribles. Por ejemplo, que la próxima vez que beses su mano, pedirá un aguamanil para lavársela en tu presencia.

El rostro del marqués se puso de color escarlata. Se levantó. Conociendo su mal genio, el conde de Sautron estaba preparado para cualquier exabrupto. Pero no fue así. El marqués se dirigió lentamente a la ventana, cabizbajo y con las manos cruzadas a la espalda. Y desde allí, sin volverse, habló con cierto tono de tristeza.

—Llevas razón, Charles —dijo—, soy un loco. Un loco malvado. Todavía me queda sentido común para admitirlo. Supongo que esto se debe a mi estilo de vida. Nunca me he privado de ningún capricho.

Súbitamente dio media vuelta, y exclamó:

—¡Dios mío, pero yo quiero a Aline como nunca he querido a nadie! Me moriría de rabia si supiera que por mi locura la he perdido —se dio una palmada en la frente y añadió—: Soy un libertino, debí suponer que si ella se enteraba de mis diabluras, me detestaría; y te juro, Charles, que soy capaz de atravesar el fuego del Infierno para reconquistar su respeto y su aprecio.

—Espero que no sea para tanto —dijo Charles, y para atenuar la tensa situación que empezaba a aburrirle con su solemnidad, bromeó—: Lo único que se te pide es que no juegues con fuego, un fuego que, en opinión de mi sobrina, no es precisamente purificador.

—Todo ha terminado con esa actriz. ¡Todo! —aseguró el marqués.

—Te felicito. ¿Cuándo tomaste esa decisión?

—Ahora mismo. ¡Ojalá la hubiese tomado hace veinticuatro horas! —se encogió de hombros—. Al fin y al cabo, veinticuatro horas han bastado para cansarme de esa mujercilla egoísta. ¡Bah! —y un estremecimiento de disgusto le recorrió de la cabeza a los pies.

—Así todo será más fácil —dijo cínicamente el señor de Sautron.

—No digas eso, Charles. No es tan fácil. Debías haberme avisado a tiempo.

—Lo he hecho a tiempo, si aprovechas mi advertencia.

—Haré cualquier penitencia. Me postraré a sus pies. Me humillaré. Haré acto de contrición y el cielo me ayudará a enmendarme —dijo trágicamente.

Para el señor de Sautron, que siempre había visto al marqués tan arrogante y burlón, aquella conducta era asombrosa. Hubiera querido desaparecer de allí para ver la escena a través del ojo de una cerradura. Le dio unas palmadas en el hombro a su amigo.

—Querido Gervais, te veo en un estado de exaltación romántica. Basta ya. Sigue así y te prometo que todo irá bien. Yo seré tu embajador, y no te quejarás de mí.

—Pero ¿por qué no puedo ir a hablarle personalmente?

—Si eres inteligente, desaparecerás por un tiempo. Escríbele si quieres. Canta la palinodia epistolarmente. Yo le explicaré que no has ido a verla siguiendo mi consejo, y emplearé todo mi tacto. Soy un buen diplomático, Gervais, puedes confiar en mí.

El marqués levantó la cabeza y mostró un rostro entristecido. Le tendió la mano al conde.

—Muy bien, Charles. Préstame este servicio y contarás con mi amistad para todo.

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