Satisfaction

Satisfaction


Satisfaction

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Me pregunté para mis adentros cómo yo, un chico blanco, podía parecerme a una muchacha negra… Pero me sentía profundamente halagado y emocionado por representar para él una especie de reencarnación de su primer amor. «Te amo tanto como ella te amaba», le susurré. Me acarició el cabello con una mano y entonó en voz baja Love me tender.

Desde el primer momento, todo se desarrolló mejor que en un sueño, con una facilidad y naturalidad maravillosas. Mis dedos encontraron el cinturón y los botones de su pantalón de cuero y los desabrocharon. Mientras Elvis seguía cantando y conduciendo, deslicé mi rostro por su vientre y tomé su sexo en mi boca.

Pesaba, y era tierno; olía a bebé, como el mismo Elvis. Sentía mi falo hincharse también bajo mi pantalón. Le acariciaba el suyo con toda mi alma, con un inmenso amor maternal y, a la vez, con toda la pasión física que la pequeña Debra no pudo demostrarle.

Experimentaba una felicidad tan extraordinaria que dudo que los ángeles del cielo hayan vivido algo más perfecto. Al final de la canción, sentí saltar en mi boca un delicioso chorro con sabor a leche condensada. Enseguida oí la risa sonora del King y, después de tragar, me eché a reír yo también.

Fue la primera y la última vez. Y sucedió con toda naturalidad, porque era él. No hubiera podido hacerlo, ni tampoco ahora, con ningún otro hombre, aunque supiera a leche condensada. De todas maneras, ninguno sería capaz de cantarme como él Love me tender, ni de repetir el milagro…

Después atravesamos una pequeña población. Aparcó delante de un Burger King y me mandó a comprar hamburguesas, una Pepsi y un batido para mí. Seguimos el viaje comiendo y riendo sin cesar, sin que viniera a cuento. De vez en cuando, Elvis cantaba y yo bailaba en mi asiento; otras veces me hablaba de su búsqueda de Dios, y yo le comprendía.

Cuando rayó el alba, le pedí que me dejara en el primer bar de carretera abierto. Sabía que no podía quedarme más tiempo con él. Fuertemente abrazados el uno contra el otro, it’s now or never, kiss me, my darling, nos dimos un prolongado beso de despedida.

En la barra, los conductores que iban y venían me miraban con curiosidad. La camarera me dejó la cafetera cargada de café bien caliente. Me serví varias veces y de manera abundante, como las lágrimas que brotaban de mis ojos. Le oía cantar una y otra vez: Shall I come back again?

A las siete menos cuarto de la mañana, la MTV entraba en acción. El televisor, apagado, los veía dormir durante toda la noche, firme como un vigía frente a la cama de matrimonio, y se encendía automáticamente con la cadena de vídeos musicales. Hasta ese preciso instante, la pareja, de ordinario atiborrada de somníferos, aplastaba la almohada con un sueño compacto, sin sueños, una especie de agujero negro que les salvaba del caos angustioso de la vida. Luego, la voz chillona de una cantante, el bramido sincopado de un rapero o el martilleo obsesivo de una caja de ritmos penetraban en sus mentes oxidadas como un hilo de agua helada que se deslizara sobre las masas rosadas y polvorientas de sus cerebros dañados. La corrosión avanzaba día y noche, y no eran conscientes de ello, no se sentían más desgraciados que una veleta cuya herrumbre le impide girar con agilidad y ya no le importa indicar una dirección correcta o equivocada.

En consideración a los sufridores que elegían ese modo de retorno a la vida, la tele se encendía piano. Pero como, a esa hora, la misión de la tele era servir de despertador y no de nana, el programa subía rápidamente de volumen. En unos instantes llegaba al máximo. De pronto el ruido se volvía tan ensordecedor que era impensable dormitar medio segundo más. Entonces Babe abría unos ojos asustados, y gesticulaba y encogía la cabeza entre los hombros, como para protegerse de un bombardeo. Bobby se abalanzaba sobre el mando a distancia (siempre al alcance de la mano, en su mesilla) igual que Jackie Chan sobre un ejército de mañosos y, sin mirar, acertaba a la primera con el botón adecuado, el que permitía bajar el sonido a un nivel audible.

Entonces sus cuerpos se relajaban de golpe y se dejaban hipnotizar por la pantalla. En ella aparecían chicas sobrenaturales, tiparracas alteradas ataviadas con botas, pantalón corto y top minúsculo sujeto a sus pezones como por arte de magia…, mientras exhibían generosamente, ante la mirada estupefacta de la población, el resto del pecho, el vientre y los muslos. Se mostraban tan seguras de sí mismas, tan arrogantes, que resultaba difícil imaginar que tuvieran una vida amorosa o sexual siquiera. Eran muñecas de cuerpos excitantes, pero inaccesibles. En varios vídeos (la cadena repetía sin cesar los mismos programas), salían tipos filmados entre las tres paredes de un pasillo sin puertas, y la perspectiva tenía un efecto vertiginoso y claustrofóbico.

Bobby y Babe permanecían atontados ante ese espectáculo, reiterado día tras día, unos minutos, el tiempo necesario para borrar de sus mentes cualquier vestigio de la noche y acordarse de sus obligaciones cotidianas. Hey, Baby, hey, Baby, hey!, repetía, incansable, una rubia en las últimas semanas. Entonces se levantaban, presa de un apremio inconsciente, como si huyeran de un peligro indefinido.

En realidad, la amenaza tenía una forma muy definida: la del sexo de Bobby en erección matutina. Por esta causa, aunque Babe se sentía especialmente embotada en el arduo momento del despertar, era la primera en salir del lecho conyugal y abandonar la habitación a toda prisa, para dejar que su marido se las apañara a solas con ese engorro recurrente.

En cuanto se levantaban, uno tras otro vaciaban su vejiga, se cepillaban los dientes y se manifestaban el placer de volver a verse con una mímica apropiada. Según progresaban los preparativos, la alegría y la excitación llegaban al culmen. El agua de la ducha corría con ímpetu, la televisión gritaba, los olores a colonia y a huevos revueltos circulaban y se cruzaban por toda la casa, aquello era la felicidad. Juntos untaban sus tostadas con abundante mantequilla y mermelada, y bebían a grandes sorbos el café traslúcido. La vida abundaba en bendiciones.

