Satisfaction

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Satisfaction

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En el Road Forks Garage sólo se vendían coches de ocasión. Algunos eran lo bastante antiguos como para ser considerados objetos de coleccionista y poseían un gran valor añadido. Joey, el dueño, se encargaba de comprarlos. Convencía al particular interesado en deshacerse del vehículo de que se trataba de una antigualla peligrosa, casi inservible, y le pagaba una miseria. Luego, tras pasar por las manos de Dick, lo revendía con pingües beneficios.

Bobby también tenía dotes de mecánico y, cuando disponía de un hueco entre dos clientes, le encantaba ponerlas en práctica; le daba su opinión a Dick e incluso le echaba una mano. La verdad es que Joey era experto en explotar al máximo las posibilidades de cada empleado. Su talento tenía un nombre: rentabilidad.

En cualquier caso, Bobby había encontrado una especie de paz interior en ese empleo. De vez en cuando le gustaba meter la nariz en un motor y, sobre todo, limpiar, bruñir, sacar brillo a la chapa y a los cromados ultrajados por el paso de los años y, por eso mismo, conmovedores. En su casa, durante el fin de semana, podía entregarse a su pasión: tumbarse bajo el coche, arrancarle sus secretos, manipular las piezas grasientas con la pericia y habilidad adecuadas, poner el motor en marcha y escuchar su ronroneo, ver relucir la carrocería bajo el ir y venir de la gamuza. Mediante estos actos, se sentía muy cercano a su querido objeto y experimentaba el goce de un erotismo idílico.

En realidad, no era más que un ejercicio del deseo, practicado los días de trabajo bajo otra apariencia: el contacto con los clientes. Esta forma constituía la apoteosis y la exasperación de ese erotismo, pues se trataba de desplegar su poder de seducción, de venderse junto con el vehículo.

Cuando cerraba una venta, le quedaba un intenso sentimiento ambivalente de satisfacción e insatisfacción, como el de una prostituta tras un servicio. Era una mezcla de alivio y frustración que le obligaba a encerrarse unos minutos en el aseo para celebrar y rematar la faena. Allí, se desabrochaba el pantalón, siempre bien planchado, y se tranquilizaba tras una buena eyaculación.

Aquella tarde, al volver del trabajo, Bobby tenía todo el derecho a sentirse feliz. Había ganado dinero, había gozado y ahora encontraba su casa aureolada por el sol de poniente. Y, en su preciosa casa, le esperaban su dulce esposa y su explosiva amante escondida en el sótano. Aparcó el Chrysler detrás del Ford de Babe. Al cerrar la puerta del coche, sintió una leve erección.

«Esta noche», se dijo, «llevo a Babe a cenar al Kentucky Fried Chicken del centro comercial. Luego nos acostaremos a ver la tele y, si hacemos el amor, tal vez pase de Carmen por hoy. O mejor, me las tiraré a las dos», rectificó mientras sopesaba su entrepierna y advertía cómo su sexo reaccionaba al pensar en Carmen. «Una tras otra».

Supuso que después de la cena, Babe estaría de buen humor. Miró hacia la ventana del salón y le decepcionó un poco no divisar el rostro de Babe. (Por lo general, cuando oía el coche, corría la cortina para verle llegar y luego iba a abrir la puerta).

Hi, Bobby! —exclamó la voz aguda y gangosa de Shirley.

Volvió la cabeza hacia la casa de la vecina, se detuvo, sonrió y respondió:

—Hi, Shirley!

La vecina estaba en el extremo de su porche, en equilibrio inestable sobre sus chinelas de tacón, cuajadas de lentejuelas multicolores que parecían lanzar llamadas desesperadas a todos los rincones del horizonte, como si la mujer tuviera conciencia de que su carne estaba en peligro y lo comunicara con estas señales luminosas e intermitentes desde la base de su ser. Shirley abrazaba y acariciaba el poste de madera con su mano lasciva, y, como una mariposa monstruosa, iba ceñida con un conjunto de camiseta y pantalón corto de algodón ocelado. Sus formas y protuberancias se desbordaban por todas partes. Su media melena negra y levitante rodeaba su cara de cerda.

«Sin duda las morenas son las mejores», se dijo Bobby pensando en Carmen, y reanudó la marcha hacia su casa. «El viejo Stan no debe de aburrirse con Shirley; pero parece que a ella no le basta».

Se imaginó a la vecina en cueros, en posturas obscenas. Estaba seguro de que llevaba medias y liguero. Bobby tenía ojo para eso. Lo reconocía por las arrugas que se formaban en los tobillos. Con pantis o medias con elástico eso no pasaba. Seguro que también se ponía braguitas apetitosas en su culo rollizo…, o tal vez iría sin ellas…

Gorda y guarra, Bobby no se habría resistido… si no se hubiera tratado de la vecina. Con ella ni siquiera tendría la sensación de engañar a Babe. Más que una mujer, era una cosa, un concepto, la esencia misma del agujero disimulado en un montón de carne rayana en la obesidad. Además, la vida de Shirley era tan aburrida como la de un vegetal.

Bobby se preguntó si se la tiraban otros vecinos. Al permanecer el día entero sola, a la espera de su hijo y de su marido, debía de pasar horas tumbada en el sofá, hinchándose a series estúpidas o viendo vídeos porno mientras se metía todo tipo de cosas por todas las bocas.

«Después del restaurante, Babe no podrá rechazarme», pensó, pues, en un arrebato de sentimentalismo —proporcional a la resistencia que había opuesto una vez más a la tentadora Shirley—, se sintió muy enamorado de su mujer. «Es preciso que la tenga dura cuando me desvista. Al verme avanzar hacia la cama con el calzoncillo deformado, lo comprenderá. Quizás hasta le entren ganas. ¡Esta noche, my Babe, la vamos a armar!».

Joder, la vida era bella. La hierba crecía, los árboles tenían brotes nuevos, las flores salían por doquier, el aire olía bien, la naturaleza entera despedía olor a sexo, a vagina grande, abierta, cálida, reluciente. Y mañana sábado se quedaría en casa tranquilamente y cortaría el césped.

