Satisfaction

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Satisfaction

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Alina Reyes

Satisfaction

La sonrisa vertical - 122

ePub r1.0

Titivillus 27.04.15

Título original: Satisfaction

Alina Reyes, 2002

Traducción: Amelia Ros

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

¿Qué haréis el día del exterminio,

cuando os llegue la devastación que

de lontananza viene?

¿A quién acudiréis para pedir socorro?

Isaías 10, 3

Love me tender.

Elvis Presley

«Las mujeres nunca son estúpidas. Sus facultades intelectuales son más que suficientes para garantizar la mínima dirección necesaria para su cuerpo. En definitiva, sólo son órganos genitales articulados. ¿Acaso creíais que tenían alma?», preguntó Fairchild.

William Faulkner

Me veía ya administrándoles un potente somnífero a la madre y a la hija para acariciar a la niña hasta el alba con total impunidad (…). Lolita apenas respiraba mientras dormía y estaba tan quieta como una muñeca pintada.

Vladimir Nabokov

«En verdad se diría que está viva», murmuró.

Kawabata Yasunari

Está en su boca. Es enorme, duro, bueno. Le llega hasta la garganta. Topa con el paladar, la lengua, los labios. Es grande, pesado. Duro, bueno. La roza, la toca, la golpea, la llena. La sacia, le llega al vientre, la desborda. Le corre por las comisuras.

Entonces se siente en la gloria. Su boca entreabierta, liberada, esboza una sonrisa. Sus ojos languidecen. Absorta en su plena satisfacción, abandona este mundo.

El pecho, la teta, la nata, la leche de mamá.

Babe da vueltas en la cama, sin abrir los ojos. Cada vez que se gira, abre una puerta por donde se escapa el bienestar y se cuela la inquietud. Gime, jadea con los ojos aún cerrados y la cara tensa de angustia.

Una muerte láctea y caliente almidona las sábanas. Surge de la oscuridad a chorros convulsivos, la deja helada, como si un corsé de piedra le ciñera el cuerpo. «Quiere matarme», piensa Babe, «quiere mi pellejo». La cosa se le adhiere a la piel. La serpiente fría y pegajosa sube desde los pies de la cama, se le enrosca, la oprime. Le aprieta los muslos uno contra otro, le desencaja las vértebras.

A toda máquina, por la ventana, irrumpe en la habitación un tren de la Southern Pacific, ruidoso, silbante, que cruza la noche como un asteroide sonoro.

«¡Oh, Dios, tú bien sabes lo que hemos hecho Bobby y yo en este lecho, lo que antes hicieron nuestros padres y los padres de nuestros padres, el crimen inmemorial, la semilla del Mal plantada en el cuerpo del hombre y de la mujer! ¡Señor, absuélveme, atraviésame con tu perdón!».

Alrededor de la cama, la noche honda y brillante la observaba fijamente con ojos de lechuza. Ella seguía clavada, paralizada, atenta al estruendoso silencio de las tinieblas, con sus mil soplos y crujidos amplificados. Sin embargo, ya no le llegaba el lúgubre ulular que, a su parecer, la había sacado de ese sueño cataléptico donde enterraba desde hacía años un buen tercio de su vida.

La muerte había entrado en la casa, estaba segura. Imágenes de cuchillos, hachas, sierras gigante y enormes guns le traspasaban el ánimo y el pecho con punzadas atroces y exquisitas.

No hay tiempo para respirar. Las páginas del lecho son cortantes, están cerradas. Se encuentra atrapada en el interior de un libro, uno de ésos con cubierta en forma de lápida, cuajada de grandes letras doradas y espeluznantes; una de esas viejas historias donde el cadáver resucita bajo tres metros de tierra recién removida. En el colmo del terror, the corpse da golpes y puñetazos contra la tapa de su negro, negro ataúd… Y el cementerio, las miles y miles de estelas funerarias alineadas como un ejército a la luz de la luna, el campo macabro, las almas muertas, los versos de tierra, la carne descompuesta, los esqueletos burlones, todo permanece en completo silencio. Babe querría gritarle al mundo: «¡Se trata de un error! ¡NO ESTOY MUERTA!». Demasiado tarde, nadie la escucha… Dentro de unos años, cuando los saqueadores de tumbas abran el féretro, descubrirán sus helados dedos agarrados a los bordes y, aunque apenas le quede piel sobre los huesos, su rostro contraído en una mueca de espanto…

Babe abrió de pronto los ojos y se quedó quieta, boca arriba, al acecho. Era un disco rayado. Ese despertar sobresaltado, esa noche total e irreversible, ese pánico: el disco de su vida.

Sus labios esbozaron dos oes sucesivas, la primera un poco cerrada y la segunda muy abierta. Sin embargo su «O God!» se le quedó en la garganta, no llegó a emitir siquiera un murmullo.

¿Una pesadilla? Intentó poner en marcha su memoria, pero apenas recordaba quién era ella y dónde se encontraba. Los barbitúricos volvían sus miembros pesados como el plomo. Fue necesaria la presencia de una inquietud incierta y superior para que hiciera el esfuerzo de sentarse en la cama, extender el brazo y, a tientas, dar con el interruptor de la lámpara de la mesilla.

Un seno blanco como la luna se escapaba de su camisón corto de satén malva. El fino tirante se había deslizado por su brazo rollizo. De su carne emanaba un olor acre y dulzón a la vez, y, al notarlo, a Babe le entraron ganas de masajearla, de comérsela. A su lado, la almohada de color rosa pastel, a juego con el edredón, tenía la huella de la cabeza de Bobby. Pero él no estaba allí.

Babe se puso la mano en el corazón, que se agitaba entre las costillas con todas sus fuerzas, como un animal atrapado en un cepo. Se dio cuenta de su semidesnudez y se recompuso lentamente, mientras recorría la habitación con la mirada para descubrir al intruso que estaría observándola. Un rostro lleno de agujeros la contemplaba con aire sorprendido desde el fondo del espejo, en el oscuro armario. Y ese ser, velado por la luz tenue, no parecía en realidad una mujer madura, sino el fantasma de un niño precioso.