Luego, ella lo acompañaba hasta el umbral de la puerta y esperaba a que se montara en el Chrysler, aparcado delante de la casa.

Él se ponía al volante y encendía el motor. Ambos todavía tenían una expresión casi feliz, como si la jornada fuera a ser hermosa.

Se miraban el uno al otro y se encontraban mutuamente atractivos, tan bien conservados como legumbres en bote. Intercambiaban un gesto con la mano, Babe y Bobby, Bobby y Babe:

—Bybye, honey!

—Bybye, my bee!

A veces incluso se escapaba una lagrimita. Después, el coche se deslizaba con suavidad hasta el final del sendero del jardín.

En ese momento, ella lamentaba no haber hecho el amor con él esa noche.

Esta separación diaria era a la vez una liberación y un castigo.

Y los fines de semana, en que pasaban todo el día juntos, resultaban tan difíciles de soportar como los días laborables.

A Babe le hubiera gustado experimentar un sentimiento de fusión con su marido, pero de hecho se sentía sola, incluso cuando estaba junto a él.

Es culpa mía. He renunciado a los placeres de la carne y no hago ningún esfuerzo por reavivar la vida de pareja, por poner un poco de pasión. Soy fría, no sé hacerlo, he conseguido que a mi marido ya no le apetezca cumplir con el deber conyugal. Sin embargo, antes me gustaba mucho el sexo. No lo necesitaba tan a menudo como Bobby, pero lo buscaba. Quizás deba echarme un amante, eso me estimularía. O una querida. Entre mujeres, seguro que se disfruta. O eso creo. He pensado en ello con frecuencia. Incluso estuve a punto de hacerlo una vez, con una lesbiana. Me miraba con aire enamorado. Habría bastado con dejarme llevar, pero sólo sus ojos ya me daban asco. Si me hubiera tocado, yo habría pegado un grito. No quiero que me toque una mujer, vomitaría antes de lamer una vulva. O, God. Has envejecido, Babe, te sientes fea, te avergüenza tu cuerpo, no te gustas, te detestas. Cuando te acercas a la cama, te conviertes en una única palabra, NO, y sólo piensas en sumirte en el sueño. A pesar de todo, de vez en cuando él te posee. Como no abusa, le dejas hacer, con sencillez, clic-clac, algo higiénico. Al principio finges, para que se acelere el tema. A fuerza de simular, al final sientes algo, sí, pero demasiado tarde. Gracias a tu actuación, él cree que ya tienes tu parte de placer, pero cuando la cosa comienza en serio para ti, para él ha terminado. En cualquier caso, lo único que deseas es no hablar de ello y que el agujero negro vuelva a engullirte.

Y ya ves: como todas las mañanas, él se va y tú te quedas sola de verdad.

Y odias a los hombres.

No entienden nada de nada.

Cuando él volvió a acostarse, la noche anterior, Babe estaba crispada de rabia. Hubiera querido colocarse al borde de la cama para evitar todo riesgo de contacto con ese cerdo. Pero no se atrevía a moverse. Hacerse la muerta era lo que mejor la preservaba.

Después de todo lo que había visto, sentía su cuerpo cortado en pedazos, descuartizado. Tenía la sensación de que el menor movimiento podría dispersar sus miembros por la cama y que éstos, hechos rodajas con el hueso en medio, rodarían y caerían al suelo con la única intención de huir. Y Bobby habría recelado.

Se sentía dividida entre el asco y el deseo de obligarle a follar. Habría sido un buen modo de humillarle, pues el arma de Bobby sólo permitía un disparo. Pero hacía demasiado tiempo que no se despertaba de madrugada, ardiente, en mitad de un sueño lúbrico, deseosa de apoderarse de su pistola como un submarinista de su tubo de oxígeno. Sin duda su actitud le habría resultado sospechosa. ¿Y cómo prever la reacción de un criminal descubierto?

Sin embargo, deseaba de veras hacer el amor. Sentir su pistola. Le volvía la imagen de la chica, de la muchacha y Bobby… ¡Joder! ¡Había sido estupendo mirar sin ser vista! Babe empezó a masturbarse sin preocuparse por si lo despertaba con sus movimientos. Por encima del pudor estaba la necesidad. Y de nuevo experimentó un placer tan violento como no le sucedía desde la adolescencia, cuando descubrió el milagro de su cuerpo.

¿Bobby dormía o se hacía el dormido? ¿Y si se había dado cuenta de todo? Poco a poco esta pregunta iba abriéndose camino en la mente de Babe. Nunca, desde un día de su infancia en el que se negaba a pensar ahora, se había sentido tan aterrorizada. La peor sensación que se puede experimentar en este mundo es el terror. Empezó a preparar planes de defensa por si Bobby pretendía apuñalarla o estrangularla.

Notaba ya el impacto de los robustos dedos de Bobby en su garganta, los pulgares hundidos en su cuello… Se veía tensada como un arco por la presión, con la cabeza hacia atrás… Perdía el alma junto con el aliento.

Entonces, con un audaz estiramiento del brazo por detrás de la cama, ella tendría que alcanzar algún objeto contundente y estrellarlo contra el cráneo de su asesino… O levantar la rodilla para asestarle un buen golpe en los testículos… Lejos de tranquilizarla, estas improbables figuraciones sólo contribuían a aumentar su miedo de manera dramática. Presa de vértigos, se sintió desfallecer, volverse loca y terminó por perder el conocimiento.

Así, cuando la televisión se encendió, como todas las mañanas, Bobby y ella gruñeron y se agitaron, en perfecta sincronización, sobre sus respectivas almohadas. Luego Babe recuperó la conciencia con toda normalidad, es decir, con el agotamiento y el asqueo de siempre, y, no obstante, aliviada por haber cruzado de un salto en la oscuridad el vasto océano de la noche. No se acordaba de nada.

Se entregó a los rituales cotidianos en la nebulosa mental habitual. A esa hora siempre funcionaba con el piloto automático. Pero tras la partida de Bobby, cuando comprobaba por última vez su aspecto en el espejo de la entrada, antes de salir, algo sucedió: YO le dije que bajara al garaje en lugar de ir a trabajar.