Babe posó sus labios en los de Carmen. Bobby vio cómo éstos se abrían y cómo la lengua de Babe penetraba en la boca de Carmen. Después, Babe exhaló un gemido de ave rapaz, un sonido que Bobby jamás había escuchado de un ser humano. Su mujer besaba a Carmen con una languidez desconocida para él. Con los ojos cerrados, le lamía los labios y emitía esos suspiros extraños. Luego sostuvo la cabeza de Carmen con las manos y se hundió en ella con una avidez inaudita, mientras movía lascivamente las caderas bajo el cobertor.

Al principio Bobby quiso huir, cual culpable descubierto, pero ahora vivía instantes de una perversidad y autenticidad demasiado excepcionales para renunciar a ellos. Las consecuencias, el futuro, no existían, el pudor y la incomodidad tampoco. Sólo contaba el momento presente, estirado al máximo como una goma elástica entre dos galaxias. Minuto precioso, insostenible, inconfesable: ese cuerpo fantasmal, sacado de repente del lugar secreto donde estaba oculto, procuraba el goce de lo vergonzoso y lo prohibido.

Bobby se acercó a la pareja. Envueltas en el tejido de motivos étnicos, parecían un tótem de dos cabezas. Levantó con delicadeza el paño que cubría los cuerpos y vio a Babe y Carmen desnudas, las piernas entrelazadas, pubis contra pubis, senos contra senos.

—¿Nos vas a dejar así? —preguntó Babe con una vocecita suplicante—. ¡Toca! Nuestra amiga tiene frío. Tenemos que meterla en nuestra cama.

Her name is Doll —dijo Bobby—, Carmen Doll. Estoy encantado de que te guste.

Deshizo el nudo de su corbata turquesa, hundió la cabeza entre los hombros, se cubrió la frente con las manos y se echó a llorar.

Lágrimas…, corrían lágrimas por las mejillas de Bobby. ¡Era tan hermoso! A Babe le entraron ganas de lamerlas, y luego de hacerle daño, para que llorara aún más, y, después, de hacerle disfrutar. Nunca antes había sentido algo así. Ese deseo de causar a la vez sufrimiento y goce se propagaba por sus miembros como un veneno delicioso y espeso.

Antes, el placer de su marido le parecía un fenómeno mecánico, un poco asqueroso pero ajeno, sin relación con ella ni con sus propias sensaciones. Ahora ese llanto surgía de las profundidades de una antigua herida para limpiarla y cicatrizarla. No sabía cómo, pero ese llanto estaba hecho de la misma sustancia que su semen y debía dejarlos correr a ambos, esperma y lágrimas. En eso consistía el súmmum de su placer de mujer, en eso la raíz de su debilidad de hombre, en esas efusiones, derramamientos, abandonos. Aquí se manifestaba su omnipotencia (la de ella) y su rendición (la de él). Así lo quería, lo querían las dos, Carmen y Babe: querían un Bobby a punto de perderse.

Les llevó mucho tiempo y esfuerzo trasladar a Carmen desde el sótano al primer piso. Babe la sostenía por los tobillos mientras Bobby subía las escaleras de espaldas, con los brazos en las axilas de la bella durmiente y las manos bajo su pecho. La inercia y la fragilidad del cuerpo lo hacían muy pesado. Tenían la impresión de que el menor rasguño podía extenderse, correr por su piel, provocar en un momento una grieta generalizada… y entonces Carmen se desmoronaría como la casa Usher de Edgar Allan Poe.

Por este motivo tuvieron mucho cuidado de que su tesoro no rozara con las aristas de los peldaños. Babe, entre las piernas de Carmen, parecía empujar una carretilla. Su marido, con paso lento y tambaleante, con el peso ante su cuerpo, el rostro cansado y grave y las manos cruzadas bajo los senos de Carmen, que caían pesadamente sobre sus muñecas, parecía una mujer embarazada hasta el cuello.

En la planta baja se permitieron un descanso y depositaron a la chica en el suelo con suma delicadeza. Durante unos segundos mantuvieron los ojos fijos en ella. En realidad, era una forma de cerrarlos, de evitar mirarse el uno al otro y también al interior de sí mismos.

Carmen reinaba en medio del lecho conyugal, desnuda, cómodamente recostada en las almohadas de color rosa. A cada lado, arrodillados, Babe y Bobby, con una borla en la mano y mucha ternura, impregnaban su cuerpo de talco. Carmen, con los labios entreabiertos, esbozaba una sonrisa. Babe la había peinado y las puntas de sus trenzas negras acariciaban sus pezones. Parecía una niña pequeña o una india.

Babe se había puesto una bata de satén color ciruela. Bobby se había quitado la chaqueta de su traje azul marino. A pesar del desodorante con que éste se embadurnaba las axilas cada mañana, grandes manchas aureolaban las sisas de su camisa azul cielo.

—Yo me ocupo de ella, cariño —le dijo Babe—, tú ve a ducharte, ¿vale?

Eficaz durante cuarenta y ocho horas, rezaba la publicidad, y en el anuncio del desodorante se veía a un aventurero realizar todo tipo de proezas antes de abrazar, tan fresco como un chicle de menta, a una muñeca enamorada, cuyas fosas nasales se agitaban justo a la altura de sus glándulas sudoríparas.

Bobby vio a Babe concentrada por completo en Carmen. Ésta carecía de olores corporales. Sintió una especie de vértigo, como cuando soñamos que caemos de repente en el vacío y nos despierta la sensación de la caída. Babe manipulaba a su amante con una devoción desconocida. Le ponía talco en todos los pliegues de la piel como si fuera un bebé.

Bobby salió de la habitación sin decir una palabra. Su mujer ni siquiera pareció darse cuenta.

Levantó la tapa del inodoro, se bajó la bragueta y orinó. El sonido borboteó en la casa con la intensidad de una catarata.

Al pasar por delante de la puerta del dormitorio, advirtió que su mujer la había cerrado. Dudó un momento, pero al final decidió abrirla como si no pasara nada, con la excusa de haberse olvidado de coger ropa limpia. Sin hacer ruido, dio un paso atrás para darse un impulso más natural, fue derecho a la puerta y puso la mano en el tirador.