Hizo acopio de coraje y abrió la boca una vez más para llamar a su marido. Pero un gemido procedente de las profundidades de la casa la hizo callar.

Era una voz, una especie de canto melancólico y obsceno que subía del sótano.

Tuvo la impresión de que la azotaban con un cinturón de seda, y se despertó del todo. Las puntas de sus senos, a la vez que sus cabellos, se erizaron, y su espalda se arqueó.

El quejido había sido prolongado, largo como el bufido de una gata en celo y lúgubre como el ulular de una banda de fantasmas. Esperó el siguiente, excitada.

Permaneció unos minutos sin moverse, con la mirada puesta en la puerta cerrada. Si Bobby se había levantado para ir al baño o a la cocina, ¿por qué no la había dejado abierta?

La casa estaba obstinadamente silenciosa. Babe retiró el edredón, se puso de pie y caminó descalza. Cuando abrió la puerta del baño contiguo a la habitación, el pálido resplandor que entraba por la ventana se escurrió hasta las paredes del pasillo.

Babe dio un vistazo a la estancia. Tenía una apariencia espectral. Las piezas de porcelana, la grifería y los espejos lanzaban fríos reflejos en todas direcciones. Parecía un quirófano o una sala de tortura. Casi se sorprendió de no encontrar allí el cuerpo de su Bobby. Desmayado en el suelo, inconsciente, contusionado, ensangrentado. Destripado, descuartizado, decapitado, yaciendo exangüe en medio de una charca negruzca de líquidos coagulados.

Se quedó un momento cautivada por su visión. Un sudor frío se deslizó lentamente entre sus senos y por el interior de sus muslos hasta llegar a las rodillas, que empezaron a temblar. En el suelo, al lado de la bañera, un charco redondo brillaba como una bandeja de plata. Babe se acercó despacio y reconoció su espejo de aumento, el de maquillaje. La luna ribeteada de metal había rodado hasta allí por sí misma, para incitarla a hacer lo que iba a hacer.

Se colocó encima, en cuclillas, con los muslos separados, y se recogió el camisón en el escote para dejar a la vista su entrepierna. Abierto, su sexo aumentado parecía un tomate mordido o un gran molusco sin ojos. Del espejo subía un frío que le acariciaba su fina piel. La carne roja relucía en el azogue y parecía ondularse. El vello la lamía como una llama. Despedía un olor tan tangible y potente como los tentáculos de un pulpo. Babe abrió la boca y aspiró el lenguaje embriagador de su intimidad. Desde el fondo de su ser, su cuerpo hablaba. Llamaba.

La carne, cada vez más húmeda, brillaba como el Diablo en persona. Babe comprendió que el Diablo podría salir por esa puerta y, como no quería verlo, la cerró, apretó los muslos y se incorporó con brusquedad. Salió del cuarto de baño, se apoyó en la pared y avanzó por el pasillo con la respiración entrecortada.

Un poco de luz llegaba a los primeros peldaños de la escalera, y ésta luego se precipitaba en un pozo de tinieblas. Con una mano en la barandilla, el cuerpo tenso, empezó a bajar. Cada vez que hacía crujir la madera, se paraba y se levantaba el camisón a la altura de su vientre negro para secarse el sudor de la frente.

En la planta baja, Babe comprobó que Bobby, vivo o muerto, no estaba en el salón ni en la cocina. Envuelta en una oscuridad aún más profunda, posó los dedos de los pies en los escalones que conducían al sótano, utilizado también como garaje.

Tras un tramo, la escalinata hacía un ángulo recto. Desde allí, Babe vio un rayo de luz que se filtraba bajo la puerta. También se escapaban ruidos ahogados, fragmentos de voz esporádicos, incomprensibles, como salidos de la boca de un durmiente.

El deseo de saber la inundó e hizo que olvidara su miedo. Resistió la tentación de escuchar tras la puerta, tenía una idea mejor. De pronto se sentía febril, casi feliz. La curiosidad la excitaba, la llenaba de algo aún más agudo que el deseo sexual. No se había sentido tan agitada desde hacía siglos. La vida afluía a ella, ardiente. Estaba dispuesta a todo.

Subió la escalera del sótano a toda velocidad y, superando sus fobias, salió de la casa. Llegó a tiempo de ver desaparecer la luna gredosa y casi llena tras una nube gigantesca, compacta como una montaña. Entonces el jardín se quedó en completa oscuridad, y en ella se introdujo Babe. Su cuerpo perdió toda consistencia para penetrar y fundirse en la masa de la noche, en esa fortaleza cuyos laberintos arquitectónicos se construían a cada paso que daba. Avanzaba a tientas a lo largo de la pared, deprisa y en silencio. Rodeó el edificio hasta llegar a una mancha de luz, detrás del seto.

A cuatro patas, Babe se acercó al tragaluz. Debido a la humedad del jardín y a su sudor, el satén se le pegaba a sus carnes blancas, calientes, palpitantes, dotadas de propia vida, una vida animal, incontrolable y triunfante. El aire fresco era una bendición para sus nalgas, expuestas a la brisa. Un fuerte olor a tierra y a barro le subió hasta las fosas nasales. Sobre sus ojos caían sus cabellos de rubia teñida. Al retirarlos, se embarró las mejillas con los dedos, que estaban manchados. Le entraron ganas de comerse la fragante hierba mojada que tenía a unos centímetros de la cara, y también la tierra. La tierra, enriquecida con todos los muertos que había absorbido, era buena y traía paz. Cualquier cuerpo habría tenido ganas de entrar en la tierra o de hacer que la tierra entrara en él.

En circunstancias normales, Babe se habría precipitado sobre una pastilla de jabón, pero sin duda no se encontraba en su sano juicio, porque en lugar de ese higiénico reflejo le venían ideas extrañas que propagaban en su interior una especie de bienestar exagerado, casi doloroso a fuerza de inundarla.