Si hubiera tomado medicamentos, como Babe, no habría sufrido el acoso de todas esas mujeres por las noches. Aparecidas, fantasmas, unas moralizantes, otras tentadoras, agujeros, vaginas, culos, tetas, bocas, éstas severas, aquéllas ansiosas, un ejército de sanguijuelas pegadas a mi entrepierna para hacerme confesar la vergüenza o la alegría…

«Para mí, el mar tiene siempre el sabor de sus lágrimas»… Cuando una chica no acababa de decidirse a acostarse conmigo, yo le contaba el suicidio de mi madre, sin adornarlo, y terminaba con esa frasecita, tras tragar saliva de forma ostensible. Efecto garantizado. Nada gusta tanto a las mujeres como la desdicha. Se arrojaban sobre mí cual ganado sobre sal que se le da a lamer.

También he atraído a unos cuantos hombres. Pero soy hetero. Straight. Puro y extraduro. Bobby no es maricón. Los chicos a los que gustaba buscaban lo mismo: músculo y desgracias.

Un secreto y una cicatriz bien purulenta. Si uno tiene ambas cosas y sabe utilizarlas, uno puede conseguir lo que quiera. Ahora el mundo no es como tú creías, papá: el héroe de nuestros días debe tener un defecto. Una gran falla como la que poseen las mujeres al final de su vientre. En la actualidad, ése es el requisito para ser successful y tener éxito.

Pero Bobby no está de acuerdo. Aunque procedas de un pueblo que ha sufrido mucho o seas un niño abandonado, no debes conservar toda la vida la marca de la desventura. Y no lo digo por mí. Entre mis ancestros sólo hay blancos, ricos e ilustrados. Ninguno de mis antepasados fue masacrado, escarnecido, pisoteado, dominado, degradado, explotado, embrutecido o sometido por una clase o nación enemigas. Me han criado padres afectuosos. Mi madre no me tiró a una papelera de la calle nada más nacer yo, con el cordón umbilical enrollado en el cuello, ni me rescataron al ponerme a gritar desde mi lecho de basuras cuando una lata de cerveza me dio en la cabeza. Son cosas que pasan, pero uno no se condena por ello. Te condenan los otros. Nunca debes revelar tus debilidades a los demás, pues las utilizan para confinarte en ellas.

Bobby no se deja engañar por nadie y nunca se queja. Bobby es fuerte. Bobby está ahí, firme como una roca, y su mujer sabe que puede contar con él pase lo que pase. Bobby es un hombre. Tiene una gran polla y todo lo que hay que tener. Cuando se mete la mano en el pantalón para sopesar su virilidad, Bobby tiene motivos para estar contento consigo mismo.

Por eso necesita otra mujer. Una hembra para el sexo. Un hombre tiene sus necesidades.

Bobby, más que necesidades, tiene grandes urgencias. Y Carmen es la mujer ideal. Dispuesta siempre a todo. Cuando estoy en el garage, me obsesiono con ella. Me viene a la memoria lo que hemos hecho esta noche pasada, lo que ha engullido sin vacilar… Y me pongo tan cachondo que he de aliviarme en los aseos, frenético, pues soy una persona responsable y no quiero perder tiempo en el trabajo.

En el fondo, el hombre es una máquina con pulmones, testículos y estómago que se llenan y es preciso vaciar, en un eterno volver a empezar. Pura mecánica. No hay coche sin tubo de escape…

Ah, les femmes…! Todo hombre debería tener derecho a una que nunca dijera no, a una buena perra a quien guardar encerrada para satisfacer la libido, que le guste todo y cualquier cosa, que siempre esté ahí y se muestre siempre satisfecha.

Pero ellas nunca lo están. Cuando mi madre se fue, mi padre creyó que se había fugado con su amante. ¿Tenía uno? ¿Otro hombre que le diera una satisfacción imposible? En cualquier caso, se reunió con el mar, como si quisiera volver al continente de sus ancestros, donde, según parece, las mujeres son fáciles, ligeras y felices.

El mar tiene el sabor de sus lágrimas. ¿Acaso Timmy se baña con ella en el gran líquido amniótico? Yo he cortado el cordón, no iré, me aferró a la vida. De todas maneras, mi madre nunca me quiso de verdad, sus hijos la estorbaban, por eso se marchó; y no hay ninguna razón para seguirla, como hizo Timmy, el eterno bebé.

Vuelvo a ver su cara, sus grandes ojos grises, que brillaban cuando ella se inclinaba sobre mí. Todo su cuerpo de muchacha respiraba placer cuando abría los brazos para abrazarme. Era su preferido, sin ninguna duda, y Timmy, celoso, acudía corriendo, no quería ceder su parte del pastel. Los tres formábamos entonces un ovillo, nos apretábamos con fuerza, como para encastrarnos unos en otros, y las lágrimas corrían por sus mejillas. «Mamá, mamá, ¿por qué lloras?». «No es nada, hijos míos, ahora id a jugar, venga, ya está bien, soltadme, dejadme tranquila. ¡Subid a vuestro cuarto, fuera, ya no quiero veros!». Su voz se volvía terrible y nosotros nos íbamos antes de que su mano interviniera, y nos reíamos, nos reíamos tan alto como podíamos para burlarnos de ella, la mala.

Durante meses y años he dado vueltas y vueltas en esta cama, al lado de Babe. Ella duerme siempre como un bebé foca sacrificado sobre un banco de hielo: si yo hubiera tenido ánimo para ello, la habría penetrado, y ella no se hubiera dado cuenta.

Al principio, yo esperaba estoicamente que todo eso pasara y los fantasmas dejaran de tocarme los cojones, para poder conciliar el sueño. Pero me volvía loco, y encima tenía poluciones nocturnas. Sin duda, las arpías volvían al asalto durante el sueño, y a la mañana siguiente, ante la mancha en las sábanas, Babe palidecía sin atreverse a decir nada. Lamentable.

Terminé por resolverlo con desahogos solitarios. Por regla general, me levantaba y lo hacía en el lavabo. Acababa en un santiamén. Pero a veces con eso no bastaba, y un cuarto de hora después necesitaba repetirlo.