Se había encerrado con llave.

—¡Babe! ¿Puedes abrirme, darling? Tengo que coger los calcetines.

—Oh, espera un momento, por favor. Estamos descansando un poco.

Tenía una voz tan extraña que Bobby estuvo a punto de creer que quien contestaba era Carmen.

—¿Va todo bien, Babe?

—Sí, sí, pero déjanos, te lo ruego. Sólo cinco minutos.

Bobby entró en el cuarto de baño, arrojó con fuerza la ropa sucia en el cesto de plástico y tiró el pantalón de su traje al suelo en lugar de colocarlo en el respaldo de la silla, como de costumbre. Luego corrió tras él la mampara de la ducha.

Cualquiera que se encontrara allí en ese momento habría constatado, a través del vapor y del cristal esmerilado de la cabina, que Bobby Wesson dedicaba un tiempo a todas luces exagerado a lavarse, enjuagarse y volverse a lavar, todo ello sin consideración alguna hacia el agujero de la capa de ozono y los demás problemas ecológicos derivados de un consumo excesivo de agua, en particular de agua caliente. Pero lo que Bobby quería era precisamente limpiarse hasta el tuétano de los huesos, o mejor dicho, desincrustar toda la mugre de su cerebro y, por qué no, perder la memoria.

Una… Dos… Tres… Cuatro… Cinco… Seis… Siete… Ocho… Cada oleada era intensa, profunda, lenta. Y a cada oleada notaba que la carne de su vagina se contraía y apretaba igual que un torno sus dos dedos, y, tras los espasmos como de condenado en su silla eléctrica, se sentía triunfante, maravillada por su hazaña. Hasta ahora nunca había experimentado placeres con ese resultado, ni sola ni acompañada.

Al otro lado de la pared corría el agua de la ducha, interminable. Ese ruido la acunaba, para ella era el mejor del mundo. «O God, O God, haz que esto no se acabe nunca», rogaba confusamente Babe, inmersa en sus éxtasis, mientras miraba con una sonrisa embobada el cuerpo desnudo de la mujer acostada a su lado.

Luego el agua dejó de caer y Babe se incorporó. Se inclinó sobre Carmen, le susurró unas palabras mientras le acariciaba la frente y el pelo, depositó un beso en sus labios y se dirigió hacia el armario.

—Dios nos la ha enviado —dijo cuando Bobby apareció en el marco de la puerta, envuelto en su albornoz blanco.

La noche era oscura; corrientes suspendidas y venas subterráneas la recorrían. Recostada de lado, en posición fetal, con el pulgar en la boca y los cabellos sueltos, Carmen dormía. Babe la había colocado así, en medio de la cama, tras ponerle un camisón de manga larga de algodón con florecitas. El brazo derecho, por encima del edredón, formaba un ángulo agudo natural y sobrecogedor entre el hombro y la boca, en la que tenía metido el pulgar.

—A ti me ha enviado Dios —replicó Bobby.

—No, no. Quiero decir que Dios nos la ha enviado. ¿Entiendes?

—Sólo entiendo que te quiero. Y te deseo…

Babe lo vio venir hacia ella con los ojos brillantes y aspecto decidido. Su sexo en erección (cuya cabeza, circuncidada, como la de todo buen estadounidense, no tardaría en aparecer) se abría camino entre el albornoz.

—Espera —dijo ella mientras lo esquivaba—, déjala descansar un poco. ¡Pobrecilla, mira cómo duerme! Tengo hambre, ¿vienes a tomar algo? —añadió cuando estuvo a un paso de la escalera.

—Así es perfecto. Yo tampoco tengo ganas de cocinar —dijo Bobby cuando se tomaron sus rituales cápsulas de ajo en beneficio de su salud—. ¿Un poco de mermelada sobre la mantequilla de cacahuete?

Babe contempló con aire pensativo su gran rebanada de pan de molde, como si se imaginara el resultado, y exclamó:

—¡Qué buena idea, Bobby! Nunca se me hubiera ocurrido.

—También puedes ponerle pasas…

—¡Sí, sí, y chocolate! —exclamó ella mientras se le hacía la boca agua. Y empujó febrilmente la silla de la cocina para saquear el frigorífico y los armarios.

—¿De verdad lo vas a hacer? —preguntó Bobby alarmado al verla regresar con los brazos cargados de diversos y peligrosos cócteles de glúcidos y ácidos grasos saturados—. Sólo era una broma. Salió el otro día en un episodio de Colombo, ¿no te acuerdas? El toque de mermelada sobre la mantequilla de cacahuete… ¿Ya estabas dormida?

—Sea lo que sea, cariño, me gusta mucho la idea.

Con una gran sonrisa y los ojos desencajados de excitación, Babe colocaba gruesas onzas de chocolate con leche sobre el montón de pasas doradas gigantes que nadaban en la confitura de arándanos generosamente extendida encima de la capa de mantequilla de cacahuete con la que al principio había untado su rebanada hecha de harina, materias grasas y conservantes, una rebanada blanca, blanda y cuadrada como una gran compresa de gasa esterilizada.

—Lo que quiero decir es… ¿Te lo vas a comer?

—Hummm… —apenas articuló, con la boca repleta por dentro y embadurnada por fuera.

—¿Ya no te preocupas por la línea? ¡Buena noticia! —dijo Bobby, aunque parecía pensar todo lo contrario.

—Siempre has fantaseado con las gordas, ¿no? Con Shirley, por ejemplo… —Según hablaba, perdigones multicolores saltaban alegremente entre sus labios—. Además, ahora no necesitas dos mujeres delgadas en casa… Pásame otra cerveza, please.

—¿Qué Shirley? —musitó Bobby, como para sí mismo.