Con mucha lentitud acercó la cabeza, hasta que, a través de las rejas, pudo atisbar en el sótano. El cristal del tragaluz, retranqueado en el muro, estaba sucio, pero enseguida vio a su marido. La Tierra empezó a girar al revés y tuvo una visión vertiginosa de Bobby haciendo el amor, y de ella misma, de ella misma espiándole, chispeante de curiosidad, concentrada, convertida en miniatura por esa curiosidad, como una polvareda celeste lanzada a toda velocidad a través del espacio por un deseo monstruoso, cósmico, dust to dust. Tuvo esa visión sobrecogedora y vertiginosa de algo que debió haber visto mucho tiempo atrás.

«Ah, les femmes…!», decía siempre mi padre. Eran las únicas palabras francesas que se había traído de su desembarco en Normandía. Por eso, durante mucho tiempo creí que la segunda guerra mundial había sido una enorme batalla organizada para conquistar a una especie de feminidad indeterminada. ¿Mujer ideal? ¿Mujerzuelas? Un hombre de verdad las desea a todas; sin embargo, sólo el que tiene the power puede poseerlas a todas.

Era obvio que las cosas no estaban tan claras en mi mente —hasta ahora nada lo ha estado—, pero tengo mi propia manera de verlas. Por ejemplo, si hiciera una película sobre esa guerra, mostraría a millones de soldados sacrificados como… espermatozoides en su carrera hacia el óvulo. Un óvulo llamado espacio vital, o paz…

Exacto, eso es, se sentirían como hechizados. El enfrentamiento de los machos por una promesa luminosa… Una madre enorme…, gigante…, devoradora…, deleitosa… ¿Os imagináis lo que se podría conseguir con efectos especiales? Debería haber sido director de cine, en Hollywood nadie tiene ideas como las mías. En las películas se dedican a matarse unos a otros. Lo cual hace soñar, sin duda. Pero si las dirigiera yo, añadiría poesía a la violencia. Es decir, en vez de una persecución de coches corriente, la situaría en el corazón de un huracán, con multitud de obstáculos que es preciso evitar: personas, animales, árboles, tejados…, todos ellos proyectados sin cesar contra el parabrisas. ¿Una familia asesinada por mañosos? Vale, pero colguemos a los hijos gemelos de los pechos de la madre y veamos correr la leche junto con la sangre. Eso o cualquier otra cosa. En realidad, improviso, sólo trato de decir que no me faltan ideas. El único problema es que no me gustaría la vida que se lleva en Hollywood. Allí todo es sexo, droga y demás. Y yo soy un tipo sencillo. Si cayera en todo eso, probablemente me revolcaría en ello por completo y no sabría salir. Una pena. Con mis ideas, los habría aplastado a todos.

El caso es que durante la guerra, la de verdad, como en las películas, los machos americanos —entre ellos Johnny Wesson, futuro padre de un Bobby que no le llegaría ni a la suela del zapato— surgían cual superhéroes por mar y aire para darles a los debiluchos de los europeos una buena lección de humildad. Mi padre no cesaba de repetirlo, las mujeres a las que liberaban iban a arrojarse en tropel a sus pies (a sus cojones, precisaba cuando las latas de cerveza vacías se acumulaban sobre y bajo la mesa de la cocina, donde los amigotes se reunían para contarse año tras año las mismas historias de faldas y borracheras).

Las europeas se volvieron completamente locas por los americanos, por su corpulencia, sus chicles, su simpatía y su música. Y luego sus hombres, tan avergonzados y confusos como el resto del mundo, no tuvieron más remedio que someterse. Así nos convertimos en los amos del planeta.

«Ah, les femmes…!» Papá pensaba que bastaba con subyugarlas y que él lo hacía muy bien. Es posible, pero, como reconocía en voz alta varias veces al día, eso no le ayudaba a comprenderlas. «No te comprendo, Mary… Nunca comprenderé a las benditas mujeres… Joder, ¿pero qué tenéis vosotras en la cabeza?». Etcétera, etcétera.

Una noche, mamá salió de casa cuando todo el mundo dormía. Papá debía de estar borracho porque ni siquiera oyó arrancar el viejo Plymouth familiar. Mi hermano y yo tampoco lo oímos. Bueno, a mí me despertó, pero no dije nada, ni me moví. Como ella no puede contarlo, nadie lo sabrá nunca. Ni usted. Ni yo.

Mamá condujo hasta el amanecer. Aparcó en Daytona Beach, la única playa del mundo donde la gente circula en automóvil, y continuó a pie. Se dejó puesta la llave de contacto. Era el único coche de la casa. Nos lo robaron.

Abandonó sus zapatos sobre la arena, un par de escarpines blancos sin tacón apenas, como se llevaban entonces, a finales de los sesenta. Caminó en línea recta hacia el agua, con su vestido azul cielo. No se detuvo cuando chocó con las primeras olas. No sabía nadar, estaba segura de que no fallaría. Era nuestra única madre. El mar no podía rechazarla.

Y así lo perdimos todo de golpe. Como ella siempre decía, las desgracias nunca vienen solas. Si pretendía vengarse de papá, nada mejor que dejarle sin coche y sin mujer al mismo tiempo.

Si quería vengarse de Bobby y de Timmy por sus peleas, que le producían jaqueca (cuyas consecuencias pagaba papá por la noche), nada mejor que privarles de su madre y dejarlos en manos de su padre.

Pero si buscaba vengarse de sí misma, podía haber hecho algo mejor que quitarse la vida: quedarse con su marido.

Ese día yo cumplía ocho años. No lo celebramos porque no estaba mamá para preparar el pastel y todo lo demás. Papá, enfurecido, daba vueltas y puñetazos, y se presionaba las sienes con ambas manos para que no le estallara el cráneo. Dando rienda suelta a su disgusto, gritaba cosas del estilo: «¡No es posible que se haya ido esa zorra!», y también: «Pero ¿cómo voy a ir ahora al trabajo sin coche?».

Timmy lloriqueaba. Tenía cuatro años y todavía era un bebé para ella (siempre pegado a sus faldas, a mí me daban ganas de matarlo).

Fue como si, de pronto, me hiciera mayor. Me ocupé de mi hermano, nos vestimos, preparé el desayuno y, antes de irme al colegio, lo dejé en casa de la vecina, que aceptó amablemente quedarse con él.