Enseguida me enganché. Podía prolongarlo mucho tiempo, manipularme con ambas manos con el arte de una geisha, llegar casi hasta la eyaculación y luego retrasar el momento… Al final, resultaba mejor que con Babe, con la ventaja de que así me ahorraba mendigar su cuerpo para que me lo prestara diez minutos, durante los cuales intentaba satisfacer a la señora, sin, por otro lado, agotarla… Misión Imposible.

Habría necesitado calmantes en lugar de estimulantes, pero no podía reprimir los deseos de buscar en cualquier sitio algo para excitarme más aún. Joder, era un auténtico obseso. En mi época de celibato tuve tiempo para investigar todo lo que se puede encontrar en Internet, en vídeo e incluso por teléfono, para tenerla empinada veinticuatro horas al día durante varias vidas.

Comencé a coleccionar cintas de vídeo desde mi primer matrimonio. Las veía por la noche, mientras mi mujer dormía. Ella sospechaba algo, o lo sabía todo y no se atrevía a abordar el tema (excepto con alusiones oscuras y cargadas de rencor). En cualquier caso, se volvía loca de rabia y se le desencajaba la cara. Un círculo vicioso, nunca mejor dicho, pues cuanto más enloquecía ella, más cachondo me ponía yo. Vivíamos cada uno en su refugio. Quizá debería haber tenido citas con otras mujeres, pero estaba casado y tenía mis principios. Y sigo teniéndolos. Por desgracia, ella no fue tan honesta como yo, y terminó por pedirme el divorcio. Ah, les femmes…!

Con Babe, decidí limitarme a la imaginación. Al menos, no corría el riesgo de que Babe me pillara. Tenía dos o tres escenarios, muy sencillos pero muy eficaces. (¡Pero qué realizador de vídeos porno habría sido!). Elegía uno, lo visualizaba y repetía toda la escena correspondiente mientras activaba la manivela, hasta la explosión del motor. ¡Joder, qué mecánica! Todo perfectamente lubricado, sin averías ni sorpresas desagradables. Sólo con pensarlo ya disfruto.

Si las mujeres funcionaran de una forma tan simple… Con ellas tengo la impresión de que el Gran Mecánico puso demasiado celo, refinamiento y sofisticación. Resultado: no sólo su mantenimiento es extremadamente complicado, sino que se producen fallos continuos en el sistema. Además, como no poseen ningún conocimiento técnico, ni siquiera saben volver a la carretera y ponerse en marcha por sí mismas. Nosotros, los chicos, tenemos nuestro pequeño registro de imágenes, y a veces con una es suficiente para arrancar a la primera.

Ya lo sé, al parecer los hombres tienen cada vez más problemas con las mujeres. Aumenta el número de impotentes y maricones. Pero no se trata de un defecto de fabricación. No habría ninguna dificultad si ellas fueran como nosotros. (Quiero decir su psicología. No soy gay, ¿vale?).

Acceso fácil, funcionamiento simple. Es el principio del varón. Moderno, rápido, eficaz, minimizando al máximo los posibles fallos. Luego viene la mujer, con sus infinitas complicaciones, y lo fastidia todo.

Un sábado, Babe se había ido al centro comercial y yo hacía bricolaje en la bodega. Por azar me encontré con un viejo montón de revistas pornográficas escondido años atrás en el fondo de una caja. Antes de ponerlas en una gran bolsa opaca y tirarlas al contenedor del final de la calle, les di un repaso. Desplegué las páginas con aplicación. Órganos abiertos o erectos, chicas con caras de éxtasis, posiciones, orgías, mamadas, escenas lésbicas, penetraciones de todas clases, charcos de esperma que parecían leche condensada (o al revés)…

«¡Chúpamela, zorra! ¡Métemela toda por el culo! Te gusta, ¿verdad?», etc.

¿Puede uno mantenerse limpio cuando se tiene tanta suciedad en casa? ¡Joder! El mundo es asqueroso, el hombre es inmundo. No hay escapatoria. Sólo el amor podría purificarlo todo, pero ¿cómo satisfacer la propia impureza con la mujer que uno ama?

A veces me invade una gran tristeza. O más bien una amargura densa y sólida como una piedra. Y para evitar que esa losa me arrastre al abismo, lo mejor que puedo hacer es masturbarme.

De todas maneras, basta con mirar cualquier programa de televisión o abrir una revista para encontrar mujeres excitantes de senos desnudos, muslos provocadores, culos arrogantes… Por todas partes, las llamadas al sexo son incesantes. ¿Cómo pensar en otra cosa?

Retrasar el momento, eso es lo que hacía. Porque era fácil presumir que no iba a contentarme eternamente con mi mano.

Sonaron tres breves timbrazos, seguidos de un jovial y agudo:

—¡Baaabe!

Shirley Gordon. Babe suspiró y fue a abrir la puerta.

Hi, Shirley! —contestó con educación.

La vecina se presentó embutida en una bata con encajes de color rosa. «¿Dónde encontrará estas cosas?», se preguntó Babe. No había tenido tiempo de vestirse, pero ya estaba maquillada como un coche robado.

En el extremo de su pequeña mano rolliza agitaba un impreso amarillo.

—¡He cogido uno para ti! ¡Necesito salvarme, salvarme! —gorjeó.

Babe recogió el papel. Era una llamada de la Iglesia a la generosidad de los fieles. A cambio, la publicidad prometía en grandes letras rojas: «DIOS EN TU CASA».

Hey, Babe! —gritó Shirley contenta, volviéndose hacia el sol, que la rodeó con un halo resplandeciente.

Deslumbrada, Babe guiñó los ojos y se quedó quieta, para demostrar que prestaba atención.

—¿Sabes lo que hace una rubia cuando el agua del baño del bebé está demasiado caliente? —Babe hizo un gesto con la mano, como si cazara una mosca, y se dio media vuelta. No había cerrado aún la puerta cuando Shirley soltó la respuesta—: ¡Se pone guantes!

Los acontecimientos de la noche pasada tardaron un tiempo en abrirse paso en mi memoria.

El tiempo necesario para recuperar mi YO.