Pasó su mano por debajo de la mesa, la puso en el muslo de su mujer y subió por su cara interior…

Con los dedos pringados de chocolate, Babe se recreaba en su sándwich monstruoso sin reaccionar, como si estuviera cortada en dos por el estómago y sólo sobreviviera la parte superior de su cuerpo. La mano de Bobby seguía avanzando. Los muslos ya estaban separados. Desde que había empezado a comer, la actitud de ella era de total descuido: la espalda encorvada, la cara y las manos pringosas, la bata color ciruela cada vez más manchada y abierta de manera desvergonzada a la altura de sus senos desnudos…

—¿No tienes hambre? —terminó por mascullar cuando los dedos de su marido exploraban una selva virgen en plena estación de las lluvias.

Y sin dejar de masticar, comenzó a proferir «¡ah!, ¡ah!», sofocados, con los ojos en blanco, como una loca.

Cuando llegaron a la habitación, con el estómago lleno, Bobby se asustó al ver a Carmen en medio de la cama, acostada en la misma posición, acurrucada, pero del otro lado. Se volvió hacia Babe que, parada en el umbral de la puerta, la admiraba con aire enternecido.

De nuevo miró a Carmen. La habían dejado tapada con el edredón; sin embargo ahora el camisón estaba desabrochado y enseñaba uno de sus pechos.

Babe no se había movido de la cocina. Bobby guardó silencio. Sin duda estaba un poco nervioso, y lo cierto era que aún no se había acostado con su mujer. Creía haberle dado placer con sus dedos, pero, como Babe no había dejado de comer, sin al parecer darse cuenta de lo que él le hacía, Bobby ya no estaba seguro de nada. Y cuando pretendió ir más lejos, ella se había cerrado en banda. Ahora no sabía cómo comportarse.

Comenzó a llover de nuevo. «Nunca parará», pensó Babe. Y esta idea la inundaba de paz. La lluvia resonaba en la noche que envolvía la casa. Era como si la naturaleza entera acunara a Babe y Bobby, acostados con el placer personificado, con esa Carmen depositada por Dios en el centro de su cama queen size.

Babe había cerrado todo tan bien que la oscuridad de la habitación era absoluta, un bloque de tinieblas. Permanecían en silencio, inmóviles, tendidos de cara al techo a ambos lados de Carmen, paralizados en una espera indefinida, con la boca abierta, como si su propia respiración les diera miedo. E igual que una crisálida se convierte en mariposa, el lecho conyugal se transformaba lentamente en un barco fantasma que desplegaba sus velas rozando imperceptiblemente el aire, dispuesto a abandonar las sombras y la gravedad de su antigua vida para navegar por los azules constelados de flashes, al otro lado del mundo, al otro lado de la noche y de los párpados caídos, a través de la eterna luz interior, esa que absorben los espejos cuando abrimos los ojos.

La noche misma les servía de párpados, la negra noche y la lluvia, cuyo perpetuo murmullo borraba al mundo. Y sus pupilas dilatadas, fijas, constituían la parte y el todo de la universal y fractal tiniebla.

Permanecieron mucho tiempo sin moverse. Dejaron que el navío fuera a la deriva por un lugar inexistente y catártico. Cada átomo de su organismo flotaba en el magma. Sus cuerpos se distendían, extendían y disolvían en la expansión general del tiempo y el espacio. Tras diseminarse en todas direcciones, sus cuerpos comenzaron a reunirse, a concentrarse y tensarse por obra implacable del deseo. Entonces, como quien abre una puerta para escapar de un asesino, Babe hizo un gesto. Entre el edredón y el cuerpo de Carmen, su mano partió en búsqueda de la pistola de Bobby.

La lluvia persistía. Apenas escampaba cuando volvía a llover de nuevo. Al día siguiente, miles de personas se mojarían los zapatos otra vez y el césped de la casa estaría empapado.

Bobby sintió los dedos de Babe rozar su pene, palparlo, agarrarlo con ansiedad como si se sujetaran a la barandilla de un puente sobre un río desbordado que todo lo arrastrara a su paso y amenazara con llevarse también el puente con sus embestidas potentes y cenagosas. Babe suspiró. La pistola de Bobby se hinchaba bajo su palma.

Si los caminos de Dios fueran menos insondables, habría creado con toda seguridad una pistola separable. Así, una vez desprendida, podríamos llevárnosla para saborearla con tranquilidad, como cualquier golosina. Pero, en lugar de esto, ha colgado sádicamente esa serpiente entre las piernas del hombre para obligar a la mujer a agacharse y humillarse ante éste.

Cambiaría sin duda la faz de la Tierra si los hombres tuvieran su sexo en medio de la cara, a la altura de la nariz, por ejemplo. De entrada, mentirían menos. Y además, estarían obligados a ponerse de rodillas para penetrar a las mujeres; eso o aceptar que ellas se les sentaran en la cara. ¿Y si las mujeres ostentaran también su sexo en el lugar de la nariz? ¡Qué incómodos resultarían los cruces de miradas! ¡Imposible pensar en otra cosa! Presenciaríamos nuestros propios coitos, en primer plano, con los órganos genitales siempre visibles… Podríamos lamernos a la vez, los hombres se la chuparían ellos mismos, e incluso las mujeres gozarían cada vez que se pintaran los labios, en sentido vertical, con una gran barra de carmín.

Bobby murmuraba «hummm, hummm» cuando la mano de Babe iba y venía, firme aunque abstraída, o también «uf, uf» y a veces «¡uuuh, uuuh!». Por su parte, Babe se decía para sus adentros que, algunas veces, debería existir la posibilidad de cambiar de sitio el sexo de los hombres, ponerlo en el hueco de la espalda o en una mano, así sería menos monótono, menos solemne.

—Oooh… —dijo Bobby en un tono un poco quejumbroso.

Su pistola estaba ahora voluminosa y dura como un cañón. Babe empezó a sentir el brazo dolorido y aflojó el ritmo. Él aprovechó para volverse hacia Babe, sortear a Carmen y reunirse con su mujer.

—No —dijo—, conmigo no, con ella.

Llovía aún. La lluvia sempiterna susurraba: «Mezclaos, hijos míos, derramaos, amaos; vamos, mis niños, vamos, yo os protejo». No existía nada salvo la lluvia, la noche y los cuerpos encallados, el mundo entero por hacer… Los tres cuerpos se enredaron en la oscuridad.