Después de esto, Timmy y yo no volvimos a llorar jamás. Ni siquiera seis días después, cuando supimos que habían encontrado a mamá en una playa, completamente desnuda, verde, medio devorada por los cangrejos, y que no recuperaríamos nunca el coche. (O quizá lloramos mucho los dos, agarrados a papá, él también derrumbado por la conmoción, y más tarde, por la noche, aferrados el uno al otro, en mi cama. Recuerdo vagamente llantos violentos y dramáticos, pero me resulta imposible saber si los imaginé o si los viví…).

Ya lo sé, esto explica muchas cosas. De no ser así, no lo contaría. No soy de esos que le dan vueltas al pasado, pero es sabido que todo el mundo, en algún momento de su vida, siente la necesidad de hacer balance, y a mí me ha llegado ese momento. Es la primera vez que intento reconstruir el rompecabezas de mi vida, y en realidad no hay tantas piezas, no debería llevarme mucho tiempo. Babe no estaría de acuerdo. Ella lee revistas femeninas llenas de tests psicológicos y cree que somos todos muy complicados, especialmente yo (la gente me cree complicado y misterioso, pero el único misterio es que soy muy simple. Todos los individuos son muy simples, como puzzles para niños, pero les duele admitirlo).

Tras la muerte de mi madre pasé de casi-fracaso-escolar a casi-buen-alumno-casi-autista (cuando me creía adulto). Un poco más tarde, al tiempo que empezaba a crecerme el vello, descubrí un nuevo consuelo: mi polla.

Es ocioso describirlo, cualquiera se lo sabe de memoria. Masturbaciones una tras otra, rebeldía, conflictos con el padre, primeras girlfriends, borracheras, deseos de morir… Sean cuales sean las variantes, nadie se libra, es preciso pasar el infierno de la adolescencia. Se puede salir pertrechado de sistemas de seguridad, como un coño que conoce el rancio olor bajo su cinturón de castidad, o fascinado y sangrando como un condenado.

El caso es que salí, no me pregunten cómo. (No me pregunten nada. Podría montarme películas del estilo: «¿Puedo hacer algo por ustedes?». Aquí tienen mi bella cara, mi cuerpo de atleta. Ustedes se creen, satisfechos, que son más inteligentes que yo…, «Y sin embargo esos ojos… ¿Y si no fuera tan tonto como pretende hacernos creer? Pero no, no es posible, es un imbécil ¡Venga, busquen el secreto!)».

Con mi primera mujer la cosa no duró mucho. «Se acabó, ya no aguanto tus mentiras», gritaba, rígida, con los huesos a punto de descoyuntársele y los ojos fuera de las órbitas.

Lo repitió durante varios años, antes de largarse con nuestro hijo.

¿Mis mentiras? Pero ¿qué quieren ellas, en definitiva? Siempre pretenden sacarnos algo. Aunque les demos todo lo que tenemos —nuestros cojones, nuestra pasta—, ¡nunca tienen bastante!

OK. OK. Babe me ha enseñado a no hablar así. Es el fantasma de mi padre, una especie de demonio. De vez en cuando entra en mí, me posee, el muy cabrón, habla por mi boca, me hace agitar los brazos como una marioneta ridícula. Para expulsarlo, debo imponerme un exorcismo, una prueba cada vez más dura, cada vez más violenta. Y más frecuente.

Después de aquello, pasé bastante tiempo sin pareja. Encontré un trabajo en el Road Forks Garage que me bastaba para ser feliz. En esa época no confiaba mucho en las mujeres. Y llegó el sexo por Internet. Durante años hice el amor a montones sin tocarlas. Sin enfermedades ni problemas, era perfecto. Pero todo lo bueno se acaba y terminé por venirme abajo. Babe no fue la primera de la red que quiso conocerme, pero sí la única con quien acepté tener una cita.

Nunca había visto nada tan encantador como su cara. O su cuerpo. No era una mujer-niña, era una mujer-bebé. Su carne olía a pan de molde, tierna y con ese aroma que abre el apetito. Enseguida supe que no estaba recién caída del nido, pero tenía ese aire inocente y sorprendido de quien acaba de llegar al mundo.

Me encantan las mujeres, creo que tienen razón al luchar por sus derechos, estoy completamente de acuerdo con ellas. Pero esa nueva forma de atacar frontalmente a los chicos para acostarse con ellos, la verdad, me espanta. En fin, ¡allá se las compongan los que caigan en la trampa!

Babe era diferente, del todo diferente. Ella y yo nos gustamos, y miren, pronto hará diez años. Nos casamos el fin de semana siguiente a nuestro primer encuentro. El jefe accedió a prestarme un Cadillac blanco que acababa de entrar en el garaje. Me la llevé a Las Vegas y para la ceremonia conseguimos un Elvis de los mejores. Era un Elvis de la última época, con largas patillas, carrillos abultados, traje blanco, a juego con nuestro coche, y chaqueta de grandes solapas con diamantes incrustados.

Su voz era más fuerte y menos aterciopelada que la del original, pero cantó He touched me con mucha más exaltación, y le dio cierto aire trascendental al matrimonio (y a mí me puso más cachondo que un mono en celo). Cada vez que nuestro King entonaba y repetía «O, he touched me», el hombre parecía profundamente imbuido en su papel, como si Jesús, o Babe, le tocaran de verdad y él nos hiciera partícipes de su emoción con franca generosidad. Y mientras cantaba se acercaba a Babe, metiendo la cabeza por la ventanilla del coche, luego se alejaba y volvía a acercarse. Miraba a la novia como si él estuviera en trance y fuese a alcanzar el orgasmo enseguida. A continuación, el pastor, un tipo flaco y expeditivo como una escoba, nos hizo jurar fidelidad. Nos pusimos las alianzas y arrancamos.

Una bonita boda, la verdad. Creo que, en ese momento único en la vida, los drive-in aportan solidez y sexo a la vez. A todo el mundo se le empina en una carrocería preciosa. Nos sentimos solos sobre la Tierra, y libres, todopoderosos, ¿no es así?

Otros coches esperaban detrás de nosotros, pero el nuestro era, con mucho, el que tenía más clase. Luego fuimos a comer a un super tex-mex, y pasamos nuestra primera noche juntos en el Caesar’s Palace, en una habitación de lujo por el precio de un motel. Fue una noche inolvidable, como debe ser. (Sobre todo para Babe). (Es broma).