YO vuelve con mis recuerdos y luego se ausenta. No consigo conservarlo, me da demasiado miedo.

Mamá me había explicado que los muertos estaban en el cielo, y por eso yo creía que papá me veía cuando me desnudaba o me aseaba. Mamá entraba en el cuarto de baño, encendía la luz y me preguntaba en un tono receloso: «Pero ¿qué haces a oscuras?». No me atrevía a confesarle que era por papá. Por nada del mundo se lo habría dicho. Intuía que se habría puesto furiosa conmigo. Contemplaba mi cuerpo, mis senos, mi vientre de muchacha, «¡Yo te hice, puedo mirarte!», como si fuera de su propiedad. ¡Qué asco! Me daban ganas de vomitar. De matarla.

Pero lo importante era no decir nada, no expresar nada, no pensar en nada. Lo contrario habría sido peor que la muerte. Una masa de vergüenza ocupaba la habitación, la llenaba hasta reventar, las paredes se agrietaban, la casa crujía y se tambaleaba. De pies a cabeza, mi cuerpo estaba relleno de carbón frío; tenía sabor a ceniza en la garganta; para sentirme limpia, habría tenido que vaciarme y quemarlo todo.

En una ciudad hay montones de sitios donde una mujer puede comprobar la corrección de su peinado y maquillaje, la caída de la falda, el contorno de su silueta, la presencia de ojeras, en resumen, el estado más o menos satisfactorio de su feminidad ambulante. Ojos de hombres y mujeres, escaparates de tiendas, espejos de aseos y probadores, retrovisor, polvera… Son muchos los jueces —unos benévolos, otros hostiles— de este ser humano condenado sin remisión a considerarse una imagen. ¡Dios mío, protégela, su alma está inquieta y su narcisismo es contagioso, pues ahora afecta a los varones! ¡El mundo parece un laberinto de espejos ideado para volverte loco!

Babe aprendió desde la infancia a no admirarse a sí misma. Eso estaba mal y daba ideas malvadas a los demás. Muchas de sus amigas se esforzaban sin éxito por parecerse a las modelos que salían en las revistas. Sólo lograban cierto aspecto de fulanas. Era ridículo.

De todas maneras, Babe cuidaba su apariencia. Se teñía el cabello porque el rubio le daba un aire más dulce. Se ponía vestidos sedosos, en colores pastel, expresión de su inocencia. Aunque era muy golosa, cuidaba la línea, pues los michelines resultan vulgares. Como era coqueta, se miraba en todas partes, siempre sin verse. Se «percibía», lo suficiente para comprobar si la blusa estaba correctamente abotonada por abajo y desabrochada por arriba, si el pantalón no le hacía demasiado trasero y si la melena seguía bien sujeta.

Pero ese día, tras el rápido repaso en el espejo de la entrada, se sintió atrapada por el reflejo que vislumbró. Su propia imagen la contemplaba a ella, a Babe Smith, de casada Wesson. Su propia imagen clavaba los ojos negros en ella, como si fuera a recriminarle algo.

De nuevo, su reflejo la observaba…

¿Cuándo había vivido esta escena?

Algo comenzaba a abrirse paso en su pensamiento, algo nocturno, sensible y reciente. Todavía no era capaz de nombrarlo ni de definirlo, pero lo sentía cavar su galería como un topo en el interior de su cerebro. En ese momento, notó que un gran desorden entraba en su vida, y su primer efecto fue renunciar a salir, así, sobre la marcha, sin más razón que un repentino deseo de bajar al sótano.

Por teléfono explicó que tenía fiebre y que le era imposible acudir a la universidad. Ni siquiera cuando trabajó de camarera faltó un solo día. La voz le temblaba de miedo al pensar en el juicio negativo que suscitaría su acción, mientras intentaba con torpeza justificar su inusual ausencia.

Kate, la secretaria del departamento de French and Italian Literature, le respondió en un tono frío que dejaba entrever su desaprobación, e incluso su enfado. Babe farfulló algunas excusas más y colgó. Se quedó inmóvil, sentada en el salón, al borde del sofá cubierto con una tela de motivos vagamente étnicos, amerindios sin duda, mientras se preguntaba qué haría si sonaba el teléfono. Pero el aparato permaneció silencioso, y al final Babe se relajó. Volvió su rostro hacia la ventana, necesitaba que la luz penetrara en ella.

En la actualidad, no era una persona religiosa, pero de pequeña iba a la iglesia los domingos, como todo el mundo. Calcetines blancos, lazo entre sus rizos negros, sermones, cánticos, plegarias. Dios lo veía todo y ella se mantenía vigilante porque sabía que sólo amaba a las niñas buenas. Y si Él no está contento contigo, ¿cómo pretendes que te quieran papá y mamá?

Por eso intentaba apagar la luz de sus ojos, mirar con desdén a los chicos que se le acercaban y no distraerse cuando la mandaban a rezar a su cuarto, antes de dormir. De todo aquello le quedó una aprensión instintiva hacia el Todopoderoso, que nos observa, nos juzga y nos promete continuamente el Infierno.

Sin embargo, al bajar la escalera, Babe se sentía inundada por un renovado sentimiento místico, como si Dios mismo guiara sus pasos. Él en persona habitaba en el sótano de su casa y la llamaba a su Luz, semejante a un Sol negro. Dios ya no era Su Crueldad Compasiva, sino Su Insensibilidad Absoluta, Su Revelación Intemporal e Indiferente. Allí estaba Dios, y se dirigía hacia Él sin amor ni temor, serena e impasible, con perfecto conocimiento de causa.

Los recuerdos de la noche anterior volvieron a su memoria, pero sin suscitar en ella pensamientos negativos, más bien al contrario. Lo que Bobby había hecho en el sótano se le representaba ahora en toda su dimensión magnífica y trágica. Bobby se levantaba de madrugada para sodomizar a la Muerte personificada. Lo hacía para protegerlos a ambos, a Babe y a él; abatía a la Muerte con los disparos de su pistola. Era un sacrificio espléndido y sabía que eso cambiaría su Vida. Ahora comprendía Por Qué había vivido hasta entonces: para Aquello que iba a sucederle a partir de ese Presente, un presente que no se acabaría nunca.