Babe retiró el camisón de Carmen, separó sus piernas y deslizó el sexo de Bobby en su vagina elástica y sedosa. En el centro de la habitación a oscuras, con sus formas ligeras y carnosas, el cuerpo de Carmen estaba vivo y disponible, dócil, excitante. Babe también se desnudó y, pegada a la espalda de Bobby, con su pubis aplicado como una ventosa contra las nalgas de él, lo abrazaba con fuerza mientras impulsaba los vaivenes de Bobby entre los muslos de Carmen, como si la penetrara ella misma.

—Ve despacio, cariño —le susurraba Babe—, haz que dure… Lo adora. Vamos, métesela toda… Ahora. ¡Oh! Le encanta. ¡Qué hermoso eres, corazón! Me gusta sentir cómo la penetras… Me fascina que te folies a esta mujer, mi amante… Si supieras lo que antes hemos hecho las dos… Me he sentado en su cara… ¿Eso es pecado?

Bobby se preguntó si debía responder, pero como no sentía segura la erección, prefirió concentrarse en su tarea.

—¿He pecado por hacer eso en su cara? Si el Señor me ha concedido el placer, será porque no he hecho nada malo, ¿no?

Si Bobby hubiera adivinado que Carmen la pondría así… «En el fondo, mi padre tenía razón», pensó Bobby. De pronto sintió que remitía la erección y cerró los ojos para imaginarse escenas de culos como un loco, mientras redoblaba la cadencia de sus embestidas.

—Te enseñaré —dijo Babe excitada por su propio ardor—. He hecho lo que ahora hago contra ti…, me acaricio el clítoris…, lo froto… ¡Es tan sensible! Ella me ha hecho reaccionar, el Señor me la ha mandado para despertarme. He estado dormida durante tanto tiempo que había perdido la memoria. ¡Es tan sensible! No lo sabía…, ya no lo sabía… Es bueno recordarlo. Ella es una mujer como yo, ¿lo comprendes?

«Ante todo, no pensar: “Nunca entenderé a las mujeres”…».

—Ella sabe lo que me gusta…, claro, entre mujeres… Yo también sé lo que necesita. Su rostro, su boca…, Carmen es tan dulce… Me encanta hacer eso sobre su cara… Quisiera tenerla siempre entre mis muslos, que me lo hiciera todo el tiempo… Entre mujeres no es pecado, ¿verdad? Hasta al Señor le gusta que las mujeres lo hagan entre ellas…

«¡La muy zorra!».

—Porque es el paraíso… ¡Qué placer! No podía parar… ¿Cómo detenerse cuando se sabe lo bueno que es?

«¡Puta, puta!».

—Cuando lo pienso, me enfurezco… No podemos parar, ¿verdad, Bobby? Por eso has traído a Carmen… Ahora que estamos los tres, quisiera que no acabara nunca, nunca… ¿Y por qué eso me hace enfadar? Porque me siento rabiosa, quiero gozar… Jódela hasta el fondo, véngame… Quiero darte todo el placer… No sé lo que me pasa.

«Yo tampoco…».

—Soy una perra en celo. Me vuelvo loca cuando te acuestas con ella, cuando nos acostamos con ella… Y te hago el amor… Hazle el amor por mí, Bobby… Yo te follo, te follo…

Y mientras Bobby se afanaba al máximo, a ciegas Babe acercó la boca a su oreja y, en un susurro, le habló con el angustioso esfuerzo del moribundo que pronuncia sus últimas palabras:

—Voy a decirte… la verdad. Soy una perra. Tú eres un perro. Somos perros. Queremos fornicar. ¡Guau! ¡Guau! Fornicar. También soy un perro. Y tú, Bobby, eres el perro y la perra… ¡Guau! ¡Guau!

«No debo escucharla. Nunca lo conseguiré si la escucho».

En la completa oscuridad, notaba las palabras tan materiales como si lo hubieran penetrado con objetos, con cosas sombrías y pesadas bombardeadas a través de la densa cortina de agua. Bajo las feroces embestidas de Babe, se recostó un poco más contra Carmen, cuyos senos blandos se aplastaban contra su torso sudoroso. Sintió venir el esperma y se quedó inmóvil para retenerlo. Mientras su mujer se ensañaba con sus nalgas, oyó el sonoro jadeo de Babe transformarse en agudos ladridos. Se abandonó por completo y, como en un sueño, se dejó conducir hasta el placer por la estrecha y tersa vagina de Carmen.

Notó el brazo derecho duro, pesado y frío como una piedra. Fue su primera sensación, incluso antes de abrir los ojos. No levantó ni una pestaña. Sabía que el menor movimiento liberaría la sangre, y que, al volver ésta a circular por sus arterias heladas, pasaría un mal rato.

En ese duermevela vegetativo, concentró sus pensamientos en el brazo entumecido, ese brazo que bien podía pertenecer a Carmen. Babe tenía el brazo de Carmen, y Carmen el de Babe, un brazo de carne y hueso con el cual, en ese mismo instante, cuando todo el cuerpo de Babe se inmovilizaba en un bienestar mineral, Carmen se apoderaba del sexo de Bobby para llenar su mano con su erección matutina.

De la misma forma, Babe derramó toda su alma en el cuerpo de Carmen para recibir a cambio el espíritu sufrido y apacible de ella. Ahora sus organismos eran dos vasos comunicantes, dos guaridas recíprocas donde sus almas de ladronas siempre podrían refugiarse y mantener su botín a salvo.

Bobby oyó el timbre de la puerta y enseguida se inventó un sueño para sacarlo de la realidad: iba a coger un tren, pero éste, en vez de parar en la estación, pasaba a gran velocidad, mientras la locomotora lanzaba silbidos estridentes. Echaba a correr para subirse en marcha, aunque sabía con certeza que ese intento, además de ser inútil, entrañaba un peligro mortal.