Para un hombre, es una gran suerte haber encontrado a la mujer de su vida. No entiendo a la gente que se divorcia por un sí o por un no. Con Babe he tenido muchos síes y muchos noes. Y bien, ¿tendría que perderla por eso? Es una mujer magnífica. Nos comprendemos en casi todo.

Casi todo.

Gracias a ella he podido reconciliarme con mi hijo Tommy. El hecho de no haber tenido hijos no le impide querer a los hijos de los demás. Mi rubia y yo envejeceremos juntos.

Bueno, eso pensaba yo. O, al menos, eso pensaba yo antes de que Babe descubriera a Carmen.

Agachada en la hierba, con el rostro inclinado hacia el tragaluz, Babe no sabe muy bien por qué le viene a la mente lo del agujero en la capa de ozono. Es como si el cielo se hubiera abierto y ella sobrevolara el sótano cual águila sobre la pradera. Desde allí ve la pistola de Bobby, su rostro inundado de un placer perverso. Está encima del capó, arrodillado sobre la cara de la chica, y se la mete hasta el fondo de la garganta, mete y saca, mete y saca.

«Una rubia entra en una óptica y dice:

»—Quisiera unas gafas negras.

»—¿Son para usted?

»—No, son para el sol».

Es la última de Shirley Gordon. Se permite hostigarme con sus chistes sobre rubias porque tiene el pelo negro como plumas de cuervo. Una no elige a sus vecinas, y ésta es una auténtica pesadilla. No deja de espiarnos y de provocar a Bobby. Hace años que tengo ganas de abofetearla, de insultarla, de clavarle las uñas en ese cuerpo de gorda, de destrozarle su asquerosa cara de gilipollas, de arrancarle los ojos, de limpiarme el culo con su melena, de despedazarla con el hacha.

Entre otras cosas.

Pero, en lugar de eso, le digo cosas inteligentes. Entonces tiembla de rabia y sale corriendo como Lucifer ante la Cruz. Por ejemplo le suelto:

—¿Sabes lo que dice el filósofo Pat Amodley en su último libro, El culto y lo inculto? «Perversión o religión, el voyeurismo es una pasión que puede tener diferentes valoraciones en toda la gama que va del bien al mal, de la belleza a la fealdad, de lo espiritual a lo trivial. La fascinación excluye al voyeur del espectáculo, pero le vincula a los actores por su identificación con ellos. Mirar a hurtadillas puede constituir una experiencia de trance, de metamorfosis, incluso. La mirada fija acuchilla con su crueldad el Tiempo mediante cortes transversales, transcendentales. Los límites del cuerpo se extienden, se dilatan, y dejan orificios abiertos a los cuatro vientos por donde el espíritu se exorciza y se sataniza en el éxtasis de la fuga». No está mal, ¿verdad? ¿Sabes lo que hacían los indios americanos? Se aislaban en una tienda de sudación hasta salir de su propio cuerpo para explorar otra dimensión del mundo bajo la forma de un águila o de cualquier otro animal. ¿Tú qué serías, Shirley, una cerda o una rata?

A decir verdad, no he conseguido asestarle otro golpe como ése para dejarla descolocada. Pero ¿por qué me sentiré obligada a escucharla, a sonreírle a veces?

Es gracioso, la chica a la que Bobby le mete su pistola es como yo. Su cara es idéntica a la mía, pero morena en lugar de rubia.

Al parecer nuestra urbanización está construida sobre un antiguo cementerio indio. Me lo contó Shirley, pero Bobby no se lo cree. Según él, si nos ponemos así, toda América se levanta sobre un cementerio indio. Una vez ella se empeñó en que los muertos estaban entre nosotros. Está loca. Es la timadora timada. Como se pasa el día observando, necesita inventarse misterios. Yo, en cambio, si me escondo, es para conocer mejor la verdad.

No recordaba que Bobby tuviera una pistola tan grandota. Y la chica, ¿no se ahoga con eso?

Yo, Babe, estoy en la oscuridad. Invisible. Caliente, húmeda, negra. Como la noche. Y Bobby en la luz. Expuesto. Espío, y mi cuerpo es todo mirada, envuelto en su concha eléctrica, resplandeciente. Que se abra el párpado de mi caparazón y seré yo quien ilumine el espectáculo.

—¿Qué haces Bobby? ¿Qué estás haciendo con tu pistola?

—No es una pistola, Babe. Es una polla. Mi polla, Babe.

Antes, ella tenía miedo de la noche. De salir. De pisar un sapo. Cuando llueve, nos invaden unos sapos negros, enormes y pegajosos. Rodean la casa como trampas, inmóviles, mudos. Pueblan las noches húmedas con sus grandes ojos saltones y sus cuerpos repulsivos. Es el terror invisible de las noches sin defensa. ¿Quién sabe lo que puede suceder cuando no se ve? ¿Qué cosas podemos hacer sin saberlo? ¿Qué nos puede ocurrir? ¿Dónde podemos poner los pies? Hasta en el jardín mejor cuidado, la noche es una amenaza.

Sin embargo, ella lo ha hecho. Se ha precipitado al mundo oscuro, ha pisado la hierba mojada, secreta y prohibida. Esa que se llama Babe. Yo. I am. Yo soy la Noche. La noche está en mí. ¿Quién ve mi noche? Ni siquiera yo. La Noche me ve.

—Mira, Babe, es mi polla. Mírala.

Babe, esa que se llama como yo, se levanta por la mañana, se pasa la jornada haciendo las mismas cosas que el resto de las personas, y al caer la noche tiene la sensación de que los días son demasiado cortos.

Pues aunque ella se haya ajetreado mucho, haya trabajado, se haya ganado su hamburguesa con el sudor de sus axilas, el YO no ha hecho nada. No ha realizado nada verdaderamente profundo ni personal. No ha ejercido su libertad, su singularidad. Nunca tiene tiempo para el YO en un día corriente, aunque parezca ocuparse de sí misma: ir al gimnasio, ver a la gente, pensar en su carrera, en su belleza y llenar su vacío con lo que todo el mundo lo llena para tener la sensación de que existe… y que, en realidad, es mierda en bote, un todo mascado, aséptico, y que lleva a Babe a enriquecer a la industria farmacéutica para olvidar el mal gusto de su vida.