Babe baja a la bodega en una barca centelleante. Navega contra la corriente del río, pero esa contracorriente la lleva hacia delante y, cuando alcance las cataratas, en lugar de naufragar, éstas se convertirán para ella en duchas y chorros blancos.

El vello «al natural» le da un aire salvaje, más auténtico que el pubis depilado de las mujeres de hoy en día. Sólo con pensar en su hermosa mata de vello negro se me pone tiesa.

Si quisiera, tendría a todas las mujeres que se me antojaran. En el Road Forks Garage no me faltan oportunidades. Se diría que la idea de adquirir un coche les excita. Tal vez les pase eso cuando van de compras, incluso aunque no compren nada. En la actualidad, las mujeres están más salidas que los hombres. Es un misterio que no bajemos todos a los centros comerciales, las calles y las plazas para follar unos con otros y revolcarnos en una megaorgía permanente.

Quizá la gente nunca haya gozado tanto como ahora. Se hartan de películas pornográficas, de artilugios eróticos. Cuando las mujeres se desnudan, parecen putas, y chupan pollas de un modo mecánico, como si se pintaran los labios. Pero parece que nos enfurece no practicarlo aún más. Sexo, sexo, sexo. Nos vuelve locos.

¿Hay quien piense en otra cosa?

Las mujeres piensan en los hijos, los hombres también. Queremos tener niños como los críos quieren juguetes. Todo el mundo desea tener pequeños en casa, por el calor humano, por el miedo a la muerte y todo eso, pero ¿qué pasa con ellos? Cuando llegan a adultos, ¿quiénes están a gusto con sus viejos, con su familia? Cuando hablan de sus padres, el horror se refleja en sus ojos. Cada vez que la madre les llama por teléfono, se les transforma la cara de la angustia, como si les entregaran atados de pies y manos a una banda de torturadores. Los chicos las pasan canutas. Home sweet home es incluso una perversión sexual, la necesidad de gozar… La promiscuidad… Una vez vi un reportaje en la tele sobre los nudos de ratas. Se revuelven en un rincón, unas sobre otras, hasta que se les enredan las colas y no pueden desatarse. Cada una tira por su lado, pero en medio está ese nudo asqueroso y no hay nada que hacer. Al final estalla. Joder, es vomitivo.

La Familia es, en definitiva, la frustración número uno para los adultos y escuela de tortura para los chavales. Es mi opinión.

Si hubiera tenido otros padres…

A Babe y a mí nos hubiera gustado mucho tener hijos, como a todo el mundo, pero en diez años ha tenido tres abortos, y punto. Y a nos hemos hecho a la idea.

Por mi parte, mi coche era todo lo que necesitaba y no hacía daño a nadie.

Quiero a mi mujer aunque hagamos poco el amor. Quiero a mi hijo aunque no le vea a menudo. Me gusta mi casa, mi coche y mis discos de Elvis Presley. En una ocasión, Babe me soltó que yo era un imbécil, pero eso es ficción, cine romántico para mujeres. Ellas sueñan con un aventurero, a pesar de que no podrían soportarlo. En realidad, desean un tipo como yo, que esté ahí, pase lo que pase.

Dick, mi compañero, sólo piensa en echarse encima de todo lo que tenga un agujero entre las piernas. Pero las mujeres le rehuyen por su cara de rata. Ellas se quedan colgadas conmigo, sobre todo las maduritas, que son las más ansiosas y frustradas. Estoy obligado a darles esperanzas para que se conviertan en clientas o para conservarlas. Las pongo en jaque, les hablo a los ojos, las veo perder la compostura y, cuando percibo que se dejarían ensartar allí mismo, como perras, tomo mis distancias, muy profesional. Es como darles una bofetada, ya no saben qué hacer. Es preciso mostrarse frío un instante y luego volver a empezar. Les encantan los tormentos, el melodrama, forjarse ilusiones, que las hagan sufrir… Ni siquiera pueden contenerse delante de su marido. Algo las corroe, quieren disfrutar antes de no ser ya deseables, tienen pánico. En su estado, cualquier tipo un poco seductor podría hacer lo que quisiera. Al final, Cara de Rata consigue tirarse a la mitad porque yo me contento con venderles el coche e ir a masturbarme al váter después de dejarlas derretidas.

¡Las muy zorras!

Además, de nada sirve comerse el coco con las mujeres. Nunca funciona ni funcionará. En realidad, no nos quieren. Nos amarían si nos pareciésemos a ellas, así es la cosa. Les interesa solamente nuestro pene y no estarán contentas hasta que nos lo corten. Para no dejarnos dominar, deberíamos quedarnos solos, lo más solos posible. Los padres, jefes, esposas, hijos, vecinos, políticos…, la pasta, el curro, la tele, la ley… ¡Joder! Todo se nos echa encima para desplumarnos vivos.

Carmen es la única que me lo da todo sin pedirme nada. Es la herramienta perfecta. Y, además, amable. Is your cock hard now?, parece decirme con su boquita rosa. Es la más guapa, y me la tiro siempre que quiero. Cuando me viene en gana, como viene en gana, basta con abrir el maletero.

Pedí un día libre en el trabajo para traerla. Al comentarle que tenía que rodear la casa para entrar directamente por el garaje, tuve una sensación curiosa. No había otra manera, a causa de la vecina, pero introducirla así, por detrás… Era como sodomizar mi propia casa, my sweet home.

Bajé la persiana metálica y me encerré con ella. Yo tenía ya los calzoncillos mojados, y Carmen estaba dispuesta a ofrecerse.

En ropa interior roja, era una maravilla. Se le transparentaban los pezones y el vello del pubis a través del tejido, tan fino como una tela de araña. Cabellos largos y negros, boca carnosa, ojos grandes y quietos. Empecé a acariciarla. Su piel era fresca y dulce, su carne suave, firme, prieta.

La tumbé sobre el capó del Cadillac. Mis dos tesoros. Desabroché el sostén, deslicé las bragas entre sus piernas, le separé los muslos. Su coño, su vello tupido… Me bajé el pantalón, los tenía tan llenos que me dolían. Joder, ¡qué buena estaba!