El timbre volvió a sonar. Bobby se incorporó sobre un codo y se sorprendió al ver a Carmen desnuda y pegada a él. Al otro lado, Babe, sentada en la cama, se frotaba suavemente el brazo mientras contemplaba a su marido con una mirada viciosa, casi aterradora. Nunca la había visto así. Estaba irreconocible. Toda ella se había transformado, parecía una posesa.

—¡Dios mío! —exclamó Bobby—, debe de ser Tommy. ¡Ya es mediodía! Voy a abrir.

Apenas terminó de hablar cuando Babe, con un gesto rápido, se adueñó de su falo y se puso a acariciarlo con morosidad. Bobby era incapaz de recordar la última vez que su mujer le había hecho eso con tal convicción, la última vez que habían pasado toda la noche desnudos, o dormido un domingo hasta tan tarde. Y, sin embargo, era como si lo supiera desde siempre, como si toda su vida estuviera llena sólo de eso, como si el sonido del timbre perteneciera al universo del sueño, a un mundo remoto, lejos de todo lo que se agitaba fuera de la casa, más allá de su miembro. Nada había existido hasta ahora sino para distraerle mientras esperaba ese momento de verdad, ese instante donde todo era sexual, esos minutos repletos de sexo, y eternos, dado que él mismo, día y noche, no conocería ya pasado ni futuro, sólo un presente henchido de deseo y colmado de placeres.

—Voy yo —dijo Babe—. Pero sé bueno, ocúpate de Carmen, tiene hambre.

Y besó a Carmen en los labios, le abrió la boca en forma de «o» y dirigió el pene de su marido hacia esa boca. «Tiene hambre»… Al metérsela toda de golpe, Bobby irguió el tronco con un gemido de satisfacción. Babe fue a vestirse sin dejar de mirar a Carmen, con la cara transformada, extasiada.

Tras tocar el timbre por segunda vez, Tommy y su chica, Carroll, se sentaron en los escalones del porche y encendieron un cigarrillo. La madera estaba aún mojada, pero ya no había nubes en el cielo. El sol deslumbraba. Un fuerte olor a hierba y a tierra empapadas brotaba como una flor monstruosa de toda la urbanización. Shirley Gordon apareció en el umbral de su puerta, gorda y apetitosa en su salto de cama negro con sugerentes transparencias.

Hi, Tommy! —saludó, zalamera—. ¿No están tus padres?

—Deben de dormir aún. Los coches sí están.

—¿Dormidos? ¿No tienes llave?

—Se me ha perdido.

—Hijos, no hace falta que esperéis ahí fuera, os vais a calar los pantalones. Venid a tomar un café.

—No, gracias —cortó Carroll—. Estoy segura de que llegarán enseguida.

En el instante en que Carroll se levantaba para volver a llamar, Babe abrió la puerta. Estaba desgreñada y sonriente, con la bata color ciruela puesta de cualquier manera.

Desde que se había independizado, dos años antes, Tommy iba a comer todos los domingos, solo o con la chica de turno. Babe solía preparar un Southern fried chicken o, si hacía buen tiempo, barbecued pork chops, y se pasaba la mañana horneando uno de sus célebres postres, especialidades de las que se sentía tan orgullosa, como el banana cream pie o el spiced chocolate zucchini cake, ese pastel de calabacín y chocolate que horneaba siempre en dos moldes para que Tommy pudiera llevarse uno a casa.

Pero ese día ningún aroma culinario impregnaba el hogar. Babe hizo pasar a los chicos al salón y se fue a poner la cafetera, mientras se disculpaba con una desenvoltura cuando menos sorprendente. Bobby todavía no había aparecido. Babe encendió la tele y les soltó:

—Poneos cómodos, vuelvo dentro de cinco minutos. Me ducho y enseguida estoy con vosotros.

Bobby bajó al cuarto de hora con el pelo mojado, sandalias, vaqueros y camiseta blanca. También se excusó sin mucha convicción y pasó a la cocina para servirse una gran taza de café. Tenía ojeras, pero parecía más relajado que nunca. Tommy se sintió como un niño de diez años frente a su padre. Le entraron unos celos instintivos, amargos. Para él era una alegría y un orgullo presentarle a Carroll. Era tan guapa que habría deslumbrado a un ciego. Pero no sólo se habían olvidado de ellos, sino que Bobby apenas la había mirado, como si tuviera la mente en otra cosa. A veces los hombres fingían ignorar a Carroll de manera deliberada, para contrariarla y obligarla a enzarzarse en una lucha con ellos. No era el caso: Bobby parecía sencillamente distraído. Ni siquiera indiferente. Se mostraba tan atento como le permitía su estado…, y éste era de una ausencia evidente.

Babe los encontró sentados a la mesa de la cocina, ante una taza de café. Bobby le sirvió una y ella se puso a buscar algo para improvisar la comida.

—Hay tomates —dijo, con la cabeza dentro de la nevera—, manzanas, jamón, salchichas…

—Perfecto —respondió Bobby—, tráelo todo. Tengo un hambre canina. ¿Vosotros no?

Colocó encima de la mesa, amontonado, lo que iba sacando de la nevera y se sentó. Tommy, molesto, se levantó, puso platos, vasos y cubiertos, sacó unos zumos y se dispuso a cocer huevos.

Babe y Bobby devoraban sin pronunciar palabra y con aspecto satisfecho. Carroll apenas comía, con la silla muy retirada de la mesa y una actitud indiferente que disimulaba mal su irritación.

—A propósito —dijo de pronto Tommy a su padre—, ¿sabes cuál es tu nombre de actor porno?

—¿A propósito? ¿A propósito de qué? —Inclinado sobre el plato, mordía un tomate, y el jugo le chorreaba por el mentón.

—A propósito de nada. Creo que Carroll y yo nos vamos.

—No, no. Quiero saberlo. ¿Mi nombre de actor porno?

—Sí. ¿Cómo se llamaba el hámster que tenías de pequeño?

—Mickey.

—¿Y tu madre?

—Karen.

—Su nombre no, su apellido.

—Short.

—Pues es Mickey Short. Ése es tu nombre artístico porno. El de tu mascota más el apellido de tu madre.

Carroll se dio la vuelta, con la mano en la boca para no echarse a reír, pero nadie pareció darse cuenta.