Porque ella, aun siendo mujer, no logra averiguar en qué consiste eso de ser mujer. Los demás parecen saberlo muy bien, sobre todo los hombres. Ellos tienen claro lo que quieren que seas o que no seas. Como esa chica que Bobby se está tirando: es esa chica y, al tiempo, en absoluto es esa chica. Esa muchacha y su opuesta. Las otras mujeres también parecen saberlo. Hay féminas por todas partes: en las series de televisión, las revistas, la publicidad. Esa clase de mujer tiene gestos particulares, formas definidas, maneras precisas de hablar a los hombres. Babe se lo sabe de memoria desde siempre. Cualquier niña se sabe de memoria el modo de empleo de este incómodo cuerpo. Sin embargo, es como si necesitara consultar las instrucciones de la lavadora para cada colada. Se pulsa un botón u otro, pero, a la primera avería, es preciso reconocer que, en el fondo, no tiene ni idea de lo que hay dentro ni cómo funciona, y entonces una se encuentra en un apuro.

—Mi polla. ¿Qué dices a eso, Babe? ¿Has visto cómo le gusta a esta chica?

Un coche pasó despacio por delante de la casa y se alejó a través de las calles desiertas. Era una noche de finales de abril, pero ya cálida y húmeda. Ayer mismo lo había comentado Babe con Bobby: «¿Verdad que están alterándose las estaciones con el agujero en la capa de ozono? Ahora todo está desordenado, las estaciones han enloquecido y chocan unas contra otras, como si también fueran presa del pánico, como si tuvieran ganas de revolverse entre sí o de terminar con el viejo buen tiempo». «¿Te crees esas gilipolleces?», le comentó él. Y discutieron un rato sobre el tema, para estar entretenidos. Bueno, en serio, ella estaba segura de que ALGUIEN les ocultaba muchas cosas. Pero eso a él le importaba una mierda, pues no le impedía sacar brillo a los cromados de sus coches y venderlos.

A Babe le hubiera encantado tener un marido inteligente, pero era un bien escaso en el mercado. Y si encuentras uno, te engaña, como el primer marido de Babe. La mayoría de las veces los hombres inteligentes son infieles o, peor aún, depresivos. Con Bobby, los años habían pasado, pero él seguía tal como lo conoció y le gustó: atractivo, contento con la vida y nada complicado. A pesar de su extraña mirada.

—¿La deseas, Babe? ¿Quieres que te la meta a ti también?

Al principio le daba un poco de miedo, como a todo el mundo, esa especie de ausencia en los ojos. Bobby parecía mirar fijamente un objeto dentro de sí mismo o en la lejanía, por encima de la persona a la que tenía delante, pero nunca la realidad normal. Pero eso no era nada, nada en absoluto.

—Para ya con tus chorradas. Te digo que me mires la polla.

—Tu polla, vale, ya lo sé. ¿Y bien? ¿Por qué es mejor decir «polla» que «pistola»?

En verdad era un buen chico, lo más casero del mundo; no le interesaba la política ni se emborrachaba en los bares. Pasaba su tiempo libre en el sótano, haciendo bricolaje o reparando su coche de coleccionista. Cenaban juntos mientras veían la tele y, de este modo, atravesaban sin angustia las horas vacías, previas al momento de acostarse.

Otras veces se instalaban en la salita contigua al salón para ver el DVD o chatear en Internet. Entonces el tiempo pasaba aún más deprisa. En resumen, nunca se aburrían, y todo sin correr ningún riesgo. Babe sólo aspiraba a conservar a su Bobby y sus comodidades, y Bobby sólo utilizaba su atractivo rostro y sus extraños ojos verdes para mantener su puesto de mejor vendedor del Road Forks Garage.

Agachada en la hierba, con el rostro inclinado hacia el tragaluz, Babe sobrevolaba la bodega y veía, contemplaba, la pistola de Bobby, su rostro inundado de un placer perverso. Estaba encima del capó, arrodillado sobre la cara de la chica, y se la metía hasta el fondo de la garganta, mete y saca, mete y saca. Tumbada en el Cadillac rosa, con su larga melena esparcida por el parabrisas, sus ojos rasgados fijos en la bombilla del techo, los brazos y las piernas abiertos, y las pantorrillas contra el parachoques, la chica miró de pronto hacia el tragaluz. Babe se retiró y se pegó contra el muro, con el corazón latiéndole a toda prisa.

Sensaciones violentas y contradictorias se atropellaban en su cuerpo. Miedo de haber sido descubierta, excitación sexual, celos, vergüenza, rabia. Se sentía culpable y amenazada. Todas esas emociones formaban en su entrepierna un desconocido cóctel a punto de explotar. Mataría, si pudiera.

Bobby sólo se ha dejado puestos los calcetines, como de costumbre. Babe está ahora agarrada a los barrotes con las dos manos. «Si esa zorra me ve, peor para ella. ¡Que lo diga y estalle todo! Lo único que sabe hacer es dejar que se la metan sin moverse, apoltronada en el capó de un coche, con los labios adheridos como una ventosa a la pistola. ¡Bajo mi propio techo!».

Cuando él se incorpora, la muchacha permanece tendida, inerte. Su boca sigue entreabierta de un modo ridículo, como si aún chupara un pene fantasma. ¡Sólo los muertos que no han hallado el reposo eterno se transforman en espectros! Su cara es idéntica a la de Babe, pero como más abierta. Y su cuerpo… Piernas largas, cintura fina, senos grandes y firmes, una monada bien dotada, redondita como un albaricoque. No mueve ni una pestaña. A corpse. Parece estar completamente drogada.

El cabrón de Bobby se inclina sobre ella. Con delicadeza, como si la puta fuera de caramelo, le pasa un brazo por los hombros y otro tras las caderas. La levanta, le da la vuelta y la coloca boca abajo. Le separa las nalgas, hunde su nariz, la saca, le introduce un dedo, y empieza a exhibir su pistola con calma. Sin prisas, con una parsimonia que resulta profundamente irritante. Por fin se decide a penetrarla, y se la mete entera por el agujerito.