Lo hicimos una vez más y luego me puse a ordenar el garaje. Instalé a Carmen en su escondite, que le pareció muy divertido. Era demasiado buena, demasiado fácil. Aún hoy, después de veinte días, sigue siendo lo mejor que he conocido. A veces pienso que, si Babe no la hubiera descubierto, Carmen habría tenido el placer asegurado de por vida y con toda tranquilidad.

Destrocé la caja con el hacha, metí los pedazos de madera y poliestireno en una bolsa y los eché al contenedor del final de la calle.

Antes de que regresara Babe, tuve tiempo de tirarme a Carmen otra vez. Basta con meter la polla en cualquiera de sus agujeros. Al aspirar como una ventosa, te la pone dura en unos segundos. Para ser sinceros, no es comparable a ninguna de las mujeres con las que me he acostado. Cuando se ha probado a Carmen, créanme, las demás parecen mucho menos apetitosas.

YO le hablo, le susurro al oído, pronuncio para ella verbos, frases absurdas, sensatas, secretas, palabras como ladrillos, frases como muros, todo para impedir que el Lobo entre en casa.

(De pequeña, Babe solía ver la película de Los tres cerditos, de Walt Disney. El lobo tenía los rasgos característicos de un judío. Por supuesto, ella no era consciente y por eso no tenía ninguna importancia. Sin duda, nada tiene importancia cuando la gente no es consciente de lo que representan las imágenes).

Todo estaba en orden en el sótano. Ni una mancha en la pintura rosa del Cadillac. Si la chica hubiera salido de la casa, viva o muerta, Babe lo habría oído. Mientras esperaba a Bobby, escuchó con atención, y también tras su vuelta a la cama. No se le habría escapado el más mínimo ruido de la puerta de entrada. Y la persiana metálica era tan escandalosa que quedaba descartada.

No había más salidas, pero la muchacha tampoco se hallaba allí. A no ser que estuviera escondida en la casa… Babe lo deseó con intensidad y sintió un pellizco en el estómago, como cuando, al ir a algún lugar, esperamos encontrarnos a alguien de quien estamos secretamente enamorados.

Babe se tumbó sobre el capó del coche, con las piernas y los brazos separados, y la boca abierta en forma de o. Fijó su mirada en la bombilla del techo y, cuando se metió por completo en su papel, dirigió los ojos hacia la claraboya. Lo que primero se veía era la suciedad del cristal. Detrás se percibía el verde claro del césped y el oscuro del matorral.

El verde oscuro del matorral.

Oscuro y tupido como el coño de esa mujer.

En circunstancias normales, me habría visto, no cabe duda, pensó Babe.

Se puso boca abajo, con los miembros extendidos. Se incorporó, se bajó el pantalón y las bragas e intentó imitar la postura, pero ahora, con la ropa en los tobillos, no podía abrir bien las piernas. No obstante necesitaba a toda costa saber lo que había sentido esa chica.

Entonces se quitó los zapatos, los calcetines, el pantalón y las bragas. Se levantó la blusa y miró su triángulo negro, depilado por la «línea del biquini» para evitar un desbordamiento salvaje. Se pasó los dedos entre los pelos aplastados para devolverles su volumen natural. El dedo corazón rozó el clítoris, pero resistió la tentación. No quería desviarse de su objetivo: comprender.

Examinó una vez más el chasis del Cadillac. La carrocería estaba lisa, reluciente. Recordó la pistola. «Siempre estoy pensando en Bobby», se dijo. Pero en ese momento, sobre el capó, sólo veía ese paquete de carne que a Bobby le colgaba de la ingle. Y lo veía allí, como si no estuviera conectado a Bobby, sino colocado sobre el coche, al igual que una enorme joya en una vitrina.

Sí, de eso se trataba, no era una pistola sino una joya. Una alhaja que cobraba vida sobre, dentro y alrededor de los orificios de la Otra. Una gema extraña, un animal salvaje y primitivo que reptaba hacia lo cálido y húmedo, hacia la oscuridad y los agujeros. Una bestia que salía del pantalón sin ruido, sin prisa, con toda la violencia de su idea fija, su olor almizclado, su cabeza exploradora y su pupila húmeda.

Estaba ante Algo auténtico, una verdad proclamada, mientras que Bobby sólo era mentira, invención y apariencia. Bobby, con sus fantasmas (reales para él) y sus fantasías congénitas, Bobby, que siempre le ocultaba cosas. Sí, ese cabrón de mierda que siempre le ocultaba cosas.

Su engaño, su falsedad, provocaban oscuridad y muerte en su interior, la convertían en un bloque sin vida.

Se desnudó del todo y de nuevo aplastó su vientre, senos y mejilla derecha contra la carrocería. Su sexo pesaba como un yunque donde un herrero martilleara una gran pieza de acero al rojo vivo.

Se levantó al fin. La ropa estaba amontonada en el suelo. No tenía ganas de ponérsela. Después de todo, estaba sola. Y si había otra mujer en la casa, no se ofendería por su aspecto.

Subió la escalera con la indumentaria más simple del mundo y comenzó a examinar cada estancia. La casa no era grande, no tardó mucho en recorrerla. Allí no había nadie. Incluso ella, al trasladarse de una habitación a otra tal como vino al mundo, parecía un espíritu. Al final su cuerpo ocupó todo el espacio y el edificio tomó la consistencia de un castillo de naipes que podía desplomarse en cualquier momento. Empezó a sentir deseos de estar con alguien.

Babe, la sonámbula gigante. La inmensidad de su cuerpo gravitaba en su vientre, se concentraba en su sexo… Así le resultaba difícil caminar. Hilos invisibles la atraían despacio pero con firmeza hacia la puerta de cristales del salón, que daba directamente al porche y a la calle. Desde la calle, tras las cortinas, cualquiera podría entrever su silueta. Si las descorría, cualquiera que pasara asistiría al espectáculo de su desnudez.

Se acercó más aún, hasta frotar su pubis contra el marco de madera. Antes de separar los visillos, se le ocurrió acariciarse los pezones para ponerlos turgentes, pero se dio cuenta de que era innecesario: ya estaban tan tensos como perros de caza en alerta. Audaz, los pegó a los cristales y no se movió.