—¿Su nombre artístico porno? —repitió Babe.

—Sí, el nombre que escogería si hiciera películas pornográficas.

—¡Entonces yo sería Dolly Balto! —exclamó triunfal.

—¿Tú tenías una mascota? —dijo Bobby mientras la atravesaba con la mirada hasta el fondo de las órbitas, como si estuvieran los dos solos en la estancia.

—Cuando era pequeña. La perra de los vecinos —dijo, y su voz sonó ronca de pronto.

Ambos bajaron la mirada y dejaron de comer. Su buen humor se había transformado en una impaciencia sorda, casi palpable. Cuando Tommy y Carroll se despidieron no los retuvieron, apenas encontraron las palabras de cortesía más elementales para agradecerles su visita y animarles a volver. En cuanto cerraron la puerta se dirigieron a la habitación. Subían las escaleras muy despacio, peldaño a peldaño, como si transportaran una carga muy pesada.

Hi, Bobby! Hermoso día, ¿verdad?

Apoyada en la barandilla del porche, Shirley, con su salto de cama negro, que dejaba entrever grandes cachos de carne blanda y blanca como una masa a punto de esponjarse, parecía una viuda gorda e indecente.

Bobby apenas la miró. Cruzó el sendero del jardín con paso apresurado.

—¿Se os ha olvidado levantaros esta mañana? —añadió Shirley, molesta—. ¿No estará Babe enferma?

—No, no —contestó él sin volver la cabeza.

Se metió en el Chrysler y arrancó sin mirar hacia su casa.

A causa de las lluvias nocturnas, hasta mitad de la jornada el universo entero brilló como carne genital sorprendida en palpitante humectación segundos después de que unas manos invisibles hubieran abierto el vientre de la intemperie. La naturaleza, las casas, las calles, todo lo vivo y lo inerte relucía y respiraba despacio, como si fuera un órgano prodigioso que disfruta del descanso tras horas de secreto trabajo, de convulsiones, derrames y desbordamientos varios. Ahora más que nunca era preciso preguntarse cuál podía ser la función de este mundo-órgano, a qué cuerpo pertenecía y por qué seres conscientes, ignorantes y atormentados tenían que deambular sin cesar en esta maraña de macrocosmos y microcosmos claramente absorta en sus actividades obscenas.

Toda esa agua y esa luz volvían a Shirley Gordon aún más lánguida, lasciva y excitada que de costumbre. No tenía ningunas ganas de moverse, habituada a reinar y contentarse en la sombra y en la apatía, pero sus apetitos alcanzaban a veces tales paroxismos que se sentía capaz de remover cielo y tierra para satisfacerlos. Se pasó la mañana en una espera confusa y punzante. Vagaba del salón al suelo húmedo de su porche, sin lavar ni vestir, húmeda ella misma y abrumada por sus instintos, embotada por una necesidad casi dolorosa, más allá de toda conciencia: la necesidad de exhibir sus encantos. Al final se decidió a cruzar el césped encharcado y llamar a la puerta de su vecina.

Babe había decidido posponer su vuelta a la facultad. La noche había sido larga y se sentía cansada, pero, sobre todo, era incapaz de abandonar a Carmen. «Mañana», pensaba. «Mañana», le había dicho a Bobby. En realidad, esa palabra era un subterfugio. Para ella sólo contaba la pulsión presente, la pulsión de amor que la conducía hacia ese objeto ciego llamado Carmen, escondido como una minúscula y desgarradora aguja en el interior de su vientre, al igual que ella, cruel y microscópica, se refugiaba en la materia de su adorada.

Esa mañana de lunes, Bobby y Babe se habían levantado mucho más tarde de lo habitual. Habían olvidado programar el televisor. Les despertó el teléfono. Saltó el contestador, pero no dejaron ningún mensaje. Sería sin duda el jefe de uno de los dos.

Bobby se había quedado sin desayunar, pues tuvo que ayudar a Babe a bajar a Carmen al salón antes de salir. Acababa de cruzar el umbral cuando el teléfono volvió a sonar. Su mujer no descolgó. Esta vez dejaron un mensaje. Era de la facultad. Mientras Kate hablaba, Babe se sentó al lado de Carmen, en el sofá, y le cogió la mano para realizar el trasvase de almas que le permitiría permanecer insensible ante las amenazas cernidas sobre esa trabajadora, Babe Wesson, una persona que no se encontraba en esa casa.

—A doll, a doll, my baby doll…

La voz de la mujer era cálida y dulce. Una joven agachada ante un cochecito-sillita de niño, al final de un callejón. Babe no podía ver su rostro, pero lo imaginaba surcado por una enorme sonrisa y con ojos negros, brillantes, resplandecientes. Babe tenía seis años y nunca había observado algo así en la cara de su mamá. A doll, a doll, te compraré una muñeca, cantaba la joven de espaldas. La niña, demasiado grande para el cochecito, era mongólica. Babe se enteró de esto más tarde. De momento sólo repara en sus extrañas facciones, en los ojos rasgados, en el óvalo redondo, en la boca entreabierta, y también en la ternura de la mujer al hablarle. A doll, a doll, my baby doll, decía, y sonaba como una flauta. Nadie le ha dicho nunca palabras así a Babe, envueltas en tanto amor. La niña rara está inclinada por completo hacia la mujer, como si disfrutaran, se deleitaran la una en la otra. Babe, llena de vergüenza, se oculta en un rincón. No sabe el motivo, pero no debería estar allí; mamá le ha prohibido irse sola tan lejos de casa. No hay nadie más en el callejón, excepto la joven y la pequeña, ambas rodeadas de una especie de halo luminoso, y Babe, inadvertida, escondida en la sombra, en un recodo. Babe la culpable sabe, comprende de pronto, entiende, conoce la verdad como si fuera Dios mismo: la niña va a morir, debe matarla para vivir en su lugar, apoderarse de su alegría, pues, si no, nadie, nadie se la dará.