Parecía un vídeo de los que antes traía Bobby a casa. Al principio a Babe le gustaban mucho, la ponían incluso más cachonda que a él. Pero pronto comprendió que siempre sucedía lo mismo y que nunca vería lo que de verdad hubiera incitado a su fantasía: sexo entre hombres. Todas las películas contenían una escena de amor entre chicas, nunca entre chicos. El problema era que Babe no «se creía» a esas mujeres. Con sus cuerpos atléticos y sus pechos de silicona, no se parecían a ninguna conocida, a Shirley o a ella. Al final, de esas cintas tan sólo la excitaba ver a un tipo masturbarse en una esquina de la pantalla, mientras esperaba su turno. Era lo único creíble y con algo de misterio de todo el asunto. Lo demás le parecía siniestro, y lo percibía como un ataque personal contra su integridad y su belleza.

¿Consentir en ver cómo su rostro de ángel se transformaba en cara de perra impúdica? Jamás. Había nacido encantadora y así permanecería. Desde muy joven decidió correr un velo de pudor sobre su belleza, para que nadie se confundiera. Y, en efecto, a causa de su físico se le atribuían las virtudes más nobles.

—Mi polla, Babe. No te hagas la remilgada. ¡Pero si te vuelve loca!

No, no, en absoluto. Ni Bobby ni ella misma habían conseguido escapar de la visión ideal que todo el mundo tenía de Babe. Ésta terminó por cansarse del sexo y de todas aquellas imágenes lujuriosas que le inspiraban ideas deplorables: situaciones y posiciones grotescas, diálogos idiotas, coños y cuerpos masculinos depilados, penes gigantescos, orificios dilatados, senos rígidos, rostros estúpidos.

«Hace tiempo, aspiraba a convertirme en una mujer refinada, sensible, culta. Entonces intentaba comprender el arte y la literatura. Pero habría tenido que luchar contra el mundo entero y no tuve fuerzas. En mi cabeza había una semilla de oscuridad, de renuncia, y la dejé crecer».

Parece una bestia, la insulta, gruñe. Nunca había visto a su Bobby en ese estado. Dios mío, se diría poseído por las fuerzas del Mal. Sufre por él, pero también lo comprende: la carne de esa zorra es ligera, voluptuosa, entregada, completamente sumisa. Se puede hacer con ella todo lo que se quiera… ¿Hay algún hombre capaz de resistirse a eso? Si hasta a una mujer le dan ganas de…

¡Y encima sobre el Cadillac! Bobby está loco por su «rey de reyes», como él lo llama. Desde que lo tiene, Babe le ha visto acariciarlo como si fuera una mujer, e incluso con más amor. Perteneció a Elvis Presley, se gastó una fortuna en comprarlo. Cuando lo llevó a casa, el mes pasado, estaba tan exultante que, tras pasarse más de una hora en el garaje para repararlo, quiso hacer el amor en plena tarde. Pero Babe tenía precisamente que hacer unas compras y lo rechazó, con la mayor delicadeza posible, antes de marcharse a toda prisa.

La pistola de Bobby va y viene entre las nalgas de la muchacha. Sí, sí, está más grande que nunca. Incluso él mismo la mira sorprendido. Por otra parte, su cuerpo, de pie y en tensión creciente, se asemeja a un pene gigante, erecto y un poco torcido. Como si litros de sangre se hubieran petrificado en sus venas… Parece sufrir, es horrible, es fascinante cómo se contrae su cara, cada vez más… Mueve la cabeza, la deja caer como un crucificado, cierra los ojos, vuelve a abrirlos, Dios mío, está como loco… El placer, cercano ya, lo desfigura, vamos, vamos, cabronazo, motherfucker, me las pagarás, cabrón, cabrón…

Babe preferiría no hacerlo, pero le resulta imposible reprimirse: sus manos se deslizan bajo el camisón, entre las piernas, donde Eso está húmedo y ardiente. El orgasmo le llega a toda velocidad, y regresa cuando Bobby se retira de un salto hacia atrás, suelta un bramido y lanza una ráfaga con tanto ardor que el primer chorro alcanza la chapa rosa del coche, abrillantada con tanto esmero.

Babe ya no duda en la oscuridad. Es como si viera con los ojos cerrados. Sus piernas tiemblan a causa del placer que las ha paralizado, pero se siente serena a pesar de la prisa. Cierra la puerta de entrada sin hacer ruido, sube la escalera. Está al fin en su habitación, acogedora como un vientre. Se desliza entre las sábanas y finge dormir, mientras oye cómo se aproxima Bobby a paso lento y pesado.

Hola, soy la madre de Bobby. Y éste es Timmy. Timmy lleva aquí una eternidad, no esperó mucho tiempo para reunirse conmigo. Reconozcámoslo, ¿no se está mucho mejor en este lugar, el seno de Dios, que al otro lado, donde sólo reina Satán?

Oh, no quiero que mi Bobby siga con vida. Siempre ha sido débil. Supongo que no puede evitarlo. Pero si ahora estuviera conmigo, como mi querido Timmy, no querría joder con una pseudomuerta, el muy cerdo. En fin, Bobby siempre ha sido malvado, ¿saben ustedes? Casi desde que nació. Una madre percibe esas cosas. Era un niño vicioso, como su padre.

Sin embargo Timmy siempre fue un ángel. Un cielo, silencioso, obediente, la inocencia personificada, y además me adoraba. Y eso son cosas que una no puede pedir. Y no me impidieron querer al uno tanto como al otro. Nadie podrá decir que fui una mala madre.

Pero les aseguro que yo, de estar en el lugar de Babe, le rajaría a su Carmen a cuchilladas, y sin decir ni mu. ¿Qué le habré hecho al Buen Dios para tener un hijo tan perverso? Bobby, mi chiquitín, deja de hacer tonterías, ven con mamá…

Mamá, por favor, ¿no ves que estoy ocupado? Y ya no soy un niño, ¿sabes? No, no lo digo para hacerte llorar. Pero no deberías hablar así delante de la gente. Soy un hombre, mamá, tengo mis necesidades. Y tampoco soy maricón. Soy como Elvis. ¿Quién osaría decir que Elvis es marica o, peor aún, que se volvió gay después de morir?