La calle estaba desierta. A Bobby y a ella les había costado mucho dinero conseguir esa casa en un tranquilo barrio residencial; no lo lamentaba.

Un chico obeso pedaleaba con dificultad sobre una bicicleta flamante. Era Jimmy, el hijo de los vecinos. Babe se escondió enseguida detrás de las cortinas, en una inútil maniobra de retroceso: el chaval, inclinado sobre el manillar, los rollizos mofletes enrojecidos por el esfuerzo, miraba hacia delante. No se molestaba en mover la cabeza a derecha e izquierda, pues sabía que no había nada interesante a lo largo de esas monótonas avenidas. La semana anterior, Shirley Gordon le contó que el médico había aconsejado que Jimmy fuera al colegio en bicicleta para adelgazar un poco.

«Deberías cebarle menos», pensó Babe con asco. «¡Esta Shirley! Siempre detrás de las ventanas o en el porche para espiarnos, asaltarnos y obligarnos a charlar. Eso sin contar sus bromas insoportables. ¡Es una tarada! ¡Menuda imbécil! Y tan mimosa con Bobby… Parece haberse olvidado de mirarse al espejo y verse tal cual es: horrorosa con esos pelos teñidos de negro que la envejecen, esos escotes abiertos para mostrar sus grandes tetas flácidas, ese culo celulítico y el maquillaje ridículo».

Babe se estaba imaginando cómo mataba y machacaba a Shirley Gordon a bofetadas, puñetazos, rodillazos y patadas en su sucia cara de gilipollas, cuando oyó aproximarse un coche. Con un gesto rápido y seco, descorrió las cortinas para mostrar su cuerpo, desnudo y doliente a causa de un deseo y una decepción desmedidos. Casi con seguridad esta vez tampoco se volverían a mirarla. Sin embargo esperó.

La punta de sus senos rozaba el cristal. Esta diminuta sensación provocaba en su pecho ondas con céntricas que comunicaban directamente con su bajo vientre, donde se transformaban en una bola de acero candente.

El coche llegó y pasó, sin prisa. Babe distinguió con claridad a una pareja de unos cuarenta años en los asientos delanteros. Un hombre y una mujer corpulentos, desconocidos. Miraban hacia delante, como Jimmy en su bicicleta.

No se hablaban ni se movían. El coche avanzaba al ralentí, pero los ocupantes permanecían inmóviles. El Ford parecía tener más vida que ellos. Eran como dos objetos encastrados en los asientos que el vehículo debía entregar en alguna parte. Babe los perdió de vista sin que en sus anchos rostros apareciera la menor expresión de interés por el entorno.

Esta visión deprimente al menos sirvió para iluminarla: ¡la chica seguía en la casa! Bobby la había escondido sin más en el maletero del Cadillac. ¿Cómo no lo comprendió cuando se dio cuenta de que el coche estaba cerrado con llave?

Le llevó un tiempo encontrar el llavero de Bobby. Por supuesto, no estaba en la entrada, con las demás llaves. Sin duda lo tendría con él, pero, aun así, Babe se puso a rebuscar entre sus cosas.

No halló nada en el armario de su habitación, bajo las pilas de calcetines, calzoncillos, camisetas o jerséis, ni en los bolsillos externos o internos de los pantalones, camisas, chaquetas, cazadoras y abrigos colgados en las perchas. Nada tampoco en el cajón de la mesilla de noche, excepto la vieja Biblia de bolsillo, unas gafas de sol y un paquete de pañuelos de papel.

Ni rastro en los cajones del buró ni en el resto del despacho, entre los CD del ordenador y los libros de cubiertas chillonas alineados en la librería. Búsqueda infructuosa también en el salón, entre los discos y casetes, y debajo de los cojines del sofá y de los sillones.

¿Tal vez en la habitación de invitados, donde nunca dormía nadie, ni siquiera Tommy, el hijo de Bobby, para quien estaba reservada? Nada de nada. Como estaba en el primer piso, examinó el cuarto de baño. En vano.

De la planta baja le faltaba la cocina. Ninguna alacena guardaba nada parecido a una llave. Tampoco el gran frigorífico, que Babe examinó con minucia sin experimentar, por una vez, repentina sensación de hambre.

Debería haber pensado antes en el sótano. Bajó para subir tres horas después. Ya era media tarde, y aún no lo había encontrado. Bobby no tardaría en llegar. ¿Qué pensaría al ver que no había ido a trabajar? Se acordó de sus pasos lentos y pesados en la escalera, cuando volvió al dormitorio la noche anterior. Tenía que vestirse sin demora. Sus pasos lentos y pesados… como el ogro calzado con botas de gigante.

Cuando Bobby regresó a casa, dos horas y media después, encontró a Babe y a Carmen acostadas sobre el suelo del sótano, envueltas en la tela india que cubría de ordinario el sofá del salón. Su mujer se despertó, lo vio, petrificado, y sonrió. Estaba desnuda como Carmen, a quien abrazaba. Comenzó a hacerle carantoñas mientras miraba a su marido. Le brillaban los ojos.

El maletero del Cadillac estaba abierto. ¡Y Bobby que pensaba que sus botas de goma eran un buen escondite para las llaves!…

El día en que Bobby Wesson encontró a su mujer, Babe, y a su amante, Carmen, enroscadas sobre una tela en el suelo del garaje, por fin había dejado de llover. Durante casi un mes había llovido sin cesar. Las pantallas de televisión se habían convertido en un torrente de imágenes de ríos desbordados, crecidas y poblaciones siniestradas. Por ello, en esta primera jornada de claro sol primaveral, una nueva inquietud asaltaba el ánimo de la audiencia: ¿qué sustituiría en los informativos a este sensacional maná para poder seguir combatiendo el Aburrimiento, enemigo número uno del mundo moderno?

Para Bobby, aquél había sido un buen día: la venta del viejo Plymouth estaba cerrada. Dicha operación suscitó en él sensaciones antagónicas; por un lado, la impresión de perder a su madre de nuevo; por otro, la satisfacción de cobrar una comisión que le ayudaría a pagar sus dos últimos juguetes, el Cadillac y Carmen, con los que cada noche haría realidad sus más hermosos sueños.

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