Babe querría irse para evitar eso, pero no se atreve. A doll, a doll, sigue canturreando la joven. Es como una cantinela. A doll, a doll. «Si me muevo, me verán». La calle está inundada de sol, hace calor, la cabeza empieza a darle vueltas. Por eso cree estar en un sueño o en una película: saltan dos malos, uno corre tras otro, pistola en mano, a gun, a gun, y cuando el primero llega al final del callejón le dispara al otro; la mujer mira al asesino y entonces éste descarga un tiro sobre ella y sobre la niña, a continuación echa una ojeada alrededor y se marcha corriendo. Todo ha pasado muy rápido. Babe ha permanecido invisible, como si estuviera delante del televisor. Las personas que salen en la tele nunca nos ven. De todas maneras, aunque nos contemplaran, no podrían tocarnos. Por eso Babe estaba a salvo entre las sombras de su rincón.

Había sucedido, la pequeña estaba muerta y la joven también, antes de poder comprarle a la pequeña la muñeca prometida. Después de todos esos años, la muñeca ha crecido, se ha hecho mayor para vengarse.

Ha llegado mi hora, mi momento oscuro como un agujero, negro, sin fondo. ¿Qué mal he hecho? La muñeca no te quiere, Babe. La has esperado todo este tiempo, la has aguardado en secreto y, cuando te atreves a amarla, debes admitir que ella no te ama.

¿Estoy enferma? ¿Es más demencial enamorarse de una muñeca que de un ser humano? ¿Acaso la muñeca me ama menos que un desconocido de quien pudiera enamorarme?

¿Voy a volverme loca? ¿Ya lo estoy? ¿Siempre lo he estado?

Es la grieta. Hay una grieta en mitad de mi vientre, imponente como una falla tras un gran temblor de tierra. El amor me lleva al borde del abismo, lo siento a mi espalda, quiere empujarme, el muy cabrón quiere que me caiga. El ser de quien estoy locamente enamorada no me da amor. Me convenció de que me amaba y de que me respondía con signos secretos. ¡Pobre enferma! Ese ser no puede verte, pobre demente, no es un ser, sólo te ve su indiferencia, te hipnotiza con sus ojos fijos. Y tú corres hacia la grieta con el corazón lleno de alegría, lleno de mentira, corres sin advertir la fosa, sin darte cuenta de que vas a caer en el precipicio abierto en medio de ti.

Al principio de nuestro matrimonio temía que la locura me venciera y ganara la partida. «Prométeme que no me darán electrochoques», le repetía a Bobby. Luego se me pasó. Lo enterré en algún lugar profundo de mi cerebro. Bobby también tiene grutas en la cabeza, donde él pone flores.

Ahora estoy triste, muy triste. He visto el abismo, pero no caeré en él. Todavía no. Aunque me siento tan desdichada como si mi sangre de pronto se hubiera vuelto gris.

Cuando la voz del contestador enmudeció, Babe se levantó, fue a la cocina y volvió con un copioso desayuno en una bandeja que colocó en la mesa del salón. Tendió una taza de café a Carmen y ambas comieron alegremente hasta que volvió a sonar el timbre de la puerta. Se oyó la voz horripilante de Shirley Gordon, empeñada en entrar a toda costa.

—¡Babe, Babe, soy yo, Shirley! —gritaba, como si no se la reconociera—. ¿Puedo entrar?

El timbre sonó otra vez y, casi al mismo tiempo, Shirley golpeó la puerta, tres toques melifluos, mientras berreaba con su voz aguda:

—¡Iuju, iuju, Babe!

Sentada en el sofá cubierto por la tela étnica, la espalda erguida, el brazo izquierdo apoyado en el brazo del sofá, con una tostada en la mano derecha, colocada a su vez sobre el muslo, Carmen, visiblemente fascinada, veía los anuncios de la tele. Babe le había puesto uno de sus camisones de tirantes que permitía adivinar sus formas deliciosas.

Las dos se mantuvieron inmóviles el mayor tiempo posible, concentradas en su lucha. Ésta consistía en esperar que Shirley se marchara. Mientras Carmen seguía la publicidad, Babe la contemplaba, como dos enamorados que no se atreven a mirarse, y la encontraba más bella, perfecta y deseable que cualquier otra mujer (además, a ella no le gustaban las mujeres).

—¡Baaabe! ¿Estás enferma? ¿Quieres que llame al médico?

«Dios mío», pensó Babe, «no se cansará». Se pasó la mano por el pelo aún sin peinar, se ciñó el cinturón de la bata color ciruela (y se dio cuenta de que estaba constelada de manchas de grasa). Al principio intentó hablarle a través de la puerta:

—Todo va bien, Shirley. Acabo de tomar un baño, estoy constipada y voy a descansar un rato.

—¿Perdón? No te oigo bien. ¿Por qué no abres?

—¡Digo que iba a acostarme! —gritó Babe.

—¡Suicidarte! ¡Cielo santo! ¡No lo hagas! ¡Enseguida llamo a la policía!

—No, no…

—Tranquila, yo me ocupo de todo.

—Shirley, todo va bien —suspiró Babe mientras descorría el cerrojo y se colocaba en la abertura de la puerta.

—¡Madre mía! Menudo susto me has dado… ¿Estás segura de que todo va bien?

—Perfectamente.

—¿De verdad? ¿No tienes ganas de hablar?

—No. No, no…

—En fin, sólo quiero decirte que… puedes confiar en mí. Los vecinos estamos para ayudarnos, ¿vale?

—Mira, sólo tengo un poco de gripe.

—Un poco de gripe… Por eso no saliste en todo el sábado…

—Últimamente, Bobby y yo estamos reventados… No deberíamos trabajar en sábado, ni siquiera de forma excepcional.

—Sí, sí, siempre se dice eso, pero hay que ganar dinero, ¿verdad? —dijo Shirley mientras soltaba sus risitas atroces—. Y mi pobre marido con sus dos empleos… Si supieras en qué estado se encuentra a veces… ¿Puedo pasar un minuto?

—Bueno…, no. Hay mucho desorden y además no estoy vestida…

—Podría echarte una mano…

—No, gracias, Shirley. Creo que volveré a la cama.

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