A veces pienso que tal vez Elvis esté detrás de todo esto. Las apariciones de mi madre (siempre inoportuna, dicho sea de paso, ¿pero ustedes han visto a una madre que no sea inoportuna?) ocurren porque Elvis la empuja: «Pídele a tu hijo que se reúna con nosotros; aún tengo algo que cantarle»…

Yo era muy joven y él estaba muerto. Es decir, se le consideraba muerto. Ya lo sé, es extraño. Después le he dado muchas vueltas y creo que, en realidad, el hombre al que amé aquel día tal vez no estaba ni vivo ni muerto. Guardo este secreto desde hace más de veinte años. ¿A quién podría habérselo contado?

Si estuve callado tanto tiempo no fue sólo por miedo a que no me creyeran. Todas las personas que se han enfrentado a una confesión difícil me entenderán. Elvis, por ti me lanzo, tú que fuiste y sigues siendo grande, libre y generoso, estés vivo o difunto.

Era el verano de 1978. Para celebrar mis diecisiete años, decidí viajar en autoestop on the road. El tercer día me encontraba en la 40, cerca de Memphis. Anochecía, la carretera estaba casi desierta, nadie paraba. Los coches ni siquiera parecían verme. Empezaba a anochecer; sentí como si la poca luz que quedaba me aspirara a mí también y fuera a desaparecer con ella. Quizá la gente, al pasar, creía vislumbrar en el borde de la vía una especie de sombra, un esbozo de silueta, un fantasma… o nada en absoluto. Y aunque tuviera consistencia, era ésta tan fugitiva que ninguna mirada se volvía hacia el punto del paisaje en que me encontraba.

Empecé a preguntarme si no sería mejor volver a la ciudad y buscar un lugar donde dormir. Los pocos vehículos que circulaban se disipaban ahora en la luz escarlata del ocaso. Todo el inmenso cielo era una orgía de llamas. Al final, eché a andar en línea recta. Entonces un Cadillac enorme surgió detrás de mí, me adelantó y paró.

Tenía los cristales ahumados y era imposible ver nada ni a nadie en su interior. Parecía un gran coche fúnebre de color rosa. Era magnífico, rutilante, y los dedos de Dios, en forma de ardientes rayos de luz filtrados a través de las nubes, parecían acariciarlo. Fui hacia él, deseoso de tocar su carrocería lisa, brillante, con clase, pero me quedé mirándolo como un estúpido, sin atreverme a mover un dedo.

La puerta se abrió; yo retrocedí un paso. Al ver la silueta negra del hombre al volante, me subí. Lo reconocí al instante.

THE KING! En agosto del año anterior me había enterado, como todo el mundo, de la noticia de su muerte. Pero cuando entré en el coche y lo vi vestido de cuero negro de arriba abajo, alto, grande y guapo, con su pelo oscuro y sus mejillas de niño… The King!, joder, ¡el Rey! Lo supe con tanta certeza como si fuera mi propio hermano o como si hubiera vivido siempre con él. Y en cuanto lo reconocí, lo amé por encima de todo.

—¿Adónde vas? —me preguntó Elvis.

—No lo sé —respondí cohibido.

Durante un tiempo no volvimos a pronunciar palabra. El coche devoraba la carretera, que se extendía como una larga cinta desenrollada hasta la última chispa de sol en el horizonte. A veces le miraba, y cada vez me impresionaba su belleza. Era tan hermoso y delgado como en su juventud, si bien al morir estaba hinchado y deteriorado. Allí, en el coche, mientras él tenía la vista fija en la calzada, me di cuenta de que era más maduro, de que tenía en realidad cuarenta y dos años. Había algo sombrío en su rostro siempre sonrosado, una especie de determinación penetrante, casi malvada, que lo volvía más atractivo que nunca. Los últimos tiempos vividos, la decadencia física —de la que parecía tan bien repuesto—, sus problemas personales, la tormenta que había debido de soportar… Sin duda, el hecho de haber superado todo eso le confería esa nueva expresión, una expresión que no le había visto en ninguna foto.

Lo sabía todo sobre él: su forma de cantar; sus ritmos, sincopados como coitos nerviosos; los gemidos y modulaciones de su voz, que recordaban el éxtasis y la extenuación del placer sexual; sus contoneos; el juego hipersensual de sus piernas; su cuerpo, su boca, sus ojos… Como el resto de la gente, sin darme cuenta sabía que todo él era una llamada al sexo. Parecía subir al escenario únicamente para susurrarte, suplicarte y gritarte: «¡Deséame!». Anhelaba tanto ser deseado que para eso se convirtió en una estrella del rock y del escenario, para darse a millones de personas. Él, el artista, sensible y generoso, lo había dado todo en una medida infinita, hasta las últimas consecuencias, hasta dar su propia vida, y nadie podría devolverle nada de eso nunca. Lo comprendí de pronto, y supe también que todavía se entregaba, pues el mero hecho de estar sentado a su lado me llenaba de tanta felicidad que terminé por dormirme como un bebé, con la cabeza apoyada en el ángulo de su brazo.

Me despertó su voz. Mientras conducía, ahora en la completa oscuridad de la noche, cantaba Are you lonesome tonight? Permanecí recostado en su pecho sin moverme, para escuchar a la vez el latido de la sangre en su cuerpo. A capella, la canción era aún más bella. Supe que, desde siempre, su voz no sólo poseía encanto, sino que también trasmitía una terrible alegría de vivir, y también que tenía algo de lamento. El vehículo atravesaba en silencio la noche de carbón. Nada existía salvo esa voz sobria, nada salvo nuestras dos almas desnudas en ese espacio cerrado.

Poco después, Elvis me dijo que yo le había llamado la atención porque me parecía a Debra. Me explicó que fue su primer amor, una niña negra que, como él, cantaba en el coro de la iglesia. Ella tenía doce años y él trece. Le contaba sus sueños. El día en que la mataron, creyó volverse loco de dolor.

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